Capítulo veinticinco

Viendo a las dos mujeres llorar —desconsoladamente, además—, Sebastian se sintió como una mosca ignorada entre los muros de esa habitación. Los sollozos eran a ratos de emoción, a ratos de felicidad. Para un hombre que odiaba las lágrimas, era difícil de tolerar. Por tanto, viendo a la pareja, no pudo evitar sentirse conmovido. Le pareció imposible mantenerse al margen.

Era verdaderamente increíble. Recordó aquel día en Londres cuando Devon le había soltado que su padre provenía de una familia mejor que la suya. Por el amor de Dios, ¡era verdad! ¡Devon era familia de la duquesa!

Sintiéndose definitivamente fuera de lugar, se quedó sin saber qué hacer por un momento. Y al final, se excusó —sin que ninguna de las dos se diera cuenta— y fue a buscar a un sirviente para ordenarle que sirviera el té en el salón.

Esperó hasta que la bandeja estuvo lista para entrar de nuevo. Afortunadamente, los sollozos habían terminado. La duquesa permanecía sentada con la mano de Devon apretada fuerte entre las suyas. Al entrar Sebastian, las dos le miraron fijamente. Él sonrió levemente.

—Me tomé la libertad de pedir el té. —Hizo una seña al sirviente para que depositara el servicio de plata en la pequeña mesa de palo de rosa.

—Devon —le dijo suavemente—, ¿nos harías el honor?

Se dispuso a servir. Sus dedos se rozaron al pasarle la fina copa china de Wedgwood. Se echó hacia atrás como si se hubiese quemado y, después, rápidamente, volvió su cabeza a un lado. Diablos, ¿por qué no le miraba?

—Mi nieta me acaba de contar que pasó la mayor parte de su vida en Saint Giles —empezó la duquesa, con la franqueza que la caracterizaba—. Como puede imaginar, este día ha estado lleno de grandes revelaciones. Pero debo confesar: estoy confundida por encontrarla aquí, en su casa.

Les miró a los dos. Devon hizo un movimiento nervioso. Abrió la boca pero, antes de poder decir nada, Sebastian levantó la mano para cortar cualquier respuesta que ella pudiera dar.

—La encontré herida en Saint Giles. La llevé a mi casa de Londres... —Poco a poco, fue relatando lo sucedido.

Cuando terminó, la duquesa se quedó muy callada.

—Así que rescató usted a mi nieta de los bandidos —dijo, por fin—, y ha estado cuidando de ella todo este tiempo.

En la frase se escondía un tono perturbador. Sebastian no eludió el escrutinio crítico de la mujer, sino que se enfrentó a él de igual a igual.

—Nadie en Londres sabe que está en mi casa, duquesa.

—Confío en que siga siendo así, ¿no es cierto?

Sebastian inclinó la cabeza.

—Tiene usted mi palabra.

—Excelente —terminó y se puso en pie—. Devon, por favor, mi bastón.

Devon se lo puso en la mano. La duquesa no tardó en balancearlo hacia Alice, quien acababa de entrar para recoger la bandeja de té.

—¡Tú, jovencita! Por favor, asegúrate de que las cosas de la señorita Saint James son empaquetadas y llevadas a mi carruaje.

Los labios de Devon se abrieron.

—¿Duquesa? —murmuró desconcertada.

La duquesa debió sentir su dilema.

—Sí, querida. Te vienes conmigo. —Sonrió al ver la expresión atónita de Devon—. ¿Qué? ¿Es que crees que después de saber de tu existencia voy a desaparecer como si nada?

—Con toda honestidad, no sé qué creer —admitió—. Aún no lo sé. No quiero poner en duda su criterio, duquesa.

—Abuela —corrigió la duquesa con cariño.

—Abuela —concedió Devon con voz entrecortada. Se mordió el labio, y de repente, explotó—. ¿Puedo serle franca?

Los ojos de la duquesa brillaban.

—Querida, pronto descubrirás que no hay otra manera.

—No importa quién fuera mi padre, el hecho es que yo soy, y siempre seré, una bastarda. Y considerando su posición en la sociedad...

La duquesa sacudía la cabeza.

—No me digas más, querida, no me digas más. Ahora me toca a mí ser franca. Por supuesto que se hablará pero ¿a quién le importa? No, no tengo ninguna intención de esconder lo que eres. Tengo la intención de acogerte como mi nieta, y si la sociedad elige darme la espalda, entonces, eso que se pierden ellos. ¡Soy demasiado vieja para preocuparme de esas cosas!

Devon se mordió el labio.

—Hay algo más que debería saber.

—Suéltalo entonces.

Devon tragó saliva.

—Mi madre amó a su hijo hasta el día en que murió —le confió. Toda la agonía de su corazón se reflejó en su voz—. Pero yo... yo siempre le odié por hacer que ella le amara, y por no cuidarla. Yo sólo pensé que debía saberlo.

Para su sorpresa, la expresión de la duquesa fue de gran sufrimiento.

—Puedo aceptarlo, muchacha, porque nadie sabe mejor que yo lo cruel que era Marcus. De verdad, siento mucho lo que le pasó a tu madre, porque a mí ella me gustaba mucho. Hay mucho de su compasión en ti, creo. Y quizás hay algo que tú deberías saber también. A pesar de todos sus defectos, yo quería a Marcus, le quería como sólo una madre puede querer. Él fue mi único hijo y... —su voz se hizo inestable— tú eres parte de él... tú. Mi nieta. Mi niña, ¡es una bendición! No hay nada más que decir, sólo que me gustaría mucho que pudiéramos conocernos mejor. —Había lágrimas en los ojos de la duquesa cuando alargó una mano implorante hacia ella.

A Devon le dolía la garganta. Le cogió la mano con fuerza, conmovida en lo más profundo de su corazón.

—A mí también me gustaría —murmuró.

—Entonces, vamos —recobrando su vitalidad, la duquesa empezó a andar. Miró a Sebastian:

—Sebastian, ¿nos acompaña a la salida?

Sebastian se puso de pie en toda su estatura. Más que nunca, se sintió como un marginado.

—Duquesa... —empezó.

La voz de la duquesa le impidió seguir.

—Estoy en gran deuda con usted, Sebastian. Pero ahora que sé de la existencia de mi nieta, me considero responsable de ella. Puede estar tranquilo, soy perfectamente capaz de cuidarla y protegerla.

—Ah, no me cabe duda, duquesa. —Su tono mostraba agradecimiento pero sus ojos parecían querer morder a alguien—. Sin embargo, si por favor usted...

—Es un largo viaje hasta Londres para una mujer tan anciana como yo. Debería llegar a casa antes de medianoche. —La duquesa se despidió—: Adiós Sebastian. —Más dominante que nunca, la señora se dirigió a la entrada principal.

El mayordomo se encontraba ya en su lugar, listo para acompañarla a la puerta. Hizo una gran reverencia cuando la duquesa pasó por su lado.

Sebastian tuvo que reprimir una maldición. Apretó los dientes con fuerza. Tuvo que recordarse a sí mismo que estaba tratando con la duquesa de Carrington. Devon siguió a su abuela hasta la puerta.

—Devon —le dijo en voz muy baja.

Sus hombros se pusieron tensos. Supo por eso que ella le había oído. Aún así, continuó andando detrás de la duquesa.

De dos zancadas le cortó el paso. La sujetó de un codo.

Sus pasos se hicieron más rápidos.

—Déjame ir.

La agarró con más fuerza.

—Devon, por favor, mírame.

Ella se negó, se centró en el intrincado nudo de su corbata, el cuadro que le rodeaba, en todos los sitios menos en él.

—¿Querida?

Otra vez la duquesa. Sebastian maldijo entre dientes. Movió la cabeza. La anciana mujer le había visto y le miraba con atención. Sus dedos se aflojaron. Ya suelta, Devon se movió como un animal al que le abren la jaula.

A Sebastian no le parecía bien. No le parecía bien en absoluto. No habían tenido oportunidad de hablar acerca de la noche anterior, de sus sentimientos, su decisión. ¡No habían podido hablar de nada!

Estaba atado de pies y manos, maldita sea. La duquesa se llevaba a Devon lejos, a Londres, lejos de él.

Y no había una maldita cosa que él pudiera hacer para evitarlo.

Sebastian no tuvo que pensar mucho para decidir lo que iba a hacer a continuación. En una hora, su carruaje estaba ya siguiendo los pasos de la duquesa. Al partir de Thurston Hall, su idea había sido presentarse en casa de la duquesa a la hora que fuera. Pero durante el largo camino de vuelta a Londres, recobró un poco de su cordura. La memoria de sus encuentros emocionales le eran familiares; se recordó a sí mismo que iban a necesitar un poco de tiempo a solas. Esto frenó un poco su impulsividad, aunque no sus intenciones.

A las tres en punto de la tarde siguiente, Sebastian cruzó Grosvenor Square en dirección a la residencia de la duquesa. Dos golpes secos con la aldaba de metal, y la puerta principal se abrió para él.

El mayordomo de la duquesa, Reginald, un hombre alto, de finos labios y maneras austeras, se le quedó mirando. Sebastian le tendió una tarjeta con sus dedos cubiertos por la blanca tela de sus guantes.

—Me gustaría ver a la señorita Saint James.

El hecho de que el mayordomo no moviera ni una pestaña era fruto de su entrenamiento.

—Por aquí, señor.

Fue conducido al vasto descansillo del salón. No se sentó en la silla que le ofrecieron, sino que prefirió caminar por la habitación. De hecho, pudo haber andado a lo largo y ancho de la habitación con los ojos cerrados, de lo bien que memorizó el espacio. Y todavía seguía sin venir nadie. Finalmente, sacó el reloj de su bolsillo y le echó un vistazo.

Una hora y cuarto.

¿Qué diablos? ¡Es que le habían olvidado? La tolerancia estaba hoy en baja forma. Impaciente, dio vueltas por todos lados, dispuesto a decir unas palabras al mayordomo...

Pero el golpe de un bastón le alertó.

—Buenas tardes —deseó la duquesa.

Sebastian se inclinó en una reverencia.

—Duquesa —murmuró. Aunque en realidad, lo que quería era gritar su indignación—. Qué agradable verla de nuevo. Me temo, sin embargo, que Reginald no me entendió bien. Pedí ver a su nieta.

—No hubo confusión alguna —replicó la duquesa—. Devon está descansando.

—Entonces, por favor, haga que una sirvienta la despierte y le diga que deseo verla. Mientras tanto, puedo esperar. —Acercó la silla más cercana y se sentó, cruzando sus pies embotados con naturalidad.

Cuando levantó la mirada, ella estaba frente a él, de pie, como un dragón echando fuego; si es que alguna vez había visto uno.

—Ésta es mi casa, Sebastian. Y no crea que me importa su actitud.

—Entonces, quizá debería dejar la habitación. De hecho, lo prefiero.

—Jovencito, puedo... —Se detuvo y fijó en él su mirada.

Arqueó una ceja.

—¿Sí? —preguntó. Aunque sonara educado, estaba ya en guardia. Los límites de la batalla se habían fijado. Falto de sueño, habiéndose visto obligado a esperar, estaba de un pésimo humor y no le importaba nada que ella se diera cuenta. Incluso, hasta sería mejor que ella lo supiera.

—¡Me está provocando y estoy a punto de decirle a Reginald que le eche de aquí!

—No lo haría —fue todo lo que dijo—. No podría.

—Lo haría —le espetó—, ¡y lo haré! Si no fuera porque le tengo simpatía.

—Y yo a usted —la interrumpió agradecido—. Pero parece que sería conveniente que hablásemos claramente.

—Sin duda. —Sus palabras eran amables, pero no su tono. De hecho, la anciana golpeó el bastón en medio de sus elegantemente calzados pies.

Sebastian permaneció impasible.

—Duquesa —empezó—, es usted una mujer formidable.

—¡Me alegro de que lo reconozca!

—No tengo ninguna intención de enemistarme con usted. Sin embargo, me siento obligado a decirle que no soy ningún desgraciado, al que puede guiar mansamente a la calle según su deseo. Quiero ver a Devon. A solas.

La duquesa no se amedrentó.

—Y yo debo preguntarle las intenciones de su visita.

Sebastian se levantó nervioso.

—Duquesa, eso es algo entre Devon y yo. Ella es una mujer adulta, y creo que la decisión de verme debe ser suya, y no de usted.

—Tiene razón. —Y sus palabras le sobresaltaron—. Pero primero, tengo algo que decirle. Devon me dijo anoche cómo usted se había hecho cargo de su educación, cómo le había enseñado a leer y escribir. Pero me enorgullezco de la claridad de mi mente, sobre todo a mi edad: no soy ninguna vieja chocha.

Y él no estaba de humor para sermones.

—Duquesa, la respeto demasiado como para pensar tal cosa. —Se obligó a hablar con calma, a pesar de sus sentimientos.

—Y yo le he respetado siempre, muchacho. Pero no estoy ciega —declaró—. Vi la manera posesiva en la que miró a Devon ayer, la confianza con la que le habló y la tocó. Vi la manera en que ella se negó a mirarle y su resistencia a dejarla marchar. Entonces, nunca he sido muy dada a...

—Entonces, no lo haga —la cortó.

—Escúcheme, Sebastian, y escúcheme bien. Le estoy agradecida por haberla salvado. Pero desapruebo la manera en que ha mantenido bajo su techo a mi nieta, a riesgo de comprometerla. A juzgar por lo que vi que pasaba entre los dos, creo que tengo todo el derecho a preocuparme. Ella ha tratado de escondérmelo, pero había lágrimas en sus ojos cuando habló de usted anoche. Y todo lo que preocupa a mi nieta, me preocupa a mí. ¿Nos entendemos?

Sebastian perdió entonces los estribos.

—De acuerdo —dijo hosco—. Ahora, ¿puedo verla o debo tirar abajo esta casa para encontrarla?

Devon se había unido a su abuela para desayunar, pero al mediodía, sintió un gran dolor de cabeza. Todo había pasado muy rápido. Su cabeza le daba vueltas. Se sintió aliviada cuando su abuela sugirió que se retirase a dormir la siesta. De hecho, le hubiese gustado pasar el resto del día aislada, pero su abuela le había pedido que se uniera a ella a las tres y media para tomar el té.

Sus zapatos no hicieron ningún ruido al cruzar el enorme pasillo que conducía al salón. Escuchó voces de gente discutiendo. Una de esas voces era la de la duquesa.

La otra era la de Sebastian.

Su intención no era la de espiar a nadie, pero una de las puertas estaba entreabierta. Ni la mano más poderosa habría podido obligarla a no escuchar lo que decían.

El marqués y la duquesa estaban frente a frente. En otras circunstancias, se hubiese reído. Su abuela, cuya blanca cabeza no llegaba ni a la mitad del pecho de Sebastian, parecía como si estuviese dispuesta a estrangularle con sus propias manos. La expresión de Sebastian no era menos intensa.

—Ahora, ¿puedo verla —decía en ese tono imperioso que ella conocía tan bien—, o debo echar la casa abajo para encontrarla?

Devon se acercó.

—No hay necesidad de eso —dijo con calma—. Aquí estoy.

Dos pares de ojos se volvieron a mirarla.

La duquesa se colocó inmediatamente a su lado.

—Querida —parloteó la duquesa—, no tienes que verle ahora si no lo deseas.

Devon le dirigió una pequeña sonrisa y apretó su hombro.

—No pasa nada —murmuró.

La duquesa asintió con la cabeza. Dejó la habitación, pero no sin antes mirar a Sebastian con ojos amenazadores.

Les habían dejado solos. Lentamente, Devon levantó los ojos para ver a Sebastian. Iba vestido de manera impecable como siempre, con unos pantalones bombachos de color beige y un chaleco negro. Sólo verle hizo que su corazón le diera un vuelco.

Movió la cabeza.

—¿Cómo estás? —le preguntó con dulzura. Sus labios se abrieron en una sonrisa que le dolió en el alma.

Devon no pudo devolvérsela. En su lugar, sintió una amarga emoción en su interior.

—Estoy bien —respondió con frialdad—. ¿Por qué habría de estar de otra manera?

Él parpadeó.

—Por nada —farfulló, e hizo un gesto en dirección al sofá.

—¿Nos sentamos?

—Sí, por favor.

Devon se sentó al otro lado del sofá. Un error, porque él se sentó en la silla que estaba justo al lado, tan cerca que sus rodillas podían rozarse. La proximidad hizo que una ola de calor subiera por su pecho. Luchó contra ella con todas sus fuerzas, y de repente se puso a temblar.

—Esto es extraño —dijo.

—¿Lo es? No me había dado cuenta.

Sebastian no dijo nada, pero ella sintió como sus ojos escudriñaban su expresión, como si fuera un misterio.

Permaneció quieta mientras él le tomaba las manos.

—Devon —dijo con voz ronca—, he venido a hacerte una pregunta.

—¿Qué pregunta? —Era extraño, cómo se sentía, como si no fuera ella la que estuviese sentada junto a Sebastian, como si fuera una extraña.

Una pausa dubitativa, y después, débilmente, dijo:

—¿Quieres casarte conmigo?

Su corazón hizo un débil ruido sordo, después, empezó a latir fuerte. La sangre le llegó hasta los oídos. Ella creyó estar perdiendo la cabeza. No, pensó, no podía ser. Sebastian, ¿le estaba pidiendo que se casara con él?

Dios mío, Dios mío.

Un dolor le desgarró el pecho. Tan sólo dos días antes, se habría abalanzado a sus brazos, llorando de emoción. Pero su proposición, esta proposición, llegaba demasiado tarde.

Una tensión extraña se apoderó de ella.

—No —se limitó a decir.

La expresión de incertidumbre que cruzó su rostro fue gratificante. No se dio cuenta de que por dentro, ella hervía a fuego lento.

—¿Perdón?

No había necesidad de fingir. Nunca la había habido entre los dos.

Devon se soltó de sus manos y las juntó en su regazo. Habló con franqueza.

—He dicho que no, que no me casaré contigo.

Todo su cuerpo pareció congelarse. Se quedó anonadado. Paralizado.

Y también enfadado. Sus labios se cerraron, parecía ofendido. Se puso en pie, amenazante, con la mandíbula tensa. Sus ojos se cerraron peligrosamente.

—No puedes rechazarme.

Los suyos centellearon.

—Creo que acabo de hacerlo. —Dulcemente, casi caprichosamente, encontró su mirada—. No lo entiendes, ¿verdad? No, claro que no. Sin duda, mi noble señor, esperabas que cayera a tus pies y te debiera gratitud eterna por dignarte a casarte conmigo, una cualquiera. Pero confieso que siento curiosidad. ¿Te habrías acostado conmigo si hubiese sido una verdadera señorita? Si Penelope Harding fuera a ser tu esposa, ¿la habrías llevado a tu cama sin el beneficio del matrimonio?

Un rubor sordo le recorrió la piel. Hizo con la mano un gesto desdeñoso.

—Eso no significa nada —dijo breve—. No tengo los mismos sentimientos hacia Penelope.

—¡No significa nada! —Devon silbó y, de repente, se puso de pie—. ¡Para mí significa mucho! Dime, Sebastian. Es una pregunta simple, ¿no? ¿Habrías... ah, cómo puedo decirlo? ¿Te habrías sobrepasado con tu futura esposa? ¿Con cualquier mujer que hubieses considerado hacer tu esposa? Un beso, quizá. Pero no más, eso seguro. ¿Entiendes? Te conozco. Con la mujer elegida para ser tu esposa, habrías esperado hasta la noche de bodas para hacerla tuya.

Él hizo un sonido.

—No desprecies lo que tuvimos. —Su mirada se secó en la suya—. Lo que tenemos. ¿Por qué haces que parezca como si te hubiera utilizado para mi propio placer?

—Porque quizás lo hiciste —le devolvió—. ¡Quizás fui sólo una mujer con quien acostarse según tus necesidades!

—¡No fue eso en absoluto! —La ira teñía su voz—. Por Dios, Devon, haces que quiera que te sacuda. ¡Y olvidas que tú lo deseabas tanto como yo!

Esta vez fue ella la que se ruborizó.

—Así es —admitió—. También me culpo por eso, por permitirte unas libertades que sólo deben permitirse a un marido.

—Maldita sea, es lo que quiero. ¡Ser tu marido!

Su risa fue frágil.

—Yo lo recuerdo de otra manera. Aquel día, con Justin en Thurston Hall, fuiste bastante claro: te acostarías conmigo, pero no te casarías conmigo.

—Vine aquí para rectificar mi error. Estaba equivocado, Devon. Muy equivocado. Fui un estúpido. Lo supe la otra noche. Ah, sé que no vas a creerme, pero te lo prometo, intenté pedírtelo ayer por la mañana. Pero entonces llegó la duquesa, y... y te lo pido ahora. Una vez más. Cásate conmigo, Devon. Cásate conmigo.

Las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Las apartó con la mano.

—Tienes razón —dijo con voz plana—. No te creo. Y nunca me casaré contigo.

—¡Devon, escúchame! Vine aquí a explicarte...

—¿Qué, que te lo has pensado mejor? Bueno, yo no necesito pensarlo dos veces, señor. Eres un hipócrita, que pretendes ser formal y correcto. Pero yo también tengo principios. Tengo sentimientos. Sin duda me viste como alguien conveniente para calentar tu cama cuando lo necesitases. ¿Quién podría saberlo? Después de todo, yo no era más que una mujer irrelevante.

—Sabes que no es así, Devon —la censuró con frialdad.

En alguna parte de ella, Devon lo sabía. Su conciencia se lo reprochaba, pero se sentía demasiado dolida como para escuchar, como para olvidar el sentimiento de traición.

—Sólo una tonta no lo vería, y yo no soy tonta. Nunca me habrías hecho tu esposa siendo una mujer de la calle. Ah, ¡pero qué sabes tú! Puedo ser una bastarda, pero ahora que has descubierto que mi abuela es una duquesa... ¡aparentemente, ahora crees que tengo algún valor!

Le miró, con la boca temblando. Su voz temblaba. Bajo todas esas palabras furiosas se escondía la angustia. En cada palabra, la convicción se hacía más fuerte.

—No me hubieses aceptado, Sebastian. No me hubieses aceptado. Bien, ¡ahora no te aceptaré yo! Pensaste que no era lo suficientemente buena para ti. Pero tú, ¡tú no eres lo suficientemente bueno para mí!

Unas manos fuertes se agarraron a sus hombros, atrayéndola hacia sí. El perfil de su mandíbula parecía tenso.

—Me amas —dijo con convicción—. Lo sé.

—¡Ah! —gritó—. ¡Presume demasiado, señor!

Sus ojos la apelaron, tormentosos como el mar.

—Sí, presumo, porque te conozco también, ¡mi amor! La noche en que te hice mía quedará grabada en mi corazón para siempre. Nunca olvidaré la manera en que te derretiste cuando te besé, la manera en que temblaste al penetrarte. Y cuando se terminó, ¿recuerdas lo que me dijiste? Que me pertenecías —aseguró—. ¡Dijiste que me pertenecías!

Devon estaba furiosa.

—Y tú me has recordado algo también. ¿Qué era eso? Ah, sí, ahora me acuerdo. Al diablo con el futuro, dijiste. «Al diablo con el deber.» Bueno, querido marqués, ¡al diablo contigo!