Capítulo quince
Dirigirse al estudio de Sebastian a la mañana siguiente no sería fácil. Enfrentarse a él, sospechó, no sería fácil, pues aún sentía el escozor de la reprimenda recibida. De hecho, se arrepintió a medio camino al menos tres veces antes de salir de su habitación. A pesar de lo ocurrido, sabía que antes o después tendría que volver a verlo. Le daba un miedo atroz, ¿pero qué sentido tenía prolongar así esta agonía? Con estos razonamientos, abrió decidida la puerta del dormitorio y se caminó hacia las escaleras.
Se detuvo en la puerta del estudio. Sebastian parecía ocupado haciendo algo en el escritorio. La luz de la mañana perfilaba su rostro: impresionante, noble, orgulloso. Parecía cansado, unos leves surcos rodeaban su boca.
Devon se fijó en sus manos, esbeltas y fuertes. Recordó la manera en que había comparado sus manos con las suyas la noche anterior y el corazón le dio un vuelco. Le dolía tanto, que le daban ganas de marcharse antes de que él la viera. Sin embargo, no lo hizo.
Algo la mantenía amarrada al suelo, una fuerza que la controlaba, y cuando él levantó la vista y pudo verla, ella no apartó la mirada. No pudo hacerlo.
Durante sólo un segundo, sus miradas se encontraron. Aunque Sebastian no apartó los ojos, ella fue incapaz de leer sus pensamientos. Contuvo el aliento y esperó a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.
Vio una ceja arqueada y una mueca que casi era una sonrisa.
—No tienes por qué quedarte ahí fuera. No necesitas invitación para entrar.
Devon tragó saliva con resignación y dio un paso adelante. Su conducta parecía bastante normal. Le daba confianza, y, a la vez, no lo hacía. Actuaba como si nada hubiera pasado.
No sabía cómo manejar la situación. No sabía cómo manejarle a él.
Y así continuaron las cosas en la residencia de los Sterling. Los días se hicieron semanas, y las semanas, meses.
Más que nunca, Devon se había propuesto no fallar en los estudios. Encontraría un puesto como institutriz o como dama de compañía. Daba igual que hubiese empezado tarde, lo conseguiría igual.
Y la lectura le había abierto un mundo increíble, de dimensiones nunca imaginadas. Lo que más le gustaba estudiar era historia. Este tema nunca le parecía aburrido. Le encantaba introducirse en mundos lejanos en el tiempo. Las matemáticas, sin embargo, no eran de su agrado, pero se aplicaba con esmero, y Sebastian se sentía orgulloso de ella.
Gracias a este nuevo interés, leía todas las noches. Se había propuesto que, mientras estuviera en la casa, sacaría provecho a la biblioteca de Sebastian.
Uno de esos días, justo después de media noche, dio por concluido otro de los libros que Sebastian le había recomendado. Encuadernado en piel, el libro trataba sobre folclore y Devon lo había disfrutado enormemente. Al cerrarlo, se dio cuenta de que no tenía ganas de dormir y pensó que sería una buena idea hacer una visita a la biblioteca.
Buscó a Bolita con la mirada, y la vio sentada en su caja junto a la chimenea. El animal levantó las orejas cuando Devon apartó las sábanas y se puso de pie sobre la alfombra, aunque sin intención de moverse. Nada que ver con General quien, al verla, se precipitó fuera de la caja y corrió tras ella. Coronel gateó moviendo su pequeña cola detrás de su hermano, mientras los otros dos, Mayor y Capitán, aprovecharon el espacio sobrante para dormir más cómodamente. Sonriendo, Devon cogió a los dos valientes, uno en cada mano, y los devolvió a la caja junto a los demás.
—Vosotros os quedáis aquí.
Al salir, cerró con cuidado la puerta. Curiosos y juguetones, los cachorros se aventuraban cada día un poco más lejos de la caja y de su madre.
Era una de esas noches desapacibles en las que el viento soplaba con fuerza y la lluvia rebosaba en los cristales de las ventanas.
La puerta de la biblioteca estaba abierta y había luz en el interior. Devon dudó. ¿Habría vuelto Sebastian más temprano de la ópera? No quería molestarle si estaba trabajando.
—Entra Devon, no seas tímida.
Era Justin, sentado en el sillón cercano al mueble auxiliar con un vaso de fino cristal en la mano. A juzgar por el aspecto y el olor que desprendía, no era éste el primer vaso de la noche.
Justin se percató de la mirada que dirigió a la botella de brandy que tenía al lado, sobre la mesa de palisandro.
—Un año excelente. Mi hermano sólo quiere lo mejor, ya lo sabes. —De un trago, apuró el contenido del vaso.
Devon lo miró. Si le gustaba tanto el alcohol, ¿por qué hacía una mueca de disgusto?
—¿Quieres acompañarme, Devon? ¿No? Bueno, entonces haz lo que quieras. O déjame si quieres. —Volvió a coger la botella.
—Justin —dijo casi en un susurro—, creo que ya has bebido bastante.
—No. Ni siquiera me acerco al bastante.
Devon frunció el ceño.
—Estás muy desagradable esta noche.
—Siempre soy desagradable cuando bebo.
—Entonces, ¿por qué bebes?
—¿Por qué beben todos los hombres? Para escapar de la vida que conocemos.
—¿Por qué querrías escapar? —Devon no comprendía nada—. Tienes todo lo que necesitas. Eres rico y...
Una sonrisa negra oscureció su cara.
—Devon, ¡eres una criatura verdaderamente ingenua! ¿No sabes que la vida de los privilegiados no es en el fondo tan privilegiada?
—No sé lo que quieres decir, Justin. No es como tú...
—Oh, sí. Sí que lo es, Devon. ¿Quieres decirme que no ves cómo soy? Yo no soy un samaritano como Julianna, pobrecilla, ¡mira lo que ha sido de ella! ¡Ha tenido que esconderse en Europa!
Devon le miró atónita. Sabía que Julianna estaba de viaje por Europa, pero ¿se estaba escondiendo?
Hacía sólo unos días, Sebastian había recibido una carta de ella, en la que le comunicaba que había decidido alargar su viaje. Esto no había complacido demasiado a Sebastian; de hecho, había podido ver una sombra de preocupación en sus ojos.
—Tampoco soy como Sebastian. Nunca lo he sido y nunca lo seré.
Sobrecogida por tanta agresividad, Devon le miró.
—Yo no puedo cumplir con los estándares de perfección de mi hermano, Devon. Caray, ¿cómo podría nadie? ¿Por qué debería siquiera intentarlo? Estoy perdido. Soy un granuja. Nada de lo que hago satisface a mi hermano, de la misma manera que no complacía a mi padre. Ni siquiera Sebastian pudo complacer a mi padre.
Devon estaba demasiado asombrada como para moverse.
—Recuerdo que mi padre le decía a Sebastian que nunca debía renunciar a su deber. Por eso siempre tenía que hacer lo que estaba bien, lo que era correcto. Si no lo hacía, nuestro padre cogía un bastón y le golpeaba. Debía educarlo, decía. Debía prepararlo. Recuerdo que una vez intenté detenerle. Pensé que iba a matarnos a los dos. Y después Sebastian me reprendió por interferir. Dijo que él podía soportarlo, que ésa era su obligación.
Devon estaba aterrorizada. Su padre pegaba a Sebastian. Le pegaba. Se le estaba revolviendo el estómago.
Justin tenía razón. La vida de los privilegiados no era tan privilegiada después de todo.
—Me alegro de que mi hermano no esté aquí —concluyó Justin con una sonrisa sombría—, no aprobaría que estuviera borracho.
—Tu hermano no aprueba que estés borracho.
Sebastian avanzó por la habitación, ataviado con una capa forrada de color carmesí que cubría un traje de noche. Su piel demacrada, sus labios delgados.
Su aspecto era inquietante.
Justin no fue consciente, o quizá no le importó. Devon sospechó cómo acabaría esto.
La botella rozó el borde del vaso con un tintineo.
—Deja entonces que termine la historia...
Sebastian se volvió hacia Devon.
—Por favor, discúlpanos —dijo fríamente—, debo hablar con mi hermano.
—Oh, deja que se quede. Es necesario que conozca los secretos de la familia Sterling dado que ella es prácticamente de la familia. —Arqueó una ceja—. ¿Sabe ella que mamá se escapó con su amante y abandonó a sus hijos? ¿No? Lo imaginaba.
Justin siguió dirigiéndose a Devon.
—El escándalo fue terrible, como puedes imaginar. ¿Qué clase de mujer abandonaría a sus hijos? Por supuesto, no era la primera vez que mamá era infiel. Aunque en su favor hay que decir que esperó hasta que sus hijos nacieran. Ella y su compañero, hay que contarlo todo, se mataron al cruzar el Canal.
—Justin...
Justin parecía no escucharle.
—Cuando papá murió, Sebastian tomó las riendas y levantó los restos que papá había dejado. Hizo que la sociedad volviera a aceptarnos en las mejores salas de Londres. Se acabaron los escándalos, excepto por el de Julianna. Nadie dice una palabra de eso, sin embargo. Es como si ese último escándalo se hubiese olvidado también, a excepción de la pobre Julianna, por supuesto.
—Es suficiente —le advirtió Sebastian con dureza.
Una sonrisa incómoda rodeó la boca de Justin.
—¿Lo es? No necesito que me digas cómo vivir mi vida, Sebastian.
—Ni necesitas que te diga cómo arruinarla.
Devon tuvo el presentimiento de que se habían olvidado de su presencia.
—Ahórrate el sermón. Soy un hombre, ya no soy ningún niño.
—Entonces es hora de que actúes como tal. No tienes ningún sentido del deber, ningún sentido de la responsabilidad.
—Eso es porque tú tienes suficiente por los dos. Eres como papá, lo sabes. El título debe ser lo primero. El deber debe ser lo primero. Ah, sí, eres igual que él. Todo en orden, todo en su justo lugar, cada uno en su sitio.
Sebastian dio un paso atrás. Su espina dorsal inflexible, su postura rígida.
—Dios mío —dijo tenso—, me gustaría...
—¿Qué? ¿Pegarme? —Una risa sarcástica llenó el aire—. Sí, pero ¿qué otra cosa podría esperarse de su hijo?
Hubo un silencio atronador, los ojos de Justin encerrados en los de Sebastian. Devon contuvo el aliento. Los hermanos Sterling se enzarzaron en una batalla silenciosa y brutal.
Fue Sebastian el que puso fin a la situación. Se giró y dio una zancada para salir de la biblioteca. Los gritos habían despertado al mayordomo y le habían hecho levantarse de la cama.
—Prepara el carruaje —le ordenó.
Se dirigió a las cocheras. Devon corrió detrás de él.
—¡Sebastian, espera!
No dio ninguna muestra de haberla oído.
El aire, húmedo y frío, se metió en la casa cuando él abrió la puerta. De alguna manera, Devon consiguió interponerse entre Sebastian y la calle.
—Apártate, por favor.
Su educación era fingida, una máscara de autocontrol. Ni siquiera la miró.
—Sebastian, ¿dónde vas?
—Lejos —la espetó.
Por el sonido de su voz, parecía que iba a pegar a alguien. Devon esperó que no fuera a ella.
—¿Estás bien?
No contestó. Unas manos fuertes se cerraron en su cintura, para apartarla del camino. Parecía como si mirase a través de ella. Sin rendirse, corrió tras él, agarrando un cordón de su capa.
Sebastian se dio media vuelta.
—¿Intentas ahogarme?
Le soltó.
—No me has contestado, Sebastian. ¿Estás bien? —Le miró fijamente.
Entonces la miró y ella pudo verlo todo. A través de la lluvia y de la oscuridad, pudo entrever el dolor que hacía mella en su corazón.
Y un caudal de emociones le comprimió el pecho. El mismo dolor que él estaba padeciendo.
Aunque ni siquiera llegaba a la mitad del suyo. Comprendió lo vulnerable de esa soledad. El cielo se abrió, la lluvia explotó en un torrente, y ella se quedó allí de pie, ajena al frío y a la humedad que empapaban su camisón.
Se aventuró a dar un paso.
—No pareces estar bien.
Con una maldición, se quitó la capa y le cubrió los hombros.
—Vete dentro —ordenó—, o morirás de frío aquí fuera.
Cubierta en su calidez, en la calidez de su capa, negó con la cabeza, sintiendo un dolor tan intenso en la garganta que le impedía hablar.
—Devon.
Todo el dolor del mundo se contenía en ese grito.
—No puedo quedarme, Devon, no puedo. No ahora. No esta noche.
Devon pudo sentir su frustración, pudo oír su desesperación al respirar, no sabía si apartarla de su lado, o atraerla hacia su pecho.
Ella no le dio la opción de decidir, y se apretó contra él.
—Entonces, llévame contigo —le suplicó—, allí donde vayas, llévame contigo.