Capítulo uno

Londres, finales de marzo de 1815

Devon Saint James tenía problemas.

Dentro de dos días, tendría que pagar el alquiler del sótano donde vivía. El propietario, el señor Phillips, había subido la mensualidad de manera vergonzosa. Devon estaba furiosa y asustada al mismo tiempo. La habitación no era sino un cuchitril donde a duras penas cabían un taburete y una pequeña cama que había compartido con su madre hasta su muerte. Lo que era peor, el muy granuja del casero no la había informado hasta el día anterior del aumento.

—¡Monstruo ladrón! —Devon tiró con furia de los lazos de su sombrero. El mismo tratamiento recibieron las cintas de la voluminosa capa con la que cubría sus hombros. Una prenda sin duda triste y desafortunada, rematada con un dobladillo roído y desigual, y demasiado grande para una figura tan pequeña como la suya. Por uno de los lados, casi tocaba el suelo manchado de cerveza. Pero cumplía con su propósito, como lo hacía el resto de su ropa, y por ello le estaba agradecida.

Con cuidado, pasó la mano por el bulto redondo de su barriga, y se paró en la entrada trasera del Crow's Nest, la taberna cercana a Strand donde trabajaba. Cerró con firmeza la puerta al salir, y se topó con la niebla y la humedad de la noche. No había noche en la que no tuviera miedo de cruzar los oscuros pasadizos que había en el camino de vuelta a casa. Esa noche era aún más tarde de lo habitual, porque el último cliente se había caído de la barra. En un intento por tranquilizarse, se recordó a sí misma que hacía ya un año que recorría el mismo trecho sin que nunca le hubiese ocurrido nada.

Un año. Dios bendito, un año.

La debilidad venció a su alma por un breve instante. Dios mío, era como si hubiese pasado toda una vida desde entonces. La muerte de su madre fue como un cuchillo clavado en el centro de su corazón. De hecho, pensó con tristeza, había veces en las que se sentía desfallecer. Pero algo dentro de ella le decía que no podía resignarse a ser siempre una camarera. Su madre odiaba que trabajase allí, y ella también. No, no abandonaría sus sueños. Estaba más segura que nunca. Algún día encontraría la manera de salir de Saint Giles. Algún camino.

Esa promesa se la había hecho a sí misma hacía ya mucho tiempo. Una promesa que no estaba dispuesta a abandonar. Pero en lo que respecta al señor Phillips, las palabras de esa mañana resonaban en su cerebro. Se había tenido que tragar su orgullo para suplicarle. Si le diese un poco más de tiempo para reunir el dinero.

—¡Ni hablar! —había gritado—. La decisión está tomada. ¡O me pagas o te vas a la calle!

Su mirada no dejaba lugar a dudas. Nada podría hacerle cambiar de opinión. El señor Phillips, decidió Devon, no era sino una rata de cloaca. Le odiaba desde siempre, por lo rudo y grosero que había sido con su madre. Sin embargo, por mucho que deseara para él las llamas más abrasadoras del infierno, eso no solucionaría el problema. Sólo el dinero podía hacerlo.

A su paso por Saint Martin's Lane, Devon pensó en las valiosas monedas que guardaba en el bolsillo izquierdo de su vestido. Hasta hacía sólo una semana, había pensado que el sueldo recibido hoy sería suficiente para pagar el alquiler. Incluso había pensado comprarse un vestido con lo que le sobrase, lo que sin duda podría ayudarla a encontrar otro empleo distinto al de camarera. Pero ahora, necesitaría cada penique de su sueldo para el alquiler y, ni siquiera así, sería suficiente.

Un temblor frío se apoderó de ella, un temblor que no tenía nada que ver con el aire frío de la noche. Santo cielo, ¿qué pasaría si Phillips la ponía de patitas en la calle?

Al rodear la esquina, se las arregló para sobreponerse al nudo que oprimía su estómago. Trató de desviar la atención observando el lugar que la rodeaba. Era una calle tranquila, todo lo tranquila que podía ser en esta parte de Londres. La oscuridad desdibujaba los tejados. Por el día, caballos y carruajes se hacían sitio para atravesar las enjutas calles y los gritos de los vendedores llenaban el aire, luchando por ser oídos entre el ir y venir de la gente.

Su capa revoloteó a la altura de los tobillos cuando aligeró el paso en Seven Dials, sintiendo la carga del bulto que llevaba atado a la cintura. Se resbaló una vez en los adoquines, húmedos todavía por el agua. El peso de su barriga la hizo balancearse, pero consiguió mantenerse erguida sin mayores contratiempos. Inspeccionó una vez más los alrededores para asegurarse de que no había nadie.

«Podrías mejorar tu salario si llevases algunos clientes a la habitación de atrás de vez en cuando —le había comentado esa mañana Bridget—, eso es lo que yo hago cuando necesito llenar la bolsa.»

La facilidad con la que su compañera había pronunciado estas palabras no le sorprendió: Bridget no se pensaba dos veces tales actividades. Aunque Devon sabía que su amiga tenía razón, era incapaz de hacer lo que le sugería. Ella se negaba a vivir de su cuerpo.

Era otra de las promesas que se había hecho a sí misma.

Se tapó con el manto el bulto de su cuerpo y fijó la vista en la siguiente esquina. Su madre había trabajado como costurera desde que Devon tuvo uso de razón, pero antes de que ella naciera, había sido institutriz. Sin embargo, pensó con un deje de acritud, la sociedad no había perdonado que una mujer soltera decidiese criar sola a su hija, y la había condenado a la pobreza.

Casi sin darse cuenta, su mano alcanzó el bolsillo del vestido. Unos dedos cálidos acariciaron el frío metal de la cruz. Recordó cómo había cogido el collar del bolsillo de su madre el día en que dio su último suspiro, y cómo lo había introducido después en el suyo. El broche estaba roto, razón por la cual, su madre lo llevaba en el bolsillo.

Devon lo rompió.

Dos veces en su vida había hecho llorar a su madre. Ésa fue una de ellas, y al recordarlo, Devon todavía sentía la culpa en el pecho. No tenía ni idea de lo que el collar valía, y tampoco le importaba. Era el mayor tesoro que poseía su madre.

Y ahora era el mayor tesoro que ella poseía.

Nunca se desharía de él. Nunca. No importaba el precio que tuviese que pagar por ello, el hambre que estuviera pasando, no importaba que tuviese que dormir a la intemperie; ¡aunque por Dios, que esto no sucediese! Con el collar, conservaba una parte de su madre.

Devon se remangó la capa para cruzar un charco. A ambos lados, las casas se apiñaban como niños que tiritan por el viento. Una mujer harapienta dormía en un portal, con sus rodillas esqueléticas apretujadas contra el cuerpo. Aunque había mostrado un momento atrás su firme esperanza en el futuro, un temor seco recorrió ahora su espina dorsal. «No quiero ser como ella —pensó con desesperación—, ¡no quiero!»

Sus pasos se hicieron más lentos. De repente, reparó en la fachada de la casa de Buckeridge Street donde habían vivido por un tiempo cuando era pequeña. Se trataba de un lugar maloliente y horrible, lleno de escoria y putrefacción, y tanto su madre como ella habían odiado aquel sitio. Le recordó cómo una vez habían sobrevivido al hambre y a la miseria.

A pesar de todo, nunca habían sido indigentes. Siempre habían tenido un techo sobre sus cabezas, aunque fuese con goteras.

Con un suspiro, apartó estos tristes pensamientos. No podía rendirse. Sacando fuerzas de flaqueza, se dijo a sí misma que tenía sus manos, su determinación y, además, el collar de su madre.

—Pero ¿qué tenemos aquí? Pero si es una dama en busca de su papaíto.

La voz estremeció la noche. Devon se detuvo en seco al ver que un hombre le bloqueaba el camino. Otro salió de entre las sombras, justo a su izquierda.

—Hola, preciosa.

El vello de su nuca se erizó y, de alguna manera, supo que recordaría esa voz durante el resto de su vida. El hombre le hizo una seña para que se acercara:

—Ven con papaíto, mi amor. ¡Ven con Harry!

—¡Déjala! —protestó el otro—. La he visto yo antes.

—Ah, ¡pero está más cerca de mí, Freddie!

Harry. Freddie. Se quedó sin respiración. Aquellos nombres fueron como un jarro de agua fría para sus oídos. Conocía a esta pareja, o al menos, había oído hablar de ellos. ¡Formaban parte de una de las peores bandas de Saint Giles!

—¿Y qué te parece si la compartimos, eh, Freddie?

La sugerencia vino de Harry, un hombre de rostro mezquino que vestía chaqueta de tweed mugrienta y cubría hasta el fondo su cabeza con un sombrero. A su lado, Freddie sonrió dejando al descubierto unos dientes amarillos llenos de caries. Esos dos hombres eran unas criaturas perversas, con los semblantes siniestros y una actitud eterna en la que sus comportamientos se guiaban siempre por los instintos más bajos.

Codicia.

Podía verla en sus ojos. Y ahora era Freddie quien le impedía el paso. Éste era más pequeño que su hermano, no mucho más alto que ella.

Levantó la cabeza. Por Dios, no les mostraría su miedo. Aunque eso era precisamente lo que la invadía: un halo frío de terror que subía por su espalda y la dejaba sin aliento.

Se obligó a sí misma a no dejarse vencer por al pánico. Su madre siempre decía que tenía una constitución robusta. No gritaría, porque, ¿qué ganaría con ello? Si antes había agradecido la soledad, ahora...

Consiguió esconder su miedo con un escudo de bravuconería.

—¿Qué es lo que queréis? —preguntó lo más fríamente que pudo.

—¡Depende de lo que quieras darnos! —La risa de Freddie no fue más que un ruido siniestro. Dio un paso hacia ella y la agarró por la barbilla. Las calles estaban mal alumbradas y a oscuras, pero, de repente, como si el cielo estuviese también compinchado con ellos, un rayo de luna logró atravesar la nube que la cubría.

Freddie elevó la cabeza para cacarear:

—Mira, Harry, ¡hemos pillado a una de las buenas! Tienes que mirar sus ojos. ¡Son de puro oro!

Devon maldijo su descuido. Siempre tenía cuidado con lo que se ponía antes de salir del Crow's Nest. El borde de su sombrero era lo suficientemente grande como para ocultar su cara y sujetar en el interior su larga cabellera rubia. Y por si esto fuera poco, se ensuciaba de barro para que no advirtieran la juventud de sus mejillas y cuello. Por desgracia, esa noche había estado demasiado ansiosa por llegar a casa y había olvidado tomar todas estas precauciones.

—¡No tengo nada! —dijo levemente— así que déjame. ¿O es que serás capaz de atacar a una mujer indefensa?

La pregunta le pareció estúpida. Estos dos se abalanzarían sobre el mismo diablo.

—¿Es que no ves que estoy a punto de dar a luz? —Hizo sobresalir su estómago para que pudiera ver la protuberancia bajo la capa. Y fue su vientre lo que atrajo la mirada del cretino.

Aunque no en la forma en la que ella hubiese deseado.

—Oh, entiendo —dijo Freddie con un guiño—. Nos gusta ver que te gustan los papaítos, ¿verdad Harry?

Harry se inclinó con gran afectación.

—Así es, Freddie.

Los labios de Freddie se torcieron en una sonrisa. Con un movimiento de cabeza preguntó:

—¿Qué es lo que tienes en el bolsillo?

Devon palideció. Se dio cuenta de que había hecho la única cosa en el mundo que no debía haber hecho: llevarse la mano a los bolsillos de su vestido. De repente pensó en el cuchillo que llevaba escondido en la bota. ¡Diablos! ¡Estaban demasiado cerca! Se abalanzarían sobre ella antes de que pudiera sacarlo.

Sacó sus manos para que pudieran verlas.

—Nada —se apresuró a decir—. ¡Ahora dejad que me vaya!

—Déjanos echar un vistazo, ¿vale?

Esto era algo que los dos sabían hacer bien. Con sus hábiles dedos, Harry encontró dentro de un bolsillo el monedero en el que Devon guardaba su salario. De un zarpazo, Freddie sacó del otro el collar.

En ese instante, Devon explotó.

—¡No! —gritó. Podían robar sus monedas, golpearla hasta dejarla sin sentido, ¡pero no se llevarían el collar! Sólo podrían arrebatárselo quitándole la vida. Sin tener conciencia del peligro, reaccionó sin pensar, moviéndose rápidamente detrás de Freddie. Harry había ya desaparecido en las profundidades del callejón, pero a Devon poco le importó. Alargó su mano y se las arregló para enganchar con fuerza la gabardina de Freddie. Fue suficiente para hacerle perder el equilibrio. Cayó al suelo arrastrando con él a Devon quien muy pronto se vio agarrada por la garganta.

—¡Puta! —Apretó sus manos con furia. Podía sentir su odio en las uñas que le mordían la carne justo debajo de la mandíbula.

Intentó respirar. Emitió un sonido entrecortado. No consiguió que se pareciera a un grito. Arañó su rostro, pero no sirvió de nada. Entonces recordó que llevaba un cuchillo escondido en su bota.

Freddie presionó más fuerte. Devon hizo un intento desesperado de golpearle la cara, segura de que si no se liberaba pronto, su cuello se rompería con la presión de esos dedos huesudos. Una risa insoportable emponzoñó el aire.

El mundo parecía cada vez más negro. Trató de luchar con él, mientras sus dedos se aferraban al mango del cuchillo. Apretando los dientes, lo levantó con todas sus fuerzas y se lo clavó tan fuerte como pudo.

El aire entró rápidamente en sus pulmones. La escasa luz no le permitió sino ver los ojos de Freddie que sobresalían como si fueran a estallar. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la sorpresa de su rostro no era sino un reflejo de la del suyo, porque fue entonces cuando se dio cuenta de que la hoja del cuchillo había alcanzado su objetivo.

—¡Tú... tú me has matado!

Devon no quiso esperar más tiempo. Dio un grito y se liberó de los hombros que caían sobre ella con un empujón. Exhausta y aturdida, rodó lejos de él. Cuando trataba de ponerse de rodillas, vio el cuchillo aún en su mano. La sangre goteaba de la hoja y corría por los adoquines. Horrorizada, abrió su mano para dejar que cayera.

Fue entonces cuando consiguió ver el collar, justo bajo sus rodillas. Dejó escapar un grito de alivio al recuperarlo y guardarlo contra su pecho. Detrás de ella, se escuchó un gemido. El corazón le dio un vuelco. ¡Era Freddie!

«¡Corre! —le dijo una voz en su cabeza—. ¡Corre ahora!»

Demasiado tarde. Él ya había cogido el cuchillo que yacía en el suelo. Aunque intentó darse la vuelta, un fuerte golpe la alcanzó por detrás. Se tambaleó hacia delante, deslizándose por la piedra resbaladiza del suelo. Un fuego abrasador la atravesó, como si le hubiesen metido un atizador en el hombro. Un grito ensordeció sus oídos; ¡su propio grito!

A pesar de que su vista se nublaba por momentos, vio que Freddie se ponía en pie y que a duras penas caminaba hacia el callejón por el que momentos antes había desaparecido Harry.

Los pasos tambaleantes de Freddie se desvanecieron y la cabeza de Devon tronó como el cielo tormentoso. El mundo parecía girar a su alrededor. Se sentía mareada y enferma. Su cuerpo había caído en un charco de fango. Bajo sus mejillas, los adoquines le parecieron duros y mojados; podía sentir cómo la humedad traspasaba el vestido. Tiritaba. Había sufrido el frío antes, pero no de esta forma. Este frío era como un hormigueo helado que se extendía de dentro afuera, haciéndola temblar de arriba abajo.

Entonces recordó a su madre en sus últimas horas. Había susurrado algo acerca del frío, había temblado y tiritado.

Dios mío. ¿Significaba esto que le había llegado la muerte? «¡No! —gritó su mente—. No quiero morir, no de esta forma. No en medio de la oscuridad y el frío...»

Apretando fuerte los labios, reprimió un sollozo. Sabía que no tenía ningún sentido llorar ahora. No, porque sabía que nadie podría escucharla. A nadie le importaría: estaba en Saint Giles, el hogar de los maleantes y los ladrones, de los pobres y los indeseados.