Capítulo tres

Cuatro campanadas en el reloj de nogal situado sobre la chimenea de mármol, indicaron la hora a Sebastian, en el momento en que se dirigía al estudio. El sonido se perdió en la amplitud del techo abovedado. La presencia de Justin se hizo evidente por el olor a puro que impregnaba la habitación.

Justin se dio la vuelta cuando su hermano entró en la habitación. Abandonó con rapidez la calidez de su sitio al lado del fuego y cruzó la habitación para coger la licorera de brandy de la mesa auxiliar. Sebastian ya se había sentado en su escritorio cuando Justin le alargó un vaso. Los sucesos de la víspera acaparaban toda su atención.

—¿Cómo está ella?

Sebastian bebió un trago largo y ardiente de brandy:

—La herida no es tan profunda como pensé en un principio. —Rascó su barbilla con los dedos, y consideró la necesidad de afeitarse—. Con un poco de tiempo, se pondrá bien.

—Estupendo. —Justin había acercado hacia él una de las sillas—. Debo confesar que tengo curiosidad por saber qué hacías tú en Saint Giles. Es seguramente el último sitio de la tierra donde hubiese esperado encontrarte.

—Ahórrate el sarcasmo, Justin. Cuando dejé el baile de Farthingale, Stokes me dijo que planeabas pasar la noche jugando. Al salir de la casa de los Farthingale, me detuve en White's pensando que estarías allí. Gideon me dijo que te había dejado en un club de Saint Giles. —Sebastian no intentó esconder su desaprobación sobre este punto.

—Así pues, ¿decidiste venir a rescatarme?

—Algo así.

—Soy un hombre adulto, Sebastian. No creo que sea necesario que te informe sobre cada una de mis actividades.

—Saint Giles es un lugar peligroso —dijo Sebastian con acritud—, estoy seguro de que lo sabes.

—Por supuesto. Pero como ves, no es tan malo como parece, salvo por el mal vino y la mala suerte que tuve anoche.

Dios sabe que Justin siempre había desafiado la censura impuesta por su padre, incluso antes de que su madre diera rienda suelta a sus deseos de libertad. Los tres hermanos habían crecido sabiendo que sólo podían confiar en ellos mismos: él, Justin y Julianna. Pero si la vida le había enseñado algo, era que un hombre no podía ser moldeado; no debía ser moldeado.

Sebastian no podía olvidar el escándalo que los había apartado del mundo cuando era un muchacho. Había vivido con ese peso desde entonces. Justin poseía el carisma y la vivacidad de su madre. También había heredado de ella su vertiente más salvaje, y esto le preocupaba. En cuanto a Julianna, era demasiado joven para entender lo que había pasado y había echado de menos a su madre, pero sólo durante un tiempo.

Pero Justin... Su padre había intentado confinarle con sus inflexibles maneras. Había intentado doblegarle. Sebastian había querido protegerlo pero, como su madre, su hermano había sido siempre de los que seguían su propio camino. Sebastian había comprendido algo que quizá su padre no había sido capaz de entender: que refrenarlo, controlarlo, no era sino alimentar su rebeldía.

Algunas veces se preguntaba si había ocurrido algo entre su padre y Justin que él desconociera. En varias ocasiones, había intentado sacar el tema pero Justin siempre lo eludía de esa manera tan despreocupada que él tenía de hacerlo.

En realidad, Sebastian consideraba que había ciertas cosas que un hombre debía guardar para sí mismo. Y él no intentaría moldear a su hermano para convertirlo en algo distinto de lo que ya era.

—Mala suerte —murmuró—. ¿Quién? ¿Tú?

—Así es. Y te recuerdo que anoche, fui el primero en llegar a casa, querido hermano.

—Muy cierto. —Sebastian se rió y la tensión entre ellos desapareció—. En mi favor diré que no esperaba encontrar una mujer en la calle. O de la calle, sí queremos ser más exactos. Porque ¿qué otra cosa podría ser si estaba a esas horas de la noche en ese lugar?

Justin frunció el ceño.

—No piensas dar parte a las autoridades, ¿verdad?

—¿Por qué? ¿Crees que no debería?

Justin le miró fijamente.

—No, creo que no deberías.

—Pero las circunstancias son bastante sospechosas. La chica ha sido apuñalada. ¿Por qué? ¿Qué es lo que lo provocó? ¿Quién lo hizo? ¿Y dónde está ahora?

—Exactamente. ¿No es suficiente razón para esperar hasta que despierte y pueda contarnos ella misma lo que pasó? —Al ver que Sebastian no decía nada, Justin sacudió su cabeza—. Después de todo, no es muy propio de ti actuar de manera impulsiva.

Era verdad. Sebastian podía ser muchas cosas, pero no impulsivo. Él prefería el orden. Era metódico, un organizador meticuloso. Solía conseguir todo aquello que se proponía.

—No considero que notificar a las autoridades sea un acto impulsivo —dijo lentamente—, pero supongo que tienes razón. Deberíamos hablar antes con ella.

—Debo admitirlo, me sorprende que hayas accedido tan pronto. ¿No será que te ha gustado la criatura?

Sebastian le dirigió una breve sonrisa.

—Creo que prefiero una mujer algo más refinada que una ladrona.

—Ah, sí. Está ese asunto de la respetabilidad. Pero admítelo, tiene unos pechos gloriosos.

Sebastian destinó a su hermano una mirada directa de desagrado.

—¡Qué, Sebastian! ¿Vas a decirme que no te has dado cuenta? ¿Vas a decirme que no la has mirado?

Una vez más, Sebastian guardó silencio. Pero esta vez, maldijo el sonrojo torpe que delató su piel.

Justin se rió.

—Te conozco, Sebastian. Sabes cuánto admiro tu discreción, pero soy tu hermano, después de todo. Y estoy al corriente de las amantes que has tenido estos años. Por favor, dime: ¿quién es la última? —Se llevó un dedo a la ceja simulando un gesto de gran concentración—. Ya lo tengo. Es Lilly, ¿verdad?

Sebastian suspiró, pero sin contestar a la pregunta. Que el cielo le ayudase, ¡Justin no necesitaba que le animasen!

—Vamos, Sebastian. Yo sé que tienes predilección por las mujeres.

—Como la tienes tú, Justin. —Por Dios, ¡qué afirmación! Vació su vaso y se sentó a su lado—. En cualquier caso, hay algo que deberías saber, antes de que lo oigas en algún otro sitio. He decidido buscar una esposa y casarme.

Justin explotó en una carcajada y se calló después bruscamente.

—Dios bendito —dijo con incredulidad—, ¡estás hablando en serio!

—Bastante en serio.

—¿Y has hecho el anuncio esta noche?

—Se podría decir así. —Sebastian sonrió para sí.

—Bueno, ¿lo hiciste o no lo hiciste?

Justin escuchaba el relato de Sebastian, la escena en la que a principios de la velada, Sophia Edwina Richfield, la viuda del duque de Carrington, había hecho intención de despedirse. Se le había quedado mirando con mucha afectación, con esa manera suya tan hábil de hacerlo, enmarcada bajo su peinado de rizos nevados. Y, entonces, lo dijo como todo lo que salía de boca de la viuda, siempre directa, siempre franca.

«Muchacho, es tiempo de que te cases y tengas hijos.»

Como era de esperar, se escuchó una risa colectiva. Después, todo sonido cesó y no hubo necesidad de examinar con detenimiento la habitación para saber que todas las cabezas se habían vuelto, todos los oídos expectantes a su respuesta.

Por lo que Sebastian se limitó a besar la mano de la duquesa.

«Duquesa —murmuró—, creo que está en lo cierto.»

Sebastian supo entonces lo que ocurriría después, él era un hombre que no hacía nada sin medir sus consecuencias. Al expresar su conformidad con la duquesa, había lecho cambiar todo de una vez. Las lenguas se desatarían, y su presencia en cada fiesta o celebración sería destacada por la alta sociedad. Lo que se pusiese, lo que comiese, con quién hablase, y, sobre todo, las mujeres con las que bailase se convertirían sin duda en pasto para las habladurías. Una costumbre lamentable, supuso.

—Deberías haber estado —concluyó con una sonrisa casi imperceptible—, lo habrías encontrado de lo más divertido.

—¡Las fiestas de Farthingale son siempre de lo más tediosas! Pero ahora que lo pienso, no me pediste consejo para una decisión tan importante. Has herido profundamente mis sentimientos, Sebastian.

—Sí, cómo no. Ya sé cuál hubiese sido tu consejo.

Justin le miró a través de una nube de humo.

—¿Y cuál es el motivo de esta decisión tan repentina?

—No es en absoluto repentina. Lo he estado considerando desde hace ya un tiempo, por si te interesa. Además, la mayoría de los hombres se casan y tienen hijos. Es un deber.

—Ah, sí, el deber. ¡Qué previsible! ¿Puedo preguntarte sobre las candidatas que crees podrían convertirse en tu esposa?

—Puedes preguntarme, pero no tengo ninguna mujer en mente, si te soy honesto. He decidido, simplemente, que podía estrechar el círculo.

—Entiendo. Aunque me pregunto si existe una mujer que pueda satisfacerte.

Sebastian arqueó una de sus cejas.

—¿Y qué es exactamente lo que quieres decir con eso? —Perdóname. Pero no puedo evitar preguntarme si tus exigencias no serán, digámoslo así, demasiado perfectas.

—Explícate.

—Con gusto. Creo que no pedirás menos de una mujer de lo que te pides a ti mismo. En pocas palabras: una mujer perfecta.

Sebastian tenía preparada su réplica:

—No una mujer perfecta, sino una mujer perfecta para mí.

—Bueno —remarcó Justin—, puedes ser todo lo exigente que quieras porque las damas de la sociedad tienden a perseguirte.

—Sólo de la misma forma como tienden a quedarse extasiadas contigo.

—Al parecer, llevamos en la sangre esa habilidad para atraer al sexo contrario, ¿no crees?

Sarcasmo cáustico muy típico de Justin. Sebastian ignoró la burla relativa a las infidelidades de su madre.

Justin continuó:

—Hace tiempo que llevo diciéndote que eres el soltero más deseado de Londres. Ahora, lo has hecho oficial.

—Es verdad. Pero no tergiversemos las cosas. En mi caso, es el título lo que desean, mi fortuna. Lo que me recuerda que... —Levantó una ceja, mirando a Justin a través de la cortina de humo que le rodeaba—, ¿no es hora de que pienses en casarte tú también?

Justin no pudo sino deshacerse en una carcajada:

—¡Aleja esa noción de tu cabeza de una vez por todas! Nunca sentaré la cabeza, y lo sabes bien.

Con esto, Justin apagó su cigarro y se puso en pie. Sebastian le deseó buenas noches, sin seguirle. Aflojó el nudo de su corbata, apuró la última gota de brandy en su vaso, y se hundió en el gran sillón de piel situado frente al fuego.

Se rascó la nuca con sus dedos. Jesús, ¡qué noche! Durante un buen rato se quedó allí sentado, dejando que la paz y la soledad fueran descargando sus músculos. Dios sabía que después de una noche como ésa, lo necesitaba. Además, éste era un buen momento para planear y ponderar el futuro así como su decisión de buscar esposa.

La duquesa estaba en lo cierto. Era hora de casarse. A diferencia de lo que Justin pudiese pensar, no se trataba de una decisión repentina. No, lo había estado pensando desde hacía semanas.

Era el momento. Estaba preparado.

Pero no podía haber ningún error.

No podía haber escándalos. Ni desaires, ni manchas sobre su apellido. Era una promesa que Sebastian se había hecho a sí mismo hacía tiempo, una promesa que iba a mantener costara lo que costase.

Habían pasado diez años desde que asumió el título. Ya no era una vergüenza ser un Sterling. Mucho había cambiado todo desde entonces.

Aunque en algunos aspectos, había cambiado muy poco.

Él seguía cuidando de sus hermanos. ¿No era una prueba lo que había ocurrido esa noche? A Justin no le había gustado su incursión en Saint Giles, sonrió levemente, pero le resultaba difícil cambiar ese instinto desarrollado durante años. Él debía recordarse a todas horas que ellos tenían que vivir sus vidas, que debía permitirles tomar sus propias decisiones.

Cometer sus propios errores.

Pero Sebastian no podía permitírselo. Ahí estaba el deber, una cuestión imposible de tomar a la ligera.

Deber.

Su hermano despreciaba el deber. Su hermana también lo rechazaba, pero de una manera diferente a la de Justin. En cuanto a Sebastian... William Sterling había enseñado bien a su hijo mayor.

Casarse era su deber. Su deber para con su apellido, para con su título. El deber era el legado que su padre y los ascendentes de su padre le habían dejado.

Además, no era sólo eso. Había otras cosas, cosas que Justin no entendería, quizá nunca, puesto que era tan parecido a su madre que a veces le daba miedo.

Por supuesto, no sólo se trataba del deber. Amaba a Justin y a Julianna por encima de todo, estaba contento de que los tres estuviesen tan unidos, incluso ahora, como adultos. Pero había un hambre en él, una necesidad de algo más. Él quería su propia familia. Un hijo suyo. ¡Qué diablos!, una docena de hijos, a los que pudiera dar todo lo que él y sus hermanos no habían tenido nunca. Así es, no podía imaginar mayor placer que el sentimiento de tener un cuerpo menudo y cálido pegado a su pecho, una verdad completa y profunda, un hijo de su sangre.

Un hijo. Una hija. ¡Qué más da!, no le importaba. El pensamiento de uno u otro hacía que su corazón se llenase de emoción. Sería maravilloso oír la alegría de sus risas haciendo eco por las habitaciones, tanto en su vivienda de la ciudad como en la de Thurston Hall.

Pero para que hubiese niños, fueran del sexo que fuesen, debía haber una esposa primero.

La yema de su dedo se deslizó una y otra vez por el borde del vaso. Su humor se había tornado de repente pensativo. Gracias a su madre, el apellido de la familia había sido motivo de escándalo a lo largo de toda su niñez.

Pero al menos estos últimos años habían sido tranquilos. Las tormentas habían ido despejándose, el daño reparándose. La muerte de su padre había sido repentina y Sebastian se había sorprendido al saber que su progenitor había descuidado las finanzas de la familia en los últimos años de su vida.

Ahora, los Sterling eran una vez más una de las familias más ricas de Inglaterra. De hecho, pensó con un toque de cinismo similar al que utilizaba su hermano, que con el poder, la riqueza y la categoría venía el respeto. La viuda del duque había tenido que soportar también el escándalo hacía unos años —se decía que su hijo era la causa— y, sin embargo, ahora era la mujer más influyente de la ciudad.

Sebastian no permitiría que el escándalo tocase a su esposa y a sus hijos de la forma en la que lo había hecho con sus hermanos. Y, por eso, Sebastian Sterling sabía que debía elegir con sumo cuidado. Él era un hombre que prefería el orden en su vida, un hombre a quien desagradaba lo inesperado.

Al menos Justin tenía razón en una cosa: no tenía que preocuparse en lo referente a encontrar esposa. Por supuesto, no poseía la belleza clásica de su hermano. Como una vez había dicho una señorita ingenua la primera vez que vio a Justin: «Contemplarle era como morir y haber ido al cielo». Sebastian, por el contrario, era demasiado moreno, demasiado grande, tenía demasiado pelo. «Muy parecido a un gitano.» Y de hecho así le habían llamado de niño.

No, decidió Sebastian, él no era tan guapo como su hermano, pero sería un padre entregado y cariñoso. Un buen marido. Había aprendido de la frialdad de su padre, de su irritante y rígida naturaleza... y de su madre el abandono.

Pero ¿cómo sería la mujer a la que convertiría en su esposa?

Debía hacerlo bien o no hacerlo.

No quería una de esas señoritas que sonríen tontamente por nada, eso seguro. Su esposa sería una mujer de gracia y tacto, gentil y tranquila; culta, bien criada y bien educada. Una mujer de innegable lealtad y devoción. Una mujer con escrúpulos, tan fuerte y sólida como él mismo. Y su esposa sería una mujer de naturaleza estable, una madre amorosa y atenta.

Algo se quebró en su interior, algo que le llegó hasta el centro del corazón. ¡Dios, sobre todo, una madre amorosa!

¿Y de la hermosura? No era importante, decidió. Muchos hombres buscaban la belleza en sus esposas. Pero no él. Por supuesto, no se oponía a un rostro amable. Si se trataba de una mujer agradable, armoniosa en su figura y en sus formas, mucho mejor. Pero era su belleza interior lo que más le interesaba.

De repente, sonrió. Justin le llamaría un tonto si supiese que la belleza no estaba en los primeros puestos de su lista de exigencias. Sebastian conocía bien los gustos de su hermano. Justin no se dignaría siquiera a mirar a una mujer que no fuera la primera rosa de su jardín.

Su sonrisa fue menos intensa. Su corazón se encogió.

Podría ser un sapo, siempre y cuando le amase y no le abandonase. Estaba decidido a no cometer los mismos errores que su padre y su madre, y mucho menos con sus futuros hijos.

Ni con su esposa.

La licorera estaba casi vacía al levantarse y dirigirse a las escaleras que conducían al piso de arriba. Al llegar a la planta alta se detuvo. Sus ojos repararon en la primera puerta a la derecha del pasillo, ligeramente entreabierta.

Sería mejor que fuese a echar un vistazo a su inesperada huésped. De repente, recordó las palabras de Justin: «Deberíamos decir a Stokes que retire las cosas de valor. De hecho, sería conveniente que cerráramos nuestras puertas. Tenemos una mujer de la calle en casa, ¿sabes? Podría robarnos y asesinarnos en nuestras camas esta noche.»

Pensó en el collar al que la chica se había aferrado tan fuertemente. Permanecía aún caliente en su bolsillo. Era asombroso que hubiese resistido en su mano todo aquel calvario. Debía haber pasado mucho miedo y quién sabe el daño que le habrían hecho antes de que él la descubriera. Pero a pesar de todo, la codicia seguía siendo un poderoso incentivo. Conocía el valor de una pieza nada más verla, y sospechaba que éste era un artículo genuino.

Había muchas cosas que quería preguntarle. Casi antes de que se diera cuenta, estaba de pie frente a ella. A través de las rendijas de la ventana, la luna entraba en débiles haces inundando la habitación y dibujando el contorno de su cuerpo. ¿Qué era aquello que Justin había dicho? ¿Que él se había sentido atraído por ella?

Nada más absurdo.

Se lo había dicho a Justin. La criatura era una ladronzuela. ¡Y sólo Dios sabía cuantas otras cosas más! El hecho de que supieran tan poco de las circunstancias en las que se habían desarrollado los hechos le preocupaba. En el momento en el que estuviera dispuesta, todo debería aclararse.

Sus ojos se fijaron en ella.

Una mano pequeña, la misma mano con la que había apresado el collar, yacía enroscada contra su pecho. Había lavado cuidadosamente el barro y la suciedad de su cuerpo y la había vestido con uno de los camisones de su hermana. Era extraño, pero así limpia y vestida, era difícil recordar que no se trataba más que de una ladrona, de una golfa callejera.

Tampoco es que él hubiese conocido muchas de esa manera tan íntima. El pensamiento dibujó una mueca en sus labios, pero lo apartó pronto de su cabeza. Lentamente, su mirada volvió a recaer sobre el cuerpo que tenía enfrente. Dormía, aunque al parecer sin encontrar el descanso. Había alejado de un manotazo la manta con la que él la había cubierto. Su boca, diminuta, temblaba ligeramente. Unas cejas finas y rosadas se arqueaban sobre esos extraordinarios ojos que le recordaban el topacio.

¡Al diablo con la respetabilidad! Para una mujer de la calle, era una criatura de remarcable finura. No se podía negar su belleza salvaje... ¡Por todos los cielos, pero si se estaba excitando!

¿Tenía que ver con la pose? ¿O con la mujer? Bajo el fino tejido del camisón, su piel relucía como las chispas del fuego. El traje de noche se había arremolinado a la altura de sus caderas, fino y blanco. Sus piernas se movieron de sitio; una mano diminuta recorrió su pecho y después se dejó caer a un lado. Sus pechos se elevaban y caían rítmicamente, sus pezones como coronas de coral redondo que sobresalían impúdicamente.

No había ninguna provocación en esa franca sensualidad. Sebastian respiró profundamente, sintiendo una tensión del todo inesperada en su vientre. Era algo bastante poco gentil por su parte... Pero no había nada reprochable en la admiración masculina de esa melena dorada que se derramaba por la almohada en un caos sedoso, fulgurante como un rayo de sol; o en la de esos miembros bien contorneados y esbeltos, el hueco aterciopelado de su estómago. Y... sí... oh, sí...

Esos gloriosos pechos.