Capítulo siete

Al día siguiente, ya tarde, Justin fue a buscarle al estudio.

—Envié a Avery a confirmar la historia de Devon.

Avery había servido a la familia durante casi veinte años. Su lealtad era incuestionable y Sebastian sabía que se podía confiar en la discreción de su criado.

Entrecruzó los dedos de su mano.

—¿Y bien?

—Todo lo que nos contó es cierto. El lugar donde vive, el lugar donde trabaja.

El rostro de Sebastian se ensombreció.

—¿Y esos dos con los que se encontró? ¿Harry y Freddie?

—Yo diría que tuvo suerte de escapar con vida. Una pareja peligrosa, sin duda. Si mató a Freddie, no me cabe duda de que fue en defensa propia. Sólo desearía que Harry fuera a reunirse con su hermano en el infierno. El mundo estaría mejor sin él.

Sebastian asintió.

—Dile a Avery que mantenga los ojos bien abiertos y los oídos afinados.

—Así lo hice.

Sebastian volvió al trabajo. ¡Era imposible! Intentó apartar de su mente la información sobre Devon que Avery les había facilitado. Intentó apartarla a ella de su mente. Pero el miedo que había vislumbrado en esos hermosos ojos no dejaba de perseguirle. Y podía aún sentir esos pequeños y helados dedos enredados en los suyos.

Lo sintió incrustado en su pecho, hasta que ya no pudo soportarlo más. Era bastante irracional, incluso estúpido. ¡Condenadamente precipitado! Pero no podía posponerlo por más tiempo.

No estaría satisfecho hasta que hubiese visto con sus propios ojos el lugar de donde Devon provenía.

Una hora más tarde, Sebastian se sentaba entre unos cargadores del puerto que bebían y comían en el Crow's Nest. Su indumentaria era similar a la de los otros clientes, todos con ropa de lana gruesa. Se preocupó de no atraer sino unas pocas miradas desocupadas, cuando pasó debajo de la señal que colgaba fuera y entró en el oscuro y poco iluminado establecimiento. El interior era pequeño e incómodo, el ambiente alborotado y estridente, el lenguaje subido de tono. Los hombres se amontonaban unos contra otros en unas mesas largas y burdamente talladas. Sebastian buscó un lugar en una de esas mesas.

Una camarera rolliza, con pelo de paja, se presentó con prontitud.

—¿Tú eres nuevo aquí, no? —No le dio la oportunidad de responder, sino que clavó un dedo en su manga—. ¿Cuál es tu nombre?

—Patrick —respondió sin pestañear.

—Bueno, Patrick. Yo soy Bridget. ¿Qué quieres tomar?

—Cerveza.

Un hombre fornido y con barba golpeó detrás de él un tanque de cerveza contra la mesa.

—¡Por las barbas de cristo! ¿Qué pasa conmigo? —gritó—. ¿Es que no puede un hombre beber otra pinta por aquí?

—Tranquilo, Davey. Ya va tu pinta.

—Bien —retumbó—, pero ¿dónde diablos está Devon?

Cada fibra del cuerpo de Sebastian se puso en alerta. El tipo sentado a su lado se encogió de hombros.

—No la he visto desde hace un par de noches. Timmy cree que ella ha decidido que es demasiado superior para los tipos como nosotros.

Hizo un gesto en dirección al dueño, un hombretón cuyo inocente nombre desmentía tanto su expresión como su contorno.

—Ya tengo a otra que empieza mañana —dijo—, esperemos que sea menos estrecha que nuestra pollita Devon, ¿eh? —Y dirigió al hombretón un guiño de ojos.

Sebastian estaba furioso. Cuando Bridget colocó un espumoso tanque de cerveza frente a su cara, no tardó ni un segundo en llevárselo a la garganta. Para cuando quiso haberlo terminado, ella estaba ya de camino a la barra. El cliente que estaba sentado al final de la mesa agarró un vuelo de su falda y la atrajo contra su regazo. El movimiento fue tan repentino que los pesados pechos de la camarera casi se derramaron por el escote de su vestido. El hombre bramó:

—¡Aquí tenemos una jugosa golosina!, ¿verdad, muchachos?

La chica emitió algo parecido a una sonrisa y los dos cayeron al suelo. Él susurró a su oído, dejándole caer algo en la mano. Ella aceptó con la cabeza.

Sebastian puso una moneda en la mesa y se levantó. No había necesidad de permanecer allí por más tiempo. Había visto todo lo que necesitaba.

Una vez en la calle, no volvió al lugar donde había dejado a Jimmy, el cochero. En lugar de eso, se dio la vuelta y caminó con grandes zancadas a lo más profundo de Saint Giles. Sus asuntos allí todavía no habían terminado.

Era una hora bastante indecente cuando regresó a Mayfair. Cuando entraba por el umbral, se le ocurrió que, precisamente por eso, era bastante posible que encontrara a Justin de vuelta también. Y así fue. Se encontraron cara a cara en el recibidor de la entrada.

—¿Sebastian? —Justin le miró de arriba abajo—. Por todos los santos, hombre, ¿de qué vas disfrazado?

Sebastian sonrió al tiempo que se quitaba la boina de burda lana que cubría su cabeza.

—Mi nombre es Patrick —dijo con el mejor acento escocés que pudo—, y soy un marinero del norte.

—¡Si me hubiera cruzado contigo en la calle, nunca te hubiese reconocido!

—Eso mismo me pasó cuando me vestí así para el baile de disfraces de Pemberton hace unos años. Nuestra huésped no es la única que domina el arte de los disfraces.

—Ah, y ésa es la razón de que... —Se calló. En ese mismo instante, arrugó la nariz y se alejó un paso de su hermano, su boca con una mueca de disgusto—. Caray. Apestas a cerveza y humo. ¡No me digas que has estado en Saint Giles!

Ya de camino a su estudio, Sebastian ignoró el tono acusatorio de su hermano.

—De acuerdo entonces. No te lo diré.

Justin adoptó un tono desafiante.

—¡Diablos! Te dije que había mandado a Avery a comprobar la historia de Devon. ¿Es que no me creíste?

Una de las manos de Sebastian sujetaban la licorera de brandy y la otra el vaso.

—No es eso.

—Entonces ¿qué? ¿Es de ella de la que desconfías? ¿De Avery? ¿De mí? ¿O de todos nosotros?

—No lo hice por eso —dijo Sebastian con pesadez. Se sentó detrás de su mesa de escritorio—. Tenía que verlo con mis propios ojos. Tenía que hacerlo.

El ambiente estaba calmado y silencioso cuando se llevó el vaso a la boca. Justin acercó una de las sillas y pasó la mano por un mechón desaliñado de su pelo.

—Dios mío —dijo con una voz extraña—. Es como si hubiese estado en el infierno y hubiese vuelto. —Una vez hubo empezado, no pudo parar—. Le pedí a Jimmy que me dejase en los alrededores de Saint Giles. No había hecho más que girar la esquina cuando me encontré con un hombre que no tenía brazos. En una puerta cercana al Crow's Nest, había una mujer sin piernas.

—Es un truco, un ardid. ¿No le diste dinero, verdad?

—Difícilmente. Se lo di a tres pequeños golfillos sin zapatos.

Justin asintió.

—Bien pensado.

—Cuando dejé el Crow's Nest, caminé hasta la vivienda de Devon.

—¿Hiciste qué?

—Me has oído bien. Caminé.

Justin inclinó el peso de su cuerpo sobre un codo.

—¡Dios santo, hombre! ¿Fuiste abordado por alguien?

Sebastian emitió una risa áspera.

—¡Ah, sí! Por un mendigo. Le di unas cuantas monedas. Me las agradeció y después intentó limpiarme los bolsillos. —Hizo una pausa para sonreír—. Pero sin éxito. Los siguientes, bueno, eran un poquito más persistentes y les hubiese gustado mucho continuar donde el otro hombre lo dejó.

—¿Eran varios?

—Sí, dos.

—Dios mío. Imagino que pedirías ayuda.

—¡Qué disparate! No hubo necesidad.

Sebastian golpeó su puño contra la palma de la otra mano y se encontró con la mirada de su hermano.

—Desde luego que no hizo falta.

Justin le miró fijamente.

Sebastian sonrió.

—¿Qué? ¿Es que nunca has oído de mis días como boxeador en Oxford? No, imagino que no, porque fuiste a Cambridge. Ah, pero me llenaba los bolsillos cada noche, querido hermano. Y todavía tengo el toque, al parecer, porque salí de allí sin un rasguño.

Justin se acercó la licorera.

—Bueno, bueno. Todos tenemos nuestros secretos, ¿no? Aunque aún me cuesta creer que fueras solo a Saint Giles. ¿Y te atreves a llamarme granuja? Por Dios, necesito un trago. —Apuró el brandy en dos tragos. Iba a servirse otro cuando vio la expresión de Sebastian.

Lentamente, bajó el vaso.

—¿Aún hay más?

—Sí.

—Soy todo oídos.

—Conocí a Phillips —dijo Sebastian frotándose los dedos.

—¿El casero de Devon?

—Sí. En mi opinión pertenece a una especie no superior a la de los gusanos.

—Entiendo.

—No se mostró especialmente contento cuando este marinero escocés golpeó en la puerta equivocada y le levantó de la cama.

Justin recuperó al fin su aplomo.

—¿De verdad creyó que te habías equivocado de casa?

—Así es.

—Pronto cambió de actitud y se mostró bastante hospitalario cuando mencioné que no tenía ningún sitio donde pasar la noche. Por supuesto, me informó de que tenía algunas habitaciones disponibles.

—¿Así que viste donde vivía Devon?

—Desde luego. ¿Quieres que te lo cuente? La pendiente del techo era tan baja que difícilmente podía mantenerme en pie. No había sino una ventana. El único mueble era un jergón arrimado a la esquina. Ni siquiera había un taburete. No había espacio ni para darse la vuelta en redondo.

Sebastian empezó a rememorar todo de nuevo:

—Dijo que Devon era una «pequeña ramera» que se había marchado de allí sin pagarle. Le hubiese partido la cara allí mismo. Y entonces tuve mi oportunidad. Cuando le informé de que esperaba más por la renta que un mísero catre, se sintió ofendido. En consecuencia, le devolví la ofensa.

Su mandíbula se cerró con fuerza.

—Por Dios, Justin, tenías que haberlo visto. Nunca había conocido un lugar tan miserable. Y Devon vivió allí. Vive allí. —Perdió su vista en las sombras y dijo—. No volverá a ese lugar. Nunca. No lo permitiré.

Justin le dirigió una larga y lenta mirada.

—Es toda una afirmación, viniendo del hombre que no la quería en su casa al principio. —Elevó una ceja, pero la expresión de Sebastian se mantuvo igual de severa—. ¿Por qué estás así? Has golpeado a tres hombres esta noche.

—Cuatro. Olvidas a Phillips.

—En cualquier caso, no querría ser el próximo. —Hizo una pausa—. ¿Qué planes tienes para ella?

Arqueó las cejas.

—Entiendo, aún no tienes planes. Conociendo lo ordenado que eres, imagino que el asunto debe estar desquiciándote los nervios.

—Déjalo, Justin.

—Ah, vamos. Toda esta noche ha sido bastante impropia de ti, Sebastian. Incluso podría pensar que ese marinero, Patrick, se ha llevado a mi hermano. —Movió la cabeza en un fingido reproche—. Bebiendo, pegándose por las calles. Si papá estuviera vivo, dudo que lo hubiese aprobado.

Sebastian se puso tenso. La ira no era algo que le dominara sin motivo. Pero éste era el lado de Justin —su lado cáustico— que más odiaba. Justin lo sabía muy bien y, sin embargo, no eran pocas las ocasiones en que quisiera hacerle perder el control.

Algún día, reflexionó Sebastian, la lengua viperina de Justin le traería problemas y lo lamentaría de veras.

Aún así, su tono fue seco al avisarle:

—Dejémoslo estar, hermano. Intento no mirar atrás, y te recomiendo que hagas lo mismo.

—Sí, tienes razón. Como de costumbre. Lo que me recuerda algo más.

—¿Y qué es?

—Bueno, no sé si me corresponde a mí señalarlo, pero tenemos bajo nuestro techo a una mujer soltera. Y conozco cuál es tu opinión sobre los escándalos. Así, si algo llega a decirse del tema, aceptaría la responsabilidad.

La tensión desapareció de los hombros de Sebastian. La naturaleza voluble de Justin resultaba, a veces, desconcertante.

—No seas absurdo. —Y en esa manera arrogante que sólo podía pertenecer a un marqués añadió—: Hemos dado cobijo a una pobre y desafortunada chica de la calle. Los sirvientes son demasiado leales como para cuestionar el asunto, o traicionarme.

—Es cierto, tu reputación es incuestionable.

—Y la tuya bastante cuestionada, debo decir.

—Bien, no te lo discuto. —Justin sacó un cigarrillo de su bolsillo—. Lo que me recuerda que... ¿cómo va la caza?

Sebastian le miró con los ojos en blanco.

—¿La caza? Por el amor de Dios, hermano, no tengo intención de ir de caza.

Justin emitió una carcajada.

—¿Cómo, te has rendido ya?

Sólo entonces captó el significado.

—¡Por favor, encontrar una esposa es lo último que pasa por mi mente en estos momentos!

Frunció el ceño cuando vio que Justin se reía con más fuerza.