Capítulo veinte
La presión en el corazón que sentía Devon era fuerte y sofocante. Le recordaba a aquella vez, siendo aún una niña, en la que corriendo por las calles, un joven marcado por la viruela le había puesto la zancadilla. Había perdido el equilibrio y caído en plancha al suelo, una posición que le había impedido respirar. En ese momento le habían pitado los oídos y había sentido un miedo atroz al comprobar que sus pulmones le quemaban y que todo lo que podía hacer era quedarse allí tumbada, incapaz de moverse, incapaz de respirar.
Pero esto no había sido todo. La vergüenza había sido mucho peor. Cuando finalmente había podido recuperarse y respirar, se había levantado a duras penas y corrido en la otra dirección.
Ahora se sentía de la misma manera.
Era como si se le hubiesen congelado los músculos de la cara. Sus pulmones parecían de hielo. Estaba segura de que si se movía, toda su piel se rompería en mil pedazos.
Cada parte de su cuerpo se rebeló. Se negaba a creer lo que acababa de oír. Sebastian no podía ser tan cruel, ¡tan desalmado! Pero no había forma de negarlo, de negar la verdad. Aún podía oírlo, el eco de su voz resonando en sus oídos...
«Estoy seguro de que podríamos encontrar el marido ideal poniendo un poco de dinero en sus bolsillos.»
Sus entrañas se retorcieron de dolor, en un nudo insoportable. Le ardía la cara. Un raudal de lágrimas luchaban por salir, pero milagrosamente, su garganta permanecía seca y cerrada al llanto.
Sintiéndose la mujer más desgraciada del mundo, le miró. Por un instante, sintió que él estaba tan atónito como ella. No quería creerlo, se trataba de Sebastian, la persona en quien ella más confiaba. Sebastian, la persona a quien amaba.
—¿Tú pagarías a un hombre para que se casara conmigo?
Dichas en medio del silencio, sus palabras no fueron sino sonidos oxidados. Señor, hasta le dolía decirlo en alto.
La tensión era insoportable. Ella se enfrentaba a él en silencio, mirándole con unos ojos tan secos que le escocían. Y durante todo este tiempo, Sebastian siguió allí, inmóvil. La postura de sus hombros reflejaba una tranquila resignación.
—Dime Sebastian. ¿Pagarías a un hombre para que me llevara a su casa y me metiera en su cama?
El silencio se hizo aún más evidente. Sebastian seguía inmóvil como una estatua, con sus ojos grises fijos en su cara. Ni siquiera parpadeó. Y de alguna manera, esa quietud era aún más devastadora que cualquier cosa que hubiese dicho.
Sus ojos se cerraron, y después se abrieron. Algo cruzó por la oscuridad de su cara, algo que bien podía ser un sentimiento de culpa.
A Devon le sobrevino una ola de dolor inmensa. Se tocó los labios con la yema de los dedos.
—¡Dios mío! —dijo con la voz rota—, ¡Dios mío!
Con un revuelo de faldas, rodó escaleras arriba. Detrás de ella, escuchó un murmullo, una maldición pronunciada entre dientes. Unos pasos la siguieron, pero ella corrió aún más rápido en dirección a su habitación.
¿Por qué no podía dejarla en paz? ¿Es que no había tenido bastante? Todo lo que quería era que la dejaran sola. Pero justo cuando cruzaba el dintel de la puerta de su habitación, se pisó con la punta de un zapato el dobladillo del vestido. Se cayó sentándose en el suelo, y fue igual que aquella vez. El aire no quería salir de sus pulmones y tuvo que esforzarse por recobrar el aliento y ponerse en pie.
Sebastian estaba ya allí, rodeándole la cintura con las manos, ayudándola a levantarse.
—¡Déjame! —le gritó. Con furia, balanceó un codo.
Sebastian se retiró justo a tiempo de evitar un golpe en la nariz. La soltó bruscamente.
Una vez de pie, Devon se encaró con él.
—¡Fuera de aquí!
Pero no se fue. En lugar de eso, con la calma que sólo él poseía, cerró la puerta limpiamente, con el borde de su mano. Con la misma economía de movimientos, echó la llave de la puerta y la puso en el bolsillo de su chaquetón.
La mirada de Devon siguió el movimiento desde el bolsillo hasta su cara.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo?
—Estás angustiada —dijo tranquilamente.
—Y tú eres un bastardo —arremetió contra él. Había pasado de la conmoción a la rabia y al desprecio más profundo. Elevaba la mano hacia su pecho, haciéndole burla—. Ah, claro, ¡cómo he podido olvidarlo! Después de tus diligentes esfuerzos por convertirme en una dama, soy yo la bastarda, ¿no es cierto?
Sus ojos se enredaron.
—No te infravalores, Devon. Tú has sido siempre una dama y lo sabes. Lo has probado esta noche. Además, tus orígenes no tienen nada que ver con esto...
—Ay, ¡permíteme que difiera! Mis orígenes, como tú dices, tienen mucho que ver. Te dije una vez que prometí a mi madre que nunca me prostituiría, ni robaría, ni mendigaría. ¡No me creíste entonces, y está claro que tu opinión sobre mí sigue siendo la misma! No me vendí entonces, y no pienso venderme ahora. No te dejaré que hagas de mí una ramera.
—¡Una ramera! Por el amor de Dio, Devon...
—¡Tú pagarías a un hombre por llevarme a su casa y a su cama! ¡Le pagarías! —gritó—. ¿No es eso lo mismo que prostituirse? Bien, no te dejaré. ¿Me has oído? ¡No te dejaré!
Él dio un paso para acercarse.
—Devon —dijo en voz muy baja—, Devon, por favor...
Movió la cabeza levemente. Incluso ahora, tan enfadada y desesperada como estaba, le dolía su proximidad. De repente, se sintió al borde de un precipicio. Y no sabía si saltar por él, hacia la oscuridad.
O arrojarse directamente a los brazos de Sebastian.
Pero estaba demasiado dolida, demasiado furiosa.
La amargura le atormentaba el alma. Elevó el rostro en dirección al suyo.
—La de hoy no fue una reunión casual, ¿verdad? Había algo más, estaba todo pensado. Debía haberlo imaginado. Por supuesto, lo tenías planeado, como planeas todo lo demás. Quizá debería sentirme halagada de que no decidieras ofrecerme en una subasta al mejor postor.
Tanto desdén le remordió las entrañas.
—Devon, tienes que escucharme.
—¡No! Me engañaste, Sebastian. ¡Me engañaste! Quería ser una institutriz, una dama de compañía, y lo sabías. ¿Tan estrepitosamente te he fallado? ¿Es éste el futuro que me tienes reservado?
—No. ¡No!
—Entonces, si lo que querías era deshacerte de mí, ¡sólo tenías que decirlo!
—¿Deshacerme de ti? Dios mío —dijo, atónito—. ¡No es así en absoluto!
Cuando trató de acercarla hacia él, ella se alejó aún más.
No se dio por vencido. La cogió por los hombros y la sacudió ligeramente.
—Devon, tienes que escucharme. No es lo que piensas. Eres tan dulce y encantadora, que cuando descubrí que eras virgen... tuvimos miedo, Justin y yo... de que pudieras terminar en manos de alguna bestia sin escrúpulos que quisiera aprovecharse de tu inocencia. Y yo sé que nunca soportarías algo así, ¡lo sé! No podría soportar la idea de que volvieses a la calle de nuevo. Quería protegerte, alejarte del dolor. Necesitaba saber que te cuidarían por siempre. Que nunca tendrías frío, ni hambre.
Sabía que él iba a decir que lo que quería era protegerla. Quizás en algún lugar remoto de su alma, comprendía por qué lo había hecho. Pero su dolor y su sentimiento de traición estaban aún muy frescos.
De repente, las palabras le brotaron a borbotones.
—Estaba tan excitada esta noche. Pensé que ¡querías presentarme a tus amigos! No quería fallarte, Sebastian. Quería que estuvieses orgulloso de mí. Quería ser todo lo que me has enseñado a ser.
—Y lo eres —dijo con arrojo—. Lo fuiste. Y me sentí muy orgulloso. Estabas preciosa esta noche. Eres preciosa. ¿No te das cuenta de que cualquier hombre estaría contento de tenerte a su lado?
Su corazón se partió en dos, «cualquier hombre, menos tú».
—¿Recuerdas aquella noche en mi habitación, cuando me llevaste a la cama?
Una sonrisa apareció en un rincón de su boca.
—Me dijiste que era guapo. Que te quitaba la respiración.
—Me hubiese entregado a ti aquella noche. —La confesión salió de sus labios desde lo más profundo de su alma—. En aquella ocasión me dijiste que nunca dijese a otro hombre lo que acababa de decirte. Me sentí tan avergonzada que creí que iba a morirme. No sabía que lo que había hecho fuera tan malo.
La sonrisa se desvaneció.
—No hiciste nada malo —dijo con una voz extrañamente tensa—, fui yo. Y yo también quería, te lo juro. Es sólo que, si las cosas fueran diferentes, si yo fuera diferente. —Su voz se quebró.
Los ojos de ella estaban llenos de lágrimas.
—¡Oh! Devon... no llores. —Parecía tan desamparado como ella. La cogió de la cintura y la acercó hacia él. La apretó por la espalda y más—. No llores, amor. Me parte el alma verte llorar.
Sus dedos apretaron la tela de su camisa. Esto era lo que ella siempre había querido: ser rodeada por el lazo protector de su abrazo fuerte. Pero no de esta forma. No cuando él estaba lleno de dudas, y ella de dolor. No cuando sentía esa amargura en el fondo de su alma. Aunque lo hubiese intentado, no hubiese podido reprimir el pequeño sollozo que salió de su garganta.
Sus brazos la rodearon con más fuerza, con una intensidad apremiante. Unos dedos delgados se deslizaron bajo su cabello, atrayendo su cara al punto donde el cuello se une con el hombro. Una lágrima solitaria resbaló por sus largas pestañas.
—Nunca quise hacerte daño. Es la última cosa que querría. ¿Me perdonas? —Con los dedos le sujetó la barbilla, y le retiró suavemente un mechón que le caía por la mejilla. Sin decir una palabra, hizo que la mirara, elevándole la cara hacia él. Al inclinar la cabeza, sus labios se encontraron a menos de un respiro de distancia.
—Devon, por favor, di que me perdonas.
Sus ojos se encontraron.
—Me gustaría, pero... —Atrapada en un amasijo de sentimientos contradictorios, suspiró profundamente—. No sé qué pensar, no sé qué creer.
Un dedo cálido y suave recorrió el arco de su ceja, el perfil redondeado de su nariz, la inclinación de su mejilla, la suave curva de su cuello. Devon se quedó paralizada bajo sus caricias, tan suaves, tan insoportablemente suaves.
Su boca rozó la suya. Sus respiraciones se mezclaron.
—Cree esto —susurró—. Créeme —dijo, su boca contra la de ella.
Y entonces la besó.
Un beso era más de lo que ella esperaba, aunque lo deseara con todas sus fuerzas. Con el sabor de su boca aún caliente, y muy a pesar suyo, el nudo tenso de temor desapareció de su estómago. Y se preguntó cómo podía un simple beso ser a la vez tan tierno y tan salvaje, poderoso y contenido al mismo tiempo.
Porque así fue, y lamentó el momento en el que tuviese que acabar. La dulzura imposible de su boca era un bálsamo para su alma dolorida. Había hecho desaparecer ese tumulto interno que la atormentaba y, en su lugar, había aparecido un rayo de luz fiero y caliente para traspasarla: Sebastian. Hambrienta de esta dulce sensación, hambrienta de él, sus labios se abrieron ante la demanda silenciosa de los de él.
Bajo el experto tutelaje de su lengua, la suya le salió de las profundidades de la garganta. Cuando las lenguas se tocaron, hubo un rugido profundo y vibrante en su pecho. Ella podía sentir sus brazos rodeándola con fuerza, atrayéndola cada vez más cerca, hasta que no hubo una parte de él que no pudiera sentir. Sus manos femeninas recorrían abiertas su ancho pecho. Se estaba abrasando de sentir la contundencia de su miembro contra su vientre.
Trazó con la yema del dedo una delicada curva por su clavícula, después descendió hasta la piel desnuda del escote de su cuerpo. El corazón de Devon latía a mil por hora, su respiración, entrecortada, y la de Sebastian haciéndole eco a la altura de la nuca. Sus nudillos acariciaron la redondez de la cumbre de sus pechos. Unos pechos que le quemaban y le dolían, extrañamente pesados. Era como si le clavaran agujas en la punta de los pezones. Contuvo la respiración, suspendida en una agonía de deseo. Por el amor de Dios, es que nunca iba...
De repente, casi impacientemente, esa mano esbelta y oscura se coló por debajo del escote del vestido. Sus dedos fuertes rodearon la generosidad de sus curvas, recogiendo su peso en el cuenco de la mano. Un dedo solitario rodeó, frenético, el contorno del pezón, acercándose sin llegar nunca a tocar el punto central. Y, cuando por fin su dedo gordo se aventuró a cruzar la cima ampulosa, se sintió traspasada por un rayo, fulminada por su brillante calor.
Todo dentro de ella se hizo húmedo. Se derritió frente a él, sintiendo cómo los pezones se le enderezaban y encogían al compás de sus poderosas caricias.
Cuando finalmente recuperó la libertad de su boca, se agarró a él para no caer a sus pies.
Él descansó su frente contra la suya. Sus ojos emitían un calor sofocante.
—Te deseo —le susurró.
Las palabras fueron pronunciadas en voz muy baja, pero con un tono de valentía. Su intensidad hizo que todo su cuerpo temblase.
Con los ojos enredados en los suyos, no podía mirar para otro lado.
—Devon —susurró—, ¿sabes lo que te acabo de decir?
Su corazón latía con tanta fuerza, que apenas podía oír lo que le decía. Tragó saliva, en una pregunta sorda.
Su mirada fue aún más penetrante.
—Te deseo —dijo una vez más—. Quiero hacerte el amor.
Su sinceridad la hizo temblar. En este momento, él ya la poseía tanto por dentro como por fuera. Una emoción transparente la llenó de tal manera que pensó que iba a explotar. Incapaz de hablar, todo lo que podía hacer era emitir un sonido hueco y ahogado. Colocando en silencio sus dedos en el hoyuelo de su barbilla, dejó que sus gestos dijeran lo que ella no podía.
Lo siguiente que supo fue que sus pies dejaron de sostenerla. Fue elevada por los aires y llevada a la cama de la esquina. Entonces, Sebastian se detuvo en seco. Su mirada rectificó la dirección de sus pasos en dirección a la puerta.
Devon vaciló.
—Sebastian, ¿qué ocurre? Yo pensé que...
—No aquí —dijo negando con la cabeza y mirándola fijamente—. Te quiero en mi habitación, y en mi cama.
Estaba ya casi allí.
Devon quería llorar de nuevo pero esta vez de felicidad.