Capítulo once
Cuando Sebastian entró en la habitación y vio a Devon con las manos en su ropa interior —¡bueno, quizá no literalmente!— se puso furioso, tanto consigo mismo, como con ella. Se sintió traicionado, después de que ya había empezado a pensar que estaba equivocado respecto a ella. Pero su presencia en la habitación probaba lo contrario.
Se sentía un estúpido por haber sucumbido de aquella manera a sus encantos, por haberse cegado ante su tentadora sensualidad, y, ¿por qué no?, ante su encanto.
Devon era impetuosa. Impulsiva. Le provocaba, le avergonzaba. No era ni modesta ni tímida. Era mitad dama, mitad gata salvaje, y totalmente impredecible.
Y sí, su encanto.
Quería sacudirla para que cayera en sus brazos y besarla hasta que no pudiera hablar más. Cuando la encontró en su habitación hurgando entre sus cosas en lo único en lo que podía pensar era en atraerla hacia él, atrapando esos tentadores labios con los suyos, y besarla hasta que los dos se embrutecieran de deseo. Quería hundir sus manos en su cuerpo y llenarlas de esa carne cremosa, tierna y desnuda de sus pechos, y enrollar su lengua en esos pezones coloreados para el placer.
Sus pechos.
No había duda de que ella era particularmente sensible en lo que respecta a esta parte de su anatomía, y no de la manera en la que un hombre hubiese deseado. No se había dado cuenta de que sus miradas eran tan transparentes. O quizás era simplemente que él ni siquiera había soñado con que ella sacaría el tema de aquel modo.
¡Qué débil había parecido! «Mírame a los ojos», le había dicho, la noche en que había querido huir. Y ella tenía razón. La había mirado cuando él pensaba que ella no le veía. ¡Pero si hasta Justin podía mantener sus ojos del cuello hacia arriba! En lo más profundo de su mente, se preguntaba cómo sería en la cama. Ay, pero sólo había una manera de averiguarlo, se dijo con un humor más bien negro.
No sería tan fácil, pensó. No había ganado ningún punto a sus ojos estos días.
—¡Maldición! —dijo en voz alta.
Con la mente ausente, pasó su dedo sobre la mejilla. ¡Caray, todavía le palpitaba! Aún no se creía que le hubiese abofeteado. Nunca antes le habían abofeteado. Nunca había habido ocasión para ello. Por supuesto, nunca antes había dicho lo que acababa de decir.
La vergüenza le golpeaba profundamente. Honestamente, debía haber sabido la verdad. Había catalogado de rameras a esas mujeres que se abrían de piernas ante cualquier hombre dispuesto a pagar por ello, mujeres como Bridget. Le había dedicado el mayor de los desdenes, sin considerar ni una vez las razones por las que una mujer podría prestarse a una vida semejante. Quizás, en su mente sólo pensó que era una decisión tomada. Ciertamente, nunca había considerado que podía haber una necesidad detrás, ¡una necesidad como la de mantener a sus hermanos!
Y se preguntó si Devon habría pasado hambre o frío. Tuvo el horrible sentimiento de que así era.
Se dio cuenta entonces de que, antes de conocer a Devon, había dedicado muy poco tiempo para pensar en aquellos menos afortunados que él. Pero no todos los pobres eran ladrones o delincuentes, o la escoria de la tierra como Harry y Freddie. Sin duda, había muchos otros como la madre de Devon, Amelia Saint James, una mujer sola con una hija que cuidar; una mujer abandonada a merced del destino.
Aún así, tenía que admitir lo admisible: Devon había hecho un buen trabajo girando las tornas.
Adorable. Había estado absolutamente adorable. Casi le hacía reír, la idea de ser sermoneado por un desamparado. Sin embargo, no había tenido ganas de reírse cuando fue abofeteado. De hecho, le había dado mucho que pensar.
No tardó mucho en salir detrás de ella por el pasillo. Temía que intentase volver a las calles de nuevo. Tenía el humor más adecuado para ello.
Aligeró el paso. Con las prisas, casi se tropieza con Tansy, que acababa de doblar la esquina con una gran caja en sus brazos.
—Señor —gritó, con emoción—. ¡Señor, mire! Acaba de llegar de la modista. La señorita Devon se sentirá muy feliz, ¿no cree?
—¿Tú crees? —Después de la escena de su habitación, Sebastian deseaba que así fuera—. Si no te importa, Tansy, yo mismo se lo entregaré a la señorita Devon.
Tansy hizo una reverencia.
—Como desee, señor.
Cuando la criada desapareció de su vista, Sebastian llamó a la puerta de Devon.
—¿Quién es?
Sebastian frunció el ceño. Su voz sonó apagada. ¿Estaría llorando? Sebastian no se molestó en contestar y entró descaradamente en la habitación.
Devon estaba levantándose de la cama y al verle, sus ojos echaron chispas. Desde el poste de la cama, Bestia dio un gruñido. Sebastian colocó el paquete junto a la puerta. Cogió el perro en brazos y, volviendo atrás en sus pasos, lo sentó de culo en el pasillo, cerrando tras de sí la puerta, sin preocuparse por sus pequeños gemidos de queja. Después, se volvió hacia Devon.
—¿Es que va a atormentarme siempre?
—Eso parece.
Observó los pasos de él acercándose por la habitación, y en el último instante, ella volvió la cabeza. Esto no disuadió a Sebastian. La sujetó y la obligó a mirarle. Ella trató de soltarse de sus manos, pero Sebastian no se lo permitió.
—Devon —le suplicó—, mírame.
—No —negó frenéticamente—. ¡No!
Deslizó sus dedos bajo su barbilla.
—Devon, por favor. Por favor.
Unas pestañas largas y sedosas se apretaron fuertemente a sus ojos, y después se abrieron. Le miró con unos ojos grandes y líquidos. Sebastian se quedó sin aliento. No estaba llorando, pero le faltaba poco. Sintió su orgullo herido en la respiración, y ese dolor le hirió profundamente.
Él le devolvió la mirada, serena. Nunca había sido tan intensamente solemne.
—Devon —dijo—, mi conducta de hoy ha sido espantosa. Te pido disculpas por lo que te dije. Me equivoqué al juzgar a Bridget tan a la ligera. —Se detuvo—. Y a ti, Devon. No debí juzgarte, sobre todo ahora que he llegado a conocerte.
Un sonido ahogado salió de sus labios. Se dejó caer sobre sus brazos, sujetándose fuerte en unos brazos que se cerraron para sostenerla.
—Sebastian, yo también lo siento. No debería haber fisgoneado en su habitación. Y fue horrible pegarle de esa manera. ¿Le dolió?
Una sonrisa apareció en sus labios.
—Se necesita más que una bofetada de una personita como tú para hacerme daño —mintió.
Había echado la cabeza hacia atrás para verle mejor, en una expresión conocida de profunda preocupación. El esplendor dorado de su pelo, enrollado descuidadamente en su coronilla una hora antes, caía ahora sobre sus hombros en un desorden poco artístico. Devon se sintió aliviada al oír la negación.
Algo daba vueltas en lo profundo del estómago de Sebastian, algo que escapaba a su control. Sabía, tan seguro como que el sol sale cada mañana, que estaba a punto de cometer una estupidez. Algo fuera de toda lógica. Algo que no había planeado, aunque, sólo Dios sabía cuántas veces lo había pensado desde el momento en que ella llegó a su casa. Sabía que tenía que probar esos labios rosados y tiernos...
O moriría.
Así, durante el tiempo que dura un suspiro, su boca se cerró sobre la suya. Al principio, ella se sorprendió, aunque en ningún momento trató de apartarse. En alguna parte recóndita de su mente, estaba convencido de que lo haría. De que haría llorar a su corazón y hundiría su alma.
Cielo santo, ella no era sino un pétalo de rosa contra la fortaleza de su miembro. El olor de su pelo era embriagador, casi podía intoxicarle. La sostuvo con fuerza, con miedo de quebrarla. Sin embargo, ella se balanceó contra él, y la corriente cálida, la espuma de su aliento en su boca le recorrió hasta llegar a sus genitales.
No fue más que el susurro de un beso, una fracción de la totalidad del deseo, matizada por la certeza de que si dejaba llevarse por sus impulsos, la habría tumbado en la cama, le habría quitado la falda y se habría dejado hundir en su estómago y mucho más lejos.
Recobró la cordura justo a tiempo. Ella parpadeó confundida. Él carraspeó:
—Discúlpame —dijo con tranquilidad.
Devon movió levemente la cabeza, apartando la mirada:
—Está bien.
—No —dijo él con firmeza—, no está bien. Un caballero no habría hecho esto. Yo no debería haber hecho esto.
—Entonces, ¿por qué lo ha hecho?
Esta vez fue él quien apartó la vista.
—No lo sé.
Ahora, Sebastian podía sentir todo el peso de su mirada: desconcertada, en una pregunta silenciosa. Si ella le presionaba, ¿qué demonios podría decirle? No podía decirle la verdad: que cuando la miraba, no deseaba sino desnudar sus pechos y su cuerpo con los labios y la lengua, y mandar al diablo todo lo demás.
Sebastian nunca se había tenido por un cobarde, pero en este momento, sí lo hizo. ¡No hubiese podido afrontar su mirada aunque la vida hubiese dependido de ello!
Después del que fue probablemente el momento más desagradable de toda su vida, ella hizo un gesto con la cabeza en dirección a la gran caja envuelta en lazos:
—¿Qué hay ahí? —murmuró.
Sebastian alcanzó la caja con rapidez y la colocó sobre la cama.
—Tansy dijo que acaba de llegar. —Le hizo una seña para que se acercarse—. Vamos, ábrelo.
Casi con cautela, tiró del lazo de satén blanco y levantó la tapa. Entornando los ojos, se inclinó sobre la caja y empezó a apartar las capas de tela.
—Los primeros trajes de la modista —dijo, como toda explicación—. Me atrevería a decir que han llegado justo a tiempo.
Devon enrojeció y se mordió el labio, aunque sus ojos danzaban al sacar de la caja un vestido de día hecho de muselina azul y blanca.
—Ay, Sebastian —exclamó—, ¡qué preciosidad!
Después vinieron una combinación blanca y unas enaguas. Devon gritó de placer con cada una de ellas.
Parte de la tensión desapareció de los hombros de Sebastian.
—Pruébatelo —sugirió.
—Ay, sí. ¡Sí! —Su rostro se iluminó—. Necesitaré que me ayude con los botones.
Antes de que pudiera responder, cogió el vestido y la ropa interior y desapareció detrás del biombo. Hubo un ruido de telas y el vestido que llevaba puesto apareció por encima del biombo.
La cabeza de Sebastian se deslizó desde el biombo hasta la puerta. Pensó que debería haber llamado a Tansy. «Acabas de llamarte caballero —sonó una voz de burla en su cabeza, —¿por qué no actúas como tal?»
«Porque se trata de Devon, y ninguna de las reglas se aplican aquí.»
No hubo mucho que discutir, sus pies se mantuvieron clavados al suelo. No tenía ninguna intención de informarla de que él era más dado a ayudar a las mujeres a quitarse la ropa que a ponérsela.
Como se sentía ocioso, cogió un delicado sombrero blanco, pasando sus dedos por debajo del lazo:
—Hay un sombrero también —llamó a Devon—. Ahora podrás deshacerte de ese estúpido sombrero con el que viniste. —Con desagrado, miró al objeto en cuestión, colgado de uno de los postes de la cama.
—¡No lo haré! —La protesta de Devon llegó rápida y enérgica—. ¡Me gusta ese sombrero! Fue el primero que tuve, ¿sabe?
Sebastian se encogió de hombros. En lo que a moda se refiere, los gustos de las mujeres pueden llegar a ser incomprensibles. Cuando Julianna era joven, se encariñó de un vestido espantoso de plumón verde que se empeñaba en llevar día y noche. La niñera se quejaba de que tenía que limpiarlo entre gemidos y lamentos cada mañana en la que no se le permitía llevarlo. Cuando finalmente le quedó pequeño, insistió en llevar varios vestidos negros en señal de duelo, por la pérdida de su prenda más querida.
—Medias y ligueros —dijo cuando Devon reapareció.
Los tenía entre sus manos.
—Vuélvase —le ordenó.
Sebastian se vio obligado a hacerlo, aunque aún pudo ver algo con el rabillo del ojo. Sentada en una silla, levantó su falda hasta las rodillas y tiró de la fina seda blanca, cada una de ellas hasta arriba, mientras Sebastian admiraba el contorno de sus tobillos esbeltos y sus pantorrillas bien proporcionadas. Pensó divertido que bien podía haber sido una farola de la calle, dada la poca atención que prestó la mujer a su presencia en la habitación.
—¿Zapatillas? —preguntó, para pasárselas a continuación. Se vio obligado a agacharse un poco para que ella pudiera, con una mano en su hombro, calzarse un zapato y después otro. Por último, se puso un par de delicados guantes de encaje.
Entre un revuelo de las telas, se presentó a él de espaldas. El vestido se le caía a la altura de los hombros. Sebastian quería quitárselo del todo, ¡y no terminar de ponérselo! Una fila de pequeños botones de nácar demandaba su atención. Con la boca seca, admiró la longitud flexible de su espalda, dividida por el surco delicado de la columna, donde la piel la cubría con tanta transparencia que podía adivinar la suculenta carne que se escondía debajo. Se apresuró a cumplir su cometido, no sin ciertas reservas. Luchó obstinadamente contra el impulso de poner sus labios en la continuación sedosa de su nuca, desnuda como estaba para permitirle el acceso a los botones.
De una manera inconsciente, comparó el ancho de una de sus manos con el diminuto contorno de su cintura. Sus manos, grandes y morenas, contrastaban con su piel blanca y exquisita. Se sintió casi indigno y basto.
Él, Sebastian Sterling, marqués de Thurston, y ella, ¡nada más que una desfavorecida!
De repente, frunció el ceño.
—Devon, ¿dónde está tu corsé?
—No me gustan los corsés. No voy a llevarlos. Son instrumentos de tortura.
—Una dama lleva siempre corsé.
Su barbilla se mantuvo firme.
—De acuerdo, pero yo no lo haré. Nunca lo he llevado y nunca lo llevaré.
Ella no llevaba corsé. Nunca había llevado corsé. Y nunca lo llevaría. Hablaba de tortura... Por el amor de Dios, ella era la reina de las torturas, ¡es que no tenía fin!
Pero lo cierto es que no lo necesitaba. Si no lo hubiese visto con sus propios ojos, sentido con sus propios ojos, nunca hubiese imaginado que no llevaba corsé.
Una vez completado el encargo, la miró a través del espejo de cuerpo entero situado en la esquina de la habitación. Si antes la había visto bailar de excitación, ahora tuvo casi que empujarla para que se viera reflejada. Estuvo de pie un instante, con la barbilla baja, hasta que por fin elevó su cabeza para verse.
Se miró asombrada.
—Dios mío —susurró—, es de mi talla. ¡Sebastian, es de mi talla!
Estaba radiante.
Sus ojos se encontraron en el espejo.
—¿Qué te parece? —dijo sin aliento.
—Bueno —dijo lentamente—, me parece que te falta algo.
—¿Qué? —Su voz denotaba un profundo desconcierto—. ¿Qué?
—No estoy seguro. —Pretendió estudiarla, primero de un lado, después del otro. Se llevó su mano a la garganta, en un gesto de indecisión.
—Sí, estaba en lo cierto.
Sebastian sacó algo de su bolsillo. Los ojos de Devon en ningún momento se separaron de los suyos cuando deslizó una fina cadena grabada de plata por su cuello. La cruz alcanzó a descansar en el hueco profundo de su garganta.
—Mi collar. —Acarició con la punta de sus dedos la superficie brillante, casi con reverencia—. Lo ha hecho arreglar. —Suspiró, mordiéndose después el labio.
—Sí —admitió con una sonrisa de arrepentimiento. En realidad, lo había mandado al joyero el día después de ir a Saint Giles.
Lentamente, Devon se volvió hacia él. Sus ojos, oscuros y llenos de curiosidad, buscaron los suyos.
—¿Por qué? —preguntó, aferrándose con temor a la pregunta—. ¿Por qué, Sebastian? Yo pensé que...
—Tenías razón —explicó dulcemente—. No me correspondía a mí tenerlo.
Se mordió el labio y le miró con ojos húmedos.
—Sebastian, no sé qué decir.
La emoción desnuda recorrió su cara. Parecía algo tan simple —le había costado tan poco— y, sin embargo, le había proporcionado tanto placer. Quizá por primera vez en su vida, Sebastian se sintió derrotado.
—Dame las gracias, con eso es suficiente —dijo simplemente.
Así lo hizo, aunque no de la manera que esperaba.
Con sus dos manos, Devon lo atrajo hacia sí, sus dedos rozando el oscuro pelo de su nuca y haciendo inclinar su cabeza hacia la de ella. Sin una palabra, le besó en los labios.
Una docena de campanillas le advirtieron que había estado en lo cierto. Porque si el otro beso había sido dulce...
Este otro había sido más dulce aún.