Capítulo dieciséis
Se cogió fuerte a su levita, y también a su corazón.
Atrapado por un torbellino de emociones, sintió cómo cada músculo de su cuerpo se tensaba, e incapaz de respirar, sentía sus pulmones a punto de arder. No pudo encontrar la fortaleza para apartarla de su camino, no tuvo voluntad para dejarla atrás.
Se le había soltado el pelo y le caía todavía mojado por la espalda. El camisón colgaba pegado a su piel; la había cubierto demasiado tarde. Unos pezones rosa oscuro se apretaban desafiantes contra el tul de seda. Vio sus pestañas brillantes y húmedas, y se preguntó el motivo: ¿era por la lluvia o por el llanto?
Pero sobre todo, fue la manera en la que le había mirado... tan expresiva, tan delicada, agarrada a su levita con esos dedos diminutos. Era incapaz de esconderle nada, con esos ojos que en parte suplicaban y en parte brillaban de esperanza.
Se sintió como si le hubieran arrancado de cuajo las entrañas.
—Devon —dijo sin remedio—. Devon...
Ella cambió de postura y movió la mano derecha ligeramente, hasta colocarla en el centro de su corazón. Con la otra mano siguió afianzada a su levita.
—Llévame contigo —dijo temblando—. Sebastian, te lo suplico, llévame contigo.
Ella no se iría.
Tampoco él.
Cuando el carruaje empezó a andar, estaban los dos dentro.
Sebastian no se hizo más preguntas, ella no le presionó más. Bastaba conque ella estuviese allí. Con que estuviesen juntos.
Londres quedaba atrás, y también la lluvia. Una hora después habían descendido por caminos estrechos y habían subido y bajado colinas. La abrazó de manera instintiva, aunque fue un instinto muy diferente el que la mantuvo a ella entre sus brazos. Cuando trató de soltarse, hubo una protesta muda.
La de él.
Sus ojos se encontraron. En los de ella, se escondía una pregunta silenciosa. Él la abrazó con más fuerza, como única respuesta, la única que ella necesitaba. Cuando Sebastian tiró del pequeño cuerpo para atraerlo a su pecho, ella se acurrucó junto a él apoyando la nariz en su cuello en busca de calor. Arropó a ambos con su capa y, en ese momento, le pareció ver una sonrisa en su cara.
El amanecer iluminaba ya las colinas por el este cuando el carruaje alcanzó unas masivas puertas gemelas cubiertas de hiedra, recorriendo jardines y campos de césped cuidadosamente podados.
Sebastian despertó a Devon, quien se acababa de quedar dormida hacía sólo un momento. Se revolvió adormilada. El besó la pequeña mano que descansaba sobre su pecho y la levantó con suavidad.
—Hemos llegado —dijo en voz baja.
En su boca se iba dibujando una sonrisa conforme se acercaban a la casa. Como siempre, le pareció una vista magnífica. Las columnas griegas dominaban el centro de la casa; las ventanas, altas y provistas de parteluz, flanqueaban en blanco y cubrían hasta el suelo los muros de cada ala. Devon abrió la boca maravillada cuando Sebastian le ayudó a salir del carruaje.
—Bienvenida a Thurston Hall —murmuró.
Aunque la aparición de Sebastian en la casa familiar era del todo inesperada, un mayordomo ataviado de uniforme rojo y dorado salió a recibirles, acompañándoles después al interior. Sebastian dejó a Devon al cuidado de Jane, una de sus mejores sirvientas.
—¿Por qué no te das un baño y descansas un rato? —sugirió—. Me encontraré aquí contigo —miró el reloj del abuelo colgado encima de las escaleras— al mediodía.
Sus ojos le buscaron tratando de leer en su expresión.
—¿Y tú?
Señaló una barba incipiente en su cara.
—Bueno —dijo pensativo—, me parece que necesito un baño y un afeitado.
Devon hizo una mueca.
—Tú siempre necesitas un afeitado.
Él era consciente de que había desviado el verdadero sentido de la pregunta.
Pasó tiernamente los nudillos de su mano por las mejillas de ella, maravillándose de la textura y sin preocuparse de lo que pudieran pensar los sirvientes.
—Estoy bien. —Y así era. La pesadez en su pecho había desaparecido, no había necesidad de preguntarse por qué. Amaba Thurston Hall, lo amaba sobre todas las cosas. Aunque esta vez tenía poco que ver con el hecho de encontrarse en casa.
Y mucho con la mujer que tenía al lado.
A mediodía, Devon no estaba al final de las escaleras. Pensando que podía haberse quedado dormida, subió a su habitación. Jane estaba haciendo la cama y le dijo que la señorita había salido ya, un cuarto de hora antes de lo convenido.
La encontró en la galería de fotos. Fresca como una rosa, con el pelo peinado hacia atrás y recogido en un lazo. El collar brillaba plateado en su garganta. Jane la había ayudado a vestirse con uno de los vestidos de Julianna. Al verla, Sebastian casi dio un gemido de placer.
Se acercó a ella, cuidando mucho de no bajar los ojos a la altura de su pecho.
—Hola —lo recibió alegre—, estaba dando una vuelta.
Sebastian se rió.
—Debí imaginarlo. Tienes esa costumbre, ¿no? Aunque intenta no irte demasiado lejos. Podrías perderte en esta casa y pasarían semanas antes de que alguien te encontrara.
—Ah, pero la verdadera cuestión, señor, es... si me perdiese, ¿me buscarías?
Recorrió con la mirada su cara, el lugar donde un diminuto rizo le rodeaba sedoso la oreja, la deliciosa comisura de sus labios.
—Cada minuto —dijo, con tranquilidad.
—Como se busca un tesoro perdido, sin duda —bromeó.
—No, Devon. Te buscaría a ti, sólo a ti. No descansaría hasta encontrarte. —Y fue sincero en cada una de sus palabras.
Devon le miró, interrogándole en silencio. Entonces sintió una punzada en el estómago. Dios mío, ¿qué es lo que estaba haciendo? No debería haber permitido que viniera.
Pero lo había hecho, y ahora era demasiado tarde aunque sentía que estaba bien que estuviese ella aquí.
Sonrió.
—Te agradezco que hayas venido. No era mi intención secuestrarte en medio de la noche, ¿sabes?
—No es así como yo lo recuerdo, pero es muy generoso de tu parte expresarlo en esos términos.
Bajó la mirada.
—No estoy seguro de poder explicarlo. Justin... bueno, como viste anoche, no podía quedarme. Yo sólo necesitaba estar aquí. Necesitaba ver... —por un momento su garganta se secó y tuvo dificultades para hablar— todo esto de nuevo. Necesitaba estar en casa.
Una pequeña mano agarró la suya.
Sebastian estrujó sus dedos y volvió la cabeza hacia uno de los cuadros.
—Veo que has tenido oportunidad de admirar el cuadro de la familia. Se pintó sólo unos meses antes de que mi madre se fuera. Mi padre no permitió que se colgase cuando él vivía. Pero me di cuenta de que pertenece a este lugar, con el resto de los Sterling.
—Pareces muy joven —se aventuró mordiéndose el labio—. ¿Cuántos años tenías?
—Tenía diez, Justin seis y Julianna tres.
—¡Eras alto incluso entonces!, casi como tú padre. —Y desvió la mirada en dirección a la pequeña de pelo castaño que estaba de pie junto a su hermano—. Julianna parece muy dulce.
Los ojos de Sebastian se ablandaron.
—Y lo es. No ha cambiado nada desde entonces. Es la persona más generosa y entregada de este mundo. Su voz es como un rayo de sol de la mañana.
Devon miró a la bella mujer de pelo oscuro vestida de terciopelo azul. Aunque su pose era remilgada, los ojos vivarachos traicionaban su verdadera naturaleza: era casi como si desafiase al hombre de rostro sombrío que posaba a su lado.
Una mano invisible parecía rodear el corazón de Sebastian. No importaba demasiado, pensó.
Pues así era como había sido siempre.
—Tu madre es impresionante —murmuró Devon.
—Lo era, ¿verdad? Justin se parece mucho a ella. Julianna tiene su delicadeza, mientras que yo... yo poseo la estatura de mi padre.
Pero no su naturaleza.
Por el amor de Dios, eso nunca.
Como si ella supiese la dirección de sus pensamientos, Devon desvió la vista hacia el padre de familia. El pintor había captado a la perfección la esencia de William Sterling: su austeridad, la desaprobación con la que veía a su familia... ¡y al mundo! Incluso en el cuadro, aunque todos posaban alrededor de la chimenea, él se mantenía alejado de su esposa y de sus hijos, a una distancia tanto física como emocional.
Sebastian frunció el ceño. Había mirado el cuadro casi cada día cuando vivía en la residencia. Y sin embargo, era raro que ese detalle se le hubiese pasado por alto hasta ahora. Era como si viese el cuadro con otros ojos, con los ojos de Devon.
Y se preguntó, haciendo uso del cinismo de su hermano, si la familia Sterling no estaría maldita en lo referente al amor y al matrimonio. No podía imaginar a Justin casado, ¿quién iba a querer a semejante bribón? Y la experiencia de Julianna con el amor había sido desastrosa. Para ella había sido demasiado soportar semejante escándalo...
Por eso había decidido que no volvería a mirar a ningún hombre otra vez.
Su matrimonio sería muy diferente al de sus padres. Tenía que serlo.
—Debió de haber sido horrible para ti —murmuró Devon—, cuando tu madre se marchó.
Bajo la camisa blanca de cambray, los hombros de Sebastian se tensaron.
—La vi, ¿sabes? La vi cuando se marchaba. Nunca he dicho esto a nadie —admitió con una voz que sonaba extraña incluso a sus oídos—. Y fue un recuerdo horrible durante mucho tiempo. Julianna era demasiado joven para entenderlo. Todo lo que sabía era que su querida mamá se había ido. Pero Justin... —Sebastian sacudió la cabeza—. Él fue quien peor lo pasó. Tiene la vitalidad y el encanto de nuestra madre, su libertad. En realidad, se parece tanto a ella, que a veces me asusta.
—¿Por qué? —le preguntó ella con ternura.
Algo ensombreció su rostro.
—Justin tiene un lado oscuro, Devon. Lo que has visto esta noche fue solo una pequeña muestra. Puede ser muy malvado, como si no le importase nada ni nadie.
Se detuvo.
—Le quiero mucho —dijo de repente—. Lo sabes, ¿verdad? No quiero que pienses que estamos siempre discutiendo.
—Nunca pensaría eso. —Devon se explicó—. Os he visto juntos, ¿recuerdas?
—Nuestro comportamiento fue abominable. No debí perder así los estribos, sobre todo delante de ti.
—No tienes que darme explicaciones, Sebastian.
—Pero quiero hacerlo —dijo, tranquilo—. Justin puede ser escandaloso y a nadie le importa. Nadie parece darle importancia. A Justin no le importan los escándalos, pero a mí sí. Santo cielo, aún recuerdo cómo la gente cuchicheaba y nos miraba. A mi padre. A nosotros. Tuvieron que pasar años.
Quizá fue la manera en que lo miró. Tan comprensiva. La manera en la que ladeó la cabeza para escuchar, como si entendiese el orgullo herido que había marcado su infancia.
El recuerdo le hirió, intentó sobreponerse a él sin conseguirlo. De repente tuvo que sacarlo todo, sin que nada pudiera detenerlo.
Quizá no quería detenerse.
—Justin se burla de mi sentido del deber y de la responsabilidad. Se burla por ser tan correcto, tan perfecto. —En su cara apareció una sonrisa de desprecio—. Como si tuviera otra opción. Como si alguna vez hubiese tenido otra opción. Creo que tú sabes ya la verdad, Devon. Tenía envidia de mi hermano cuando éramos pequeños. Envidiaba su físico, su carisma. Me hubiese gustado poder montar a caballo y jugar como hacía él, pero mis tutores no me lo permitían. Mi padre no me lo permitía. Nunca seré perfecto, pero tengo que intentarlo. Eso es lo que me enseñaron. Así es como soy. Quizá Justin tiene razón. Quizá soy igual que mi padre. Pero es gracias a él que me siento orgulloso, orgulloso de mi casa, de mi apellido y de mi legado. Odio lo que pasó aquí, pero la residencia de Hall es la más cercana y la más querida para mí. Quizás sea un egoísta, pero no puedo evitarlo. No puedo dejar a un lado el deber. Porque es aquí, en esta casa, donde quiero que mis hijos nazcan, donde quiero que crezcan como lo hicimos nosotros. Es aquí donde quiero hacerles reír. Escuchar su risa, y no escucharles llorar nunca. Que no sufran de la manera en que sufrió Justin, de la manera en que sufrimos todos nosotros.
Se calló. Los hombros de Devon parecían derrotados. Asustado, la miró.
—Devon, ¿qué te ocurre?
No contestó, no pudo hacerlo.
Alarmado, Sebastian se acercó a ella y la obligó a mirarlo.
—Por Dios, Devon, ¿qué te ocurre?
Lentamente, ella bajó la cabeza.
—Deberías odiarle, pero no le odias, ¿verdad?
Sebastian se quedó mudo.
—¿A quién? ¿A mi padre?
—Sí.
Negó con la cabeza.
—No puedo. Me enseñó a respetar lo que soy, quien soy. Me enseñó a ser quien soy.
Unas lágrimas cálidas rodaron por sus mejillas. Las secó con el borde de su mano.
—Sebastian, él te pegaba. ¿Es que no lo entiendes? No te enseñó nada que no estuviera ya dentro de ti. Nada que no te perteneciera.
Él negó con la cabeza.
—Devon —rehusó—, eres muy amable diciendo eso, pero tú no sabes...
—Claro que lo sé —entonces explotó. Señaló al cuadro—. Está todo ahí, Sebastian. Todo. Tu sentido protector, tu lealtad. Está ahí en la mano con la que cubres el hombro de Justin, la manera en que Julianna aprieta sus pequeñas manos, la adoración en sus ojos al mirarte. Tú los cuidabas, ¿verdad? Los protegías, los sostenías. ¡Los amabas cuando tus padres no lo hacían! Eras sólo un niño, ¡pero te comportabas como un hombre!
—No, Devon. —Se sintió incómodo, sin remedio, como se había sentido todos estos años bajo las férreas reglas de su padre—. Te equivocas. Yo no podía ayudarlos, no podía protegerlos.
—Hiciste mucho más de lo que imaginas. ¿Cómo puedes decir que eres egoísta? Sebastian, eres noble y fuerte, creo que eres, posiblemente, el hombre más maravilloso del mundo.
Esta afirmación le dejó atónito, le sacudió en lo más profundo. Se quedó indefenso.
—Devon —dijo con una voz ronca—, Devon... —Por un momento pensó que iba a llorar. Que él iba a llorar.
La atrajo hacia sí con fuerza y la besó, sus labios rozando la blandura de su sien. Necesitó algún tiempo para recuperar el habla.
Cuando por fin pudo hablar, besó la nube fragante de su pelo. Secó las lágrimas de su mejilla con la yema del pulgar y se hundió después en las profundidades de sus ojos.
—Ven conmigo —murmuró, con una juguetona sonrisa en sus labios, al tiempo que le ofrecía el brazo—. Si no te importa, me gustaría mucho enseñarte mi hogar.