Capítulo diecinueve
—Justin y yo hemos invitado a unos amigos mañana por la noche. He pensado que quizá te gustaría unirte.
El anuncio tuvo lugar el día siguiente durante el almuerzo, de una manera tan natural y espontánea que a Devon le llevó unos segundos digerir el significado.
Pero cuando por fin lo hizo, su corazón se detuvo. Bajó lentamente la cuchara al plato y jugó nerviosa con los dedos de la otra mano debajo de la mesa. Miró a Sebastian con una pregunta silenciosa en los ojos. El blanco inmaculado de su corbata resaltaba el bronceado de su piel.
Las miradas convergieron, y ella mantuvo la suya, temblorosa e incrédula. ¿Había dicho lo que pensaba que había dicho?
—Una reunión informal. Una buena comida. Una buena conversación. —Sonreía con desenvoltura mientras hacía chasquear los dedos de manera casual.
Más segura ahora, Devon se sintió muy ligera. ¡Quería que conociera a algunos de sus amigos! Se dio cuenta de que esto no era como la cena que había organizado en Londres. Es cierto que no había expresado su opinión al respecto, pero Devon había sabido entonces que su presencia en aquella fiesta debía quedar en secreto. Pero ahora era diferente, no tendría que esconderse en el balcón.
A medio camino entre la euforia y el recelo, se mordió el labio y preguntó:
—¿No creerán que es raro el que yo esté aquí?
—Diremos que pasarás unos días aquí, serás una amiga de Julianna que quería sorprenderla. Esto no es como Londres. Las formalidades no tienen por qué seguirse tan al pie de la letra.
Devon asintió. Estaba tan contenta que apenas podía hablar. ¡Sebastian quería presentarla a sus amigos! No se avergonzaba de ella.
El día siguiente por la tarde se lo pasó hurgando en el armario. Muy poco después de su llegada a Hall, Sebastian había ordenado traer de Londres sus vestidos, que llegaron en carruaje esa misma mañana. Ahora, se impacientaba descartando primero uno y después otro. Este proceso se repitió media docena de veces antes de que finalmente se decidiera por un vestido de noche de seda color verde jade, el más elegante de los que Sebastian había encargado para ella.
Jane la ayudó a bañarse y a vestirse esa noche. La chica era callada y dulce, aunque Devon se dio cuenta de cuánto echaba de menos a Tansy. La vivacidad de la sirvienta de Londres, con su charla incesante, habría calmado sin duda sus nervios.
Por fin, Jane dio un paso atrás. Devon se levantó del vestidor y se dirigió al espejo de la esquina. Un nudo de ansiedad le impedía respirar con normalidad. No quería mirarse. Tenía miedo de verse.
Pero tampoco podía quedarse allí para siempre.
Una seda verde y brillante cubría su esbelta forma, que parecía flotar entre pliegues suaves que le llegaban a los zapatos. Como recomendaba la moda del momento, el escote se mostraba generoso, recayendo entre sus pechos de una manera encantadora. El corte era sencillo, pero elegante. Una cinta de satén dorada rodeaba el talle, la misma que remataba con delicadeza ambas mangas del vestido. Además, Jane parecía tener buena mano con el peinado. Había conseguido recoger la mata de pelo de Devon en la parte de atrás de su cabeza, permitiendo que unos rizos esponjosos cayeran sobre uno de los hombros.
Pero junto a la imagen que Devon veía en el espejo, rondaban los recuerdos de la fiesta que Sebastian había dado en Londres. Vio de nuevo a todas aquellas damas que le rodeaban, engalanadas de satén y lazos, con sus cabellos adornados de plumas y marroquinería, joyas luciendo en sus cuellos y en sus orejas; anillos rodeando sus dedos.
El pánico la inundó. Se llevó una mano al collar de su madre, sujetando la cruz con los dedos. No tenía ninguna otra joya. ¿La encontraría Sebastian simple y vulgar? Se sintió torpe y poco elegante.
—Señorita —la voz de Jane sonó a su espalda—, ¡ay, señorita, tengo que decirle que el color de este vestido se hizo expresamente para usted! Refleja el brillo de sus ojos, que son como dos joyas de oro. Si no le importa que se lo diga, está usted encantadora. —Jane aplaudió—. ¡Es usted una visión!
Devon se volvió, cogiendo impulsivamente las manos de la muchacha.
—Jane, ¿de verdad lo crees así?
—Desde luego. ¡Claro que sí!
Devon se acercó a ella y le dio un abrazo, viendo cómo se desvanecían sus dudas.
—Gracias por tus esfuerzos, Jane.
Con las alabanzas de Jane repicando aún en sus oídos, abandonó la habitación.
Sebastian esperaba al final de la escalera, cuando empezó a descender. Estaba allí, moreno e inquietante, con sus grandes manos guardadas elegantemente en los bolsillos de los pantalones. Justin estaba a unos pasos de él. Devon se agarró a la fría barandilla de madera tallada, con el corazón en un puño. Quería gustarle con todas sus fuerzas, tanto que le dolía en lo más profundo. Quería que tuviera la misma visión que había tenido Jane. Oírle decir que era hermosa...
Los dos hombres la miraron al mismo tiempo. A Justin se le cayó el cigarro de la boca. Devon tuvo que contener la risa cuando farfulló algo enfadado para recogerlo.
Pero Devon sólo tenía ojos para Sebastian, y, ¡que Dios la ayudase!, él sólo los tenía para ella. Todo lo demás dejó de existir. Cada poro de su piel se centró en él, y tuvo la extraña sensación de que a él le sucedía lo mismo, porque en sus ojos se escondía un calor que hizo temblar sus rodillas y le aceleró el pulso.
Lentamente, fue acortando la distancia que les separaba. Tres pasos más. Dos...
En todo este rato, su mirada penetrante nunca la abandonó, una mirada silenciosa.
Finalmente, se paró frente a él. Y él no dijo nada.
—Bueno, señor, ¿es que no va usted a decirme nada?
Su mirada repasó con ternura sus facciones, hasta llegar a la boca. No tenía ojos si no eran para ella, y lo mismo con las palabras que siguieron:
—No puedo pensar en nada, excepto que... me has dejado sin respiración.
Habló muy suavemente, tanto, que tuvo que hacer un esfuerzo por escucharle pero Devon nunca lo olvidaría.
Le sobrevino un caudal de emociones, semejante al que sintió cuando le dijo aquellas cosas en la habitación, después del nacimiento de los cachorros. Algo pasó entre los dos, algo dolorosamente dulce e íntimo. La alegría iluminaba su alma. Le raspaba en la garganta, sentía como si fuera a arder de emoción, y, por un instante, hablar se había convertido en una tarea imposible. Todo lo que pudo hacer fue sonreír.
Y así fue respondida con otra sonrisa. Sebastian le cogió la mano, y besó sus dedos cubiertos de encajes.
Se acercaron juntos al salón. Justin estaba ocupado en dar conversación a los tres hombres que se sentaban junto al fuego. En una mesa cercana, se había servido una cena ligera. La gravedad de lo que estaba a punto de ocurrir la inquietó. Estaba a punto de ser considerada como una dama, cuando ella era todo menos eso.
—Espera —dijo.
Sebastian la miró perplejo.
Se vio sacudida de miedo. Con unos dedos fríos y sudorosos le cogió por el codo.
—Sebastian —dijo casi temblando—, ¿y si descubren quién soy? ¿Lo que soy? Es decir, que soy un fraude. ¿Y si hago algo inapropiado? ¿Y si derramo vino en mi falda o tropiezo o utilizo el tenedor que no es? No quiero avergonzarte delante de todos.
Sebastian se detuvo junto a ella, mirando esos ojos grandes, del color del ámbar. Podía sentir la inseguridad que la invadía en cada poro de su piel. Pero de repente pensó en cómo había aparecido, flotando por la escalera, hacía sólo un momento.
Se había quedado inmóvil.
No había podido apartar sus ojos de ella. Joven y encantadora, en nada se parecía a la muchacha empapada que había encontrado en Saint Giles, ya estaba lejos de parecer una huérfana de la calle. Aun cuando había sido bella incluso entonces.
Y ahora, esa belleza sobresalía aún con más fuerza.
Estaba seguro de que podría competir con cualquiera de las bellezas de la sociedad. Podría superarlas, en realidad. Este pensamiento le golpeó con fuerza. Porque era casi como si hubiese nacido para este momento. Nacido para esto.
Pero aquellos ojos atemorizados le comprimían el corazón. Todo esto era nuevo para ella. Si se sentía insegura e incómoda, ¿quién podía culparla?
Un gusto amargo le llegó desde la garganta. En ese preciso momento, no sabía a quién odiaba más: si a Justin por sugerir que tenían que casarla, o a él mismo, por consentirlo.
Debían habérselo dicho. No estaba bien que no supiera nada. Pero ella se habría opuesto, con toda seguridad. Era mejor así, ya habría tiempo después.
De repente, le asaltó un incómodo sentimiento de autodesprecio. ¡Dios mío!, pensó con disgusto. ¿Quiénes se creían que eran? Pretendían salvarla, pero en realidad...
La primera oportunidad para examinar sus conocimientos en público y él la echaba a los leones.
Se sentía como una bestia.
Enmascaró estos sentimientos como pudo.
—No lo harás —le aseguró, y apretó sus dedos entre los suyos. No le dio oportunidad de discutir o lamentarse más, porque la condujo directamente al salón con los demás invitados.
Y no lo hizo. Caminó hasta la habitación, con la espalda bien erguida y la cabeza alta.
—Caballeros, me gustaría presentarles a la señorita Devon Saint James, una antigua amiga de mi hermana. La señorita Saint James vino a visitar a nuestra querida Julianna, pero, da la casualidad de que sigue viajando por el continente. De cualquier forma, espero que se unan a mí para darle la bienvenida a Thurston Hall.
Al verla, los tres caballeros alineados en el sofá se levantaron como un resorte. Justo como había pensado que ocurriría, pensó Sebastian con desgana, las abejas rodearon el panal...
Mason, un tipo decente al que Sebastian había apreciado hasta el momento, estaba ya tomando su mano y llevándosela a los labios, en el mismo punto donde unos momentos antes él había puesto los suyos.
—Señorita Saint James, nuestro banquero local, el señor Mason.
—Encantada, señor Mason.
Sebastian se dirigió a Evans, quien la obsequió con una reverencia.
—Si alguna vez necesita un abogado, me atrevería a decir que el señor Evans le haría un buen trabajo.
—Con gusto, señor Evans. —Devon le sonrió.
Westfield entró en escena.
—James Westfield, señorita Saint James.
Retiró un mechón canoso de su frente.
—¿Qué le parece nuestra campiña?
Devon sonrió.
—Es muy agradable, después del aire sofocante de Londres.
Sus ojos se encontraron. Sebastian sólo podía pensar en una cosa: nunca se había sentido tan orgulloso de ella.
Y nunca se había sentido tan avergonzado consigo mismo.
Cada segundo que pasaba, con cada palabra, Devon se sentía más segura de sí misma. Era como un frágil ramo de flores abriéndose por primera vez, revelando su luz y su calidez. Devon reía. Conversaba.
Todo iba a la perfección.
Para Sebastian, la velada duró una eternidad. Evans, Mason y Westfield se quedaron mucho más rato de lo que él hubiese deseado. Devon se retiró no mucho después de que ellos se fueran. Antes de desearle buenas noches, pronunció con solemnidad que había sido una reunión maravillosa.
Ya solos en el salón, los dos hermanos dieron rienda suelta a sus pensamientos. Justin cruzó los brazos y se volvió a Sebastian.
—Bueno —dijo con frialdad—, ha ido bien.
Sebastian le clavó una mirada de hielo.
—Ella estuvo estupenda y lo sabes.
—Sí, lo sé, y no me refería a Devon —le dijo Justin, rígido—. Me refería a tu elección de los candidatos. Porque esos tres bufones tenían dificultades en no ponerle las manos encima.
Mientras él, pensó Sebastian con furia, tenía dificultades en no ponerles a ellos las manos encima. Una razón más para casarla, se dijo, y rápido.
—¿Viste a Westfield? Utilizó su monóculo para mirarle el...
—Sí —masculló Sebastian—, lo vi.
—En fin, no serán ellos. Ninguno de ellos.
Sebastian no dijo nada.
Justin le miró.
—¡No me digas que te gustó alguno de esos tres!
—No —asintió Sebastian en un tono peligrosamente bajo—. Devon no se casará con Mason, ni con Evans, y desde luego, tampoco con Westfield.
—Entiendo. Entonces, en ese caso, me vuelvo a Londres.
—¿Esta noche?
—Sí. Tal vez Devon encuentre sofocante el aire de Londres, pero yo no pienso en otra cosa que en volver.
Sebastian sabía bien que Justin estaba sufriendo. Le había visto dar vueltas todo el día como un animal enjaulado, así que no le sorprendía que no quisiese esperar hasta la mañana para volver a Londres. El hecho de que Justin le hubiese seguido hasta aquí le parecía ya de por sí sorprendente. Porque su hermano evitaba Thurston Hall como a la peste. Además, dos días en el campo provocaban ese efecto en los que tenían el carácter de Justin.
Le acompañó a la puerta principal y bajó con él la escalinata, donde un mayordomo había depositado ya su equipaje.
Justin se volvió a su hermano.
—Parece que no hemos avanzado mucho esta noche. Dios mío, ¿podrías imaginar a Devon casada con alguno de esos idiotas? El candidato ideal no va a venir a buscarnos. Así que, ¿dónde sugieres que busquemos?
El sentido práctico de Justin empezaba a ponerle nervioso, porque, en realidad, no quería en ese momento pensar en ello. Sin embargo ¿no había sido ése el motivo de la velada?
—Hemos quedado en que mis amigos están fuera de juego —continuó Justin—, pero quizás alguno de los tuyos...
—Olvídate de ellos. —Sebastian le cortó en seco. ¡No podría soportar ver a Devon casada con alguno de sus amigos!—. Tendremos que intentarlo de nuevo. Necesitamos casarla, y pronto. Si no quedase más remedio, estoy seguro de que podríamos encontrar el marido ideal poniendo un poco de dinero en sus bolsillos.
—Supongo que eso es una posibilidad —acordó Justin. Hizo una pausa—: ¿Cuánto tiempo vas a quedarte aquí en Hall?
Sebastian sacudió la cabeza.
—No estoy seguro.
—Bueno —dijo Justin—, si se te ocurre alguna idea brillante, volveré.
Un saludo breve, y se fue.
Sebastian volvió al recibidor, cerrando lentamente la puerta. Una sombra oscura le atravesó la espalda. Le dolía tanto la cabeza que una noche de descanso no le curaría.
Un sonido detrás de él llamó su atención. Se volvió con cautela, pues había creído estar solo.
Pero no lo estaba.
Una pequeña figura estaba de pie, en las sombras, cerca de la escalera.
Devon.
Sus ojos quedaron atrapados sin remedio. Los de ella eran grandes y no parpadeaban, dorados, el único color en una cara blanca como la cera.
Ella no dijo nada. Sólo le miraba.
Un silencio vasto y vacío les separaba.
Y en la quietud de ese momento interminable, Sebastian se maldijo a sí mismo, se maldijo como nunca antes lo había hecho, como sabía que ella le maldecía. La frialdad de la certeza le azotó en la cara, porque lo sabía, más allá de la razón.
Por el amor de Dios, les había estado escuchado.