Capítulo nueve
Cuando Devon despertó, Webster se levantó con sus ojos brillantes y movió el rabo complacido. No parecía tan feo como la noche anterior, aunque seguía necesitando un baño.
Tansy y ella se ocuparon de esta tarea. Fue entonces cuando Devon hizo un pequeño descubrimiento sobre la criatura. Dos criaturas, en realidad. Al principio, le pareció divertido, porque tampoco cambiaba mucho las cosas. Pero después... bueno, no estaba del todo segura de cómo podría decírselo a Sebastian, o de si debería decírselo.
Después, Tansy le enseñó la casa. Al entrar en cada una de las habitaciones, pensó que Sebastian tenía razón: la casa era mucho más bonita vista a la luz del día. Unos elegantes artesonados labrados enmarcaban los techos, las ventanas y las puertas; el mobiliario combinaba el lujo con el confort. Ramos de coloridas y brillantes flores adornaban cada mesa y aromatizaban el ambiente. No era la época de esas flores por lo que Devon se preguntó de dónde vendrían, aunque no tuvo el valor de indagar sobre ello. Incluso delante de Tansy, se esforzaba por no parecer ignorante.
El mal tiempo de la última noche había dado paso a un día luminoso, lo que le recordó que la calidez de la primavera estaba cerca. Tansy le había hablado de un pequeño jardín en la parte trasera de la casa. Cuando la criada volvió al trabajo, Devon se cubrió sus hombros con un chal —otro préstamo de la ausente Julianna— y se deslizó al exterior.
El jardín, cercado de ladrillo rojo por los tres lados, estaba lleno de arbustos y árboles bien podados. Devon se quedó sin respiración ante tanta belleza. En verano, debía de ser maravilloso, con el perfume de las flores y el verdor vibrante de las plantas. Bajo un arco de madera comenzaba un sendero que terminaba en un banco de piedra, en la esquina más lejana del jardín. Alzó la cabeza para dejar que el sol bañase su rostro y la brisa la envolviera, viendo cómo los rayos de luz volaban rozando la copa de los árboles. Se quedó allí hasta que la sorprendió el atardecer.
La cena se la sirvieron en su habitación. Después, se aventuró a bajar a la biblioteca.
—Hola.
Era Justin. Algo parecido a la desilusión cruzó su rostro: hubiese deseado que fuera Sebastian. Por Dios, ¿qué era lo que le ocurría? ¿Por qué quería ver a Sebastian a todas horas? No tenía sentido, ningún sentido, sobre todo teniendo en cuenta la opinión que tenía de ella. Por alguna razón que todavía desconocía, cuando estaba en su presencia, su estado de ánimo era un torbellino de emociones. Se sentía insegura de sí misma, de sus sentimientos, como si todo girara en distintas direcciones.
No tenía miedo de él, de hecho, no tenía ninguna duda cuando estaba junto a él. A decir verdad, le tenía un temor reverencial. No era sólo la altura, aunque era cierto que nunca antes se había encontrado con un hombre de su tamaño. Tampoco era su oscura belleza o su atractiva gallardía. Era diferente a todos los hombres que había conocido. En el Crow's Nest, los hombres se pavoneaban y alardeaban, fanfarroneaban sobre ellos mismos y sus logros. Siempre había encontrado eso bastante molesto.
Pero con toda seguridad, Sebastian no necesitaba hacerlo. Él desprendía, casi sin pretenderlo, un halo de confianza y aplomo. Sin siquiera pronunciar una palabra. Uno tenía sólo que mirarle para saber que era el mejor, un hombre dotado para conseguir todo lo que se propusiera.
Le fascinaba, incluso cuando conseguía provocarla con su aire de superioridad.
Pero la noche anterior había sido tan bueno con ella. Incluso dulce. Muy a su pesar, había consentido en que se quedara con el perro. No se había enfadado al saber que había estado fisgoneando por la casa en plena noche, como la ladrona que estaba convencido que ella era.
No podía olvidar la noche en que se había levantado de la cama y había anunciado que quería dejar la casa. En lugar de esto, había terminado en sus brazos. Sus recuerdos de lo que ocurrió después estaban un poco borrosos, pero hubiese jurado que él le había acariciado la cara, los labios, una caricia tan gentil que le daban ganas de llorar con sólo pensarlo.
Intentó apartar esa imagen de su mente y se centró en el hombre que tenía frente a ella. Le gustaba Justin, se dijo. Sus maneras transmitían una confianza en sí mismo casi despreocupada, pero sin ser pretencioso —al menos, no con ella—, y a Devon esto le gustaba. No le había frecuentado mucho, pero a diferencia de Sebastian, con quien siempre se sentía tímida, con Justin se sentía libre de decir lo que quisiera. El día anterior, por ejemplo, le había contado tan alegremente que pasaba sus días jugando, montando a caballo o yendo a las carreras, mientras que sus noches las dedicaba a ocupaciones, que, según dijo, no eran muy adecuadas para los oídos de una señorita.
Pero Devon, por supuesto, era toda oídos.
—Así que es un granuja —pronunció, aunque no podía decir que lo aprobara.
Justin juntó los talones y le guiñó un ojo.
—El hombre más guapo de toda Inglaterra, o eso dicen.
Devon ni siquiera tenía que pensarlo. Un hombre guapo, sin duda lo era. Pero ¿el más guapo? No, en su opinión, Sebastian era el hombre más guapo de toda Inglaterra.
—¿Y eso le satisface, señor?
Él se rió.
—Es lo más halagador que se ha dicho sobre mí. Si le digo la verdad, soy también conocido por ser un réprobo, un sinvergüenza, y otros nombres que tengo miedo de repetir en su presencia.
—Ah, dudo que sea tan malo como dicen.
—Pero lo soy, se lo aseguro. Sebastian es el caballero de la familia. Él fue héroe de guerra, ¿sabe?, ayudando a los heridos en el campo de batalla de la península. Me atrevería a decir que hubiese sido un buen médico. Tiene la paciencia de un santo.
Devon no se sorprendió al saber que era un héroe. Un hombre intenso, que era lo que ella pensaba de él. Aunque en lo que respecta a la paciencia, Devon no pudo evitar tener algunas dudas de que así fuera. Estaba convencida de que ella no provocaba en él esta virtud.
Justin tomó asiento en la silla con brazos opuesta a la suya. Al hacerlo, una nariz negra y mojada le olisqueó los tobillos.
—Bueno, ¡hola! ¿Qué es lo que tenemos aquí?
Devon le contó lo que había pasado la noche anterior.
—No creo que su hermano esté muy contento con la idea —concluyó.
—Oh, no le importará. Cuando éramos pequeños, Julianna siempre traía a casa criaturas desamparadas. Recuerdo una vez en la que trajo una ardilla que se había caído de un árbol. Nuestra madre, por supuesto, gritó y casi pierde el conocimiento.
—¿Vuestra madre vive en Londres también?
Una sombra pareció cruzar su rostro. «¿De tristeza?», se preguntó. Pasó un momento antes de que Justin contestara.
—No, nuestros padres están los dos muertos. De todas formas, yo ya me iba. Pero Sebastian me dijo que estaba aquí y decidí entrar y hacerle una visita.
—¿Está él aquí? —Hizo lo que pudo para parecer despreocupada, pero en su interior se sintió de repente vivamente azorada—. Me dijo anoche que tenía un compromiso esta tarde.
—Sí. La viuda del duque de Carrington celebra un baile esta noche. Está arriba vistiéndose. Me temo que yo no fui invitado. La aceptación en sociedad depende de la aprobación de la duquesa, ¿entiende? Creo que la duquesa sólo me tolera porque ella adora a Sebastian. No es que piense pasar la velada lamentándome. En realidad, estas cosas suelen ser increíblemente aburridas.
Para Devon, un baile sonaba terriblemente excitante.
—Está siendo sarcástico, ¿verdad?
—Siempre —replicó. Extendió una mano al perro y se rió cuando una lengua burda y húmeda vino a lamer sus dedos—. Una criatura en verdad sentimental, ¿eh?
Ninguno de los dos se dio cuenta de que Sebastian rondaba la puerta, mirándoles. Esos dos parecían llevarse muy bien, pensó. Le pasó por la mente que los dos harían una pareja curiosa, Justin con su pelo oscuro y brillante, y Devon con su melena dorada y luminosa. Pero buen Dios, ¿qué le pasaba? Estaba celoso.
Sintiéndose como un intruso, entró en la biblioteca... y fue pronto recibido con un ladrido. Justin levantó la vista.
—Bolita no parece quererte mucho, viejo amigo.
—¡Bolita! —Las cejas de Sebastian se elevaron con asombro al mirar a Devon—. Pensé que había dicho que se llamaba Webster.
Devon sonrió débilmente.
—Así era. Pero tuve que cambiárselo, me temo.
—¿Cambiárselo? ¿Por qué?
—Porque no es «él» sino «ella».
¡El chucho era una hembra! Ahora entendía por qué quería a Justin y no a él.
—Dios mío —dijo—, ¡no puede llamarle Bolita!
—¿Por qué no? Mencionó el hecho de que le gustaba comer. Y ella parece un poco como una bolita de esas rellenas de carne, ¿no cree?
Sebastian miró al animal. Bolita, ¡era de lo más ridículo!
El objeto de su escrutinio enseñó los dientes.
—Bestia, le iría mejor —masculló.
Devon le reprendió con firmeza.
—Basta ya, Bolita.
Con un gemido, el animal se hundió en el suelo y metió la cabeza entre las patas. Pero aquellos ojos negros y redondos siguieron mirando a Sebastian con recelo cuando se acercó un poco más a él.
Justin se rió, con lo que se ganó una mirada reprobatoria de Sebastian. Se puso en pie.
—Creo —dijo— que es el momento de marcharme. Buenas noches, Sebastian. Devon, dulces sueños. —Dirigió a los dos una cortés reverencia y salió.
Sebastian y Devon se quedaron a solas. El marqués vio que Devon se acercaba al fuego para calentarse.
—Espero que haya tenido un buen día.
—Gracias, así es.
Gracias. Parecía tan enigmática, pensó, viendo cómo estiraba sus manos. Si no la hubiese conocido, la hubiese confundido con una remilgada, una señorita bien educada. Por la mañana, había pasado por su cuarto cuando estaba comiendo, y la había descubierto chupándose los dedos. En ese momento, ella había levantado la vista y le había visto. Sus mejillas se ruborizaron.
Escondió sus dedos bajo la servilleta.
El recuerdo le sobrevino cuando recorría con la mirada su esbelta figura, contorneada vagamente por la luz del fuego. Se veía muy atractiva, con un vestido de cuello alto ceñido al pecho que resaltaba sus generosas curvas. Un sencillo lazo atado a la altura de la nuca sujetaba su gloriosa cabellera, en un amasijo de oro puro que caía sobre uno de sus hombros.
El deseo le partía en dos, con un hambre primitiva que hería cada rincón de su cuerpo. Sus dedos se estremecieron. Quería tocarla, hundir la punta de sus dedos con suavidad en ese lugar vulnerable donde el cuello cae sobre la delgada inclinación de la espalda; quería jugar con los mechones que se rizaban en su nuca, y hacerla temblar.
De repente, algo le puso en alerta, sin saber muy bien de qué se trataba. Se acercó a ella y vio que había agachado la cabeza y apretaba las manos en su regazo.
—¿Devon? —Su nombre sonó incierto.
No hubo respuesta.
Sebastian la miró sin creérselo.
—¿Devon? —repitió—, ¿está llorando?
Él sólo pudo ver las esbeltas líneas de su espalda.
Sin pensarlo, sin una palabra, le dio la vuelta y la estrechó en sus brazos.
El chucho se puso a dos patas.
—Muérdeme, Bestia —silbó—, y te morderé yo.
La bestia se sentó.
En tan sólo un instante, Devon se vio arropada en un abrazo, y los dos se dejaron caer en la silla favorita de Sebastian.
—Estaba llorando anoche también, ¿verdad?
—¡No! —gimió.
Sebastian suspiró.
—Devon, no puedo soportar ver a las mujeres llorar.
—No, no estoy llorando.
Pero sí lo estaba. Sus estrechos hombros subían y bajaban, con toda seguridad, por el temblor del llanto.
Sebastian trató de consolarla con todas sus fuerzas.
—Le gustará saber que he hecho llamar a una modista para que la atienda. Llegará mañana a primera hora.
—¿Una modista?
—Sí, una costurera.
Las lágrimas rodaron por sus ojos de nuevo, unas lágrimas brillantes que le rompían el corazón.
«¿Ahora qué es lo que he hecho mal?», Sebastian estaba desconcertado. ¡Nunca antes había conocido a una mujer que no se entusiasmara ante la perspectiva de un nuevo vestido!
En realidad, nunca había conocido a una mujer como Devon.
Con sus largas piernas extendidas hacia delante, suspiró:
—Devon, ¿puede decirme, por favor, qué le pasa?
Hundió una nariz pequeña y fría en el hueco de su garganta. Temblaba, y trataba por todos los medios de tragarse sus sollozos.
En un gesto de infinita gentileza, Sebastian elevó la barbilla de Devon hacia la suya:
—Devon, debe decirme qué le ocurre. —A pesar de la dulzura del gesto, la petición era autoritaria.
Tampoco así obtuvo una respuesta. ¿Estaba siendo testaruda? ¿Desafiante? ¿O es que simplemente no le oía?
—Devon —entonó aún con más fuerza.
Pudo sentir el desesperado suspiro que le dirigió:
—Dios mío —dijo en un sollozo—, ¡es usted un hombre fastidioso!
—Prefiero pensar que lo que soy es persistente. En cualquier caso, estoy seguro de que lo encuentra molesto.
—¡Así es! Pero no me dejará sola hasta que se lo diga, ¿me equivoco?
—No —respondió con franqueza—. Ahora dígame qué es lo que le preocupa.
Unas lágrimas cálidas rodaron por el blanco inmaculado de su camisa, humedeciendo hasta lo más profundo de su ser.
—En fin, yo... yo no estoy segura de poder explicarlo.
—Inténtelo —le dijo comprensivo.
—Es sólo que todo parece ir tan mal... Quiero decir, míreme: vivo en una gran casa en Mayfair. ¡Nada menos que en Mayfair! Luego resulta que una costurera viene a visitarme... ¡una costurera! ¿Y qué he hecho yo para merecer esto? —su voz se quebró—: He matado a un hombre. He matado a Freddie.
Sebastian la abrazó más fuerte, tan fuerte que su respiración ponía de punta el vello de su nuca:
—Escúchame, Devon. Hiciste lo que tenías que hacer para seguir viva. De no ser así, Freddie te habría matado.
—Lo sé. Lo sé. —Las lágrimas cubrieron como un torrente su rostro—. Pero hay una parte de mí que dice que no merezco este tratamiento. Y luego usted...
—¡Yo! —Sebastian se sintió descubierto.
—¡Sí! —gimió—. ¿Por qué está haciendo esto? ¿Por qué está siendo tan generoso? Yo no pertenezco a este mundo. Ni siquiera me conoce. ¡Ni siquiera le gusto!
—Eso no es cierto —se defendió.
—Claro que sí. Sé lo que piensa de mí, así que si quiere que me marche...
—No quiero que te marches. Quiero ayudarte, y... —ella debía saberlo en ese momento— no vas a volver a Saint Giles. Te lo prohíbo.
—¡No seré una carga para nadie!
—Devon, por favor, no discutas conmigo.
—Entonces, por favor, no me trate así. ¡No puede prohibirme nada, ni decirme lo que debo o no debo hacer!
Sebastian juntó los labios, haciendo un esfuerzo por no parecer enfadado. «Esta mujer es terca como una mula», pensó.
—Sebastian, ¿me ha oído? ¡No seré una carga para usted!
—¿Y tú me has oído a mí? No eres ninguna carga, Devon. No lo eres —dijo poniendo especial énfasis en las tres últimas palabras.
—Entonces deje que me gane mi sustento. —Sus lágrimas habían empezado a secarse. Dirigió su cabeza hacia él con fervor—. He estado pensando en ello, Sebastian. Deje que ayude a Tansy o a alguna de las otras criadas. Tal vez podría ayudar en la cocina.
Él emitió un sonido con la parte baja de su garganta.
—¡Desde luego que no!
—¿Por qué no? Lo he hecho antes.
—Bueno, pero no lo harás de nuevo. Devon, por el amor de Dios, no quiero que seas una sirvienta.
—No seré una obra de caridad.
—No es caridad lo que te doy. Simplemente, estoy ofreciendo ayuda a una persona que la necesita. —Detectó un deje de obstinación en su mirada—. Además, puedo perfectamente permitirme el alimentarte, sí, desde luego, a ti sí, aunque... —movió su cabeza a un lado, pensativo— no estoy seguro de, bueno, de Bolita.
Con esto último, no estaba sino intentando aliviar sus preocupaciones.
Y lo consiguió.
Con rapidez, puso un dedo en los labios de la muchacha.
—¿Eso que veo es una sonrisa? —murmuró. Una voz dentro de él le recordó que estaba jugando con fuego. Jugando con lo que no debía. Sentirla, sentir la manera en la que le miraba, toda ella del color del oro: ojos y cabello, sus labios inclinándose en la más ligera de las sonrisas.
La misma sonrisa que sintió bajo la punta de sus dedos, a la que se unió la suya propia cuando de sus labios escuchó un pequeño suspiro.
—Esta habitación es encantadora.
—Estoy de acuerdo. —Su boca rozó su mejilla al hablar. Sebastian tuvo que luchar con el deseo de seguir por ese camino—. Estamos sentados en mi silla favorita, en mi habitación favorita.
Le miró con asombro.
—Qué extraño. Eso mismo pensé en el momento en que vi esta habitación. —Parecía no tener prisa por quitar la cabeza de su hombro. Estaba echada sobre él, ahora sin sollozar, él podía sentir la fluidez de su cuerpo, y una mano pequeña apoyada en su pecho.
—¿Sebastian? —murmuró—, ¿ha leído todos estos libros?
Dios bendito. Ella hablaba de leer, mientras él no pensaba más que en llevarla arriba a su cama, arrancarle la ropa y hacerle el amor durante toda la noche.
Se sintió tentado, seducido por el encanto de una pequeña desamparada de Saint Giles. Pero no quería asustarla. Mucho menos disgustarla.
—Lo dudo —murmuró.
—¿Por qué no? —Pareció asombrada de que no fuera así.
—Bueno, en primer lugar, porque son muchos.
—Si yo viviera aquí, me impondría como deber el leer cada libro de esta habitación. —Apartó la mirada y prosiguió en voz muy baja—: Si pudiera leer, quiero decir.
Sebastian frunció el ceño.
—Dime, Devon. —No hizo sino poner voz a lo que había estado rondando por su mente—. ¿Cómo es que hablando como hablas, no sabes leer?
Percibió cierta reticencia en ella para responder.
—Mencionaste que tu madre era una persona instruida —dijo con rapidez.
Ella asintió.
—Mi madre se ganaba la vida como institutriz, antes de que yo naciera —dijo, por fin—. Y bueno, debo ser honesta y decir que ella quiso enseñarme a leer, pero yo era algo testaruda.
Sebastian hizo una mueca de interés. Sin duda, una revelación asombrosa. Al menos, era lo suficientemente honesta como para admitirlo, y no demasiado testaruda.
—Como no había dinero para libros —continuó—, no veía la necesidad de aprender a leer. Creo que la desilusioné —dijo en voz baja—. Pero ahora, desearía no haber sido tan obstinada y rebelde. Si hubiese aprendido a leer, podría llegar a ser institutriz, como ella era. O señorita de compañía para alguna viuda.
—¿Y qué hay de tu padre, Devon?
Sus ojos se ensombrecieron.
—Murió antes de que yo naciera.
—¿Y es eso lo que llevó a tu madre a la pobreza? ¿No tenía familia a quién poder acudir?
—Sólo una hermana que murió cuando eran pequeñas. El único empleo que pudo encontrar fue como costurera. Desgraciadamente, nunca pudo encontrar algo bien pagado.
—Estabais muy unidas, ¿verdad?
Devon asintió.
—Se llamaba Amelia —dijo con suavidad—, Amelia Saint James.
«Institutriz», pensó, Devon quería ser institutriz como su madre. ¿Podría conseguirse? ¿Debería? Ella estaba ya a medio camino. Podía sentirlo instintivamente.
—Si quieres —dijo lentamente—, yo podría enseñarte a leer.
Le miró con asombro.
—¿Lo haría?
—Lo haría —se detuvo—. La modista vendrá mañana, pero podríamos empezar a la mañana siguiente.
—Ay, Sebastian —suspiró—, me encantaría. Sería maravilloso. —Pero su alegría duró poco. De repente, sus labios temblaron—. Sebastian, yo... —con la voz quebrada— yo no sé qué decir...
—Nada de lágrimas —le advirtió con autoridad.
—Nada de lágrimas —susurró esta vez sonriendo de una manera que le hizo desear dar vueltas por toda la habitación, por toda la ciudad, sólo para ver ese rostro iluminarse de la manera en la que lo hacía ahora.
Sus brazos la abrazaron con un poco más de fuerza. Ella se volvió levemente contra él. Su sangre empezó a golpearle fuerte una vez más. Tenía su cadera apoyada en el pilar de su masculinidad, que empezaba a hincharse y palpitar, y le rozaba en sus pantalones. ¿Lo habría sentido ella? No, al menos no hizo ninguna señal de que así fuera. Su rostro estaba vuelto en un ángulo en el que la delicada columna de su garganta caía abierta hacia él, como en una invitación para un hombre a punto de morir de hambre.
Un verdadero festín.
Una tentación que debía ser vencida.
Su mente reconoció bien esta certeza, aunque no pudo evitar sentir la necesidad de arrastrar su boca por ese delicioso arco y, lentamente, seguir el camino que conducía a la dulzura voluptuosa de sus labios.
Ella cambió de postura y se colocó en su regazo.
Contra él. Contra esa parte de su cuerpo en la que prefería no pensar.
Nunca antes se había enfrentado a semejante agonía.
Apretando los dientes, la ayudó a levantarse. Se volvió levemente para ocultar la evidencia de su excitación. Ya de pie, Devon sacudió la cabeza.
—Ay, Dios mío. Debo estar espantosa.
—Estás preciosa, Devon.
—Gracias, pero sé que estoy horrible cuando lloro. Mis ojos se hinchan y enrojecen.
Sebastian sacó un pañuelo del bolsillo y limpió sus mejillas.
—¿Mejor ahora?
Devon asintió obediente. Se sonó la nariz, un sonido muy poco apropiado para una dama.
Sebastian quería reírse, quería coger en brazos a esta contradictoria criatura —unas veces afilada como un cuchillo y otras, suave como un gatito— y no dejarla marchar nunca.
Por el amor de Dios, era una locura.
Una mano rozó la parte delantera de su camisa y su chaqueta. Emitió un suspiro. Ay, Dios, si le tocaba allí, aunque fuera un roce accidental, todo empezaría de nuevo...
—Ay, mire, le estoy arrugando. Con lo planchado y espléndido que estabas.
Antes de que pudiera responder, dijo algo bastante extraño:
—A mi madre le habría gustado, creo.
—¿Y a ti, Devon Saint James?
—No me gustó en absoluto la primera noche. Ni al día siguiente tampoco. Especialmente, al día siguiente.
El día en que ella había intentado golpearle. Esa franqueza le sorprendió, aunque empezaba ya a darse cuenta de que era «simplemente Devon».
—Pero ahora... bueno, creo que es usted un buen hombre, Sebastian Sterling.
«Buen hombre.» Dios sabe que no estaba teniendo «buenos» pensamientos. El olor sensual y cálido del hueco de la base de su garganta le sobrecogió, recordándole otros huecos suaves y aterciopelados que él sabía se escondían bajo su vestido.
Oh, sí, sus pensamientos eran decididamente impuros.
—Gracias —dijo, con una voz casi ronca.
—También Justin es un buen hombre.
«Buen hombre.» De verdad, nunca había oído a una mujer referirse a Justin en esos términos. Ahora sí que no pudo contener una carcajada.
—Sí, bueno, no digas nunca eso delante de él. Se considera una persona bastante peligrosa.
Una tenue línea apareció entre sus delicadas cejas.
—¿Peligroso?
—Sí. Dicen que ninguna mujer está segura a su lado —sonrió levemente—. Y a decir verdad, yo lo creo.
Devon guiñó un ojo.
—¡Y qué hay de usted, señor? ¿Es usted un hombre peligroso?
—Lo dudo mucho. Justin dice que soy el hombre más honorable y correcto que conoce.
—Y el mejor hombre que conoce.
—¿Dijo él eso?
—No con esas palabras —admitió—, pero eso era lo que quería decir. Así lo intuí. También me dijo que tiene la paciencia de un santo.
—¿De verdad? —Sebastian se sintió extrañamente complacido.
Se oyó un golpe fuerte en la puerta.
—Señor —llamó una voz—, su carruaje está listo.
Devon dio un paso hacia atrás.
—No quiero retenerle por más tiempo.
Sebastian no se movió. Unos ojos examinaron su rostro.
Devon leyó sus pensamientos.
—¿Ve? No estoy llorando. Ya no más.
Cogió su mano y la presionó sobre su pecho. Cada músculo de su cuerpo se contrajo. No estaban sino a un suspiro de distancia. Su falda rozaba los pliegues de su abrigo. Su pecho se elevó con una respiración entrecortada. «Peligroso», había dicho. Por Dios bendito, ella era la peligrosa. Le invadieron unos extraños sentimientos... Sentimientos de deseo, de necesidad. Sentimientos que no tenían cabida en este momento... en esta situación. Ella estaba en su casa, bajo su cuidado. Por Dios, se suponía que debía buscar a su futura esposa. Tenía que recordarse a sí mismo quién era ella, dónde estaban, y por qué.
Justin estaba equivocado. No tenía paciencia, no tenía paciencia en absoluto. Quería atraerla hacia sí, besar su boca, y no parar nunca.
Se conformó con elevar su mano hasta sus labios.
—¿Estás segura de que estarás bien?
Asintió.
Casi deseó que hubiese dicho que no.
Quería mandar al diablo sus planes, mandar al diablo la razón, el baile de la duquesa.
Quería mandar al diablo el mundo y quedarse justo donde estaba.
Pero al final, fue obediente. Hizo lo que le habían enseñado a hacer desde que era un chiquillo. Porque para Sebastian, el hombre debía cumplir con su deber. Así que fue al baile de la duquesa y bailó con todas aquellas jóvenes parlanchinas que contaban algo en la sociedad.
Pero en todo momento estuvo pensando en Devon. Se llevó con él la perturbadora imagen de unos ojos dorados y brillantes que le acompañaron durante toda la noche.