Capítulo catorce

Devon era virgen, por el amor de Dios, virgen.

Unas horas más tarde, la mente de Sebastian aún intentaba dar crédito a la noticia.

Cada poro de su piel le decía que era cierto. Pero ¿cómo podía ser así, viviendo como había vivido en Saint Giles? ¿Trabajando en ese agujero infernal que era el Crow's Nest? ¿Andando por esas calles peligrosas de noche, una mujer sola e indefensa, abandonada en las cloacas de la tierra?

Una vez más, pensó en las circunstancias que habían traído a Devon a su casa. Se encontró revisando minuciosamente las conclusiones a las que había llegado; quizá, no estaba tan indefensa. Llevaba una daga, y poseía la fortaleza suficiente como para utilizarla. Y había empleado la mejor arma de todas: su inteligencia. El recurso de disfrazarse de mujer embarazada era sin duda inteligente. Pero aún así...

Y él que creyó que la conocía; al parecer estaba equivocado. No era la prostituta que había pensado en un principio. Después de la discusión que tuvieron el día en que la descubrió revolviendo sus cosas, se dijo que no podía culparla por hacer lo necesario para sobrevivir.

Aunque le había devuelto el collar, a veces especulaba sobre sus orígenes. Pero ella lo llevaba siempre. Una vez limpio, parecía una pieza muy valiosa. ¿Sería cierto que se trataba de un regalo que un hombre de buena familia le había hecho a su madre?

Una virgen. ¡Dios mío, una virgen!

La expresión de Sebastian se volvió irónica. Decidió que había una única forma de averiguarlo.

No era tan fácil, se dijo con una mueca de autodesprecio. Con toda seguridad, no sería bien recibido. Devon seguía enfadada de camino a la habitación.

Y Sebastian no era ningún granuja. No lo era.

Lo que no le impedía querer subir las escaleras y subirse en ella. Lo que no le impedía querer hacer jirones su vestido hasta desnudarla en sus brazos. Lo que no le impedía desear probar, saborear y apurar esos gloriosos pechos hasta que se sintiera repleto, hacerla gritar de placer y hundir su miembro en ella, una y otra vez.

Ésa era su parte salvaje.

Su parte civilizada no era muy diferente, reconoció. Saber que dormía al final de las escaleras de su casa le tentaba, le tentaba de una manera salvaje y ruin.

Pero no cruzaría los límites de la razón, se dijo.

No había sucumbido hasta ahora, y no lo haría. No era un hombre indulgente con sus deseos, no era de los que obedecían a cada deseo animal que le sobrevenía. Porque él era un hombre de gustos sofisticados. Creía que las urgencias y los deseos debían considerarse y sopesarse. Las consecuencias, fueran las que fuesen, debían ser calculadas y medidas antes de tomar cualquier decisión.

Además, ella era una mujer pura —¡por el amor de Dios, no podía engañarse sobre eso!— y esto era algo que le hacía desearla aún más. Pero vivía en su casa, era su protegida. Aunque la sangre le hirviera de deseo, no la deshonraría dando rienda suelta a esa pasión.

Sobre todo, después de lo que se habían dicho en el carruaje esa tarde.

Un pensamiento le desconcertaba: ¿había sido su madre la amante de algún hombre? ¿Era Devon el resultado de esa relación? ¿Era por eso por lo que se había mostrado tan reacia a que los hombres tuvieran amantes?

Sintió una punzada en el pecho. ¡Esta casa sería tan solitaria sin ella! Era ella quien la llenaba de vida y alegría.

De la misma manera que le llenaba a él.

Una extraña tirantez aprisionó su pecho, apenas podía respirar. Se sintió vulnerable.

—Devon —susurró—, ah, Devon, ¿qué voy a hacer sin ti?

¿Qué iba a hacer sin ella?

Se sintió melancólico. Lo que necesitaba era un brandy. Un vaso del mejor y más fuerte brandy. Se dirigió a la biblioteca con decisión, a grandes zancadas llegó a su silla. Necesitaba pensar.

Pero su silla estaba ya ocupada.

Devon soñaba. Soñaba con un día de tranquila serenidad, con jardines exuberantes en verano, llenos de vegetación, donde el agua plateada tintinea en la fuente y los rayos de luz traspasan las nubes blancas y diáfanas.

De repente, la tormenta viene a perturbar la calma. El aire comienza a rugir, y rayos y truenos descargan rotundos su furia. En su sueño, Devon se mueve buscando ese espléndido mundo de luz...

—Devon. Devon.

Su cuerpo dio un brinco. La tormenta estaba sobre ella ahora. Es más, le explotaba directamente en los oídos.

Abrió a duras penas sus ojos.

Sebastian la estaba zarandeando, con una expresión tan furiosa como la tormenta del sueño.

—Sal de aquí —murmuró.

Pero no lo hizo.

—Devon, Bestia... Bolita... ha ocupado mi silla.

—Por el amor de Dios —gruñó medio dormida—, usted es más grande que ella, muévala. —Se volvió de costado y se dispuso a seguir durmiendo.

—Dadas las circunstancias, dudo mucho que sea una buena idea.

La conciencia le golpeó. Devon se levantó de la cama y se dirigió a la puerta.

—Es la hora —dijo impaciente.

Sebastian la siguió por las escaleras.

—Lo sabías —le dijo furioso—, tú lo sabías, ¿verdad?

—¡Cómo! —le espetó—. ¿Quiere decir que usted no?

La cogió del codo para hacer que fuera más deprisa. Si le hubiese contestado, se habría delatado aún más. Al abrir la puerta de la biblioteca, seguía refunfuñando.

—¡Dios mío! ¡Esa criatura está pariendo en mi silla!

Devon estaba lo suficientemente cerca como para oírle. Se apresuró a entrar en la habitación antes que él.

—De verdad pensé que se habría dado cuenta. —No pudo resistir burlarse de él un poco más—. De verdad, Sebastian. Debe de tener perros en sus dominios, caballos...

—¡Por eso ella tenía el apetito de uno de ellos!

Devon no era lo que se dice una experta en alumbramientos, pero en esto, al menos, parecía tener más conocimientos que el marqués.

—Eso espero. —Devon se acomodó delante de la silla de Sebastian, haciéndose cargo de Bolita. El animal dejó de dar vueltas y se tumbó, suplicando en silencio a su ama. Devon frunció el ceño, y le acarició el lomo.

No tuvieron que esperar mucho. En unos minutos, la perra empezó a gemir y llorar. Sebastian no pudo contener su nerviosismo.

—¡Devon! —gritó—, ¡tenemos que hacer algo!

Devon le miró. Llevaba las mangas de la camisa bajadas, el rostro pálido como el blanco de la corbata, que ahora no era sino un amasijo de seda caída en el suelo. Los cierres de la camisa caían abiertos. El estómago de Devon se contrajo al ver el vello masculino de su pecho. Se le humedecieron las palmas de las manos. Sus antebrazos también, eran grandes y musculosos, cubiertos de un sedoso vello negro. Devon le miró con devoción, preguntándose si el resto de su cuerpo estaría cubierto de la misma manera.

Se apresuró a desviar la mirada. ¿Qué era lo que le había preguntado? Ah, sí.

—Está dando a luz, Sebastian. Es ella la que debe hacer todo el trabajo.

Y así fue: aulló, empujó, jadeó y presionó hasta que Sebastian no pudo soportarlo por más tiempo. Se arrodilló junto a Devon. Tragó fuerte y luego extendió la mano hacia Bolita.

—Eso es —dijo tratando de dar ánimos—. Puedes hacerlo chica, sé que puedes.

Entonces pasó algo increíble. Un cuerpecito húmedo se deslizó entre las patas de Bolita. Sebastian estaba aún mirándola cuando sucedió algo aún más increíble.

Bolita lamió su mano.

Otros tres cuerpos se unieron al primero. Cuando pareció que no había ningún otro, Sebastian la miró esperanzado.

—Ha terminado, ¿verdad?

Devon se aventuró a dar su opinión.

—Eso creo.

Sebastian respiró aliviado. Después se secó el sudor de la frente con la mano.

—Ha sido agotador.

Probablemente, lo había sido más para Sebastian que para Bolita, pensó Devon divertida.

Se inclinó y, prestando atención a la reacción de la madre, cogió a los recién nacidos y les examinó uno a uno. Sus ojos se abrieron.

—¡Oh, mira, Sebastian! —exclamó—. ¡Son todos machos!

Al devolverles a su sitio, los pequeños buscaron instintivamente el calor de la madre, haciendo ruiditos y gimiendo. Ayudándose de la nariz, Bolita los empujó en dirección a su barriga.

—Debemos asegurarnos de que la biblioteca permanece caliente esta noche —dijo Devon.

—Encenderé el fuego —prometió Sebastian.

—Y nombres. Deberían tener nombres, ¿no crees?

—Buena idea. ¿Cómo les llamaremos?

—No lo sé. Quizá —sugirió— deberías elegirlos tú.

—¿Yo? ¿Por qué?

—Yo elegí el de Bolita y sé que no te gustó mucho mi elección. —La afirmación vino acompañada de una larga y expresiva mirada—. Así que creo que es justo que seas tú el que ponga nombre a los cachorros, sobre todo porque son chicos.

Sebastian pareció muy complacido. Empezó señalando una barriguita suave y sin pelo.

—Éste es el más grande —dijo con voz autoritaria—, y el primero en nacer. Por consiguiente, debe llamarse General. Este otro —señaló una pequeña oreja—, Coronel. Seguido de Mayor y Capitán, por supuesto.

Devon aplaudió encantada.

—¡Qué inteligente!

—Gracias. Es un placer.

Volvió la cabeza para mirar su expresión, con ternura.

—Pareces muy contenta.

—Lo estoy —se limitó a contestar.

Estaban sentados hombro con hombro, el camisón de Devon rozando los pies desnudos de Sebastian. Parecían disfrutar por fin de una alegría contenida.

Ninguno de los dos escuchó a Justin cuando abrió la puerta de un empujón.

—Bueno, bueno —dijo arrastrando las vocales—, pero si son mamá y papá admirando a su prole. ¿Cuántos hay?

—Cuatro, y todos son machos —le contestó su hermano, orgulloso.

Justin se acercó.

—Confieso que empezaba a creer que este bendito momento no llegaría nunca.

Devon dirigió una mirada furtiva a Sebastian. Al mismo tiempo, Sebastian le dedicó una advertencia silenciosa a Devon, quien a su vez trataba de contener la risa.

Justin se acercó confiado a Bolita. Estiró la mano para acariciar a uno de los cachorros.

Bolita le atacó.

Justin tuvo que retirar el brazo.

—¡Me ha mordido! ¡Santo cielo, debería haber sabido que no se puede confiar en las mujeres!

Sebastian se rió con ganas.

—Bueno, ahora ya lo sabes. Tú, mi buen hermano, rechazado —se burló—. Es la primera vez, ¿no? Quizá sea una señal de lo que te espera. —Acarició la barriga de ese mismo cachorro, mientras Bolita se frotaba la cabeza contra su mano.

Justin seguía enfadado.

—Quiero que sepas que no he perdido ni un ápice de mi encanto.

—Venga, vamos. —Sebastian volvió a reír—. Cuida tu lengua, no sea que tus palabras se vuelvan contra ti.

—Te gustaría que así fuera, ¿verdad?

Sebastian le dirigió una amplia sonrisa.

—Creo que sí.

—Dado que es obvio que disfrutas atormentándome —dijo Justin—, será mejor que me retire. Buenas noches, Devon. Buenas noches, hermano.

Ninguno de los dos se movió cuando Justin salió. Devon empezaba a sentirse cansada de nuevo. Notó cómo sus párpados se hacían más pesados, pero no quería moverse. Se sentía tan bien junto a él.

En esa calidez sólida y robusta. Ese sentimiento en su interior quería mantenerlo para siempre, no dejarlo ir, porque nunca se había sentido tan segura como ahora. Si se acurrucaba contra él, ¿se daría cuenta?

Lo próximo que supo fue que un brazo musculoso le sujetaba la espalda y la alzaba bajo las rodillas. Se sintió elevada por los aires.

Sus labios rozaron una garganta masculina al tiempo que gemía una protesta:

—Estoy vigilando a Bolita y a sus cachorros.

Una sonrisa resonó en el pecho de Sebastian, justo debajo de su mano.

—Cariño, llevas cerca de una hora dormida en mi hombro.

«Cariño.»

Su corazón se hizo agua. Era estúpido creer que esas palabras significaban algo más, pensó con tristeza. Se trataba sólo de un tratamiento de cariño, algo que probablemente había dicho sin pensar.

—Pon tu brazo alrededor de mi cuello —le susurró Sebastian.

Pero sus brazos habían hecho ya suyos su cuello. Ella apretó la cara contra su cuello, deleitándose con la potencia que emanaba de él.

Con una mirada ascendente recorrió los tendones masculinos, terminando en la finura de sus labios bien esculpidos. Unos brazos que no vacilaron al llevarla sin esfuerzo por las escaleras y dejarla en la habitación.

La luz de la luna coqueteaba con las cortinas y dibujaba con austeridad sus facciones.

Nerviosa, advirtió la bruta masculinidad de su cara. Estaba tan cerca, que no pudo evitar colocar la punta del dedo en ese hoyuelo que tanto le fascinaba.

—Eres muy guapo —dijo solemne.

Lentamente, Sebastian la tumbó sobre la colcha de la cama. Sus ojos se iluminaron y ella sintió que podía ver en lo más profundo de su alma. Sintió una sombra de duda poco corriente en él.

—No es cierto —dijo negando con la cabeza—. Justin es el guapo.

Devon se incorporó.

—Y tú también lo eres —le aseguró.

Él no pudo sino suspirar.

—Gracias por decirlo, Devon, pero sé muy bien cómo soy. Y soy demasiado grande, demasiado moreno. Cuando era pequeño, los otros niños me llamaban el Gitano.

Cogió su mano y la extendió sobre sus dedos, que junto a los suyos, parecían inmensos. Su palma era cálida y dura, un anticipo de otros lugares más cálidos y prohibidos, que le hacían temblar. Incluso en la oscuridad, se podía apreciar el contraste del color de su piel.

—¿Lo ves? Tus manos son la mitad de grandes que las mías. —Sus labios trazaron una sonrisa vaga—. Tú eres la mitad de grande que yo. —Y retiró la mano.

Devon le miró alarmada. ¿Qué había sido eso? Sintió un dolor profundo.

—Estás en boca de todos, Sebastian. Todas las mujeres de Londres suspiran por casarse contigo. Lo he visto con mis propios ojos, aquí, en esta casa. Todas esas damiselas te besan los pies. Podrías elegir a cualquier mujer de esta ciudad.

—Sí, tal vez sea cierto, pero déjame que te enseñe algo, Devon. Si lo hacen, es porque todas quieren ser marquesas. No necesariamente, mi marquesa. Es una tentación poderosa. Los matrimonios basados en el amor no son muy frecuentes. Lo normal es que se basen en el mutuo interés. Y no quiero parecer insignificante, ni dar pena, porque yo a mi hermano le aprecio mucho, pero si Justin fuera el marqués, nadie me miraría a mí.

Estas palabras conmocionaron a Devon. Se quedó muda. Le parecía increíble que este hombre tan seguro de sí mismo pudiera siquiera considerar una idea tan absurda. Pero aun cuando sus palabras la habían sorprendido por su significado, le había impresionado aún más que se confiara a ella de semejante manera. Sospechó que no muchos hombres se atreverían a exponerse así ante una mujer.

—En realidad, le llaman «el hombre más guapo de toda Inglaterra»...

—Sí, sí, ya lo sé. Pero lo que acabas de decir, que si Justin fuera el marqués nadie te miraría. Bueno, estás absolutamente equivocado.

—Me temo que no, Devon. No me engaño.

—No es verdad —insistió—, y no deberías pensar así. ¿Quieres saber por qué?

Sus labios temblaron ligeramente.

—Sospecho que vas a decírmelo.

Rodeó sus manos con las suyas —con fuerza, haciéndole ver que no le ocultaría nada—, de la misma manera que él había hecho con ella.

—Así es. Dices que te ves como eres. Bueno, deja que te diga cómo te veo yo. Veo a un hombre que tiene un pecho magnífico y unos hombros maravillosos, de hecho, fue lo primero en lo que me fijé. La noche que me desperté, aquí, en esta cama, no podía dejar de mirarte. Estoy hablando por mí, pero no creo que sea muy diferente para las otras mujeres. Me atrevería a decir que muchas admirarían a un hombre que sobresale una cabeza de los demás, un hombre de grandes manos, un hombre que hace sentir a una mujer delicada y pequeña, y protegida. Cada mañana, cuando te veo sentado en tu escritorio, con la luz del sol iluminando tu pelo de negro azabache, pienso que eres el hombre más impresionante que he visto nunca.

Con cada frase, con cada palabra, su voz se iba haciendo más vigorosa y sus emociones se atrevían a salir de su pecho con más intensidad.

—Tú, Sebastian Sterling, eres tan guapo que, bueno, sencillamente... me robas el aliento... me haces temblar de la cabeza a los pies. Algo que tu hermano no ha conseguido hacer nunca.

Las palabras no salieron de su boca exactamente como ella había imaginado. ¿Se habría excedido? No importaba, ya estaba hecho. Y ahora, sólo tenía que rezar para que hubiese logrado convencerle.

Se aventuró a mirarle.

El aire se hizo de repente tenso. Sebastian la miraba intensamente. Cuando sus ojos se encontraron, algo centelleó en los suyos, algo que Devon no había visto nunca antes. Parecía que quisiera devorarla, consumirla.

Intentó luchar contra la aceleración del pulso sin conseguirlo. Todo parecía flotar en la quietud del aire, cada palabra, cada latido. Sí, sobre todo su corazón. Durante un breve instante, pensó que iba a besarla.

Se había sentido reconfortada como si las mismas estrellas arroparan sus movimientos, pero, de repente, sintió mucho calor. Estaban sentados uno junto al otro, su muslo rozando ligeramente el de ella. Le faltaba el aire, tenerle tan cerca le hacía temblar. Quería que la tocase, lo deseaba como nunca antes había deseado algo. Como la tierra seca desea ser rociada por las gotas de lluvia.

Su voz traspasó el tenso silencio que les rodeaba.

—Devon —dijo—, nunca... nunca... digas a un hombre lo que acabas de decirme. —Se echó hacia atrás—. Porque la próxima vez, ese hombre abusará de ti sin contemplaciones.

Ella quería que él abusara de ella sin contemplaciones.

Pero su sonrisa se había desvanecido, y ella no pudo sino sentir confusión en su vientre. Lo que vio fue una expresión dura, tensa y deformada.

Devon se quedó helada, su corazón se tambaleaba al ritmo de su coraje. Le miró con la vista nublada. Quizás estaba ciega, cegada por la luz de la luna, por él, por todas las emociones que había contenido en su corazón.

Se sintió desfallecer. Había cometido errores antes, pero Sebastian nunca la había mirado de aquel modo... nunca.

—Prométemelo, Devon. —Y atrapó sus dedos con los suyos, fríos como el acero.

El dolor era inmenso, como el de un puñetazo directo al corazón. Le dolía tanto la garganta que apenas podía hablar.

—Sebastian...

—Prométemelo.

Asintió con la cabeza.

—Te lo prometo —susurró—. Te lo prometo.

Entonces la liberó.

Avergonzada, apartó su cara. No podía mirar cómo se marchaba. Cuando oyó el sonido de la puerta al cerrarse, levantó un puño y lo presionó sobre su boca, emitiendo un sollozo. ¡No entendía nada! ¿Era tan horrible lo que había dicho? ¿Se había excedido? ¿Había hablado con demasiada confianza? Cuando estaba con él, nunca se daba cuenta de las diferencias que existían entre ellos. No importaba que él fuera un marqués y ella una pobre desamparada. Era sencillamente Sebastian.

Pero no había duda de que algo le había molestado. Podía sentirlo con todas sus fuerzas. ¿De qué se trataba? ¿Ira? ¿Desaprobación? Pensó en todo lo que le había dicho: era cierto. Cada palabra. Era guapo, de una belleza devastadora. Y ella pensó que eso le agradaría.

Pero se equivocó.

Sebastian era un hombre que se enorgullecía de su autocontrol. No sólo por naturaleza, sino por necesidad. Para cubrir la vergüenza con la que sus padres habían manchado el apellido familiar y restaurar el respeto conseguido por sus ascendentes, se había visto obligado a mantener el control.

En ese momento, en esa habitación, ese control estuvo a punto de flaquear.

Sólo apretando los puños, cerrando los ojos, luchando contra el torrente interno de sus emociones y levantando la cara al cielo, fue capaz de forzarse a abandonar la habitación.

Aún no sabía de dónde había sacado tanta fuerza de voluntad.

Pero no podría hacerlo de nuevo.

Para un hombre como Sebastian, esto era difícil de aceptar. Desde el principio, el instinto le dijo que Devon podría poner patas arriba el mundo que le rodeaba de arriba abajo, pero no se dio cuenta de hasta qué punto.

Nunca pensó que pudiera afectarle a él. Estaba enfadada consigo mismo por sentir lo que sentía hacia Devon. Él era un hombre que actuaba con deliberación. Pero no había planeado esto, y no le gustaba sentirse atrapado en esta red de emociones.

El cariño era una cosa. Eso no le importaba. Pero ese torbellino interno, ese fuego en sus entrañas... «No necesito esto —se dijo—. No lo necesito.» Ella había atrapado su corazón, su alma y su cuerpo en... ¿qué? ¿Enamoramiento? Por supuesto que no, era demasiado mayor para eso. Demasiado listo.

Entonces, ¿qué otra explicación había?

Cuando ella estaba cerca, perdía por completo el control, todo su ser se removía en una sacudida violenta. Al despertarse, pensaba en ella, sólo en ella.

Y ella ocupaba su último pensamiento antes de dormirse, todas y cada una de las noches.

Santo Dios, ¡incluso acaparaba sus sueños! Muchas noches, su mente le traicionaba con visiones eróticas de Devon. ¿Cuántas veces se había despertado, se preguntó, temblando y sudando, con su miembro erguido e hinchado como una pica de hierro?

Siempre desnuda. Siempre en sus brazos. Veía cómo ella se apretaba contra él, su lengua hundida en la cavidad de su boca, un brazo sedoso atrapado entre la fortaleza de los suyos, sus extremidades abandonadas a él, sus pechos marcando su pecho como un hierro ardiente. Veía cómo esos montículos lascivos y blandos le llenaban las manos, la yema de sus dedos enloquecida por el movimiento rítmico alrededor de esos pezones apetitosos del color del atardecer. Mientras, ella gritaba y suplicaba. Algunas veces, estaba tumbada junto a él, con las piernas abiertas, el broche de su cuerpo caliente, y húmedo y firme rodeando su asta enhiesta que cabalgaba sobre ella una y otra vez.

Una noche, el cielo dibujó un vago destello sobre su cuerpo, su pelo un amasijo dorado a la luz de la luna. Lo derramó por su estómago mientras empujaba en vertical, encima de él. No pudo apartar sus ojos cuando se abrazó a su pecho y lentamente bajó sobre su miembro erecto... ésta era la imagen más viva de todas.

Cuando se despertaba, encontraba las sábanas húmedas. ¡Dios mío, no había eyaculado en sueños desde que era un jovencito y soñaba con meterse en la cama con una mujer por primera vez! Incluso ahora, podía sentir la sangre que corría caliente y espesa, un calor apretado en su intestino.

¡Qué ironía! Se suponía que era él quien tenía que enseñarle a ser una dama, una dama educada y refinada. Pero no había nada de educado en sus pensamientos cuando estaba con ella y a Sebastian no le gustaba este deseo irracional. No sabía muy bien cómo pararlo, ni siquiera sabía si podía hacerlo.