Capítulo veintisiete
Todas las tardes, durante la semana siguiente, Sebastian se presentó en casa de la duquesa y entregó su tarjeta a Reginald junto a una petición educada.
—Desearía ver a la señorita Saint James.
Y todas las tardes, Reginald desaparecía, para volver después con la misma respuesta.
—La señorita Saint James no le recibirá, señor.
De hecho, la última vez, el impasible mayordomo apareció un poco apurado:
—Señor, la señorita Saint James pide que no vuelva usted.
Sebastian lo pensó.
—Reginald —dijo educadamente—, ¿cuáles fueron exactamente sus palabras?
El estoico mayordomo perdió un poco la compostura:
—Señor, no tengo por costumbre decir esas...
—Ah, ¿asumo que su lenguaje no fue del todo adecuado? —Sebastian no pondría al pobre hombre en la tesitura de repetir con su melodiosa voz un discurso no tan melodioso.
Reginald se sintió aliviado.
—Así es, señor.
—Entiendo —murmuró Sebastian—. ¿Podría entonces darle un mensaje a la señorita Saint James?
—Desde luego, señor.
—Cuando reúna el coraje para decírmelo ella misma, entonces quizá consideraré su petición.
Y de hecho, no fue Reginald quien abrió la puerta la tarde siguiente. Devon procedió a decirle con términos muy precisos lo que pensaba de él.
—Y no vuelvas —terminó—. Nunca.
Y le dio con la puerta en las narices.
Sebastian se dio cuenta de que así no iba a llegar a ningún sitio con ella, así que pensó en otra táctica. Cada día, durante la semana siguiente, envió una carta a su amada.
Todas le fueron devueltas sin abrir.
Tenía que hacer algo, pensó preocupado. Algo como secuestrarla, amordazarla, hacerla sentar ante él y hacer que le escuchara. No estaba seguro de la manera exacta. Pensaba en todo esto cuando Stokes llamó a la puerta de su estudio.
—La viuda duquesa de Carrington quiere verle, señor. Me tomé la libertad de hacerla pasar al salón.
Maravilloso, pensó Sebastian irritado. ¿Se había propuesto la duquesa reírse también de él?
Asintió con la cabeza. Un momento después se encontró de camino al salón. Saludó a la duquesa, y se sentó después junto a ella.
—Duquesa, dejémonos de palabrería. Imagino que viene usted en nombre de Devon.
—Estoy aquí por Devon, pero no en su nombre.
La miró con curiosidad.
La duquesa dobló las manos en el puño de su bastón.
—La verdad es que ella no sabe que estoy aquí.
—¿Un subterfugio, duquesa?
—Preferiría llamarlo estrategia, muchacho.
Sebastian la miró perplejo.
—¿Duquesa?
—La última vez que hablamos, muchacho, dejó bien claro que no veía con buenos ojos mi interferencia. De hecho, creo que me dijo que no me entrometiese. Y tal vez me dirá otra vez que me ocupe de mis asuntos, pero antes de que lo haga, tengo una pregunta que hacerle. ¿Ama a mi nieta?
Sebastian no pudo sino ser honesto.
—Más —dijo tranquilo—, cada día que pasa.
—Ésa era la única respuesta que estaba esperando.
—Estoy decidido a hacerla mi esposa —aseguró, no quería que hubiese ningún malentendido—. Dios mío, será mi esposa.
La duquesa se rió dulcemente.
Sebastian arqueó la ceja.
—¿Debo entender que tengo su aprobación, entonces?
—¿Importaría si no fuera así?
Respondió a su pregunta con otra.
—¿No es así? —Y continuó—: Después de todo, como recordará, usted fue la que me convenció de que debía empezar a buscar esposa. Me atrevería a decir que ninguno de los dos pensó que sería su nieta a quien intentaría subir al altar.
La duquesa se rió de nuevo.
—Tampoco es la mujer que imaginó, ¿verdad?
Arrugó el entrecejo.
—¿Qué quiere decir?
—Los cotilleos han encontrado muy jugosa la noticia de mi nieta.
—Sí, ya lo he visto. —Sebastian señaló el periódico, que estaba abierto por la columna de rumores, en la que aparecía Devon sentada junto a su abuela en el carruaje—. Una foto asombrosa, ¿no cree?
—Bastante —coincidió la duquesa—. Algunos de mis amigos se sintieron horrorizados al ver que la acogía con los brazos abiertos. —Hizo una mueca de disgusto—. Por supuesto, ya no son más mis amigos. Aunque no les ha impedido seguir mandando invitaciones cada mañana. —Miró a Sebastian fijamente—. ¿Y qué hay de usted, Sebastian? Sé que ha trabajado duro para ser aceptado de nuevo en sociedad después de la muerte de su padre. Si se casa con Devon, habrá un escándalo. Sin duda, volverá a estar en boca de todos.
—La alta sociedad puede decir lo que quiera. No me importa. Dios mío, qué ironía, pero de verdad que es lo que menos me importa. —Su expresión se volvió seria—. No quiero faltarle al respeto, duquesa, pero creo que Devon habría aceptado mi petición antes de descubrir que era su nieta. Ahora que tiene...
—Sí, lo sé —dijo la duquesa amablemente. Cuando Sebastian la miró abatido, ella sonrió—. Lo siento, muchacho. No escuché detrás de la puerta a propósito. Me temo que era inevitable que os oyera. Si le sirve de consuelo, le diré que me arrepiento de haber aparecido en el momento menos adecuado.
—No es culpa suya. Pero debo preguntarle —su tono fue muy suave—, ¿le ha hablado de mí?
—Es muy reservada sobre sus sentimientos —admitió la duquesa—. No le envidio, Sebastian. Parece que nuestra Devon es una mujer testaruda. No he podido evitar enterarme de que no le recibe.
—Tampoco responde a mis cartas —dijo preocupado—. Pero esperaré toda mi vida si es necesario.
Hubo un gran silencio.
—Quizá —murmuró—, no tenga que esperar tanto.
—¿Duquesa?
No contestó. En lugar de eso, se ayudó del bastón para ponerse en pie.
—No desespere —le dijo—. Algunas veces tenemos que estar simplemente disponibles para cualquier oportunidad que la vida nos brinde.
Sebastian la tomó por el codo y la condujo a la entrada. «¡No desespere!», le había pedido. ¡Qué fácil era para ella decirlo!
En la puerta, la duquesa se volvió.
—Los Clarkston son buenos amigos suyos, ¿no? Sin duda habrá recibido una invitación a la fiesta del viernes próximo.
Sebastian frunció el entrecejo. Le pasó por la mente que tal vez la anciana estuviese chocheando, pues no veía la relación entre lo que acababa de decir y su conversación. ¡Además, parecía radiante!
—Así es —reconoció—. También Justin. Sin embargo, me temo que no estoy de humor para fiestas...
—Qué pena —dijo alegremente—. Yo estoy deseándolo. Le prometo que la ocasión merece dos nuevos vestidos: uno para Devon y otro para mí.
Y la duquesa le guiñó un ojo. Sebastian seguía aún paralizado en la entrada cuando el carruaje se alejó.
Y el día de la fiesta de los Clarkston llegó. Devon había conocido a la pareja, William y Emily, cuando su abuela les había invitado una noche a cenar a casa. A Devon le gustaban mucho, porque eran una pareja cariñosa y simpática. Pero si hubiese podido rechazar la invitación, lo hubiese hecho. Durante el último mes, su abuela la había tratado como si fuese un tesoro valiosísimo. Devon amaba ya a esta anciana mujer directa y poco convencional. Daban largos paseos por Green Park, su abuela apoyada en su brazo; casi a diario, cogían el carruaje para recorrer Rotten Row. La semana pasada, la duquesa la había llevado al teatro real, donde había asistido a su primera ópera y echado un vistazo, por primera vez, al estilo arquitectónico georgiano.
Estaba claro que la duquesa no tenía intención de esconderla del mundo. Ni, al parecer, de que fueran condenadas al ostracismo. El número de invitaciones que llegaba cada día era asombroso. No podía evitar pensar en lo que le había dicho una vez Justin de la duquesa: «Me atrevería a decir que el mismo demonio podría ser recibido en sociedad si fuese recibido por la duquesa».
Pero la duquesa seleccionaba muy bien a sus invitados. Devon sospechaba que la duquesa había reducido sus actividades para que pudieran conocerse mejor, y para darle tiempo a ajustarse a su nueva vida. Su abuela, decidió, era una mujer muy sabia. En lo que a Sebastian se refería, la duquesa no había querido aconsejarla, ni preguntarle nada, mucho menos juzgarla.
Pero Devon no podía hablarle a su abuela de Sebastian. Sus heridas eran aún demasiado recientes, el dolor demasiado profundo. No quería verle, y al principio se sintió verdaderamente molesta por su arrogancia. ¿De verdad pensaba que podía volver a su vida como si nada hubiera pasado? ¡No quería tener nada que ver con él! De hecho, se alegró cuando cesaron sus apariciones diarias y sus cartas.
Miles de veces rememoraba la horrible escena en el salón de su abuela, donde había acusado tan terriblemente a Sebastian. ¡Si pudiera borrarlas, lo haría!
A pesar de este momento desagradable, una idea que le daba miedo empezó a crecer en su interior, un coraje que flotaba y empezaba a convertirse en esperanza. No era como si se hubiese visto forzado a pedirle matrimonio. No le había obligado nadie. Él sabía demasiado bien que si se casaban tendrían que padecer la vergüenza y el escándalo social.
Pero no le importaba. No le importaba.
Sólo entonces fue capaz Devon de buscar en lo más profundo de su corazón las respuestas que había eludido. Sólo entonces descubrió una de las verdades de la vida: que los sueños a veces tienen su propia manera de cambiar. O quizás era simplemente ella la que había cambiado.
Por mucho que lo intentara, por mucho que lo deseara, nunca podría dejar de quererle. Nunca.
Ni tampoco quería que fuera así, desde el momento en el que se dio cuenta de que el hijo de Sebastian crecía en su interior.
Se sentó delante del espejo la noche de la fiesta, con un vestido de color plata brillante. Era extraño ver la de paralelismos que tenía su vida con la de su madre. Era extraña la forma en la que el presente cargaba con el pasado. Porque ella, como antes su madre, se había enamorado de un noble. Y en cuanto a Sebastian, también había estado convencido de que no repetiría nunca el escándalo y la vergüenza que empañaron su niñez.
Sin embargo, había una diferencia, una gran diferencia. Y en este momento, Devon hizo una promesa. No pasaría su vida como la había pasado su madre, llena de arrepentimiento.
Y Sebastian nunca abandonaría a su hijo. Nunca la abandonaría a ella.
Por todos sus problemas de dinero, Devon había conocido la devoción más profunda de su madre. Sebastian, por el contrario, por todo su dinero y privilegios, nunca había llegado verdaderamente a conocer el amor de sus padres, no de la manera en que ella lo había hecho.
Y ella no negaría a su hijo la única cosa que ninguno de los dos había tenido nunca: la seguridad de saber que él o ella eran amados por los dos, su madre y su padre.
Debía ir con él. Debía decírselo.
Sólo tenía que encontrar la valentía.
La duquesa hizo una observación sobre su estado de ánimo en el carruaje, de camino a casa de los Clarkston.
—Estás muy callada, querida. ¿Te sientes bien?
Devon se mordió el labio.
—Sólo estoy cansada. —Y era verdad. No le gustaba la idea de guardar secretos a su abuela, pero no podía decirle nada antes de hablar con Sebastian.
Sus ojos se abrieron al ver la línea de carruajes situada frente a la mansión de los Clarkston, esperando que sus ocupantes descendieran.
—Abuela, creí que había dicho que iba a ser una pequeña fiesta íntima.
—Ah, así es, querida —se detuvo—. Para los Clarkston, así es.
Devon suspiró.
—Abuela...
—Todo irá bien, querida. —La duquesa le apretó la mano.
Y de alguna manera, Devon supo que así sería. ¡Ah, pero las historias rondarían mañana por toda la ciudad! Una idea que no la complacía en absoluto. Se había enfadado mucho cuando la noticia de su parentesco había aparecido en la columna de cotilleos. Comprendía ahora perfectamente por qué Sebastian despreciaba tanto los escándalos!
Una vez dentro, fueron recibidas por William y Emily. Unas cuantas cabezas se volvieron al verla entrar, pero Devon mantuvo la barbilla alta y la sonrisa en los labios cuando conversaron con los anfitriones. William se dirigió a otros recién llegados, mientras que su abuela siguió hablando con Emily. Devon escuchaba un poco distraída, dejando que su mirada vagabundeara por la sala.
Entonces, sucedió: el corazón le dio un brinco. Sebastian estaba allí. Sebastian. Verle fue como un soplo para su corazón. Un soplo que la dejó sin respiración.
Y, agarrada de su brazo, iba la mujer más hermosa que hubiese visto en su vida. Con el pelo de color castaño, pequeña y ataviada con un vestido azul oscuro, era incluso más asombrosa que Penelope. Unos dedos enfundados en guantes blancos cogían con fuerza el codo de Sebastian. Justo cuando Devon miraba, los dedos de su mano libre le acariciaron la mejilla. Sebastian le respondió con una sonrisa, y después la besó en la cara.
Se murió un poco en su interior en aquel momento. Volviéndose, apartó la mirada. Le hervía la sangre. Ahora sabía por qué no la había llamado en los últimos quince días. Obviamente, no había perdido el tiempo en reanudar la búsqueda de esposa. ¡Ah, pero no le había costado mucho encontrar una posible sustituta! Parecía sin duda embelesado por la mujer que tenía al lado.
Sólo alguna parte de su cuerpo percibió que la anfitriona de la casa se había ido. Fue entonces cuando vio que Justin estaba allí también. Le habría saludado si... Miró a su abuela. No podía quedarse. No podía. Le pediría que se fueran. Se lo rogaría.
—Hola, Devon —dijo una voz familiar—. Duquesa.
Devon se puso tensa. Una reverencia a la duquesa, y después, se colocó justo enfrente de ella. Le tomó la mano y la acercó a sus labios.
Devon echaba chispas. ¡Cómo se atrevía a besar su mano después de haber besado a otra mujer!
Tiró de ella para liberarla en cuanto él la aflojó.
—Duquesa, ¿le importaría si le robo a su nieta un momento?
—No, claro que no. —Devon no podía entender por qué su abuela parecía tan contenta—. Además, ahí está lady Robinson—. A golpes con el bastón, la duquesa atravesó la sala.
Sus ojos se encontraron. Devon forzó los suyos a mirar a otro lado. ¡Ah! ¿Cómo se atrevía a sonreír tan angelicalmente? Quería darle un bofetón.
—Me alegro de verte de nuevo —murmuró.
Devon temblaba de rabia. Un mayordomo pasó, ofreciéndoles champán. Devon aceptó, bebiéndolo rápido antes de mirarle.
—Me temo que no puedo decir lo mismo —dijo fríamente.
—Todavía estás enfadada.
—No. De hecho, he pensado en ti.
—Me alegra saberlo —dijo gentil.
Hizo sobresalir su barbilla.
—Obviamente, no puedes decir lo mismo. Pero cuéntame de tu búsqueda de esposa. ¿Es que la bella Penelope ha sido sustituida por la encantadora dama que te acompaña esta noche?
Su sonrisa se hizo más grande. ¡Ay! ¡Este hombre no tenía conciencia!
—Mi búsqueda de mujer terminó la noche que te conocí, Devon.
—Tonterías —dijo. Su barbilla se giró al lugar donde había dejado a su compañera—. Parecías bastante entusiasmado.
Sebastian dirigió la mirada a la mujer de azul, y después la miró.
—No voy a mentirte, Devon. Me importa. Esa mujer me importa mucho.
Devon pensó que no podría hacerle más daño del que le había hecho. Pero sus palabras fueron como un cuchillo clavado en sus entrañas. Pero, sin saber cómo, logró enmascarar el dolor que la traspasaba.
—Entonces, quizá, deberías cuidar de ella —Devon le miró—, porque ahora está con Justin. Y, por lo visto, parece que tiene usted un competidor, señor. Están en la esquina a solas. ¡Ay!, querido, nunca pensé que fueras a perder tus intenciones frente a tu hermano.
Él le quitó el vaso y lo puso a un lado, después le hizo colocar su brazo en el pliegue de su codo.
—¡Sebastian! —silbó.
—Calla —dijo severo.
Era más de lo que podía soportar. Sobrepasaba todas sus creencias. Él la estaba conduciendo hacia esa mujer.
Se habría echado atrás, pero no pudo, no sin provocar una escena.
Se detuvieron junto a Justin y la mujer.
—Devon, no necesito presentarte a mi hermano.
Devon saludó brevemente a Justin y... Dios mío, no quería mirar, pero la mujer era incluso más guapa de lo que había imaginado. Unos ojos enormes y achinados le devolvían la mirada. Unos labios color de rosa perfilaban perfectamente su boca.
—Devon, es para mí un placer presentarte a mi hermana Julianna, que llegó ayer del continente. Julianna, la señorita Devon Saint James.
Devon estaba demasiado atónita como para hablar.
No así Julianna.
—¡Así que tú eres Devon! ¡Ay, he oído hablar tanto de ti, que es casi como si te conociera! Perdona mi entusiasmo, pero no me contentaré con un simple apretón de manos. —Julianna le dio un rápido y contundente abrazo.
Devon pudo por fin recuperarse.
—El placer es mío, te lo aseguro. —La primera sonrisa genuina de la noche apareció en sus labios—. Sebastian me dijo una vez que tenías una voz luminosa como el sol. Y es cierto.
Todavía no se había recuperado del susto cuando Sebastian la condujo a la terraza. No sonreía, cuando se detuvieron a poca distancia de la puerta.
Devon miró a su alrededor para estar segura de que estaban solos en la terraza.
—Debías haberme dicho que Julianna había vuelto, en lugar de hacerme creer que...
Sebastian se rió abiertamente.
—Ah, pero era una oportunidad demasiado buena para resistirse. Además, me gusta verte celosa.
—¡No estaba celosa! —negó. Pero sí que lo había estado. Dios mío, había tenido ganas de comerse a alguien.
—Aclárame entonces algo. No me quieres, pero tampoco quieres que nadie más me tenga.
—¡Sí... quiero decir, no!
Sebastian elevó una ceja divertido.
—Pero, Devon, ¿es que no te decides?
En verdad, no. Tenía un nudo en el estómago que la estaba mareando.
—Sabía que debía haberme quedado en casa —murmuró. Un pensamiento repentino le vino a la cabeza—. Sabías que vendría, ¿no? Tú y mi abuela preparasteis esto, ¿verdad?
—Mi amor —dijo con una sonrisa—, dudo mucho que ni tu abuela ni yo tengamos alguna influencia en la lista de invitados de los Clarkston.
¿Por qué tenía que ser tan racional? Sus ojos se encendieron.
—¡Deja de reírte de mí!
Lo hizo. Pero ahora su mirada era cálida y directa. Se había acercado a ella, tan cerca que podía sentir el poder brutal de su presencia, un olor familiar que la rodeaba. Pero de repente, le empezaron a temblar las rodillas. Se sentía tan extraña, le daba vueltas la cabeza y a duras penas podía mantenerse en pie.
—Tenemos que hablar, Devon. Tenemos que...
—No —gimió.
Que el cielo la ayudase, el mareo de su estómago aumentaba y le quemaba la garganta.
—¿Qué significa ese no? —Su rostro se oscureció y el tono de su voz se enfureció—. Por el amor de Dios, Devon...
—No ahora—. Se tapó la boca con la mano y salió corriendo.
Su expresión se hizo más alegre de repente.
—¡Ay, pequeña! Es el champán. No debías haberte bebido una copa entera.
Se agarró la cabeza con las manos. El resto del discurso se elevó por el aire, pero Devon no pudo escucharlo. Estaba ocupada vomitando entre los arbustos cercanos al banco.
En toda su vida, no se había sentido tan avergonzada. Por supuesto, podía haber sido peor. De alguna forma, Sebastian se las arregló para avisar a Justin y pedir un carruaje que la esperó enfrente de la casa. Justin no dijo una palabra cuando su hermano la llevó dando un rodeo por la casa hasta el carruaje; por supuesto, se sentía demasiado mal como para preocuparse de nada. No podía ni imaginar la conmoción que podía haber causado.
La mansión de los Clarkston no estaba muy lejos de la de su abuela. Sebastian habló muy poco, pero su contundencia se reflejaba en la preocupación de sus labios delgados. Le tendió la mano solícito mientras la ayudaba a subir al carruaje, aunque pudo ver que su ánimo había dejado de ser cariñoso y amigable. Una risita tonta salió de su garganta cuando él la acompañó a la puerta de la casa. ¡Quizá, debería haber sabido ya que podía esperar de ella el comportamiento menos adecuado!
—¿Podrás subir las escaleras tu sola?
—Estoy bien —murmuró. Ahora que había vaciado su estómago, se sentía mucho mejor.
—Entonces, ve a cambiarte. Te esperaré aquí.
Devon se mordió el labio.
—Quizá deberíamos decir algo a mi abuela.
—Está hecho —fue todo lo que dijo—. Llegará de un momento a otro.
Devon subió las escaleras, con el corazón en vilo y el pecho lleno de confusión. La verdad, esperaba que su abuela no volviese pronto. Había demasiadas cosas que decir. Demasiadas cosas que necesitaba decir. Pero, en honor a la verdad, no estaba segura de cómo hacerlo, ni siquiera si la idea la entusiasmaba o la aterrorizaba.
Su habitación estaba a oscuras, porque le había dicho a Meggie, su criada, que no la esperase despierta. Se ayudó del reflejo de la luna para encender el candelabro de la mesilla de noche. Pero justo antes de cerrar la puerta, un escalofrío le erizó el vello de la nuca.
—Hola, preciosa. Te estaba esperando.
La sangre se le congeló en las venas. Conocía esa voz aceitosa. Sabía, incluso antes de girarse, quién estaba detrás de ella.
Harry.