Prólogo
Inglaterra, 1794
Sebastian Lloyd William Sterling estaba tumbado en la cama. Con los ojos muy abiertos y un nudo frío y apretado en el estómago, miraba las sombras que colgaban de la pared de su cuarto. No tenía ninguna intención de dormirse, por más que hubiera cerrado con fuerza los ojos cuando Nana hubo entrado apenas un momento atrás para ver si había conciliado el sueño.
Como siempre que su madre y su padre discutían, el sueño se negaba a aparecer. La ventana de Sebastian estaba abierta, el día había sido cálido para ser finales de septiembre, y su alcoba se situaba directamente encima de los aposentos de su madre. A través de la noche, a través de la oscuridad, le llegaban sus voces.
Desde luego, no era la primera vez que los oía discutir. Ese año había sido particularmente cruento, no solamente en Londres, durante la temporada, sino aquí en Thurston Hall. Solía ocurrir sobre todo cuando tenían invitados porque a la marquesa le encantaba entretenerlos. En ese momento discutían acerca de sus infidelidades, de su carácter frívolo y alegre.
Las observaciones provenían de su padre, William Sterling, marqués de Thurston, quien no era un hombre muy inclinado a olvidar las cosas que le desagradaban. Muy al contrario, prefería imponer castigos y criticar. De hecho, desde que Sebastian tenía uso de razón, no recordaba una sola vez en la que su padre le hubiera dirigido unas palabras de reconocimiento; ni a él ni a nadie.
Cuando Sebastian se fue a la cama, sabía que la discusión esa noche sería inevitable. Había esperado tensamente el momento en el que empezaría, puesto que sus padres habían celebrado una fiesta en su casa de campo ese fin de semana y el último invitado había partido hacía ya algún tiempo.
Pero la de esa noche había sido una de las peores. Sebastian se tapó las orejas con las manos, intentando alejar un sonido que no cesaba. Su padre despotricaba, y gritaba, y maldecía. Su madre se quejaba, defendía sus razones, y chillaba. Él no podía detenerles. Nadie podía. Cuando reñían, el servicio bajaba las escaleras de puntillas y se mantenía a distancia.
Al final, se oyó un portazo en la planta de abajo, y la casa se quedó de repente en silencio.
Sebastian sabía que su padre se retiraría a su estudio con una botella de ginebra. ¡Ay!, tendría un humor de perros por la mañana, podía ya ver esos ojos rojos e hinchados que le miraban con el ceño fruncido, una visión que le hacía temer la llegada del nuevo día. Las lecciones de lectura estaban programadas para el día siguiente, y el marqués observaba siempre ese horario cuando residían en la vivienda de Hall. Aunque estaba acostumbrado a sus comentarios sesgados y a sus duros reproches, sin duda a la mañana siguiente sería más mordaz de lo normal. El chico suspiró. Tendría también que mantener alejado a su hermano pequeño, Justin. Él sabía sortear bien el mal humor de su padre, pero Justin no.
En la oscuridad, el pequeño se quedó tumbado sin mover un músculo, sin hacer un ruido. Estuvo allí un buen rato todavía y, finalmente, saltó de la cama y cruzó el pasillo. Tenía la costumbre de hacer una visita a sus hermanos cuando sus padres discutían, para asegurarse de que estaban bien. La razón, la desconocía. Quizá tenía que ver con el hecho de que fuese el mayor y, por tanto, el que tenía el deber de cuidarlos.
Salió furtivamente al pasillo. Nana estaría sin duda dormida (había oído ronquidos que llegaban desde su habitación). Una vez le había regañado al descubrirlo en la biblioteca a medianoche. A diferencia de los demás niños, Sebastian no temía la oscuridad. Muy al contrario, la noche era una oportunidad para disfrutar de una soledad que raramente encontraba durante el día. Sin tutores, sin Nana vigilándole, sin sirvientes que controlasen sus pasos.
Con cuidado de no hacer ruido, Sebastian cruzó la sala de estudio y entró en la habitación de Justin. Su hermano pequeño tenía cuatro años. Dormía con el ceño fruncido y el labio inferior apretado hacia fuera, como si tuviera alguna pesadilla. Sebastian peinó con una mano el pelo oscuro de su hermano, tan parecido al suyo. Cuando le tocó el labio, éste volvió a su posición normal, aunque no por mucho rato.
Al final del pasillo, la pequeña Julianna, de tres años de edad, dormía hecha un ovillo, con las rodillas pegadas al pecho y en el regazo, su muñeca favorita atrapada bajo la barbilla. Sebastian admiró los rizos sedosos y castaños que caían por la almohada y dibujó la forma de su pequeño cuerpo, estirando la sábana que la cubría. Su hermana pequeña parecía un ángel, pensó con cariño.
Afuera, el círculo de la luna había empezado a decrecer en lo alto de la noche. Una luna increíblemente brillante y grande. Cientos de estrellas que deslumbraban la noche, brillando tan cerca que Sebastian pensó poder alcanzarlas con sólo estirar el brazo.
Antes de darse cuenta, se encontró fuera de la casa. En su camino, se detuvo bajo las ramas extendidas del olmo. Se mantuvo allí muy quieto, contemplando todavía el cielo magnífico... cuando un crujido de hojas en el camino llamó su atención.
—¿Mamá? —susurró.
Su madre no podía verle en la sombra. Sebastian dio un paso desde detrás del árbol. Como siempre, su madre vestía a la última. Llevaba un chaquetón de piel escocesa y un bolso de mano a juego; en su cabeza, un tocado de plumas que sujetaba de manera desenfadada sus rizos oscuros.
Si Julianna parecía un ángel, pensó Sebastian, su madre era seguramente la criatura más hermosa de la tierra.
Se quedó parada al ver que la habían descubierto:
—¡Sebastian! ¿Qué estás haciendo aquí?
Sebastian cruzó hasta donde estaba ella. Con la cabeza inclinada, se quedó allí, mirándola. A pesar de que no sobrepasaba los diez años de edad, era ya más alto que su pequeña madre.
—¡No podía dormir, mamá!
Su madre no respondió. Lo cierto es que parecía bastante enfadada. Por detrás de sus hombros, Sebastian pudo ver un carruaje varado junto al banco del camino. Entrecerró sus ojos, deslizando alternativamente la mirada al carruaje y a la toquilla que llevaba su madre en la mano.
—¿Vas a algún sitio, mamá?
—Sí, cariño.
—¿Dónde vas, mamá?
La expresión de la marquesa se transformó ligeramente.
—Bueno, pues, ¡no lo sé! A París, quizá —dijo alegremente—, o a Venecia. Sí, Venecia. Seguro que hace un tiempo espléndido allí en esta época del año. Y hace tanto que no voy a Venecia. En realidad, hace años que no voy a ninguna parte, a ninguna parte del continente.
Sebastian sintió una tensión extraña en el fondo del estómago. Aun con su juventud, podía ver que no estaba bien que su madre partiera en medio de la noche.
—Venecia está muy lejos, mamá. ¿Es que no te gusta Thurston Hall?
A Sebastian le resultaba difícil entender que hubiese alguien a quien no le gustase la tranquilidad y la amplitud de Thurston Hall, los jardines engalanados y las suaves colinas que lo rodeaban. Él adoraba la mansión ancestral. Siete generaciones de Sterlings habían nacido allí. Cuando se quedaba libre de sus lecciones, no había nada que le gustase más que recorrer las colinas a lomos de su poni.
Algún día, pensó con orgullo, cuando fuese un hombre, Thurston Hall y las demás propiedades de la familia serían suyas. Por eso tenía que ser diligente en sus estudios, por eso no podía eludir sus responsabilidades. El título de marqués y todo lo que eso significaba, no podían ser tomados a la ligera. Y de todo, Thurston Hall era el tesoro más preciado para él.
Seguía esperando la respuesta de su madre, que miraba el carruaje. La puerta estaba ahora abierta, y Sebastian podía distinguir sin dificultad la figura de un hombre en el interior.
Su madre se volvió.
—Es que yo... yo no sé cómo decirte esto. Sencillamente: no puedo quedarme con tu padre por más tiempo. Pensé que podría ser una madre, una esposa, pero... bueno, no es ése mi camino. Tu padre es demasiado estricto y... sé que eres joven, pero tú conoces su temperamento. Necesito algo más, mi amor. Necesito vivir, necesito alegría y fiestas... Y si me quedo, estoy segura de que me la arrebataría, ¡me quitaría la vida!
Sebastian sabía que su madre necesitaba ser adorada por encima de todo. Amaba ser el centro de atención. También sabía que su madre tenía amantes. Desde hacía un tiempo, venían huéspedes de Londres a visitarla. Sebastian había visto un hombre en particular que miraba a su madre descaradamente. Sabía que a los hombres les gustaba mirarla. Y a ella devolverles la mirada. Poco después, su madre y el hombre habían salido en secreto a la terraza. Ellos no se habían percatado de ello, pero Sebastian los había seguido. Fue allí donde los vio besarse. Uno, dos, hasta tres ardientes besos.
Besos nunca compartidos con su padre.
Su madre no sabía que él los había visto, por supuesto. Nunca se lo había dicho, ni a ella ni a nadie, y mucho menos a su padre. Sabía que si se lo decía, provocaría otra de sus discusiones. Fue entonces cuando Sebastian comprendió por primera vez el significado de la palabra infidelidad.
Y supo entonces lo de los amantes de su madre.
Era un secreto que había mantenido muy profundamente en su alma. Y tenía el horrible presentimiento de que esa noche tendría un nuevo secreto que guardar.
—¡Daphne!
Era el hombre del carruaje el que llamaba a su madre. Se preguntó si sería el mismo hombre que había visto besar a su madre tan ardientemente. No podía asegurarlo.
Su madre se dio la vuelta y agitó la mano para que esperase. Después, se volvió hacia Sebastian y apretó sus labios.
—Debo irme —dijo bruscamente—. Ahora ven. Da un abrazo a mamá.
Sebastian se quedó donde estaba, la hierba mojando el dobladillo de su pijama y enfriando sus pies descalzos.
—Papá se va a enfadar —dijo.
—Tu padre se enfada siempre. Ahora, entra y vuelve a tu cama. Cuida de tus hermanos por mí. ¿Lo harás, cariño? Pero ¿para qué pregunto? Sé que lo harás. Eres un chico excelente.
Sonrió y le acarició con dulzura sus mejillas para dedicarle después un último beso en la cabeza, casi como en una ocurrencia de última hora. Finalmente, salió corriendo hacia el carruaje.
El hombre la ayudó a entrar y desapareció tras ella. Por un instante, justo antes de que la puerta se cerrase, sus siluetas se vieron claramente a la luz de la luna. La cabeza del hombre se inclinó y su madre elevó su rostro para besarlo, y un campanilleo familiar de risas vagó por el aire.
Fue la última vez que vio a su querida madre.