Capítulo veintidós

La despertó el clic de la puerta.

Abrió un ojo y vio a Sebastian que recorría la habitación a grandes zancadas, vestido con un traje de brocado carmesí. Debía de haber dormido muy profundamente, porque no le había oído levantarse. Lo último que recordaba eran unos brazos protegiéndola contra todo, un abrazo fuerte que ella había respondido con una agitación. Después, los brazos de él la habían rodeado aún más fuerte, como si no pudiera soportar el hecho de que se fuera.

Un pensamiento maravilloso, ése. Quería saborear no sólo la pasión fervorosa que compartían, sino el increíble sentimiento de complicidad y pertenencia que había surgido entre los dos. Necesitaba atesorarlo en lo más profundo, para los días en los que... Pero no. No. No pensaría en eso. No quería que nada empañara este momento, sin duda el más importante de su vida.

Sebastian se sentó en la cama junto a ella, con una mano en la espalda. La otra siguió el curso de la inclinación de su hombro desnudo. Las de Devon acariciaban el cobertor de la cama hasta que él las cogió, besando cada uno de sus nudillos. Después les dio la vuelta, con las palmas hacia arriba, y besó cada una de las yemas de sus dedos.

En todos estos días, Devon no había sentido nada tan exquisitamente erótico como aquello.

—Buenos días —dijo por fin.

Las palabras habían llegado con tanto retraso que Devon quería reírse. Pero la ternura que vio en esos ojos grises le hizo daño en la garganta. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo feliz que era. Intensamente feliz. No podía recordar cuándo se había sentido tan contenta antes.

—¿Has dormido bien? —dijo con suavidad.

—Así es —respondió tiernamente, pero después frunció el ceño—. Aunque obviamente, no puedo decir lo mismo de ti si estás levantado a esta hora. —Se dio cuenta ahora, por la luz que entraba por la ventana, de que el día empezaba sólo a despuntar. Le regañó dulcemente—: Trabajas mucho, Sebastian...

—No estaba trabajando. Estaba en el jardín.

—¡En el jardín! ¿A esta hora?

—Está saliendo el sol. —Señaló en dirección a la ventana, donde el cielo del este brillaba cubierto de una docena de destellos de coral.

Devon le miró fijamente. Tenía la boca torcida en una mueca, como si pasara algo verdaderamente divertido. En realidad, ¡parecía un granuja!

¿Sebastian... un granuja?

El refinamiento más pulcro que definía la esencia de este hombre, el aristocrático marqués de Thurston, había desaparecido. Llevaba el traje descuidado, dejando al descubierto un pecho bronceado, tan viril que provocaba un extraño dolor en su vientre. Con la barbilla oscura y sombreada por la barba, parecía más masculino que nunca. Aunque había una diferencia ahora.

Un mechón de pelo oscuro le caía por la frente. Nunca le había visto tan relajado, tan despreocupado. Ese aire de niño juguetón le quitaba la respiración.

Con cuidado, decidió que podía ser motivo de alarma.

—¿Sebastian? —preguntó dulcemente.

—¿Sí, amor?

—¿Qué es lo que escondes en la espalda?

Unas cejas oscuras se arquearon.

—¿Qué? Nada. —La expresión y el tono concordaban con la vehemente declaración de inocencia.

Aunque se contradijeron en el momento en que trató de escabullir su brazo.

Devon se echó hacia delante en la cama con determinación. Para darse cuenta, demasiado tarde, de que no llevaba ropa. Con un gritito echó mano del cobertor.

Pudo cubrirse a tiempo. No es que no la hubiese visto antes, es que ¡había besado y acariciado cada esquina de su cuerpo! Pero ya no era de noche, y, bueno, era natural que se sintiera avergonzada. Lo de aparecer desnuda frente a él era algo que le llevaría un poco de tiempo asimilar.

Tampoco ayudaba el que Sebastian se riese en su cara, ¡el muy bribón! Devon le miró boquiabierta, tratando de componer su expresión más indignada. Aunque no era una persona aprensiva, sí era suspicaz y pudo ver el brillo que convertía sus ojos en plata fina. Por primera vez, vio la picardía en sus ojos.

—Enséñame lo que escondes.

—Haré más que enseñártelo. —Esa sonrisa pícara se amplió—: ¿Qué te parece si te dejo que lo adivines?

—De acuerdo.

—Entonces recuéstate sobre la almohada, y pon tus manos a lo largo de tu cabeza.

Hizo como se le pedía.

—¿Así? —dijo sin aliento.

—Justamente así. Ahora, respira, amor mío, y cierra los ojos.

«Amor mío.» El cumplido le puso los pelos de punta. Si se había sentido feliz hasta el delirio, ahora se sentía feliz hasta el éxtasis.

Una suavidad como de terciopelo rozó su nariz, cubrió sus mejillas y vino a descansar en el centro de sus labios. Un perfume increíblemente dulce la sobrecogió.

Lo inhaló profundamente. Sus dedos caracolearon en la palma de sus manos.

—Una rosa —dijo sin aliento—, por eso estabas en el jardín.

—Así es —murmuró—, ahora puedes abrir tus ojos. Pero con cuidado. Estoy haciendo un experimento.

La siguiente cosa que supo fue que el cobertor se apretujaba en sus caderas. Forzando el ángulo de su vista, pudo ver sus pechos desnudos, una carne cremosa como de marfil coronada de coral. Demasiado para su forma de ser modesta, decidió aturdida, sintiendo como el rubor proclamaba su vergüenza.

Pero no se movió.

La mirada de Sebastian se había detenido en sus pechos. Sus ojos se habían vuelto oscuros, y silenciosos. El juego de emociones al ver su expresión fue como el estallido de una tormenta. Se sintió acariciada sin medida, intimidada y asombrada al mismo tiempo.

—Gloriosos. Absolutamente gloriosos.

Con una lentitud agónica, recorrió con la rosa el perfil de un pecho, se sumergió en el valle de los dos, y emergió por el otro. Allí recorrió un tormentoso camino alrededor de la oscura cima.

Amanecer —suspiró—, así es como se llama esta rosa. Y por Dios, él tenía razón, tus pezones son del mismo color que esta rosa.

Devon, hipnotizada por la reverencia que percibía en él, estuvo a punto de abalanzarse en sus brazos. Pero se detuvo a mitad de camino.

—¿Él? —repitió—. ¿Él? —tragó fuerte—, Sebastian, ¿qué quieres decir? ¿Quién tenía razón?

Parpadeó, y finalmente apartó los ojos de sus pechos.

—Bueno, Justin. Él dijo que tus pezones...

—Sí, ¡lo he oído! ¿Pero quieres decir que Justin... que tu hermano vio mis... —Dios mío, apenas podía decirlo—... pechos?

—Eso me temo —dijo divertido.

Devon se sintió horrorizada.

—No —hizo un puchero—, no es cierto.

—Bueno —dijo levemente—, si no me crees, sólo tienes que preguntárselo.

Devon se hundió entre las sábanas.

—¡Dios mío! Nunca podré volver a mirarle a la cara.

Sebastian soltó una carcajada.

—Ay, vamos, no es tan malo.

—¡A ti no te ha pasado! —Le miró por encima del pliegue de satén—. ¿Y cuándo ocurrió exactamente?

—La noche que te atacaron.

Devon carraspeó.

—O sea, que mientras yo yacía indefensa, ¡vosotros os dedicasteis a comerme con los ojos!

—No fue exactamente así. —Se rió—. Él me ayudó a vendar la herida de tu costado. Una vez hecho, te tumbamos boca arriba y fue entonces...

—¡Sebastian! ¡No me digas más!

—Pero no estábamos mirando —protestó—. Fui muy galante y te cubrí inmediatamente. Me sentí bastante posesivo incluso sin conocerte.

—¿Se supone que eso hará que me sienta mejor? No respondió. En lugar de eso, su sonrisa se hizo más intensa.

—¿Qué? —dijo débilmente—, ¿es que aún hay más?

Sus ojos danzaron alegremente.

—Bueno, no permití a Justin que te mirara. Pero quizá yo lo hice, sólo un poquito. Me temo que debo confesarte que... —Se detuvo violentamente.

—¿Y ahora qué? —gruñó.

—Volví a admirar tus gloriosos pechos —confesó—, más tarde, aquella noche.

—¡Eres el mayor sinvergüenza del mundo!

—Gracias —dijo con gravedad—, creo que es la primera vez en mi vida que me llaman así. Y debo decir que me gusta bastante.

Devon le golpeó con la almohada.

—Usted, señor, ¡no merece ser llamado caballero!

—¿Te sentirías mejor si permitiera que me mirases desnudo? —Sus cejas subieron y bajaron.

Devon no pudo resistirse. Parecía un tonto. Ridículo, en realidad. Ay, trató de contenerse, pero una sonrisa apareció en sus labios, para convertirse después en carcajada sonora. Y una se convirtió en dos. Sebastian la estrechó en un fuerte abrazo. Cayeron los dos riendo en la cama.

Y cuando hubo terminado él simplemente la poseyó. La poseyó y la bendijo, en un momento donde el mundo exterior dejó de existir.

Finalmente, se movieron. Sebastian rodeó su oreja con el dedo, apresando un rizo dorado que le caía por la mejilla. La sonrisa de Devon se volvió trémula y tenue a la vez. Sus labios se partieron en dos. Intentó pronunciar alguna frase casual, pero viendo su ceja levantada, comprendió que la había descubierto.

Incapaz de detenerse, hundió su cara en la amplitud de sus hombros. Con los nudillos, Sebastian frotó la aterciopelada curva de su mejilla.

—¿Qué es? —murmuró—. Puedes decírmelo, Devon. Puedes decirme todo. ¿Lo sabes? —Enredando los dedos en su pelo, inclinó su cabeza hacia atrás para poder verla.

Le dolía respirar. De repente, se vio incapaz de alejar el temor que se había instalado en su pecho. Le amaba. Le amaba mucho, pero ¿adónde le conduciría ese amor? «Ay, Sebastian —luchó para no llorar—, ¿qué pasará después?» ¿Intentaría casarla con alguien? No. No podía. Ella no lo haría.

Pero ¿qué pasaría con él? ¿Qué pasaría con su búsqueda de esposa? ¿A quién elegiría?

—Devon —dijo dulcemente. Intensamente.

Ella tragó saliva.

—De acuerdo, entonces —le dijo, en voz muy baja—. Cuando saliste esta mañana, tuve miedo.

—¡Miedo!, ¿de qué?

Desvió la mirada.

—Pensé que te arrepentirías por lo de anoche —tomó aliento—, arrepentido de que nosotros...

—Calla. Calla. Y ahora, mírame. No, no mires a la ventana que hay detrás de mí. ¡No mires mis orejas! Así, ahora está mejor.

Accedió contra su voluntad. No había ninguna duda en la seriedad de su expresión. Sin embargo, había algo en el fondo de sus ojos, las trazas de estarse divirtiendo.

Devon se hundió en un suspiro.

—¿Estás tratando de hacerme reír?

—No sé —respondió—. ¿Lo estoy consiguiendo?

Devon no se rió, pero sonrió al menos ya que no pudo remediar el gesto en sus labios.

Sebastian le devolvió la sonrisa, la suya como si flotase. Con la uña del pulgar le acarició la mejilla.

—No me arrepiento —enfatizó—, no me arrepiento de nada en absoluto.

La ternura que transmitieron sus ojos le hizo casi perder el aliento.

—¿De verdad? —Empezó a tocar con la mano la barba incipiente de su mejilla. Él la atrapó y la besó en la palma, para después enredar los dedos con los suyos en un nudo fuerte y apasionado.

Su mirada la paralizó.

—Devon —dijo en voz muy baja—, lo que pasó anoche fue muy importante para mí. Y me gustaría saborearlo. —Se detuvo, y ella sintió que se había quedado sin palabras—. Acepta que lo que compartimos fue algo muy raro. Algo único. Lo sabes, porque fue así.

—Lo sé —suspiró.

—No quiero que nada lo estropee. ¿Estamos de acuerdo?

Devon asintió en silencio, incapaz de hacer otra cosa. Impresionada por la red que aprisionaba su mirada, en aquel momento hubiese sido incapaz de negarle nada. Su ronca declaración le había ablandado el alma.

Unos dedos esbeltos se deslizaron por el remolino de su pelo. La besó en un beso largo y profundo. Ella suspiró, como si le hubiesen volteado la piel. Pasó un buen rato hasta que Sebastian levantó la cabeza. Se miraron el uno al otro, cada uno con una sonrisa estúpida en los labios.

—Bueno —murmuró Devon al cabo de un rato—, supongo que debería levantarme.

—¡Quédate donde estás! —fue su orden vehemente—, soy yo el que se vuelve a la cama. Me siento extrañamente perezoso hoy.

—¡Perezoso! ¿Tú? —Lo había dicho no tanto como una broma—. Eres un hombre muy ocupado. Estoy segura de que tendrás correo que atender, negocios que firmar y esas cosas.

—Todo eso puede esperar. Pero tú no. Y te lo advierto. Podríamos muy bien estar toda la semana sin abandonar esta habitación.

—¡Una semana! ¿Y qué pasaría con tu trabajo? ¿Con tus obligaciones?

—Al diablo con el futuro. Al diablo con el deber. Te tengo para mí. Toda para mí solo. Y voy a tratar de aprovecharme de eso.

Empezó a quitarse el traje, pero ella le detuvo con una protesta.

—No —dijo—, déjame a mí.

Sus dedos se introdujeron bajo las hombreras de su levita, recorriendo la fortaleza de sus hombros, deslizándose por su cálida y tersa piel.

—¿Pretendes superarme, mi buena mujer?

Él se había reído de ella hacía solo un momento, por lo que le pareció justo devolverle la jugarreta.

—Así es, mi buen señor —contestó.

—¿Recuerdas anoche? —murmuró con satisfacción—. Dijiste que te alegrabas de que no fuera de día. Te daba vergüenza que te viera a la luz del día, creo.

—Así es. Pero creo que he cambiado de idea. De hecho —aseguró—, me pregunto cómo serás a la luz del día. —Se detuvo, un poco aturdida por su atrevimiento—. Desnudo —enfatizó.

Él le siguió el juego.

—Pero no lo estoy —dijo—. Desnudo, quiero decir.

—No, aún no. Pero lo estarás pronto. Y entonces, señor, bueno, podré ser yo la que te coma con los ojos.

Sebastian se rió abiertamente.

—Creo que he oído una promesa de sensualidad en tu voz. —Creo que estás en lo cierto. —Con valentía, retiró la levita de sus hombros.

Sus ojos se oscurecieron.

—Devon —susurró—, eres tan hermosa.

—Tú también.

—Yo no. Yo soy...

—Lo eres —insistió. Y como para convencerle, desató con convicción el nudo de la cintura de su pantalón.

—A tu lado, me siento como un gran patán.

—Ah —exclamó Devon, con los ojos brillantes—, pero eso me gusta. Me gusta que seas tan grande y tan fuerte. Me haces sentir segura y cobijada. Y, sobre todo, me gusta esto. —Rozó con la yema de sus dedos el vello oscuro de su pecho y sonrió en dirección al gris plateado de sus ojos.

Él la deseaba, pensó, entusiasmada por la revelación. Sebastian la deseaba.

—Esta misma mañana, pensaba en la primera vez que te vi. Parecías tan estirado e impecable, tu levita estaba tan bien planchada, sin una arruga. Nunca pensé que tu pecho estaría cubierto de este maravilloso vello. Me gustaba cuando te quitabas la chaqueta, cuando te remangabas la camisa. Solía mirar tus brazos, tus manos. E imaginaba cómo sería el resto de tu cuerpo.

—Devon —dijo casi sin respiración.

Las sábanas habían descubierto su cuerpo hacía rato. Inclinada hacia él, presionó con sus pezones el vello oscuro de su pecho. Se movió, montándose con cuidado a horcajadas sobre sus caderas. Tocó con su boca el hoyuelo de su barbilla, dejando que su lengua hiciera parte del recorrido.

—¿Sabes —dijo con una risa picarona—, que siempre he querido hacer esto?

—Por Dios, Devon. —Unas manos fuertes agarraron posesivamente la diminuta cintura—. ¿Tienes idea de lo que me estás haciendo?

—¿Qué, mi buen señor? ¿Qué te estoy haciendo?

—Mira hacia abajo, querida.

Obedeció sin pensar. Sus ojos se abrieron.

—¡Ay!, no —carraspeó.

—¡Ay!, sí —Sebastian dio un rugido—. ¡Ay!, sí.