Capítulo XXVI
Resulta que el señor y la señora Wither habían salido en el coche, con Madge al volante, a jugar al bridge con el doctor Parsham. A Viola ni siquiera la habían invitado. Esto se debía a que ella no sabía jugar al bridge, algo en lo que los Parsham eran unos auténticos expertos. De modo que, después de cenar, se fue sola al salón a releer El chico con alas,[30] y de hito en hito miraba por la ventana, contemplando los árboles que poco a poco se iban difuminando en el moribundo atardecer. El salón, presidido por una piel de oso que relucía como un parche de nieve delante de la chimenea vacía, estaba en penumbra salvo por la lámpara que había junto a su silla, que proyectaba una suave luz sobre su rubia cabeza. Seguía con la mirada puesta en la ventana, porque tenía la esperanza de ver volar algún cisne; a veces ocurría, sobre todo en primavera; además, desde su visita a los pantanos antes de Navidad, cuando los cisnes salvajes pasaron volando por encima de su cabeza, estos le fascinaban. Estaba preocupada por la pobre Catty, y se preguntaba si sus cartas obtendrían algún tipo de respuesta. Un pensamiento llevó a otro, pero Viola lo abortó: intentó no recordar que Victor se casaría exactamente al cabo de quince días… Entonces sonó el teléfono.
Era extremadamente raro que alguien llamara por la noche a The Eagles, así que Viola dejó su libro a un lado, miró la puerta y pensó: «¿Quién será? Supongo que Tina. Espero que no haya pasado nada».
Así que se sorprendió en cierto modo cuando Annie, que parecía más bien molesta por haber tenido que abandonar la sala del servicio y el serial de la radio para contestar el aparato, entró en el salón y anunció:
—La llaman por teléfono, señora Theodore.
—Oh. Muchas gracias, Annie. ¿Es la señora Caker?
—No, señora. Es… —Annie consiguió dotar a su rostro de la menor expresión posible—… es un caballero, señora.
Viola dejó caer el libro en la silla.
—¡Oh! Me pregunto quién demonios será a estas horas.
No adivinó quién estaba al otro lado del teléfono ni cuando levantó el auricular, ni cuando su voz profunda y dulce preguntó quién llamaba. Había madurado tanto desde el otoño que ya se había acostumbrado a no soñar despierta.
—¿Viola? Soy Victor Spring. Llamaba porque he recibido tu nota. Me gustaría hablar del tema contigo. ¿Puedes reunirte conmigo? Nos vemos en diez minutos, en el claro del bosque que hay bajando la colina.
Viola se aferró al auricular, que dejó caer lentamente (era de los antiguos) como si este también estuviera a punto de desmayarse, pero consiguió decir:
—De acuerdo, pero ¿dónde? ¿Dónde nos encontramos, quiero decir?
—Junto al arroyo. Cerca de la chocilla. Hasta dentro de diez minutos, entonces. Adiós.
Y colgó.
«Santo Dios —pensó Viola, que se había quedado petrificada junto al teléfono con las rodillas temblorosas mirando fijamente la alargada sombra pálida que constituía la ventana del descansillo—. ¿Qué hago? Santo Dios». Y durante un segundo entero pensó en no ir. Se estaba haciendo de noche y seguro que las sirvientas la veían y…
Dudó, pero de pronto pensó: «Si llega allí antes que yo, pensará que no voy», de modo que dio media vuelta y subió rauda y veloz a coger el abrigo.
Un instante después se escabulló sin hacer ruido al cerrar la puerta.
El crepúsculo hacía que el cielo brillara con la más misteriosa de las luces, la llamada «luz de la lechuza», en la cual es posible imaginar cualquier cosa. Todas las cosas blancas se veían inmaculadas; la carretera, un arbusto de espino en la linde del bosque, los zapatos de Viola y algunas flores que sobresalían por la cuneta eran también blancos como la nieve. Los árboles, no obstante, parecían muy oscuros y sus flores no eran ni verdes ni negras. La noche entera parecía refugiarse en ellos.
Cruzó la carretera y se adentró en el bosque. A medida que avanzaba, la calma se cernía a su alrededor y los árboles cerraban el paso a su espalda con capas y más capas de hojas inmóviles y aparentemente rígidas. Una lechuza pasó en vuelo raso y lento sobre su cabeza. Entonces oyó el riachuelo, que iba lleno por las lluvias de abril y saltaba por encima de las raíces de los árboles, y unas piedras que rodaban. Vio una camisa blanca que deslumbraba entre los árboles. Era Victor, que la saludó con la mano.
No llevaba sombrero, pero sí un abrigo ligero sobre un traje de etiqueta. Viola no pudo evitar sentirse encantada ante tal visión; aquello era muy romántico, pero, para su gran disgusto, se dio cuenta de que parecía enfadado.
Victor la ayudó a cruzar el riachuelo y, cuando consiguió llegar al otro lado, siguió sujetándole la mano y la atrajo hacia sí. Ella no opuso resistencia y se aferró a él en silencio durante un instante. Se besaron con los ojos cerrados.
Al fin Victor se apartó un poco, pero la siguió mirando a la cara, que ella tenía levantada hacia él. Entonces empezaron a besarse de nuevo. Ninguno de los dos habló, pero la cabeza de Viola bullía de millones de pensamientos. A su alrededor todo era calmo y fantasmal. Viola notó que sus besos eran casi de rabia. Quería romper el silencio, pero tenía miedo de hacerlo, y cuando sus avances se volvieron más bruscos, casi brutales, de repente sintió miedo de él. Exhausta, lo apartó de ella susurrando:
—No. No, por favor.
—¿Por qué no? —masculló él.
—Tengo miedo.
—Escápate conmigo, Viola.
Viola se lo quedó mirando. No podía creer que hubiera dicho aquello. Victor le dio una pequeña sacudida.
—¿Has oído lo que te he dicho? ¡Te deseo! Debes venir. Invéntate cualquier excusa y huyamos. Cogeremos un vuelo. Iremos a París… solos tú y yo.
—Pero tú… ¿qué ha pasado con ella? ¿Con esa chica?
—Oh, eso ya se ha acabado, gracias a Dios. —Su tono era áspero.
—¿Quieres decir que no vas a casarte con ella?
—No.
—¿En serio? ¿De verdad? ¿No será… una broma?
—No, no lo es. ¿Es que no entiendes lo que te digo? Quiero que te fugues conmigo, el próximo fin de semana. Estoy harto de todo esto. —Y la atrajo de nuevo hacia sí.
Pero ella se apartó un poco y, temerosa pero amablemente, estiró una mano y le agarró el brazo. Estaba tan oscuro que lo único que Victor veía eran las sombras de sus ojos en el borrón pálido de su cara. Con una voz temblorosa que denotaba dudas, esperanza y anhelos le preguntó:
—Tú… tú no quieres casarte conmigo, ¿verdad?
—No, gracias —replicó él en voz sorprendentemente alta—. No pienso atarme de nuevo tan pronto.
Ella entonces rompió a llorar. Se apartó de él tan bruscamente que dio varios traspiés y a punto estuvo de caerse.
—¡Oh, oh, cómo puedes ser tan horrible, tan malo conmigo! Nunca te he hecho nada, he venido como me has pedido…, y tú solo me tomas y me dejas cuando te viene en gana… Eres tan cruel… He llegado a estar tan harta de la situación que deseaba estar muerta… Y ahora me pides que vaya a París… París…, un lugar como París… Todo el mundo sabe lo que eso significa… Como si yo fuera una de esas chicas… No te intereso en lo más mínimo; te crees que como soy viuda y he trabajado en una tienda, puedes decirme lo que sea, que a mí no me va a importar… Crees que soy una mujer cualquiera, eso es lo que piensas, pero no lo soy… No soy una… Oh, oh, no puedo soportarlo… Deberías saberlo, deberías… ¡Yo no soy de ésas!
Se giró, trastabillando, llorando, con las manos en los bolsillos y la cabeza vuelta, y subió corriendo el camino que llevaba a su casa. Él dio dos pasos detrás de ella, luego se detuvo, se encogió de hombros y sacó su pitillera. Se limitó a ver cómo su blanca figura, ahora silenciosa, se perdía de vista entre los árboles.
Serio, dubitativo, más que avergonzado, inhaló el humo y se sentó desalentado en un tocón, tan cansado y abatido que ni siquiera se paró a pensar que el musgo le estropearía la ropa. Había sido un día larguísimo y agotador, y por si fuera poco un arrebato de rabia y otro de deseo lo habían dejado destrozado. Bostezó, hundió la barbilla en las manos y cerró los ojos. Podría haberse quedado dormido allí mismo. Al día siguiente tendría que deshacerse del piso, cancelar las invitaciones, devolver los regalos, lidiar con el padre de Phyl por teléfono y, conociendo a la madre de Phyl, con ella también. ¡Y además ocuparse de la nueva tontería que se le había ocurrido a Hetty…!
Volvió a bostezar. La oscuridad era casi total. El follaje primaveral emanaba un delicioso aroma a frescura, pero él solo aspiraba el humo del cigarrillo. ¡Mujeres! No le extrañaba que todo el mundo dijera que eran de lo peor. ¿Qué querían realmente? La mayoría de las chicas habrían aprovechado sin dudar una oportunidad como la que le había ofrecido. ¿Cómo iba a saber que ella era decente? Hoy en día casi ninguna lo era. La indignación de su voz lo había dejado conmocionado. Le hizo sentirse como un canalla. Pobre chiquilla, cómo lloraba cuando se estaba alejando. De repente le sobrevino una ola tan fuerte de deseo, de vergüenza y de anhelo que se puso en pie de un salto, apagó el cigarrillo de un pisotón y empezó a caminar de vuelta a casa, tan rápido como pudo en medio de las confusas sombras. Cuando casi había llegado, vio desde la linde del bosque a cuatro jóvenes que bajaban de un coche y recordó la fiesta, enfurecido.
Entró a hurtadillas en la casa y subió a su habitación. Allí se tumbó en la cama hasta que oyó que se preparaban para cenar. Entonces llamó para que le subieran algo de comer. Cenó delante de la estufa eléctrica. Estaba helado de frío y no paraba de bostezar. No podía remediarlo. Casi por primera vez en su alegre vida, llena de éxitos y organizada hasta el último detalle, se sintió realmente hundido.
Una creía que era un soso y la otra que era un canalla.
«Ver para creer —meditó, con la boca repleta de salmón ahumado—. Nunca habría imaginado que fuese ninguna de las dos cosas».
Pensó en Viola. Pobrecilla. Cómo lloraba. Estaba temblando. Había sido muy respetable, en parte, por rechazarle así, pero estaba seguro de que en realidad sí que quería venir, y de que sabía a lo que iba. No. Es que era decente, eso era todo. No quedaban muchas así. La mayoría eran unas… Pensaba que no estaba bien y por eso había dicho que no. Mmm… pura, eso era. Qué raro que la hubiera malinterpretado por completo. Sin embargo, a ella le gustaba que se besaran, no era como Phyl.
Era una buena chica, eso era. Muy bien, muchacho, se dijo. ¿No querías saber cómo eran? Pues ya lo sabes.
Supuso que no querría hablar con él nunca más.
Supuso que no debería habérselo pedido, pero, demonios, ¿cómo iba a saberlo?
Cómo lloraba. No estaba fingiendo.
Oh, maldición, pensó. Mejor sería que me diera un baño.
Y se lo dio.
Viola subió los escalones de la entrada con sumo sigilo para que las sirvientas no la oyeran y abrió la puerta principal. Estaba temblando de frío y tenía los ojos tan saturados de lágrimas que a duras penas veía por donde pisaba. El vestíbulo apenas iluminado con su suelo enlosado le resultó más frío que el ocaso primaveral de fuera; tenía la impresión de que nunca más volvería a sentir calor en el cuerpo. Solo ansiaba meterse en la cama y dormir. «Se creía que era mala… —se dijo—. Se creía que era una mala mujer…».
Dolorida como si hubiera recibido una paliza, sin un solo pensamiento claro en la cabeza, subió lentamente a su habitación y se encerró en ella.
A las diez y media volvieron los juerguistas, que habían disfrutado de una agradable velada. Si la que escribe esto supiera una palabra de bridge, ahora tendría una magnífica oportunidad para explayarse con unos cuantos apartes, pero como nunca ha sido capaz de descifrar sus enrevesadas reglas, el lector deberá conformarse con saber que el señor Wither había ganado cinco chelines, la señora Wither tres chelines y dos peniques, y que Madge había perdido seis chelines y diez peniques.
—Supongo que Viola ya se habrá acostado —observó la señora Wither colocando el cojín en la silla de Viola y devolviendo El muchacho con alas a la estantería—. Se ha dejado la luz encendida, qué chica tan descuidada. Bueno, querido, la verdad es que lo hemos pasado muy bien, ¿no crees? ¿Limonada o una copita de oporto? Aunque hoy hace bastante frío…
El señor Wither se tomó el oporto, al que estuvo diez minutos dando sorbitos mientras su esposa hacía lo mismo con una limonada helada y Madge engullía un paquete entero de galletas, con toda seguridad la forma más insustancial de alimento conocida por el hombre.
Los Wither se sentían razonablemente en paz. Estaban a punto de reconciliarse con Tina, que era la esposa de un hombre con una fortuna de ciento veinte mil libras, Madge los había llevado a casa de los Parsham y los había traído de vuelta sin que hubiera ocurrido ningún percance, el verano se acercaba y habían ganado ocho chelines y dos peniques entre todos jugando al bridge.
En consecuencia, cuando se metieron en la cama, a las once menos diez, estaban de bastante buen humor. El señor Wither incluso olvidó preguntarse, mientras se desvestía y cerraba bien la persiana para que la luna creciente no pudiera captar ni un ápice de su anatomía ni de la de su esposa, cómo estaría yendo su dinero, y Madge tarareó una canción mientras se cepillaba el pelo cortado casi al rape y se ponía un pijama con rayas muy anchas.
Cuando Fawcuss, Annie y Cook también se hubieron acostado y la casa se sumió en la más absoluta oscuridad porque la luna creciente se había escondido tras los árboles del bosquecillo, la puerta de un dormitorio de la segunda planta se abrió despacio y una persona bajó corriendo las escaleras. Llegó justo hasta la puerta trasera, la toqueteó a tientas, maldijo y por fin la abrió.
—¡Shhhh! —dijo para advertir a algo que al parecer se mostraba encantado de verla—. ¡Shhhh! —Y cogió a ese algo en brazos y le pidió que se callara. Este algo obedeció y la persona en cuestión volvió a subir las escaleras sigilosamente.
Ese algo se instaló cómodamente a los pies de una cama y las dos criaturas protagonistas de esta microhistoria conciliaron el sueño.
Pasaron tres horas. La luna había desaparecido ya totalmente, pero el campo durmiente permanecía iluminado por una fina y etérea luz estelar, el más raro de los resplandores, como si la propia oscuridad brillase. Y entonces, como siempre ocurría en las noches de tan rara magia, de las sombras del bosque surgió un hermoso canto silvestre, bellísimo pero inaudible para el oído humano.
De repente Polo alzó una oreja, se levantó de un salto y empezó a ladrar a la ventana.
Madge se sentó en la cama.
—¡Cállate! —le susurró furiosa—. Cállate, Polo. Échate, buen perrito… Silencio.
Pero Polo siguió ladrando. Ahora estaba agazapado ante la puerta, con la nariz pegada al suelo, gañendo, muy nervioso. Su cuerpo temblaba cuando Madge se agachó sobre él. Algo le pasaba. Llevaba meses llevándoselo a su habitación todas y cada una de las noches y nunca antes había hecho eso.
—¿Qué pasa, bonito?
Arriba, Annie se sentó en la cama de un respingo. «Maldito perro… Como se descuide va a despertar a todo el mundo…».
Olisqueó el aire, mirando fijamente la ventana oscura, por donde se veía una fina línea de cielo estrellado.
Humo… Un olor acre se colaba por debajo de su puerta y se oía un extraño ruido crepitante como de palos que traquetearan.
Annie volvió a olisquear. El perro ladraba ahora como un loco y en el piso de abajo escuchó ruidos confusos. De repente, al mirar la puerta, vio que la rendija estaba iluminada. Menguaba y se intensificaba de nuevo convertida en un horrible resplandor rojo.
Annie saltó de la cama y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego!
Cuando estaba llegando a la puerta dando traspiés, después de golpearse el dedo gordo en la oscuridad, lo que hizo que pegara un berrido, la puerta se abrió de par en par y apareció Cook.
—¿Annie? ¿Estás ahí? ¡Por amor de Dios, date prisa! ¡La casa está ardiendo! Es en el viejo trastero; todo está en llamas. No hay tiempo para coger nada… —Annie estaba tirando de los cajones de la cómoda donde guardaba sus pocos tesoros—. ¡Vamos!
Annie salió corriendo, cogiendo al vuelo un abrigo de detrás de la puerta.
El pasillo estaba repleto de humo. El resplandor procedía de uno de los extremos.
—¿Dónde está Renie? —El nombre de pila de Fawcuss era Irene.
—Todavía no se ha levantado. Estará dormida. Ve y despiértala, yo voy a bajar donde el señor. ¡Dios santo, Annie, el trastero queda justo encima de la señorita Madge! ¡Ruega a Dios que no se le caiga el techo encima!
Fawcuss, sin embargo, alertada por los ladridos y los gritos, ya estaba saliendo de su habitación al final del pasillo. Al ver el humo y notar el resplandor dio un grito breve pero muy agudo, luego se serenó, volvió a su habitación, cogió su Biblia, una fotografía de su madre, siete peniques y medio (sus únicos ahorros) y sus combinaciones de verano nuevas, lo envolvió todo en una toalla de mano y bajó pegando saltos las escaleras.
El vestíbulo estaba lleno de gente. Caras pálidas y alarmadas, aún muertas de sueño, miraban boquiabiertas cómo Fawcuss bajaba las escaleras a toda prisa con el atadillo en la mano. Gracias al Señor Todopoderoso, todo el mundo estaba allí: la señora, la señorita Madge y la señora Theodore. El señor, con una sola zapatilla puesta, estaba al teléfono. La señorita Madge llevaba algo bajo el brazo que se removió, y entonces, por un hueco de la manta, surgió una cabeza de orejas ladeadas y ojos muy brillantes. Era ese maldito perro. ¡Vaya sorpresa!
—Póngame con los bomberos. Sí… fuego. Aquí… aquí. En The Eagles, cerca de Sible Pelden, junto al cruce. Me llamo Wither… No lo sé. Parece que se está extendiendo…
¡Crash! Algo cayó en el piso de arriba.
—Ése debe de ser el techo del trastero. ¡Menos mal que ya había salido, señorita Madge! —gritó Annie.
—¡Shhhh! Callaos —dijo el señor Wither—. Sí, por favor. Cuanto antes.
Y colgó el auricular.
—Oh, Arthur —balbució la señora Wither—, ¿no hay tiempo para nada… para rescatar mi broche de granates? ¿Por qué no intentamos subir a por él…? Puede que no sea para tanto…
¡Crash! Algo más cayó arriba. Mientras todos miraban la escalera, temblando de agitación enfermiza, una gran vaharada de humo negro dobló la esquina y bajó rodando por las escaleras con insolencia. Bajó, terroríficamente irreal, hasta el vestíbulo helado y pulcro y se fue extendiendo poco a poco por las paredes en forma de neblina oscura. Todos retrocedieron tosiendo y medio asfixiados hasta la puerta de la calle, que Annie había abierto. Y salieron al aire dulce de la noche.
Polo, que intentaba zafarse de su ama, empezó a ladrar. Madge lo puso en el suelo y le pasó el cordón de su bata por el collar.
—Oh, ¿no hay nada que podamos hacer? —La señora Wither estaba llorando. Las lágrimas rodaban por su pequeña cara, a cada lado de la cual colgaba una pequeña trencita gris—. ¡Oh, Arthur, la casa! ¡Los muebles!
El teléfono sonó, y todo el mundo se sobresaltó.
—¿Diga? —La mano del señor Wither temblaba mientras sujetaba el auricular—. ¿Dentro de media hora? ¿Que no pueden venir antes? Vaya, está bien. Sí, eso parece. Se está extendiendo.
—¡Oh, señorita Madge! —gritó Fawcuss, que había salido al caminillo de la entrada—. ¡Está saliendo por su ventana!
Todo el mundo bajó los escalones, recorrió el caminillo y se quedó contemplando el magnífico espectáculo de las llamas, que saltaban como demonios tras las ventanas pulcramente revestidas de cortinas de uno de los dormitorios delanteros. Las cortinas estaban echadas, pero a través de ellas se vislumbraba un resplandor infernal.
—Me pregunto cómo habrá empezado —dijo Madge, que había vuelto a coger a Polo en brazos—. ¿Dices que fue en el viejo trastero, Annie?
—Sí, señorita Madge. En el viejo…
—Entonces deben de haber sido los hombres —afirmó el señor Wither muy nervioso—. Deben de haber estado fumando ahí arriba y la ceniza ha debido de prender algo, y estar recalentándose toda la tarde hasta que…
«Los hombres» eran los operarios que habían estado terminando de arreglar aquella mañana una gotera causada por las recientes y copiosas lluvias.
—Sí, seguro que ha sido eso —concluyeron todos, sin apartar la vista del fuego. Temblaban y pensaban apesadumbrados que todas sus pertenencias estaban siendo pasto de las llamas.
—Mamá, debes ponerte algo… Vas a pillar un resfriado de muerte —dijo Madge de repente. Aunque la casa estaba ardiendo y nadie era capaz de pensar en otra cosa en esos momentos, no quería que su padre se diera cuenta de que Polo había pasado la noche a los pies de su cama. Cierto, fue él quien dio la voz de alarma y el que probablemente salvó las vidas de todos los miembros de la familia, pero uno nunca sabía cómo iba a tomarse las cosas el señor Wither. ¡Podía hasta decir que Polo había provocado el fuego!
Le plantó a Viola en la mano la punta de la correa improvisada y corrió escaleras arriba.
—¡Margaret! ¡Vuelve aquí! —bramó el señor Wither.
Ella hizo un gesto con la mano, gritó algo y desapareció en el vestíbulo saturado de humo.
Dos minutos después apareció en la ventana más alejada de las llamas, en la que hasta hacía poco tiempo había sido la habitación de Tina y que ahora se había convertido en un almacén de cosas destinadas al Ejército de la Iglesia y al P. S. L.
—¡Todo despejado! Sólido como una casa —gritó Madge, que más bien parecía estar disfrutando del fuego—… Aunque bueno, parece que esta tampoco es tan sólida, ¿no?, ¡ja!, ¡ja! Vi, sube y échame una mano, ¿quieres? Todavía hay tiempo…
Y desapareció.
Viola le pasó Polo a Fawcuss e, ignorando los gritos del señor Wither y los gimoteos de su esposa, subió los escalones. Tenía la sensación de que aquello era una pesadilla, pues todavía estaba aturdida por el sueño. Solo llevaba puesta una fina bata sin mangas. Iba descalza y los dientes le castañeteaban de frío. ¡Que la casa ardiera hasta los cimientos esa noche si quería! ¡Ella se sentía tan mal que solo deseaba dormir y no despertarse más! Los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas mientras corría escaleras arriba, sujetándose la bata. Había humo por doquier.
Madge, cargada con mantas viejas, se encontró con Viola a medio camino por el pasillo. Afortunadamente, este no había sufrido daños.
—Toma… —dijo descargándolas en Viola—. Voy a volver para coger un montón de zapatos de papá. ¿Polo está bien? —añadió tosiendo.
—Sí. Date prisa, cada vez se oye más cerca.
El fuego, hasta ese momento casi silencioso, estaba empezando a hacer un ruido aterrador, como si se hubieran abierto las mismísimas puertas del infierno. El resplandor avanzaba sin descanso, enmascarado tras un humo denso, impenetrable y hediondo. Los viejos muebles, que llevaban treinta años limpiando con ceras inflamables, ardían ahora con virulencia. Mientras Viola esperaba en el rellano de la escalera, con los ojos ya casi cegados por el humo, notó como una repentina y feroz ola de calor avanzaba a toda prisa hacia ella.
—¡Madge! —gritó aterrorizada—. ¡Date prisa, por lo que más quieras!
—¡Ya voy… un momento!
El pesado cuerpo de su cuñada, envuelto en una manta, cargó con la cabeza agachada a través del humo y tiró una cascada de zapatos por la escalera; ambas trastabillaron detrás y se detuvieron abajo para recogerlos; luego bajaron los escalones hasta el jardín.
Las mujeres estaban acurrucadas al otro lado de la carretera, donde empezaba el bosque, contemplando el segundo piso, ahora en llamas, cuyo reflejo rojo titilaba en sus caras pálidas, y el señor Wither había ido al garaje, en la parte posterior de la casa, para sacar el coche. Tembloroso, envuelto en una manta que aferraba con fuerza y sintiendo cómo su viejo corazón le golpeaba el pecho, tanteó la puerta del garaje y pensó en el dinero del seguro.
—No llores, mamá. —Madge rodeó a la señora Wither con sus robustos brazos—. Podría haber sido mucho peor —le dijo mientras le daba palmaditas para consolarla—. Después de todo, estamos vivos. —Se oyeron murmullos de agradecimiento por parte de Fawcuss, Annie y Cook, en los que se podían distinguir referencias al Todopoderoso—. Nos habríamos quemado en nuestras camas si… —en tono desafiante, henchida de orgullo— ¡si no hubiera sido por Polo!
Pero la señora Wither no estaba escuchando.
—¡Oh, Madgie…! ¡Mi casa, mi preciosa casa! Tu padre y yo estábamos tan orgullosos de ella… Todo perdido.
—No, no lo está, mamá. Seguro que consiguen salvar algo. No llores más.
De repente, el frío y el agotamiento se apoderaron de todos ellos. Viola se restregó sus ojos doloridos y se tiznó la cara. A lo lejos, desde la carretera de Chesterbourne, les llegó la estruendosa campana de los bomberos.
Eran las dos de la mañana y la fiesta en Grassmere seguía en todo su apogeo. La señora Spring no tenía intención de que se alargara hasta ese punto, pues las emociones de la tarde habían empeorado tanto su dolor de cabeza que su plan era dar largas a sus invitados tan pronto como el decoro le permitiera y así poder subir a acostarse. Pero los invitados no se iban. Hetty, entusiasmada al saber que había ganado su particular batalla, había pedido que se sirviera champán, y eso avivó las ganas de fiesta de todo el mundo. Además, aquella noche resultó que ponían un programa de música de baile especialmente bueno en la radio, de modo que bailaron hasta que la emisora London Regional cerró su emisión, momento en el cual buscaron en el dial hasta que dieron con una banda de Budapest. La señora Spring, si bien seguía bastante preocupada por el escándalo que sin duda se produciría al día siguiente cuando se anunciase la ruptura del compromiso, se sorprendió al comprobar que, sobre las doce, estaba disfrutando de la velada y que su dolor de cabeza había desaparecido. La verdad es que se alegraba de que su querido Vic no se casara con aquella bruja. Y además, ¡a lo mejor a la siguiente no le importaba darle un nieto!
Varias horas antes, a las diez en punto, Victor había entrado en el salón con cara de pocos amigos, había explicado que había estado trabajando arriba y que sentía no haber bajado antes y luego se había puesto a beber champán sin cuartel. La bebida no parecía haber hecho mucho efecto en su estado de ánimo, pero al menos le había ayudado a pasar el rato y a evitar que se hundiera más si cabe en sus oscuros pensamientos, y eso ya era algo. Bailó un par de piezas con la chica más guapa de la fiesta y esta le hizo reír un par de veces, y en lugar de subir a acostarse como había sido su intención primera, se había quedado. A la una habían descubierto más comida dispuesta en la sala de día y todos los invitados, cuyas jóvenes caras estaban sonrojadas por la risa y el ejercicio, se habían sentado a comer mientras se insultaban mutuamente. La señora Spring no había podido evitar echarse a reír, embutida como estaba en su brillante vestido de lentejuelas negras, y Victor yacía repantigado rodeando con su brazo a la chica más guapa de la fiesta y compartía con ella su champán. Todo el mundo se estaba divirtiendo de lo lindo.
Sin embargo, cuando en el reloj sonaron las dos en punto, alguien dijo que tenía que irse a casa y aquello pareció aguar la fiesta. Los chicos recogieron sus abrigos, las chicas se amarraron sus pañuelos al estilo marinero sobre sus preciados rizos y todo el mundo salió a la parte delantera de la casa, donde estaban aparcados los coches.
Durante una de esas treguas que siguen a las riñas y las risas, alguien alzó la vista y vio un resplandor en el cielo por encima del robledal y, al mismo tiempo, en la lejanía, oyeron el sonido metálico de la campana de los bomberos.
—Debe de haber fuego en algún sitio.
—¡Qué va, hombre! Eso son los cascabeles de los trineos. Siempre prueban los cascabeles por aquí de madrugada. ¿No sabías que había una fábrica de trineos…?
—Qué gracioso eres, ¿no? ¡Mira! Allí… ¿no lo ves? Allí… ¡Ahora se oye otra vez! Debe de ser por aquí cerca.
—¡Debe de ser en The Eagles! —exclamó la señora Spring, plantada en el umbral envuelta en una capa de pieles mirando el cielo—. Sí, mira, Vic, brilla bastante… ¡Allí! Debe de ser The Eagles; es la única casa que hay por ahí.
—¿Y si echamos un vistazo? —sugirió un aficionado enardecido. Pero Victor ya había empezado a correr de camino al garaje.
Más tarde dijo que fue culpa del champán; entonces, solo supo que estaba mareado. No lo decía por decir; creyó que en cualquier momento iba a vomitar. «Por supuesto que está bien —pensó, mientras se subía de un salto al coche, arrancaba, salía del garaje dando un volantazo y pasaba a todo gas por delante de las caras perplejas de la verja camino de la carretera (“¡Hey, cariño! ¡Espérame!”)—. Por supuesto que está bien. Estoy quedando como un tonto… Me limitaré a ver si puedo hacer algo y volveré. A lo mejor ya ni siquiera está ahí…».
El coche abordó una curva a toda velocidad y derrapó perdiendo de vista la sólida parte trasera de un camión de bomberos. Todo estaba iluminado por un resplandor rosado, demoníaco y hermoso procedente de aquel horno dorado y negro en que se había convertido la casa. Las llamas se extendían en forma de enormes plumas doradas y alargadas, y emitían un solemne rugido. La carretera estaba inundada por el agua de los coches de bomberos. Cuatro sólidos chorros siseantes de agua plateada, firmes como puentes, susurraban en dirección al corazón del fuego. Una pequeña multitud de caras tiznadas y expectantes se arracimaba en la linde del bosque, al otro lado de la carretera. Había dos o tres coches aparcados y el doctor Parsham atendía a unos y a otros, acompañado de Chappy, que no estaba siendo de gran utilidad, pues lo único que hacía era olisquear con insistencia los tobillos desnudos de la gente y asustarla incluso más de lo que ya estaba. Pero el doctor Parsham estaba haciendo su trabajo, dándoles a los Wither remedios para la conmoción, consolándolos y ofreciéndose para hospedar a algunos de ellos, ahora sin techo, esa noche, una propuesta que fue muy bien recibida.
Sin embargo, Viola no estaba allí.
Victor se abrió paso entre la pequeña multitud y se dirigió al señor Wither, que contemplaba apesadumbrado cómo su casa ardía hasta los cimientos.
—¿Dónde está Viola? —le preguntó Victor.
El señor Wither estaba tan conmocionado que no le sorprendió en absoluto que el joven Spring apareciera de la nada y preguntara por su nuera.
—Santo Dios, ¿no está aquí? —gritó el señor Wither, poniéndose histérico—. Estaba aquí hace un minuto; la he visto; estoy seguro; creí que todo el mundo estaba a salvo. ¡Emmy, Emmy, el señor Spring! No veo a Viola por ningún sitio. ¿La has visto?
—Estaba junto al sendero hace un momento, señor —informó Fawcuss, que intervino desde las profundidades de una manta muy vieja del Ejército de la Iglesia llena de quemaduras de planchado—. Junto al bosque, señor, quiero decir. —Y se retiró una vez más al interior de la tienda.
Victor salió corriendo.
Pero Viola no estaba junto al sendero. ¿Era ella la que estaba allá en las profundidades del bosque, donde la rosada luz titilante se perdía en las confusas sombras? Tal vez sí. Fue dando traspiés hasta adentrarse en la noche, y gritó: «Viola, ¿estás ahí?». Poco después sintió que sus pies chapoteaban, vio por un instante el reflejo del cielo rojo en el agua entre los árboles tenebrosos y descubrió que estaba justo donde se había separado de ella, siete horas —cien años— antes.
No estaba muy oscuro. La hondonada estaba iluminada por una tenue luz de una belleza indescriptible, mezcla del fulgor del fuego y las estrellas. El olor a humo y el delicioso perfume de las hojas nuevas se intercalaban por rachas. Hacía mucho frío allí abajo y, de repente, un pájaro cantó cinco o seis notas muy altas y muy claras —el sonido más extraño posible a aquella hora y en aquel lugar— desde una de las ramas borrosas y ligeramente enrojecidas que quedaban por encima de su cabeza. Victor alzó la vista sobresaltado y, cuando la volvió a bajar, allí estaba Viola, sentada en el tocón donde él había estado sentado aquella misma tarde. Estaba envuelta en una vieja manta raída, y se tapaba la cara con las manos.
—Cariño… gracias a Dios que estás bien —dijo, arrodillándose a su lado y rodeándola con sus brazos—. Cariño —murmuró, intentando apartarle las manos de la cara—. Me he comportado como un auténtico canalla. ¿Me perdonas? No pretendía herirte. En serio. Por favor, Viola. Lo siento.
Ella permanecía en silencio con la cara tapada.
—Cariño. Viola. ¿Quieres casarte conmigo? Lo digo en serio. Por favor, Viola, di que sí. Te… te amo, esa es la verdad. Supongo que te he querido todo este tiempo… Por favor, Viola, ¿lo harás? No quiero a nadie más que a ti. Te quiero mucho. ¿Lo harás, Viola?
Entonces ella empezó a retirar las manos lenta y cautelosamente de su carita tiznada. Lo miró y asintió, dos veces.