Capítulo VII
En cuanto el señor Wither vio al señor Spurrey metido en el coche, se encerró en su estudio y nadie volvió a tener noticias suyas hasta la hora de la cena.
Aquel retiro, como el de un chamán que se concentra antes de practicar algún rito, tenía la intención de alarmar a las mujeres de la casa. Y bien que lo consiguió, así que, para cuando llegó la hora de la cena y la familia se sentó a la mesa, todos, salvo el propio señor Wither, estaban un poquito histéricos.
Hasta la siempre valerosa Madge se mostraba apagada. Era ya tradición en casa de los Wither que Madge nunca se exaltara, pero, aunque no se hubiera dado tal circunstancia, su madre y su hermana habrían jurado que Madge estaba mohína. Había pasado la tarde en el Club, había vuelto un poco taciturna y se había hundido en un sillón en un rincón apartado del salón, absorta en un artículo del Illustrated Fortnightly sobre la vida militar en la India, hasta que llegó la hora de la cena.
Antes de bajar, Viola y Tina coincidieron en lo absurdo que era preocuparse. Sabían que se merecían una buena reprimenda por haber llegado tarde a tomar el té.
Adujeron, bastante indignadas, que todo el asunto era sencillamente ridículo y que ya eran bastante mayorcitas (veintidós y treinta y cinco años, respectivamente, desde luego que ya no eran unas colegialas) para andarse con reprimendas.
Tina, previsora, buscó algún capítulo que hablara sobre padres e hijas en el libro de psicología femenina, pero lo que encontró (tras un pequeño texto al principio que advertía al lector de que no se escandalizara por lo que iba a leer) no parecía tener mucho que ver con su caso. El capítulo aconsejaba, básicamente, no encariñarse demasiado con los padres ni dejar que ellos se encariñaran mucho contigo. Como no había muchas probabilidades de que esta situación se diera entre el señor Wither y ella misma, Tina soltó el libro dando un pequeño suspiro; Viola lo recogió de la cama.
—¡Santo Dios! —dijo tras una pausa. El color le subió a las mejillas—. ¿Qué es esto? —se rió—. Quiero decir, ¿quién ha escrito esta bobada? —Miró la cubierta—. Oh, la doctora Irene Hartmüller. Una alemana, vaya.
—Vienesa en realidad. Bastante joven y de una inteligencia brillante.
—Pues a mí, por lo que veo, no me parecen más que tonterías. —Continuó pasando las páginas con cuidado—. ¡Pero bueno! ¡Santo Dios! ¡Vaya tonterías dice esta mujer! Es alemana, claro.
—¡Ay, Viola!
—¿Qué pasa?
—No creerás en serio que la mente de los alemanes es peor que la del resto de los mortales, ¿verdad?
—Por supuesto que sí. Todo el mundo lo sabe.
Tina suspiró. Aquellos arrebatos de estupidez supina que le daban a su cuñada de vez en cuando le parecían de lo más lógicos: no en vano, Viola había sido educada en una escuela del montón y la había abandonado en cuanto cumplió los dieciséis años.
—Bueno, la guerra fue culpa suya, ¿o no? —concluyó Viola malhumorada, arrojando de nuevo el libro sobre la cama.
Tina no dijo nada.
—¿Y qué me dices de todas esas atrocidades que hicieron —insistió Viola—, y de todos esos cadáveres que utilizaban para hacer sopa? Hay libros enteros que hablan de ello. ¿Por qué si no los llaman «los hunos»?
El gong que anunciaba la cena interrumpió su disertación. Y a pesar de que no se lo habían tomado muy a pecho, ambas bajaron las escaleras un poco enfurruñadas la una con la otra.
Cuando el señor Wither estaba furioso, casi nunca la emprendía directamente con el pobre diablo que le había importunado. Abría fuego sobre cualquier otro objetivo propiciatorio, lo más alejado posible del verdadero, y esquivaba en un primer momento al auténtico merecedor de sus invectivas, al que atacaba de improviso cuando este creía que el peligro ya había pasado.
Aquella noche, en la tranquila estancia de espléndido mobiliario sin vida, mientras el resplandor primaveral del crepúsculo iluminaba las oscuras ramas peludas de la araucaria, el señor Wither rompió su prolongado silencio:
—Hoy he tenido que volver a escribirle a Jameson acerca de ese tipo.
El señor Jameson era un viejo conocido de los Wither. Ahora era el alcalde de Chesterbourne.
El señor Wither tenía agachada la cabeza sobre un plato de repugnante bacalao grumoso cubierto de una pasta blanca. Su postura dejaba a la vista los dos anchos mechones de pelo ralo que adornaban su nuca.
—¿Te refieres al Ermitaño, querido? —La señora Wither sabía de antemano de qué se iba a quejar su marido antes incluso de que este abriera la boca.
—Bah, ese tiene de ermitaño lo mismo que yo —salmodió el señor Wither, partiendo un trocito de pan—. Ese tipo es un farsante. Se pasa el tiempo en esa taberna del cruce… ¿Cómo se llama? ¡The Lion! The Green Lion. Hoy mismo me lo encontré allí, en plena mañana, emborrachándose con una panda de gamberros. Y tuvo la insolencia… —el señor Wither dio un sorbito a su tónica—, la insolencia de hacer un comentario sobre mi bastón. ¡A voz en grito! —añadió en tono lúgubre.
—Oh, ¿y qué te dijo? —se atrevió a preguntar Tina.
—No me paré a oírlo —respondió con altivez el señor Wither—. No le hice ningún caso. Seguí mi camino.
Hizo una pausa. El señor Wither pasó su plato para que le sirvieran más grumos. No había mirado ni una sola vez a Tina ni a Viola en lo que llevaba de noche y, aunque ellas conocían sus triquiñuelas, poco a poco sus miedos se fueron aplacando. Tal vez el Ermitaño hubiera logrado desviar la atención…
—Cualquiera sabe de qué vive ese —añadió la señora Wither, pestañeando nerviosa. Sabía que se avecinaba una tormenta.
—Pues de qué va a vivir. De la amabilidad de los tontos —dijo el señor Wither en el mismo tono monótono sin dejar de masticar.
—De vez en cuando ayuda al coronel Phillips, le cultiva las tierras —anunció Madge, levantando sus párpados enrojecidos. Era la primera vez que habría la boca en la cena.
—¿Se puede saber por qué has estado llorando, criatura? —le preguntó de pronto su padre, inclinándose hacia delante y mirándola fijamente—. No me gusta que te exaltes.
—¿Yo? ¿Llorar yo? —dijo Madge poniéndose colorada como un tomate—. ¿Exaltándome? ¿A qué te refieres? Sabes muy bien que yo nunca me exalto. ¿Por qué diantres habría de hacerlo?
—No lo sé, pero tienes los ojos rojos —replicó su padre.
—Pues será por el viento. Hacía bastante frío esta tarde…
—¡Tonterías! —interrumpió el señor Wither—. ¡Excusas!
—Y suponiendo que me hubiera exaltado —sollozó Madge de repente; su cara se contrajo como la de un bebé y dos enormes lagrimones resbalaron por sus mejillas. Soltó bruscamente su servilleta—, ¿de qué me hubiera servido? Nunca me dejarás que tenga un perro. —Y volvió a soltar un sollozo.
Tres caras horrorizadas se la quedaron mirando desde tres lugares diferentes de la mesa.
El señor Wither, en cambio, ni se inmutó; se limitó a inclinarse sobre su grumosa tajada de bacalao y se la quedó mirando con cara arrobada.
—El coronel Phillips acaba de tener tres cachorritos de Sealyham monísimos —prosiguió con voz temblorosa—. De pura raza. Los vende por dos guineas y media cada uno. ¡Son una auténtica ganga! Déjame tener uno, padre, por favor… Vivirá en el patio. Te doy mi palabra. No dejaré que se meta en mi cama —sollozó—. Ay, padre, déjame tener uno. Di que sí, por favor.
El señor Wither se metió en la boca un trozo de bacalao sin cambiar de expresión.
—Vamos, padre, sé bueno —intervino Tina. Y se le escapó una imprudente risita histérica, lo que provocó que tanto la señora Wither como Viola pestañearan estupefactas y le dedicaran una mirada glacial—. Madge va a cumplir cuarenta años ya; es suficientemente mayorcita para saber cómo cuidar a un perro. Y además, me alegro de que haya roto el hielo porque —su voz continuaba temblando de modo estridente en aquel silencio sepulcral— yo quería pedirte algo también. ¡Quiero aprender a conducir!
El señor Wither dio un pequeño respingo en su silla, como si hubiera recibido un flechazo envenenado en salva sea la parte, pero siguió sin abrir la boca.
—No le va a hacer mal a nadie —insistió Tina con firmeza, en un tono más calmado; dos manchas rojas habían aflorado en sus delgadas mejillas—. Saxon puede enseñarme en su tiempo libre. Parece que tiene bastante —aquí adoptó un tono implacable— y, si me lo preguntas, no creo que el «señorito» Saxon merezca ganar cien libras al año por lo poco que hace.
—Tina, qué bruta eres —dijo Madge con voz temblorosa, sonándose la nariz—. Sabes que yo siempre he querido dar clases en condiciones. Eres una caradura por interrumpirme así. Padre, si la dejas conducir, tendrás que dejarme a mí tener el perro. ¿Lo harás? No sería justo que la dejaras a ella aprender a conducir y que a mí…
—Y por cierto, Tina y yo sentimos mucho haber llegado tarde al té —intervino Viola respirando con dificultad. Sonreía a su suegro con los ojos como platos—. De verdad que no ha sido culpa nuestra; nos cayó un chaparrón y un vecino nos tuvo que traer a casa. Si nos hubiéramos llevado el coche y Tina hubiera sabido conducir…
—Cállate, Vi —le espetó Tina entre dientes—. Padre, ¿por qué no dejas que Madge tenga el dichoso perro de las narices? No tienes por qué verlo si se queda en el patio. Y en cuanto a mí, tampoco es que me entusiasme la idea de aprender a conducir y todo eso, pero es que me pone enferma ver a Saxon holgazaneando todo el día de un lado a otro sin tener nada que hacer… Piénsalo; sería como matar dos pájaros de un tiro: yo tendría algo útil que hacer y él se mantendría ocupado…
—¿Qué pasa con el pudding? —exigió el señor Wither, levantando la cabeza y sorteando aquel mar de rostros agitados y surcados por las lágrimas para clavar su mirada en la señora Wither, que se llevó un sobresalto—. ¿O es que esta noche tampoco tenemos pudding?
—Sí, querido, de arroz con leche… —La señora Wither tocó el timbre.
Se hizo el silencio durante tres minutos mientras la robusta camarera preparaba toda la parafernalia del pudding. Madge trató de hablar, pero solo consiguió emitir un ruido de lo más siniestro; a Viola, al verlo, se le escapó un bufido nervioso. Cuando la camarera salió de la habitación, el señor Wither observó a su nuera por primera vez en la noche y la fulminó con la mirada. «Así que eres de esas que lo airean todo delante de los criados. Justo lo que me esperaba de ti…».
—¿Arroz con leche, cielo? —le preguntó la señora Wither a Madge, mirando con cariño, aunque con nerviosismo, su cara grande y lacrimosa. Madgie era su favorita y siempre lo había sido, a pesar de que estaba mal tener favoritismos con los hijos.
—No, gracias.
—¿Tina?
Tina negó con la cabeza.
La señora Wither miró con frialdad a Viola (aquel ruido que había hecho era espantoso, bastante incontrolado, ¿qué pensaría Fawcuss si la hubiera oído?).
—¿Te apetece un poco de pudding de arroz con leche, Viola, querida?
—Por favor —murmuró Viola, y los ojos se le anegaron de lágrimas.
¡Ay, las cenas con papá en casa, después de cerrar la tienda por la noche, friendo tomates en la cocina de gas mientras él le leía pasajes del periódico salpicado de aceite, y la habitación henchida de luz dorada, y las risas, y la calidez del amor paternofilial! Miró por la ventana y contempló el aburrido jardín que poco a poco iba colmándose de sombras.
Madge tragó saliva.
—Entonces, ¿me dejarás tener el perro, por favor, padre? Solo tienes que decir que sí o que no.
Su tono era más sosegado ahora, pero una sombra de decepción ante la negativa que intuía en los labios de su padre nubló su sudoroso rostro.
El señor Wither alzó la vista. Parecía cansado y molesto. La señora Wither lo había advertido desde el principio, pero (como sabrá el lector) llevaba un rato preparándose para ello.
—Todo lo que teníamos que hablar sobre este asunto ya está hablado, Madge. ¡No!
Apartó su plato medio vacío y se levantó.
—¡Querido! ¿No te vas a acabar el pudding? —exhaló su esposa, mirándolo expectante.
Él negó con la cabeza y se encaminó a la puerta.
—¿Y qué hay de mis clases de conducir, padre? —Tina habló con firmeza, alzando un poco la voz—. No hay razón por la que no deba darlas, ¿no te parece?
—¡Haz lo que te plazca! —dijo con un vozarrón y cerró la puerta a sus espaldas.
Tina rompió a llorar.
—¡Tina! ¿Se puede saber qué diablos te pasa? —Pero Tina se zafó del joven brazo protector de su cuñada y salió corriendo hacia la otra habitación dando un portazo.
La puerta del estudio de su padre estaba cerrada a cal y canto. Se la veía allí recortada, negra y cuadrada en el vestíbulo, donde la oscuridad empezaba a rellenar el alto hueco de la escalera. Subió a toda prisa al piso de arriba, se metió corriendo en su habitación y se derrumbó en la cama, temblando de histeria. Se sentía en cierto modo aliviada, pero en parte la embargaba la vergüenza.
La doctora Irene Hartmüller exhortaba a sus lectoras a enfrentarse cara a cara con sus propios deseos (por muy degradantes que estos fueran). Era la única manera de poder alcanzar la armonía mental, siempre y cuando no se perjudicara con ello al prójimo.
Durante semanas enteras, Tina se había estado enfrentando al degradante deseo de sentarse junto a Saxon en el coche y que ambos condujeran a solas por una carretera infinita bordeada de árboles estivales en flor. Ahora que su deseo parecía a punto de cumplirse, sin causarle graves perjuicios al señor Wither, se preguntó por qué había armado tanto alboroto. No era para tanto… aunque tenía que reconocer que aquel era un deseo un tanto peculiar.
Y también él, el mismísimo Saxon, lo había propiciado. ¿A qué se debía si no aquella mirada tan pícara que le echó una tarde, despojándose por completo de su máscara de chófer, como si ambos tuvieran doce años menos y ella siguiera siendo la misma delicada estudiante de arte que volvía a casa desde Londres los fines de semana, y él un muchachito salvaje con un jersey rojo lleno de agujeros?
Si no la hubiera mirado así aquel día cuando cruzaba el patio al volver de un paseo por el bosquecillo, nunca habría dejado que la imagen del joven cobrara tanto peso en su mente.
Ninguna mujer que se respetara a sí misma (pensó Tina con amargura, tumbada en la cama con los ojos aún húmedos por el llanto), ninguna mujer que hubiera recibido una educación decente albergaría sentimientos hacia el chófer de su padre así como así… Aunque lo conociera desde hacía doce años.
«Lo que ocurre es que no tengo a nadie a quien amar.
»Sé perfectamente lo que me pasa.
»Razón de más para que dé esas clases sin más tardanza: tan pronto como oiga su acento de Essex y vea que lleva las uñas sucias… Aunque no, tiene unas manos preciosas —escuchó que le decía una clara vocecita en su cabeza—; me gustaría pasear los dos cogidos de la mano…».
Dio un salto, ruborizándose aterrorizada; se dirigió muy resuelta a la ventana y se quedó contemplando cómo anochecía. De pronto, ¡el canto de un pájaro en el bosque ensombrecido! ¡Y otra vez! Fuerte y claro; después, el silencio.
En cuanto Tina se hubo ido, la señora Wither se levantó, fue hacia Madge y le dio una palmadita en el hombro.
—Mamá —dijo Madge apenada. A pesar de su habilidad para el golf y de sus setenta y cinco kilos, tenía el aspecto de una niña de quince años.
—Ya está, querida, ya está. Ya sabes que no debes hacer enfadar a tu padre.
—Sí, mamá, pero ¿por qué no me deja tener un perro? Prometo que no tendrá que cruzarse con él. Sé perfectamente cómo cuidarlo; para eso pasé aquel año en Roxbourne. Esos pequeñines son tan monos; tendrías que haberlos visto.
La señora Wither volvió a acariciarla, suspiró y bajó la vista al suelo.
Viola, que se sentía bastante avergonzada por el numerito familiar, permanecía sentada con los brazos apoyados en la mesa y miraba a su suegra y a su cuñada de un modo ausente.
—Viola, si has terminado, toca el timbre, por favor —le dijo la señora Wither con aspereza; y luego ella también salió.
—Qué lástima lo de tu perro, Madge —dijo la voz suave y profunda de Viola tras un minuto.
—Bueno, ya está. Siento haberme comportado como una idiota. —Madge se levantó y se abrió paso a empellones. Se cruzó con la camarera, que entraba en ese momento.
Viola continuó sentada. No se movió hasta que Fawcuss fue hacia ella con un cepillo y una bandeja y se puso a recoger las migajas; luego se levantó, dejó escapar un bostezo y estiró sus delgados brazos.
Una débil musiquilla entraba por la ventana, desde donde se apreciaba la puesta de sol. Eran las ocho y cuarto.
—¿Es esa tu radio, Fawcuss?
—No, señora —respondió Fawcuss, tras una pausa con la que pretendía demostrarle a la señora Theodore que las doncellas también tenían su alma y su intimidad, al igual que las dependientas que vivían de la caridad de sus superiores, por mucho que hubieran cautivado al señor Theodore, aunque tampoco es que el tipo fuera gran cosa.
—¿Y entonces de dónde viene?
—De Grassmere, señora. Saxon nos dijo que el señor Spring daba una fiesta esta noche.
—¡Vaya, qué bien! —murmuró Viola.
—Saxon nos contó que habían sacado la radio al agua —se le escapó a Fawcuss. En su voz se adivinaba un tono reprobatorio; como la mayoría de las mujeres nacidas en un pueblo fluvial de tamaño considerable como aquél, solo había estado una vez en lo que ella llamaba coloquialmente «El Agua», elemento que ella veía como algo intrínsecamente malo y peligroso.
—¿A las barcas, quieres decir?
—Sí, señora, eso ha dicho Saxon.
Por eso la música reverberaba por el ancho y manso río, atravesando el bosquecillo en su valle y vagando por el aire calmo de la noche.
Viola subió despacio las escaleras. Se sentía cansada.
Ensoñación… Aquella palabra suave, lánguida y rotunda describía exactamente su estado de ánimo en aquel momento, mientras contemplaba el valle en miniatura y pensaba en Victor Spring.
No era tan romántica, tan falta de sentido común y experiencia como para imaginarse a sí misma enamorada de un hombre al que había visto una sola vez y durante apenas cinco minutos. Sin embargo, ese simple incidente había hecho que calara hondo en su mente fantasiosa, ya de por sí alentada por toda la leyenda que se había forjado en torno a él casi desde que tenía uso de razón. Su impecable aspecto, la sólida elegancia de su coche y su atuendo, y el tono tajante e impaciente de su voz venían ahora a revivir el sueño que Viola, como todas las demás chicas de Chesterbourne, había tenido guardado en su recámara mental durante años.
Abajo, en el bosque, donde las copas de los árboles se habían teñido de un cálido verde rosado con la luz del crepúsculo, se oyó un repentino canto, dulce, alto y peculiar. «¿Qué pájaro será?», se preguntó, mirando el lóbrego laberinto de ramas. ¡Y otra vez! Fuerte y claro; después, el silencio.
La señora Wither, mientras tanto, cruzó el vestíbulo, donde las baldosas azules ya no se distinguían de las negras en la oscuridad, y llamó a la puerta del estudio del señor Wither. Como no obtuvo respuesta, esperó unos segundos y volvió a llamar. Entonces, sin esperar más, abrió la puerta con determinación y entró.
El pequeño cuarto estaba casi a oscuras; la única luz era la que arrojaba la puesta de sol a través de la única y altísima ventana, revestida de pesadas cortinas. El señor Wither se hallaba reclinado en su sillón, con las manos cruzadas sobre el estómago. Cuando su mujer entró, volvió la cabeza con recelo y preguntó:
—¿Eres tú, Emmie, querida? —Hablaba tan bajo y sonaba tan desanimado que la señora Wither se alarmó.
—¿Por qué no enciendes la luz, querido? —Vaciló, con la puerta entreabierta.
—No, no, ¿para qué tanta luz? —se impacientó él—. Vamos, entra y cierra la puerta.
La señora Wither entró y se sentó frente a él, en una silla pequeña y bastante incómoda. Durante un rato se hizo el silencio.
—¿No te encuentras bien, querido?
La señora Wither sabía perfectamente lo que le ocurría; no podía decirse que estuviera alarmada por el aspecto de su marido; estaba acostumbrada a verlo así de vez en cuando. Pero nunca lo había visto hacer nada como lo de esa noche: para él habría sido impensable dejarse el pudding sin terminar, y menos delante de las chicas. No era raro que les demostrara su malestar riñéndoles o guardando silencio, pero nunca jamás había osado romper con su habitual rutina. El pudding había que terminárselo, aunque las acciones de las empresas en las que invertía estuvieran cayendo como moscas.
—¿Quieres quizás un poco de bicarbonato? —sugirió la señora Wither al fin. Decidió otorgarle a su marido la debida oportunidad de decir que padecía una indigestión y así ayudarle a salvaguardar su orgullo.
Él negó con la cabeza. La señora Wither continuó sentada pacientemente en la oscuridad que cada vez se hacía más intensa. Su marido no tardaría en ponerse a hablar sobre lo que el tal señor Spurrey le había estado contando.
Ésa era la costumbre tras cada uno de sus encuentros. La señora Wither ya estaba preparada para sus brotes de mal humor y confiaba en aplacarlos como siempre había hecho, pero que el señor Wither se hubiera dejado el pudding sin terminar la había pillado completamente por sorpresa.
«Ya no puede soportar más golpes, más malas noticias. Ya no aguanta las peleas como antes. Pobre Arthur», pensó la señora Wither, suspirando en su interior. Y además, ¡qué mala suerte que las chicas hubiesen escogido justamente esa noche para hacerlo enfadar!
«Pero la culpa es del señor Spurrey, eso está claro. No tiene vergüenza, ya lo creo. Ninguna vergüenza».
Es difícil determinar qué función cumplía exactamente el señor Spurrey en la vida, pero nadie se había formulado nunca esa pregunta: en los círculos respetables y adinerados en los que se movía, la gente no se preguntaba cuál era la función de un solterón rico de setenta y cinco años de tranquilas costumbres, vivía en Buckingham Square y era atendido por cinco sirvientes.
Cierto era que el nombre del señor Spurrey aparecía asociado a un buen número de empresas ricas y acreditadas, aunque, para el trabajo que hacía en ellas, lo mismo daba que estuviera muerto. No le quedaba familia; era hijo único de un hijo único y sus parientes más lejanos hacía tiempo que habían muerto. Tampoco se le conocía ningún pasatiempo. Hacía un poco de todo. La gente era amable con él. De haber vivido en una tribu salvaje, lo habrían enterrado hasta el cuello y lo habrían dejado morir. Según dicen, los salvajes son criaturas lógicas salvo cuando se enfrentan a sus propios tabús. Pero la gente, por lo general, era amable con el señor Spurrey.
El mundo está plagado de criaturas semejantes, sin belleza, carácter ni cerebro, que no se reproducen, que no son ángeles ni demonios, ni siquiera humanos. Y, sin embargo, cuando nos enteramos de que una de esas criaturas ha cogido un resfriado, exclamamos: «¡Pobre hombre! ¡Es culpa de este maldito tiempo que está haciendo!», y cuando nos encontramos con él, le preguntamos qué tal está y le decimos que lamentamos haber oído que estaba enfermo.
Éste es uno de los discretos dones que la civilización, la más noble de las instituciones, concede a la humanidad. Parece poca cosa, pero si empezáramos a analizar con cierta lógica la función que cumplen todos los Spurreys del mundo, sin duda la civilización humana se echaría a perder.
Y no era fácil ser amable con el señor Spurrey, pues tenía un hábito de lo más inquietante: lo que más le gustaba en el mundo era asustar a la gente y cuando se quedaba a solas con alguien no le temblaba el pulso en meterle el miedo en el cuerpo hasta dejarlo aterrorizado.
Esperaba a que el mayordomo cerrara la puerta, los licores brillaran sobre la mesa o los panecillos humearan en el plato, a que la gruesa ceniza se desprendiera del cigarro y el té se dirigiera diligente a los ansiosos labios de su víctima; previamente se aseguraba de que la chimenea tiraba como era debido y de que no había corrientes molestas; entonces, y solo entonces, se inclinaba hacia delante y, fijando sobre su víctima una mirada que guardaba un sorprendente parecido con la de un loro de los mares del sur, bajaba la barbilla en un gesto funéreo y con voz baja y ronca espetaba:
—¿A que no sabe usted de lo que me he enterado esta mañana?
—¿De qué? —respondía la víctima a duras penas, indefensa ante aquella mirada acusadora, probablemente con la boca llena de pan y la mandíbula paralizada.
—De algo increíble —anunciaba el señor Spurrey—. Cuando lo oí… ¡santo cielo!… Juro que no pude dar crédito a mis oídos.
Pero por mucho que los menores de cuarenta se mofaran de las cosas increíbles que el señor Spurrey oía sobre Abisinia, o sobre la Justificación de los Recursos,[10] o sobre Hitler y Mussolini, o sobre el Armamento y el Fascismo, o sobre la Abdicación y España, o sobre las Áreas Especiales y la Defensa Aérea…[11] siempre acababan reconociendo que el señor Spurrey llevaba razón en el cien por ciento de los casos. Spurrey, no en vano, era especialista en soltar a bocajarro noticias increíbles, tan increíbles, que al oírlas uno difícilmente podía creerse que fueran ciertas… Hasta que uno comprobaba que lo eran.
«¡Madre mía! ¡El bueno de Spurrey me lo contó hace semanas y no lo creí!».
Pero al bueno de Spurrey no le importaba si se reían de él o no; lo que verdaderamente le gustaba era asustar a la gente y, para cuando había logrado convencer a su víctima con alguno de sus terroríficos argumentos, ya daba igual, porque ya estaba ocupado buscando a alguien más a quien asustar.
Eso era precisamente lo que había estado haciendo aquella tarde con el pobre señor Wither, con el resultado que el amable lector habrá podido fácilmente apreciar.
—¿Es por el señor Spurrey, querido? —preguntó a la postre la señora Wither, dejando de fingir.
—Me ha dicho unas cosas horribles —admitió el señor Wither con voz ronca—. Espantosas, en serio. Hacía meses que no bajaba a la ciudad, como bien sabes, Emmie, y no tenía ni idea de que…
—No creo que sean ciertas, querido —resolvió la señora Wither—. ¿Corro las cortinas?
Se abstuvo de preguntarle de qué cosas tan espantosas le había hablado el señor Spurrey: faltaban dos semanas para que se celebrara el Baile de las Enfermeras y no quería echarlo a perder antes de tiempo.
—Ay, Emma, sí que lo son —dijo el señor Wither, muy pesimista—. Spurrey siempre dice la verdad. ¡Un verdadero enigma! Es todo un enigma esa manera que tiene de saber siempre lo que va a ocurrir a continuación.
—Bueno, yo que tú no me preocuparía, querido —lo animó la señora Wither. Le habría recetado el mismo remedio a alguien que acabara de ingerir un veneno—. Sabes que no me gusta molestarte cuando estás tan apesadumbrado, Arthur, pero tal vez deberías pensarte lo del perro de Madgie, cariño. La haría muy feliz y así no te daría más la lata…
—Lo primero que haría es coger el moquillo…
—Madge dice que ya no lo cogen, querido; me parece que ahora cogen la histeria canina, creo que así la llamó.
—Peor —murmuró el señor Wither—. ¡Mucho peor!
—Oh, no, querido. No es tan contagiosa como dicen… y Saxon podría atenderlo, llegado el caso.
—Spurrey se ha quedado enormemente impresionado con Saxon. —El señor Wither salió de su letargo y su tono se volvió un poco menos lúgubre—. Me dijo que era un muchacho muy listo y que conducía muy bien. Al parecer, está bastante descontento con su chófer; alega que se está haciendo viejo.
—Bueno, el señor Spurrey también está envejeciendo; de hecho, esta tarde me ha parecido alguien viejísimo —dijo la señora Wither con malicia—; incluso me atrevería a decir que está perdiendo la cabeza y que se imagina cosas.
—Tonterías. Suena como si yo también estuviera envejeciendo.
—Bueno, querido… Volvamos a lo del perro de Madgie… ¿No crees que podrías dejarla? Es tan buena chica…
Silencio. El señor Wither se miró los pies con tristeza, aunque no pudo verlos debido a la oscuridad casi total que reinaba en la habitación.
—¿No podrías, Arthur?
—¡Madge siempre consigue todo lo que quiere! —dijo por fin—: una buena casa, dinero para sus gastos y total libertad de entrar y salir. Nunca me meto con sus partidos ni con sus entretenimientos; aunque esté convencido de que no le hacen ningún bien.
La señora Wither respiró hondo. Sabía, como mujer y como madre, que aquello no era, ni por asomo, suficiente. Lo que Madge necesitaba era algo o alguien en quien depositar su amor; pero eso era algo que jamás se le habría pasado por la cabeza decirle a su marido. No solo no lo habría entendido, sino que se trataba del tipo de cosas que uno tiene a bien no revelar, por si las moscas.
Siguió otra larga pausa. El eco lejano de la alegre música procedente de algún lugar al otro lado del valle se introdujo en la oscura estancia y flotó en el aire. La señora Wither descubrió que estaba totalmente abatida. Se estremeció.
—Bueno, supongo que puede tenerlo… —aceptó a regañadientes el señor Wither—, pero dile que como vea una sola vez al perro en casa, lo mando sacrificar.
—Claro que sí, querido; se lo haré saber a Madge; estoy segura de que ella procurará que nunca entre y te importune.
Sin embargo, no las tenía todas consigo.
El corazón le dio un vuelco ante la posibilidad de que aquello desembocara en algún tipo de escena turbulenta; se imaginó a Madge sacando al perro por la cristalera al tiempo que el señor Wither entraba por la puerta, subiendo al perro subrepticiamente a su cuarto, al señor Wither tropezándose con huesos roídos en el baño, se imaginó zapatillas destrozadas, charquitos de orín en sitios escogidos y estratégicos que el señor Wither no podría esquivar de camino a su almuerzo, se imaginó facturas y más facturas del veterinario por pollos muertos en el vecindario, a Madge histérica porque su padre había decretado que el perro debía morir, y sobre todo se imaginó ladridos y ladridos a las tres de la mañana, además de una más que posible camada de cachorros que se repetiría dos veces al año.
—Qué bueno eres, querido. Y ahora ven al salón; aquí hace un frío que pela. Le diré a Fawcuss que te traiga una copita de oporto.
—Enseguida voy; espera que cierre las cortinas. De todos modos, no quiero nada.
No obstante, mientras se dirigía lentamente hacia el salón, se regocijó con placer pensando en el sabor del oporto así que cuando la sorprendida Fawcuss le trajo una copa en una antigua bandeja de cristal que había pertenecido a su padre, no pudo evitar sentirse infinitamente mejor.
«Emmie es una buena esposa para mí, una esposa excelente», pensó de súbito el señor Wither. Y luego, como una gélida ráfaga de viento: «¿Qué voy a hacer cuando no esté?».