Capítulo XIX

Viola, a pesar de su naturaleza amable, se sentía un poco indignada tras los acontecimientos de la noche del viernes. En medio de los arranques de llanto que le ocuparon buena parte del sábado y del domingo, se consolaba diciéndole a la almohada que Victor era un animal. Había dejado de ser Él para convertirse en una Bestia. Por supuesto, había sido muy amable al invitarla a champán y al llevarla en su coche, pero ¿por qué había tenido que hablarle de su maldito compromiso?

«Ahora que me estaba recuperando, va y lo echa todo a perder. Ahora sí que tengo roto el corazón y quisiera morirme. Antes no lo deseaba porque tal vez ocurriese algo maravilloso y no quería perdérmelo, pero ahora que ha ocurrido y se ha chafado, quisiera estar muerta».

Sin embargo, los hoteles no están hechos para llorar. Las camareras entran y salen continuamente con la ropa limpia y tratan de no mirar a la desolada figura que está en la cama; hasta que, de pronto, la desolada figura opta por levantarse.

La indignación de Viola la llevó a sentarse para leer en el Palm Lounge con los párpados hinchados, a dar paseos junto al mar, que de repente se había tornado triste y otoñal, incluso a aceptar un café en compañía del señor Brodhurst el domingo por la mañana. La señora Brodhurst había tenido que partir a Londres con urgencia porque su madre estaba enferma. El señor Brodhurst parecía admirar a Viola y eso la confortaba. Le dijo que debía jugar al golf, que tenía la figura perfecta. «Esbelta pero con curvas», dijo el señor Brodhurst. No pudo evitar una triste risilla para sus adentros al pensar en cómo Shirley tildaría al señor Brodhurst de V. V. Y de tener la mano muy larga.

Con todo, a pesar de la indignación y del señor Brodhurst, se sentía muy sola y deprimida, y se alegró sobremanera cuando por fin vio a Tina el lunes a la hora del almuerzo.

Tina no tenía cara de haber pasado un horrible fin de semana con el marido inválido de una vieja amiga de la escuela. Estaba un poco ausente, como Viola la había visto otras veces cuando planeaba qué nuevo conjunto ponerse o cuando aprendía un nuevo tipo de bordado, pero parecía alegre y tranquila. Se percató al instante de que algo le pasaba a su cuñada y le preguntó con cariño. Viola rompió a llorar y le contó su triste historia.

Tina fue amabilísima con ella. No le dijo que se recompusiera ni que cultivara una nueva afición ni criticó demasiado a Victor para que Viola no tuviese que defenderlo. Su excitante y consoladora opinión era que Victor estaba enamorado de ella y luchaba contra sus sentimientos.

—¿Por qué? —se extrañó Viola.

—Bueno, supongo que piensa que no eres la persona adecuada: no tienes dinero y esas cosas…

—¿Crees que le importa que haya trabajado en la tienda? —Se puso colorada.

—No me extrañaría. La gente se preocupa por ese tipo de cosas —le explicó amargamente—. No tanto como antes, menos mal, nada que ver… Las personas inteligentes de hoy en día ni siquiera las tienen en cuenta. Pero en el campo y entre los ricos todo es diferente, sobre todo entre los nuevos ricos como los Spring. El viejo Spring hizo fortuna en la guerra.

—¿Ah, sí? Ajá… Ahora recuerdo que papá me dijo…

—Sí. Mermelada para las tropas o algo así.

—¿Entonces crees que seguirá pensando que no soy la persona adecuada y se casará con ella? —Las lágrimas volvieron a aflorar a sus ojos.

—Eso me temo, Vi. Verás, los hombres como Victor Spring son sensatos respecto al matrimonio de un modo que la mayoría de las mujeres sencillamente no logra comprender. Quieren a alguien que sepa gobernar una casa grande, que sepa entretener a la gente más llamativa y elegante y que le haga quedar bien. Y por lo que he visto de esa bruja de Barlow, encaja en el papel a la perfección. Difícilmente la llamaría ser humano, pero sabe hacer todo lo que él quiere y la conoce desde hace años (ya oíste lo que dijo su prima), así que… Bueno, es más adecuada. Tú no podrías encargarte de una casa grande, por ejemplo.

—Podría si tuviera los sirvientes adecuados. Shirley dice que todo se reduce a eso.

—No podrías dirigirlos. Eres demasiado blanda.

—Pues lo dejaría todo en sus manos y en las de un ama de llaves.

—Bueno, sí, es una idea. Podría funcionar, pero no creo que te dé la oportunidad, cielo. Es una desgracia y creo que se ha comportado de un modo deleznable, pero me temo que tendrás que resignarte a seguir pensando en él durante mucho mucho tiempo. A menos, claro está, que aparezca otra persona.

La conversación acabó con esta nota melancólica y, como Tina había de marcharse de nuevo aquella tarde a ver a Elenor, no volvieron a hablar de Victor ese día. Aunque, por una parte, le había minado enormemente la moral al mostrarle las escasas probabilidades de que Victor se casara con ella, por otra parte también le había insuflado ánimo al insinuarle que estaba enamorado de ella. Viola ni siquiera se atrevía a pensar que eso fuera verdad. Solo esperaba que al menos le gustase, y le agradó la idea de que Victor luchase contra sus sentimientos. Lo imaginaba demacrado y rendido, y a la señorita Barlow preguntándole: «¿Qué te pasa?», mientras él se mordía el labio hasta hacerse sangre y murmuraba: «Nada», soltando un suspiro que era casi un lamento.

Sin embargo, a pesar de estas reconfortantes ensoñaciones, su última semana en Stanton fue de todo punto deprimente pues hizo un tiempo espantoso que inundó septiembre de lluvias abundantes. Adrian Lacey se puso tan enfermo que ni Tina podía ir a visitarlo y el viernes, antes de la vuelta a casa, le dijo a Viola que Elenor le había comunicado mediante un mensaje telefónico que el pobre había fallecido plácidamente mientras dormía la siesta. Tina no asistiría al funeral; estaba demasiado apenada. Elenor vendería el bungalow y se iría a vivir a Malta con su hermana y el marido de esta.

Aquello puso fin al asunto de los Lacey y, entre el funeral, el tiempo y su propia tristeza, Viola se sintió realmente aliviada cuando Saxon detuvo el coche en la puerta del White Rock el sábado por la mañana. Ansiaba volver a casa. Deseaba ver de nuevo a Polo, al que había cogido mucho cariño, y, además, estaría veinte millas más cerca de Grassmere.

—Buenos días, Saxon.

—Buenos días, señora Theodore.

Saxon parecía tan contento y bronceado que tal vez hubiera estado también en la playa.

—¿Has tenido unas buenas vacaciones?

—Buenísimas, gracias, señora Theodore.

—¿Dónde has estado?

—Vi, cielo, ¿por qué no me traes los guantes, por favor? Debo de habérmelos dejado en la mesa de la oficina al pagar la cuenta —interrumpió Tina, y Viola corrió a por ellos, aunque al final los encontraron en el coche.

En menos de una hora estaban en casa.

El señor y la señora Wither y Madge habían regresado la víspera por la noche, con el cuerpo y el espíritu renovados por el aire de los Lagos y, como Tina y Viola eran presa de la súbita emoción de hallarse de nuevo rodeadas de sus propias cosas, el almuerzo comenzó siendo casi un acontecimiento feliz. Cuando Viola les dio la noticia de la muerte del pobre Adrian Lacey, el recital melancólico apenas si duró unos instantes. La señora Wither comentó que le parecía recordar que había conocido a Elenor el día del reparto de premios en la antigua escuela de Tina: «¿No era alta y morena con gafas de concha?». Tina le contestó que sí y la señora Wither añadió: «Pobrecilla, qué triste. ¿Tienen hijos?». Tina dijo que no y, justo cuando la señora Wither estaba diciendo que quizás fuese una bendición, el señor Wither la interrumpió para preguntarle si se había acordado de pedir el carbón, de modo que los Lacey fueron excluidos de la conversación.

Por la nítida cristalera, que Annie había limpiado con esmero el día anterior justo antes del regreso de la familia, Viola contemplaba el lúgubre jardín. Carbón… Hojas amarillas sobre la hierba mojada… Dalias marchitas. Se acercaba el invierno. El débil atisbo de emoción que había experimentado al volver a The Eagles se fue desvaneciendo a lo largo del almuerzo en aquel sombrío comedor profusamente amueblado, y con aquellas aburridas caras familiares alrededor de la mesa. Todos tenían algo que contar sobre sus vacaciones, y lo contaron, pero Dios sabe que ciertas historias nunca interesan a nadie… excepto, claro está, a quien las cuenta, por lo que Viola, tras varios «¿Ah, sí? ¡Santo Dios!», dejó de prestar atención.

Hacia la hora del té, cuando ya había deshecho el equipaje y ya había colocado su ropa, después de haber mimado una pizca a Polo y de haber sabido por Fawcuss que la casa de los Spring seguía deshabitada con la única excepción del jardinero jefe (el señor Rawlings), que decía que la familia iba a quedarse en la ciudad hasta después de las Navidades, a Viola le pareció que llevaba semanas en The Eagles. A la hora de la cena tuvo la violenta impresión de que en realidad no se había marchado nunca. Las horas se sucedían eternas y monótonas tornándose en días, y los días formaron una semana, y después otra. No había ninguna emoción, salvo algún encuentro ocasional con lady Dovewood en Chesterbourne o una taza de té con los Parsham o, muy de vez en cuando, una visita dominical a la iglesia con el señor y la señora Wither por insistencia de su suegra. Con todo, le encantaba la pequeña y vieja parroquia. En ocasiones paseaba hasta allí con su padre los domingos por la tarde y era allí donde había soñado que se casaría con Victor Spring. Aunque a veces le causaba tristeza, curiosamente también le alegraba el ánimo. Se compró algunos trajes de invierno (el señor y la señora Wither debieron de pensar que se los traían los cuervos, los mismos que llevaron comida al profeta Elías, pues nunca le preguntaban de dónde sacaba el dinero) y un día fue a la ciudad a ver a Shirley, que estaba muy gorda, aburrida y enojada, esperando a su bebé.

El tiempo se le hacía interminable, soporífero y triste. El otoño había llegado, con sus neblinas ondeando sobre la plana campiña surcada por el río, que parecía ir creciendo sigilosamente a medida que se acercaba el invierno. No había novedades de los Spring, solo que se lo estaban pasando de fábula en Londres. Y Viola, sin noticias, sin esperanza y sin nadie con quien hablar, se consumía en el interior de la casa.

Su infelicidad era más profunda y más genuina que en verano, y quizás fuera consciente de ello en medio de su confusión pues ya no se recreaba en ella, sino que trataba de mantener la mente ocupada y no ceder espacio a la tristeza.

Releyó Noche de reyes y Como gustéis, pero, a pesar de que le consolara el hecho de que la otra Viola se hubiera vuelto loca por un joven rico enamorado de una chica maravillosa y lo hubiera pasado fatal aunque al final consiguiera estar con él, y a pesar de que Como gustéis fuera una obra histórica que sucedía en un bosque muy parecido al bosquecillo que se extendía al otro lado de la carretera, las obras eran tan difíciles de comprender cuando no era la bonita voz de su padre quien se las leía que, por mucha determinación que tuviera, no había podido acabarlas. A pesar de todo, se dedicó a la costura y aceptó que Tina le enseñara a bordar de la manera más básica, además de un poco de francés.

Tina estaba bastante rara desde que volvieran de Stanton. Era otra. Viola esperaba que tuviera el ánimo por los suelos debido a la muerte de Adrian Lacey, pero estaba contenta y serena, aunque en ocasiones su cuñada (cuando emergía de su propia infelicidad) la pillaba con cara de preocupación. Cada día salía a dar un largo paseo, a veces en compañía de Viola, pero casi siempre sola. Ya no daba clases de conducir porque no le hacía falta y a menudo se llevaba a la familia a hacer largas excursiones.

Saxon también estaba muy melancólico. Viola ya no lo oía silbar y Fawcuss, Annie y Cook confiaban en que estuviera considerando seriamente dejar aquel modo de vida desprendido y egoísta y acudiera con regularidad a la iglesia. No cabía duda, se decían unas a otras, de que aquella espantosa pelea del verano con su madre y ese hombre delante de todo el mundo le había hecho cambiar. Era obvio. Había sido duro, sí, pero había sido mejor para él.

Tina evitaba mencionar a Victor, excepto algunas veces de pasada cuando los Spring salían a colación, y Viola, que trataba de ser sensata, hacía lo propio. «Supongo que cree que nunca voy a quitármelo de la cabeza si estamos siempre hablando de él —pensó—. No importa. Ojalá tuviera a alguien con quien hablar. Es horrible. Ojalá fuera como cuando la conocí. Está rarísima. Seguro que le pasa algo».

Le había confiado unos cuantos detalles de Victor a Shirley, de esa manera medio avergonzada que empleaba la panda cuando a alguien le gustaba alguien, pero Shirley se había limitado a espetarle: «Pues si tanto te gusta, ¿por qué no vas a por él? Tan fácil como eso» y a soltarle varias máximas inteligentes y mordaces sobre cómo conseguir a tu hombre, que no resultaron de ninguna ayuda. «Pobre Shirley —pensó Viola, mirando a su amiga con condescendencia—. Dice esas cosas porque se ha puesto hecha una vaca».

Mientras el sueño del invierno se cernía sobre Sible Pelden, los Spring se lo estaban pasando de maravilla en la ciudad. Se habían instalado en el Dorchester, que estaba cerca del enorme y lujoso piso de los Barlow y convenientemente próximo a Buckingham Square, donde Phyllis y Victor trataban de reservar uno de los pisos más caros del bloque que estaban levantando en el solar de Buckingham House.

Phyllis estaba pletórica. Comprometida con un joven rico y guapo que la dejaba salirse con la suya en casi todo y rodeada de otros jóvenes que habrían dado lo que fuera por casarse con ella y que mostraban su malestar por no haberla conseguido. Todo el tiempo se le iba en pruebas del vestido, peluquería, tratamientos de belleza, bailes y fiestas, y no había un momento del día en que no tuviese algo que hacer, por lo que raramente se acostaba antes de las tres de la madrugada. Ya habría tiempo después de Navidad para elegir los muebles y planear la decoración del piso, pero de vez en cuando acudía a alguna muestra de telas y mobiliario para captar nuevas ideas. Pensó en su ajuar e hizo algunos pedidos, pues la primavera de 1937 sería una fecha complicada para las modistas. Se tomaba todas sus actividades muy en serio y estaba convencidísima de que eran importantes. Y, sin duda, tenía razón pues fomentaban el comercio.

Victor soportaba de buena gana aquella espiral en la que a su prometida le gustaba vivir. Las semanas anteriores a Navidad, las pasó trabajando a pleno rendimiento en el proyecto de la urbanización de Bracing Bay. Había sufrido algunos reveses, pero se habían hecho considerables progresos y las obras comenzarían en primavera. Asimismo, se las arreglaba para pasar con Phyllis el tiempo suficiente para satisfacer las convenciones, más que para satisfacerla a ella, que pensaba que Vic estaba intentando dar la talla pero que resultaba bastante aburrido.

Phyllis, como su rival de Essex, no era psicóloga, pero en un par de ocasiones se había preguntado con impaciencia por qué siempre se sentía tan vacía después de una fiesta, cuando Victor y ella volvían a casa en el coche, cansados y en silencio. Aquél era el momento propicio para ponerse un poco sentimentales. Y a veces lo hacían, aunque sin mucho éxito. Vic lo intentaba, pero…

Phyllis, que hablaba con desprecio de los escritores, pintores y escenógrafos de vida airada que vivían al margen de la sociedad, no sospechaba que en realidad ansiaba la compañía y el cariño de los chicos malos. Atacaba mordazmente a uno de su grupo que había optado por el cine, se había convertido en toda una estrella en Inglaterra y llevaba una vida desinhibida. Casi le negaba el saludo cuando se encontraban. No sabía que, de no haberse empeñado en desairarlo, se habría convertido gustosamente en una de sus víctimas. Lo que echaba de menos en Victor era el vicio.

Sin embargo, la relación entre los novios continuó siendo bastante cordial, y las dudas de la señora Spring acerca de la idoneidad de la pareja se disiparon por completo. Y no solo porque Vic y Phyl parecieran dispuestos a echar raíces, sino también debido a que su propia salud había mejorado considerablemente, permitiéndole disfrutar de la Pequeña Temporada,[22] lo que le hacía ver las cosas con muchísimo más optimismo. Le interesaba conocer hasta el más mínimo detalle del ajuar de Phyllis, y con frecuencia la acompañaba a esas muestras de telas y mobiliario a las que solía acudir. A veces la hermana mayor de Phyllis, Anthea, iba con ellas. Se trataba de una mujer de treinta y cuatro años, inquieta, adusta y elegante, que se había separado de su marido y vivía con su único hijo, un chiquillo pálido y tristón. Siempre estaba preocupada y de mal humor por las deudas contraídas. La señora Spring no sentía la menor simpatía por ella. Cuando la miraba (por fuera, Anthea poseía todas las cualidades que la señora Spring admiraba en una mujer), temía que Phyllis acabara pareciéndose a ella tarde o temprano, así que evitaba mirarla más de lo necesario.

Hetty estaba sumamente aburrida de la vida londinense. Cierto, algunas veces podía salir por su cuenta a visitar librerías, museos o galerías de arte, pero no demasiado a menudo. A su tía le gustaba tenerla a su disposición para cualquier cosa que pudiera surgir. Así que, llegado el caso, no le quedaba otro remedio que recorrerse todas las tiendas caras de la ciudad con la señora Spring, Phyllis y Anthea, hastiada y en silencio, con un libro en el bolsillo del abrigo y deseando que llegase el mes de abril para cumplir los veintiuno.

La señora Spring tenía la intención de vender Grassmere después de la boda e instalarse con su sobrina en un piso en Londres para estar cerca de Victor y Phyllis y disfrutar de una vida social más intensa que la que llevaban en Essex.

Pero Hetty tenía otros planes. Imprecisos, sí, pero muy preciados para ella. En cuanto cumpliera la mayoría de edad, pensaba irse de Grassmere o del piso de Londres, lo mismo le daba, para siempre, coger una buhardilla en Bloomsbury, atiborrarla de libros y entregarse a una vida estudiantil con sus propios ingresos. «Me encanta aprender por aprender —pensó—. No quiero enseñar ni escribir ni hacer críticas ni reseñas ni ser poeta. Solo quiero aprender».

Y mientras se repanchingaba en el sillón de alguna tienda de lujo, contemplando como Phyllis y Anthea intimidaban burlonamente a las jóvenes dependientas, soñaba con chimeneas rojas y negras recortadas contra el pálido cielo londinense de verano, olía el aroma del café en el fuego de gas, oía el lejano murmullo de la calle y, en sueños, posaba la mirada en la página de un libro y era feliz.

«Supongo que dejarán que me lleve mis libros. Cuando se les pase la sorpresa inicial, imagino que se sentirán aliviados».

Victor se estaba comportando de maravilla. Dejaba que Phyllis se encargase de la decoración del piso y coincidió con ella en que sería divertido pasar la luna de miel en Montecarlo. Cada noche, después de un duro día de trabajo, cumplía con su obligación y la acompañaba a bailar. Apenas se acordaba de Viola, pero, cuando lo hacía, cavilaba: «Sigo sintiendo algo por esa chiquilla. Me ha dado más fuerte por ella que por ninguna otra. Qué raro».

Y enseguida pensaba en lo bien que se estaba portando. Seguía dejando que Phyllis se saliera con la suya, a pesar de que antes de comprometerse había jurado que no lo haría. Le dio (no puede decirse que fuera un préstamo) a Anthea cien libras porque Phyllis se lo pidió y, mientras veía desaparecer el dinero en el bolso de Anthea para siempre, le pareció que se estaba portando de maravilla y, acto seguido, se preguntó, sin venir a cuento, si Phyl querría seguir saliendo a bailar todas las noches cuando estuviesen casados. A él, como a cualquier hijo de vecino, le gustaba bailar, pero también el billar, el bridge, el tenis y el squash, y no los practicaba todos los días. Y a veces, tras una dura jornada de trabajo en Bracing Bay, se sentía un poco cansado. Phyl nunca lo estaba. No recordaba un solo día en aquellos quince años en que la hubiera oído decir que estaba cansada.

¿Se cansaría de una vez cuando estuvieran casados? Así lo esperaba, aunque no tenía la menor garantía.

La verdad era que los pasatiempos de Phyllis y su pandilla resultaban demasiado femeninos para el gusto de Victor. Él habría disfrutado más la vida social de hacía cincuenta años, cuando los dos sexos gozaban de sus placeres e intereses por separado. De vez en cuando, le encantaba pasar una noche de chicos, salvaje o aburrida, y darle vueltas y vueltas al periódico de ese modo narcótico tan propio de los hombres, pensando ensimismado en las noticias sin discutirlas con nadie. O ver los partidos de fútbol y de tenis y conducir solo.

Y se guardaba para sí lo que pensaba de las mujeres, que solo compartía con su madre, pues ambos tenían el mismo punto de vista.

Su opinión era estúpida, retrógrada y ultramasculina. Nunca abandonaba la idea (aunque, por supuesto, debía disimular delante de Phyllis y de sus amigas) de que a las mujeres había que mantenerlas ocupadas con algún entretenimiento puramente femenino como coser, arreglar flores o cuidar niños hasta que un hombre requiriera su atención. Las mujeres que sobrevolaban océanos, ganaban carreras de coches, escribían novelas brillantes o dirigían grandes negocios no le despertaban ni un ápice de admiración (aunque esto también tenía que disimularlo).

Solo admiraba que una mujer fuera guapa, dócil y bien vestida. Tenía que fingir que admiraba las otras hazañas porque los demás lo hacían (o eso decían), pero, para sí mismo, pensaba groseramente: «Manda c***». Y cuando estaba con otros hombres de la misma opinión, se miraban entre sí, esbozaban la típica sonrisa y murmuraban: «Manda c***». Mujeres inteligentes, mujeres deportistas, mujeres artistas… «Manda c***». Puede que tal cosa se debiera a ciertos celos subconscientes y reprimidos o tal vez al rencor natural de una criatura sana, que subsistía por sí misma en su propia esfera, hacia otra criatura con facultades y objetivos diferentes, que se estaba colando a la fuerza en esa esfera sin hacer el menor ruido. He ahí los dos puntos de vista.

«Vic va progresando adecuadamente —meditó Phyllis, complacida—. No está dando ningún problema».

Aquello era mucho más de lo que podía decir de la fierecilla de Hetty, que no paraba de criticar la gama de colores y los muebles que a Phyl le gustaban y de ensalzar los que a esta le resultaban espantosos. Cada día le gustaba menos Hetty. Se sacaban tanto de quicio la una a la otra que difícilmente podían comportarse de manera civilizada y, aunque la señora Spring las reprendía por separado, de nada servía. Phyl ansiaba que Hetty se casara con alguien, con quien fuera, y que emigrara inmediatamente, y a Hetty le habría gustado que Phyl se muriera de un resfriado. Ninguna pensaba que la otra fuese de alguna utilidad. El hecho de que Vic se mostrase indulgente con su querida Doña Sabihonda hacía que Phyllis la aborreciese aún más. No tenía ningún derecho a apoyar a alguien a quien su prometida detestaba con todas sus fuerzas.

A pesar de estos contratiempos, todos, salvo Hetty, estaban disfrutando tanto de su estancia en Londres que los Spring decidieron quedarse hasta el Año Nuevo. Luego Phyllis pasaría tres semanas en Mürren con un grupo de amigos y, a su vuelta, comenzarían los frenéticos preparativos para su boda en abril.

Una lúgubre tarde de noviembre, Saxon cruzaba el robledal de camino a casa. Había anochecido pronto y la niebla había velado los árboles durante todo el día, amortiguando el sonido que hacían las ruedas de los coches por las carreteras enfangadas, y haciendo que el canto de un petirrojo que rondaba los matorrales próximos a The Eagles sonara sorprendentemente alto y dulce en la lánguida oscuridad. Ploc… ploc… ploc… repiqueteaban las pequeñas gotas de niebla sobre la tierra mojada en la hondonada del Ermitaño. El arroyo estaba crecido, aunque revestido de hojas, y discurría silenciosamente entre sus riberas inundadas. Saxon cruzó el tablón y subió por la colina que se elevaba al otro lado.

Había adelgazado y parecía preocupado e irritable. Miraba al suelo, y en una ocasión soltó un hondo suspiro.

Casi había oscurecido por completo cuando alcanzó el último claro de hayas desnudas. Debía atravesar aquella extensión de tierra antes de llegar al cottage, de modo que hubo de abrirse camino con cuidado con el haz de su linterna. Atisbó las tenues luces procedentes del pub y de la gasolinera del cruce. También había luz en la casa. A medida que se acercaba, vislumbró el interior del salón pues las cortinas no estaban echadas.

Lo primero que vio fue una botella y dos vasos encima de la mesa. Después, un brazo rojo situado alrededor de un cuello cubierto por gruesos rizos plateados.

Saxon abrió la puerta de una patada.

—¡Fuera de aquí, fuera! —espetó desde la penumbra neblinosa del umbral.

La señora Caker se levantó con dificultad de las rodillas del Ermitaño, riendo y arreglándose la blusa, aunque un poco asustada. El Ermitaño, que parecía borracho, contrarrestó la fiera mirada de Saxon con una de extrema, si bien bizca, dignidad e hizo un gesto tolerante con la mano como para restar importancia al incidente.

—¿Cómo tú por aquí? —dijo la señora Caker, abotonándose la blusa—. Creíamos que estabas en Chesterbourne. Mira que entrar asín y echarle los perros a alguien de esa manera…

—¡Fuera de aquí! —Él sacudió la cabeza hacia la puerta, mirando de hito en hito al Ermitaño.

—Ya va. Ya va… —dijo el Ermitaño con calma, abrochándose también los botones, pero sin ademán de dirigirse a la puerta—. Ni hablar, gallito. Me iré cuando me dé la gana, y no antes. Me he portado muy bien contigo, ¿a que sí? No me he ido de la lengua. No he pedido un solo penique ni he abierto la boca. Piensa con la cabeza, anda. No quiero darte una buena zurra, como la otra vez. Déjame en paz y yo te dejo en paz. ¿Estamos? Es justo.

Se sirvió un vaso de cerveza, aunque derramó buena parte de ella sobre la mesa y meneó la cabeza reprobatoriamente.

Saxon entró y lo agarró por sus anchos hombros. Fue capaz de apreciar su fuerza aun a través del abrigo de arpillera forrado de papel de periódico: eran gruesos como los de un toro, con huesos macizos y firme carne musculada. Sus propias manos, desplegadas sobre aquel bulto, le parecieron finas e impotentes.

—¡Quítame las manos de encima! —bramó el Ermitaño, tambaleándose al tiempo que se ponía en pie—. ¡Atrévete a tocarme, pequeño bastardo, y te cortaré…! ¡Por Cristo que lo haré!

Chocó con la mesa y volcó la botella de cerveza, que, espumeando, fue a parar al suelo, donde se rompió en mil pedazos. Forcejearon torpemente durante un minuto, jadeantes, resbalándose con la cerveza derramada y los cristales rotos. La señora Caker chillaba sin parar desde la puerta.

—¡Cállate, por el amor de Dios, o tendremos aquí a todo el maldito cruce en menos que canta un gallo! —ordenó Saxon con voz entrecortada. El Ermitaño lo estaba empujando hacia la puerta.

—No le hagas daño —rogó la señora Caker, viendo que Saxon se estaba llevando la peor parte—. Déjalo en paz, Dick. Venga déjalo.

—¡Las manos encima! —gritó el Ermitaño, y su tremenda voz reverberó por el oscuro valle cubierto de niebla—. ¡El p*** niño me ha puesto las manos encima! Y todo porque me gusta una moza, como a todo quisqui. Igual que a él, ¡p*** asqueroso! Ahora lo voy a largar todo, ¡ea! —dijo mientras seguía empujando hacia el exterior al sudoroso y colorado Saxon, que no dejaba de soltar improperios—. No me he ido de la lengua, Dios lo sabe, ni he pedido un solo penique… Pero eso se acabó, bien lo sabe Dios. Voy a ir derechito al señor Wither y le voy a decir que su hija, sí, que su hija… Esta misma noche. ¿Que con quién ha estado su hija, eh? —preguntó lanzando a Saxon violentamente por la puerta—. ¡Con su chófer! ¡Toma! Amancebaos. Lo sé. Los he guipao. Todos los días. Los he visto. En el bosque. —Se quitó de encima a Saxon como si fuera un chiquillo y lo tiró por los suelos—. ¿Lo ves? Asín. Ahora mismito me voy a ver al señor Wither.

Se perdió en la oscura niebla gritando y canturreando. Por su parte, Saxon, al tiempo que se recomponía y se sacudía el barro del uniforme con las manos temblorosas y llenas de rasguños, pudo oír cómo el otro bajaba por la colina, dando tumbos como un enorme animal, dejando que el eco extraño de su voz se extendiera entre los árboles velados por la niebla.

—¡Señor Wither! ¡Señor Wither!

—¿Ves lo que has hecho? —le preguntó la señora Caker, encogiéndose de hombros y sentándose a la mesa—. Mira que cabrearlo de esa manera… No deberías haberle puesto las manos encima. Se mosquea con nada cuando está ajumado.

Ella también estaba un poquito achispada. El temor y la rabia habían desaparecido de sus hermosos ojos azules y había vuelto a recuperar aquella risilla maliciosa.

—Mira cómo te has puesto —añadió, contemplando el abrigo manchado de barro de Saxon—. Ven. —Se levantó con paso vacilante—. Le daré con un cepillo… Estate quieto.

Él se apartó enfadado y se volvió para clavar la mirada en la niebla, como si no supiera muy bien qué hacer. En la distancia, al otro lado del valle, se oía una voz remota que gritaba:

—¡Señor Wither! ¡Señor Wither!

—Será mejor que me vaya —murmuró Saxon como para sí mismo, nervioso, y enfiló por el sendero en dirección a la negra espesura, confusa y neblinosa. Su madre vislumbró el haz de la linterna, que, con los pliegues de la niebla, dotaba a los árboles de un aspecto pétreo. Luego, cuando se hubo adentrado más en el valle, lo perdió de vista.

La señora Caker, bostezando, puso el hervidor al fuego para preparar un poco de té. Después, como una ocurrencia tardía, mientras esperaba a que hirviera, limpió del suelo la cerveza y los cristales rotos.