Capítulo XIV
El vacío y el aburrimiento que cayeron sobre Viola después del baile resultaban demasiado difíciles de sobrellevar, así que ella, como es lógico, apenas hacía esfuerzos por escapar de su influjo. Por el contrario, a medida que las horas se fueron convirtiendo en días, los días en semanas y las semanas en medio mes, fue sintiéndose cada vez más triste y abatida. A pesar de su limitado conocimiento de los hombres, le había dado la viva impresión de que Victor se sentía fuertemente atraído por ella, y esperaba que al menos la hubiera llamado por teléfono o que le hubiera escrito después del baile. El hecho de que eso no hubiera ocurrido la había dejado bastante atribulada y confundida.
Y no andaba mal encaminada. Lo cierto es que él se sentía poderosamente atraído por ella, pero su atracción no era lo que se dice romántica. Las intenciones del Príncipe hacia Cenicienta eran, más bien, bastante poco honorables. En consecuencia, tal y como hemos visto, Victor creyó que lo más prudente era no volver a ver a Viola nunca más. Ni siquiera se le pasó por la cabeza preguntarse qué sentiría ella por él. Supuso que una viuda como aquella tendría montones hombres haciendo cola en su puerta. Demasiado ocupada estaría ya sin él. No tenía la menor idea de la tediosa vida que llevaba en The Eagles. Solo conocía al señor Wither de vista. Y por lo poco que sabía, igual la vida en The Eagles era un torbellino de emociones, de modo que no se le ocurrió preguntarle a Hetty e indagar más, pues no quería que su prima se burlara de él.
Hetty se dio cuenta enseguida de que Victor se sentía atraído por Viola, pero la situación la hacía sentir tan incómoda e irritada que no quiso recrearse en demasía en ella. ¡Qué simplones eran los hombres y las mujeres, preocupados todo el rato en atraerse los unos a los otros, y en procurarse ropa nueva y en planear fiestas, mientras la raza humana vivía tal vez una de las eras más repulsivas de su historia, por más apasionante que le pareciera a ella! Así que Hetty decidió olvidarse de todo y cogió el autobús hasta Chesterbourne para acercarse a la librería del pueblo y preguntar si había llegado una gramática alemana que había encargado.
En el fondo, Victor tenía la impresión de que, tarde o temprano, volvería a tropezarse de nuevo con la Viuda Alegre. No podía evitarlo, claro, viviendo los dos tan cerca; además, si tenía una buena excusa para verla, nadie podría decir que la había buscado a propósito, y las cosas simplemente… seguirían su curso. Así es como Victor se planteaba la situación cuando pensaba en Viola, en los ratos libres que le dejaban su duro trabajo y sus innumerables partidos.
Viola, sin embargo, estaba convencida de que él sentía por ella lo mismo que ella por él y, en consecuencia, no podía imaginar, por más vueltas que le daba a la cabeza, por qué no había tenido la menor noticia suya.
Sabía que no estaba oficialmente comprometido con aquella chica despampanante, aunque enseguida se le pasó por la cabeza la idea de que tal vez lo estuviera de manera extraoficial. «Si lo está —pensó Viola indignada—, entonces no debería haberme apretado la mano como lo hizo».
En ese momento se dio de bruces con la cruda realidad, pero no la aceptó ni por un instante, debido precisamente a su crudeza.
No se atrevió a llamarlo por teléfono. Hasta Shirley, cuyos métodos con los hombres eran poco ortodoxos y eficaces, dijo que era una solemne tontería llamar a un hombre al que solo has visto una vez, a menos que tengas una excusa muy buena como llevarle una cincha para el Derby o darle la noticia de que era padre y de que el niño era suyo; e incluso en ese caso, era mejor no hacerlo. «¿Entonces no hay nada que hacer?», había dicho Viola, víctima del desaliento, a lo que Shirley había respondido: «Así es la vida, cariño. Mucho voto, mucha Marie,[20] muchas permanentes y mucho de todo, pero desgraciadamente no hay nada que hacer».
El amor propio, del que Viola hacía mucha más gala que Tina, con toda su educación e inteligencia, evitó que se acercara demasiado a Grassmere cuando salía a dar sus paseos y, como no tuvo la suerte de encontrarse con Hetty de nuevo en el bosque, no tuvo noticias de Victor ni volvió a verle el pelo, y el hecho de que solo le quedaran en el mundo cinco chelines y tres medios peniques no hacía más que contribuir a aumentar su depresión.
Le habría gustado mucho tener una confidente, pero le daba vergüenza escribirle una larga carta a Shirley sobre Victor. No sabía por qué, pero el sentimiento era tan fuerte que le impedía escribir. Tina era la persona obvia en quien confiar, y el día después del baile, esta le dio una oportunidad diciéndole, como quien no quiere la cosa: «Parece que le hiciste tilín al joven Spring, ¿no? ¿Qué piensas de él?», pero la propia Tina parecía tan abatida y tan poco interesada en la pregunta que acababa de hacer, que Viola solo respondió brevemente que bailaba de maravilla y que era muy guapo, pero que, en realidad, no había pensado mucho en él, que solo habían bailado una vez. Tina le había respondido de manera más bien cortante que suponía que era guapo, pero que no era su tipo, y no se volvió a hablar del tema.
Viola nunca pensó en analizar sus propios sentimientos y, de haberlo intentado, lo habría hecho mal, pues los días que siguieron al baile los vivió en medio de una agitación romántica, soñadora y llena de esperanza que hacía que el tiempo pasara volando y que el día a día resultara delicioso. No se decía a sí misma: «Amo a Victor Spring», pero pensaba constantemente en él con entusiasta admiración; todo objeto relacionado con él, por no hablar del glamour de su posición, se convertía al instante en algo preciado e interesante para ella.
Estaba pletórica de ingenuo esnobismo. Por ejemplo, nunca se le pasó por la mente enamorarse de Saxon, que era sin duda más atractivo que Victor y más cercano a su propia posición social y económica. No, Saxon se ganaba el pan con el sudor de su frente; una no se enamoraba de alguien así. Una tenía que aspirar siempre a más. Aunque Saxon no hubiera estado trabajando para su suegro, Viola nunca se habría enamorado de él, porque era un chófer.
Saludos, Esnobismo, envuelto en visón y caracul,
sobre quien se funda la inglesa sangre azul.
Era Tina, la aspirante a realista, quien distinguía bajo la peligrosa belleza de Saxon y su baja cuna una cualidad que le inspiraba amor y su menospreciado hermano mayor: respeto.
El vago sueño de juventud de casarse con Victor ya ni se le pasaba por la cabeza a Viola. Estaba tan ocupada preguntándose si se lo encontraría por casualidad cada vez que salía, o si era él quien llamaba por teléfono, que no tenía tiempo para inventarse historias.
Tina tampoco lo tenía. Ella nunca se había abandonado en ensoñaciones desde que dejara atrás la veintena, porque todos sus libros de autoayuda gritaban a los cuatro vientos, como las trompetas a las puertas de Jericó, que soñar despierta era pernicioso y, como no profesaba ninguna religión, ni tenía marido ni niños, tuvo que aferrarse a algo y ese algo fue la psicología. De pequeña era muy dada a soñar despierta, pero tras aficionarse a la psicología, trató de dejarlo y, en parte, lo consiguió. Por ejemplo, no había soñado despierta con Saxon. Solo había deseado estar con él y respirar el aire tranquilo y encantado que su presencia le aportaba. Cuando estaba lejos de él, ansiaba volver de nuevo a su lado, pero nunca se perdía en ensoñaciones fantasiosas. No quería. Cuando algunas mujeres se enamoran, y Tina era una de esas mujeres, sus pensamientos, por difícil que parezca hacérselo creer a los hombres, no van mucho más allá del aquí y el ahora.
La mañana después del baile, estaba acostada, como de costumbre, mirando por la ventana, con las manos detrás de la cabeza, mientras su té se enfriaba en la mesita negra lacada. Estaba sumida en un doloroso estado de agitación, pues la vergüenza, la rabia, el amor, la alarma y un sinfín de emociones menores pero desagradables recorrían sus nervios en forma de sacudidas agotadoras. Deseaba no haberle dicho a Saxon que mantendría su clase de esa mañana.
Sin embargo, debía ir, o él pensaría que sus besos habían significado más para ella que una mera insolencia a la luz de la luna.
Además, ansiaba verlo. Pero temía lo que pudiera pasar. «¡Qué desagradables resultan los sentimientos!», pensó Tina enfadada, olvidando cuántas mañanas había pasado tumbada en la misma posición, contemplando cómo el cielo cambiaba con las estaciones, anhelando, precisamente, sentir.
De repente, se coló en sus pensamientos el recuerdo de un amigo olvidado, Las hijas de Selene, arrojado con desdén al fondo del cajón de las medias. ¿Qué diría la doctora Hartmüller sobre la situación agotadora y humillante en la que se había metido? «Lo he confundido todo porque he intentado mezclar psicología y sentido común» —pensó Tina—. Di rienda suelta a mi deseo, pero, al mismo tiempo, intenté ser «sensata». Debería haber hecho o una cosa o bien la otra. Si quiero salir de esta sin sufrir más daños, debo aclararme, saber lo que quiero e ir a por ello, sin medias tintas, utilizando mi inteligencia y sin histerismos. «Pero ¿qué es lo que quiero?».
No era fácil responder a esa pregunta. Las emociones se agolpaban en su mente hasta dejarla casi en estado catatónico. Ir a por todas parecería un síntoma de frialdad. Pero, por otro lado, eso es lo que hacía cuando escogía y combinaba hilos de bordar. ¿Por qué no iba a hacerlo con sus propios sentimientos?
«Bueno, ¿quiero ser sensata o insensata?
»¡Las dos cosas!
»Pero ¿qué es lo que más deseo?
»¡Ah! Quiero ser insensata.
»¿Cómo que insensata?
»Quiero, quiero… —Esto llevaba su tiempo. Tina frunció el ceño del esfuerzo—. ¡Quiero estar con Saxon! Quiero que me bese (con dulzura, no con pasión animal. Bueno, supongo que, inconscientemente, quiero que me bese con pasión animal, pero conscientemente no, en absoluto). ¿Quiero casarme con él? ¡No! No, por supuesto que no quiero casarme con él; eso sería un desastre; siempre lo es cuando una mujer se casa con alguien «inferior»… aunque parece que los hombres, no sé por qué, lo hacen sin ningún reparo. ¿Qué quiero entonces? ¿Tener una aventura (¡qué palabra tan horrenda!) con él? No; odiaría hacerlo; sería vulgar y horrible y lo estropearía todo.
»Creo… ¡Vaya! —Y aquí se sentó en la cama de la emoción—. Creo que quiero ser su amiga. ¡Eso es! ¡Lo tengo! Quiero ser su amiga y que nos gastemos bromas, y que vayamos a dar paseos y que charlemos. Ojalá volviera a ser aquel niño del jersey rojo lleno de agujeros y yo tuviera su misma edad…
»El único problema —pensó dejándose caer sobre la almohada— es que cuando él era un niño, yo ya era una chica hecha y derecha de veintidós años».
Aquel pensamiento la entristeció, pero no por mucho tiempo. Ahora que sabía que lo que quería era la amistad de Saxon, no había nada de malo en seguir adelante fríamente con su plan para conseguirla. «Supongo que, al principio, pensará que es algo raro; ni siquiera creerá que es lo único que quiero, pero puedo hacérselo entender, estoy segura, siempre que mantenga la misma actitud sincera y amistosa conmigo. No veo por qué no podemos ser amigos. Será difícil, desde luego, pero…».
«Como padre lo pille besándome, sí que lo será», observó bruscamente la vocecilla de su cabeza.
«Bueno, sí, lo será, vale —admitió Tina, rebosante de fuerza de voluntad e higiene mental—. Será muy difícil.
»Nunca pensé que no lo fuera, pero seguro que una pizca de dificultad viene bien al principio para que todo se enderece».
Las ocho. Hora de levantarse.
Saltó de la cama, calmada, fuerte y fresca, porque había hecho frente a la situación y estaba decidida a trabajar duro para granjearse la amistad de Saxon.
¡Qué brutales y numerosas son las derrotas sustentadas por la psicología aplicada! Parece más un juego de bolos que una ciencia.
Cuando salió al patio (¡bañado ahora por una pálida luz dorada!), se encontró a Annie bromeando con el carnicero en la puerta trasera. Madge estaba dando de beber a Polo y un hombre había llegado a poner una junta en un grifo; en suma, el lugar bullía de gente.
Y allí estaba Saxon, junto al coche, con los ojos entrecerrados para evitar deslumbrarse, sonriendo ante las monerías que hacía Polo.
«De lo que la gente debería sorprenderse es de que no me enamorara de él (y no es que lo esté haciendo, ojo)», pensó Tina, confundida aunque acercándosele con una sonrisa amistosa. Se había puesto un vestido nuevo y se sentía bastante guapa.
—Buenos días —dijo con voz amable.
—Buenos días tenga usted, señorita Tina —respondió Saxon, enderezándose, tocándose la gorra y utilizando su voz de chófer, correcta y fría.
Tina esbozó una sonrisa forzada y el alma pareció caérsele a los pies… «Tal vez no quiera alardear delante de otra gente… Lo que pasa es que a mí no me importa que la gente vea que somos amigos. Debo hacérselo entender claramente».
Sin embargo, cuando hizo ademán de salir al patio y vio que la expresión de Saxon no cambiaba y que, es más, no se había dignado siquiera dirigirle una mirada, todo su valor se desvaneció. «He intentado demostrarle que quiero que seamos simplemente amigos y él, al parecer, no quiere. Qué más puedo hacer…».
—¿Adónde le gustaría ir hoy, señorita Tina?
Estuvo a punto de contestar: «A cualquier sitio, no me importa», pero se controló y respondió bruscamente que creía que esa mañana sería buena idea dar unas clases prácticas con tráfico en Chesterbourne (no más carriles en los confines del mundo, porque allí era donde resonaba la voz lejana del hechicero).
—Muy bien, señorita Tina, lo que usted desee.
Saxon, alerta y eficiente, se aseguró de que tuviera sus manos al volante y de que realizara correctamente el juego de pies mientras ella conducía a ritmo constante por los carriles veraniegos en dirección al pueblo. Una vez, solo una, Saxon dejó caer su mano ligeramente y de manera bastante impersonal sobre la suya para enderezar la dirección del coche, explicando al mismo tiempo por qué lo hacía. Ni las notas de su voz ni sus miradas le recordaron que once horas antes ella había estado entre sus fuertes brazos.
Cuando el coche volvió al patio a las doce y media, Tina no creyó que le fuera a dar tiempo a subir a su habitación antes de echarse a llorar.
—¿A la misma hora mañana, señorita Tina?
—Sí, gracias. —(«Oh, ¿cómo puedes ser tan duro conmigo? Deberías saber que casi cualquier cosa sería mejor que fingir que no ha ocurrido nada… Y, sin embargo, tienes toda la razón, esta es la única forma de tomárselo.»).
—Que tenga un buen día, señorita Tina.
—Tú también, Saxon, gracias.
Saxon aparcó el coche y luego entró en la cocina para tomarse el pequeño vaso de cerveza acompañada de pan y queso, como siempre que trabajaba en el jardín; intercambió un par de chistes decorosos con Annie, Fawcuss y Cook y luego se fue a la pista de tenis. Mientras cortaba la hierba, empezó a silbar como un mirlo.
Tina, que estaba en su habitación empolvándose su enrojecida nariz, lo escuchó y se tragó otro mar de lágrimas.
Saxon estaba radiante. Esa mañana había hecho un buen trabajo, llevando a cabo al pie de la letra los planes que había trazado la noche anterior mientras volvía a casa a través del bosque. Fue entonces cuando decidió que dejaría que la señorita Tina se encaprichara con él sin que él le diera alas, hasta que hubieran ido lo bastante lejos como para ir al señor Wither y amenazarle con contarle a todo el vecindario a menos que le pagara una buena cantidad para guardar silencio.
«Habrá gente que dirá que eso es jugar sucio —pensó Saxon, guiando con destreza el viejo cortacésped. Parecía bastante tranquilo, y absorto en el trabajo que estaba realizando—. Pero si no tienes bien claro lo que quieres en este mundo y vas a por todas, nunca prosperarás en la vida».
Saxon quería hacer dinero para cumplir su sueño: poner una gasolinera. Y no veía por qué la pequeña Tina no podía ayudarle a conseguir que ese sueño se hiciera realidad.
Unas cuantas clases más como la de esa mañana y la mochuela terminaría implorándole que la besara otra vez. Y a él no le importaría acceder a sus deseos.
Sonrió un poco al girar el cortacésped y empezó el camino de vuelta por la hierba espesa y resplandeciente. Sus labios volvieron a emitir aquel silbido, dulce y despreocupado, que rivalizaba con el canto de cortejo de los pájaros.
Anhelos bastante menos familiares revolvían el alma del señor Wither. Si esta fuera una historia realista, los anhelos serían igualmente desagradables, pero, como estamos aquí para divertirnos y pasar un buen rato, debe dejarse claro desde ya que se trataba de preocupaciones inocentes, es más, de preocupaciones que decían mucho a su favor.
El señor Wither planeaba dar una fiesta en el jardín.
El caso es que había disfrutado enormemente del Baile de las Enfermeras (a pesar de lo inapropiadamente que se había comportado Viola). Su alegre hosquedad estaba dando sus últimos coletazos antes de insertarse de lleno en la senectud. Debe recordarse que el señor Wither, en su juventud, había sido todo un galán: reconocía las distintas variedades de ostras a simple vista y poseía muchas postales con fotos de Edna May, Camille Clifford y otras bellezas de la época.
Hacía muchos años que no había disfrutado tanto de algo, y además, este año había sido diferente de los otros, porque le había dejado deseo de más… De más alegría en su propia casa, alegría bajo su propio techo, donde él pudiera regularla y comprobar que era alegría de la buena.
Por consiguiente, y para perplejidad casi escéptica de su familia, el señor Wither propuso dar una fiesta en el jardín al cabo de tres semanas, el 12 de julio. Empezaron con los preparativos de inmediato.
Se enviaron invitaciones a amigos y conocidos, incluyendo a los Dovewood, al coronel Phillips, al doctor Parsham y a otros que habían contribuido a que el señor Wither hubiera disfrutado tanto del baile; Saxon recibió instrucciones de adecentar la pista de tenis y se hizo un pedido de sillas y mesas, junto con tres docenas de pastelillos y el mismo número de bebidas Kool Kups a un proveedor de Chesterbourne. The Eagles se tranquilizó entonces hasta la llegada del 12 de julio. Todos esperaban que fuera un gran día.
Viola oyó con una mezcla de placer y alarma que los Spring habían sido invitados, «aunque no creo que el joven Spring aparezca; ya sabéis que es un hombre muy ocupado y tiene varios asuntos entre manos estos días. Puede que no consiga desembarazarse de ellos», advirtió el señor Wither con complacencia; le gustaba pensar que todo el mundo estaba demasiado ocupado haciendo dinero como para sacar tiempo para ir a una simple fiesta campestre, aunque esa fiesta se fuera a celebrar en su casa.
De hecho, cuando la señora Spring le llamó por teléfono para aceptar la invitación para Hetty y para ella, le dio las gracias a la señora Wither en nombre de Victor, pero la informó de que a su hijo le iba a resultar imposible bajar desde Londres ese sábado, pues estaba muy ocupado.
Había sido Victor quien le había pedido que dijera eso. Nada iba a impedir que fuera a aquella fiesta, pero no quería que su madre y su prima sospecharan de sus intenciones. Ni siquiera Phyl lo sospecharía; se iba durante quince días a jugar un torneo de tenis, como solía hacer de vez en cuando cada verano, y no pisaría Grassmere durante otro mes, al menos. Estaba muy a gusto tal como estaba, sin sentirse todo el día vigilado. La tentación de ver a Viola de nuevo era muy poderosa y la fiesta del jardín le proporcionaría la oportunidad perfecta, a la par informal y convencional. Allí estaría, sin duda.
Viola, por su parte, no tenía ningún plan coherente, salvo el de comprarse un vestido nuevo que no costase más de cuatro chelines.
El tiempo continuó tan espléndido como la estación hacía suponer; el dinero del señor Wither, agotado con tantos altibajos durante el mes de abril, no vivía su mejor momento y, como quien dice, estaba por los suelos, descansando una temporada. El general de división Breis-Cumwitt lo mimaba como lo haría una tía devota y el señor Wither como una madre. No podían hacer más, solo observar la bolsa y rezar. Poco después sus plegarias fueron escuchadas; su nivel adquisitivo se restableció y empezó a respirar con menor dificultad. Hasta que al final, su pulso se normalizó.
El señor Wither sentía el corazón liviano aquella mañana en que salió a dar un paseo por el bosquecillo con la reconfortante carta del general de división Breis-Cumwitt en el bolsillo. Hacía un día espléndido, sus finanzas se habían recuperado y los preparativos de la fiesta iban sobre ruedas. El señor Wither respiraba el aire del bosque con sentimientos no muy lejanos al placer. Por supuesto, el día siempre podía nublarse, la bolsa sufrir una brusca recaída y alguna catástrofe podía aguar la fiesta en el jardín; pero, por el momento, todo iba bien.
El Ermitaño también parecía bastante contento; pero él siempre lo estaba. No conocía inhibiciones y el sentido de su propia importancia permanecía incólume, daba igual lo que los demás le dijeran. Por muy sorprendente que parezca, era feliz.
Estaba sentado delante de su barraca, trabajando en las fases finales de su Oso con Cachorros. Había pasado una hora idílica disparando a los pájaros con un tirachinas y había derribado a una paloma que pretendía comerse para el almuerzo; ahora se estaba cociendo, junto con cuatro hermosas patatas que había robado del huerto del coronel Phillips, en una lata encima del fuego. El día anterior, se había pasado la tarde con la señora Caker, aprovechando que Saxon estaba en Chesterbourne. Mientras labraba su Oso con Cachorros, cantaba un himno y se preguntaba qué cenaría.
Alzó la vista.
—¡A las buenas de Dios, jefe! —gritó en un tono respetuoso a la par que afable—. Bonita mañana.
El señor Wither, que caminaba a cierta distancia dando su paseo diario, no se dio por aludido.
—He dicho «bonita mañana» (¿quién ma cogido el Eno?) —repitió el Ermitaño, más alto.
El señor Wither, que caminaba un poco más deprisa ahora, seguía sin querer enterarse.
—¡Bonito día, bonito día! —gritó el Ermitaño y el bosque retumbó—. Que digo que hace un día muy bonito, ¿verdad… —y añadió bajando el tono—: jefe?
El señor Wither, que sufrió un violento sobresalto, miró a su alrededor como para descubrir de dónde procedía aquel berrido y al fin miró por casualidad hacia donde estaba el Ermitaño. Inclinó la cabeza con altanería.
—¿Qué? ¿Tomando el aire? —continuó el Ermitaño dicharachero—. Le viene bien a uno airearse, ¿a que sí? Ah, cuando uno llega a nuestra edad, jefe, solo se puede hacer una cosa.
El señor Wither no podía rebajarse a hablar con el Ermitaño, pero adoptó una expresión de interés condescendiente. Cualquier cosa era mejor que tener a aquel tipo dando berridos. Los berridos, sobre todo los emitidos por semilunáticos, turbaban al señor Wither más que antes; la señora Wither tenía razón cuando decía que ya no estaba para demasiados trotes.
—Llevar una vida sencilla —asintió el Ermitaño—. Mucho aire puro, mucho dormir, no pimplar nunca, bueno, casi nunca, y nada de ya-sabe-qué con la parienta a menos que a uno le apetezca de verdad.
El señor Wither, que miraba incómodo por encima del hombro del Ermitaño, sintió un leve escalofrío en el cuello.
—Asín es como hay que vivir para llegar a la centena —concluyó el Ermitaño. Enarboló el Oso con Cachorros—: Ya va cogiendo forma, ¿verdad?
Aunque el Oso con Cachorros no tenía aún una forma definida, había dejado de parecer un taco de madera. Iba a terminar siendo algo, pero el qué, era imposible de deducir.
El señor Wither volvió a estremecerse. No tenía ni la menor idea de lo que estaba hablando el Ermitaño.
—He estado pensando que se lo dejo en veinticinco —continuó el Ermitaño.
El señor Wither al fin recuperó la voz.
—¿Veinticinco qué? ¿Qué quieres decir? —le preguntó sobresaltado.
—Machacantes.
—¿De qué está hablando? ¿Para qué? ¿Qué me va a dejar en veinticinco machacantes? ¿Qué tonterías está diciendo? —exclamó el señor Wither fuera de sí, acercándose al Ermitaño con la alarmante sensación (como una fuerte granizada un día de cielo claro) de que estaba siendo víctima de un complot endiablado en cuya virtud acabaría teniéndole que entregar una libra con cinco chelines—. No quiero nada suyo; no sé de qué está hablando usted.
—¡Bastón! ¡Comisión! —El Ermitaño le mostró el Oso con Cachorros—. No me diga que no me se recuerda de la charla que tuvimos hace un tiempo en el Green Lion… Y de que me dijo que no estaba nada contento con su bastón y que yo le dije que le haría uno más mejor por treinta chelines. Lo recuerda usté, ¿verdad? Claro que lo recuerda…
—No, no lo recuerdo —dijo el señor Wither, realmente enfadado—. No hice nada de eso; nunca dije nada; no es más que una sarta de mentiras. Voy a hablarle de usted al alcalde, Falger. Esta vez ha ido demasiado lejos.
—¡Espero que le vaya bien en la fiesta! —gritó el Ermitaño, mientras el señor Wither se marchaba dando grandes zancadas visiblemente alterado. Luego, más alto, cuando el señor Wither se encontraba ya lejos—: ¿Cómo le va a su polluela con las clases de conducir, eh? ¡Clases de conducir y un cuerno! —Su chillido hizo temblar las hojas.
El señor Wither no oyó con claridad la primera parte de este comentario y, de haberlo hecho, habría pensado que no era más que una impertinencia. Si hubiera tenido algo que ver con Viola… Nunca sabías de lo que era capaz, pero aunque Tina y Madge podían resultar decepcionantes en muchos aspectos, nunca caerían en desgracia, como todo indicaba que haría su nuera. Las conocía demasiado bien.
El otro comentario del Ermitaño lo irritó mucho más. ¿Cómo sabía el tipo aquel que iban a dar una fiesta en el jardín? ¿Se habría ido Saxon de la lengua? No, el señor Wither creía recordar que Saxon le había dicho a una de las sirvientas que el viejo Falger era todo un sinvergüenza. Saxon no se pondría a cotillear así como así con un sinvergüenza. Además, Saxon no cotilleaba; era un buen sirviente y ya se había reformado.
A pesar de su desencuentro con el Ermitaño, el señor Wither regresó a The Eagles de buen humor, meditando sobre este último y agradable pensamiento.