Capítulo VIII

Saxon solía dormir en su casa. Quedaba a solo veinte minutos a través del bosque desde el cruce que conducía a The Eagles, y el señor Wither no veía razón alguna por la que debiera ocupar un buen dormitorio, gastar buena luz eléctrica y comer un buen desayuno bajo el techo de su patrón además de ganar cien libras al año.

Habían pasado algunos días después de que Tina hubiera obtenido permiso de su padre para recibir clases de conducir. Era una mañana temprano y Saxon estaba tendido despierto en su cuarto.

Desde su ventana se divisaba el bosque en todo su esplendor: con los brazos detrás de la cabeza, tapado con sábanas bastas y desgastadas pero muy limpias, contemplaba las copas de las hayas mecerse por la brisa matutina. Llevaba puesto un pijama de franela igual de desgastado que las sábanas; la habitación entera tenía el mismo aspecto pobre pero pulcro, y hasta las ventanas reflejaban los primeros rayos de sol como láminas de cristal.

Raramente dormía bien; no lo hacía desde niño. Demasiadas cosas en la cabeza (suponía). Había una serie de personas, a quien él tildaba de «culosgordos», que dormía a pierna suelta toda la noche, sin pararse a planear siquiera lo que haría al día siguiente ni decidir el modo más eficaz y rápido de llevarlo a cabo. No los envidiaba. Pero achacaba a las preocupaciones el hecho de que últimamente durmiera peor de lo habitual. Lo cierto es que estaba empezando a hartarse de su trabajo en The Eagles y quería dejarlo, a pesar de que no tenía nada más en perspectiva. Si dejaba The Eagles, sería para irse a un trabajo mejor, aunque solo lo fuera un poquito. No iba a ser tan tonto como para meterse en uno peor; para eso se quedaba donde estaba. Sin embargo, tenía casi veintitrés años y llevaba ya seis meses en The Eagles; había llegado el momento de cambiar. Había aprendido todo lo que había que aprender sobre la conducción y reparación de coches, en especial el del señor Wither; ahora necesitaba un trabajo más exigente, donde asumiera más responsabilidades y que también estuviera mejor pagado.

Los tipos de la gasolinera donde había adquirido sus conocimientos sobre mecánica muchas veces le habían preguntado por qué no se marchaba a Stanton, el exclusivo pueblo costero de moda situado a unas veinte millas de Chesterbourne, e intentaba encontrar trabajo allí. Según estos mismos hombres, en el pueblo vivía mucha gente rica con coche, que podía darle una oportunidad. Incluso Chesterbourne, con todo lo pequeño que era, tenía una clase profesional y próspera que conducía coches y contrataba chóferes; seguro que para un tipo joven y listo como él cualquier otra cosa sería mejor que trabajar para el viejo tacaño de Wither.

Pero Saxon no quería dejar Sible Pelden; todo el mundo lo conocía como un niño andrajoso que merodeaba por el campo y vivía en una casa sucia con un padre borracho, y quería demostrarle a todo el mundo que ahora las cosas le iban bien, que vestía un uniforme elegante y ganaba un buen sueldo que le daba hasta para ahorrar para cuando vinieran los tiempos de las vacas flacas. No quería marcharse lejos, a Stanton por ejemplo, para buscar otro trabajo, porque allí nadie lo conocería ni se daría cuenta de que estaba prosperando; y si se iba a Londres, se sentiría más perdido que una aguja en un pajar; Londres era un lugar gigantesco. Había llevado al viejo a Londres una o dos veces y, aunque sabía lo enorme que era e incluso podía hasta recordar cifras sobre su población y sobre todo lo que crecía (a tal efecto procuraba leer el periódico cada día, tarea que emprendía echando mano a toda su capacidad de concentración), la ciudad le había sorprendido enormemente; no se terminaba nunca, y eso que solo había recorrido una pequeña parte. No, todavía no se sentía con el suficiente aplomo como para intentarlo en Londres. Algún día, tal vez. Primero les demostraría a todos los Culosgordos que habían estado en la escuela con él que iba por el buen camino y que, si cambiaba de trabajo, siempre era para conseguir uno mejor.

Sin embargo, no había trabajos mejores en los alrededores de Sible Pelden. Tanto el chófer del señor Spring como el del coronel Phillips o el de sir Henry Maxwell eran hombres casados con familia, bien aferrados a su puesto, que no parecían tener intención de morirse ni de cambiar de aires.

«No hay nada que hacer por aquí», pensó, mirando el cielo calmo y neblinoso de aquella temprana mañana con sus fríos ojos grises.

Porque lo cierto es que la imaginación y los sentidos de Tina no se habían visto seducidos por un simple patán dotado de un par de buenos hombros. Saxon representaba una rareza, un joven atractivo sin rastro de afeminamiento. Según la opinión de los señoritos, la belleza de los campesinos normalmente se estropeaba debido a la bastedad de la textura de su pelo y de su piel. En el caso de Saxon, sin embargo, el pelo y la piel eran tan finos como los de su madre, y tanto sus modales como su voz eran de todo menos bastos. La ambición y el odio visceral que sentía hacia su cochambrosa casa y hacia el borracho de su padre parecían haber derivado en una especie de refinamiento que se reflejaba en su cuerpo. Su atractivo captaba primero la atención de la vista, pero lo que la conservaba, lo que hacía que volvieras con gusto a su rostro una y otra vez, era ese aire que tenía de confianza, de saber lo que quería y cómo conseguirlo; en definitiva, su personalidad. Su mente actuaba de manera práctica y realista, y esto le aportaba un aspecto calmado que lo hacía especialmente atractivo. Los hombres pensaban de él que era un tipo frío, y las mujeres, después de los rumores que habían circulado subterráneamente durante años por Chesterbourne, que era un descarado. Frío y descarado: estos adjetivos se aplican a tan pocos seres humanos que no es de extrañar que Tina hubiera descubierto que su imagen le había robado el corazón.

Su atractivo y el recuerdo de que su padre una vez había sido un molinero respetable y acomodado con tierras, le proporcionaban un sentimiento de superioridad sobre los integrantes de la banda de gamberros que lideraba de joven; los despreciaba cuando corría con ellos y esto hizo que el declive gradual de su familia en lo que a decencia se refería y la horrenda muerte de su padre arraigaran de un modo más profundo si cabe en la mente de su hijo. Saxon nunca había sido popular en el pueblo y, cuando su padre murió y se dieron cuenta de que no había dinero para pagar las deudas, los Caker tuvieron que mudarse a un miserable cottage. Aun así, la gente de Sible Pelden se mostró más interesada y dispuesta a mirarles por encima del hombro que a ser amable. La señora Caker pasaba con facilidad de la queja a la burla sobre lo pobre que era, y a la gente de Sible Pelden no le gustaba ni la gente que se quejaba ni la gente que se tomaba todo a broma. Las campesinas respetables recelaban de ella por ser guapa, por ser sucia, por comprarse pasadores con diamantes falsos y por recordarles que su marido había tenido su propio molino, y los hombres, aunque admitían que Saxon era habilidoso, inteligente y trabajador, desaprobaban su actitud soberbia. Había gente que reconocía que era todo un mérito que se hubiera reformado, que hubiera dejado de holgazanear como un perro, y que hubiera encontrado trabajo. Pero esa gente no abundaba. La mayoría de los habitantes de Sible Pelden afirmaban que era un auténtico engreído, a lo que añadían que estaban seguros de que abandonaría a su madre a las primeras de cambio porque ella lo avergonzaba con sus modales de pazpuerca.

Pero esos eran los Culosgordos, la gente a la que Saxon pretendía dar una «lección» consiguiendo un trabajo cada vez mejor que el anterior.

Sin embargo, era un chico tan de campo, tan empapado e impregnado de la atmósfera de aquellas pocas millas cuadradas de Essex en las que siempre había vivido, que era incapaz de sentir con fuerza la llamada de un mundo más amplio. Leía sobre él en los periódicos, y lo veía en las películas, pero aún no lo sentía como un sitio real. Su sitio real era Sible Pelden. Sabía, gracias a su frío sentido común, que si realmente quería prosperar, por fuerza tendría que abandonar aquel lugar e intentar encontrar trabajo donde realmente había, pero una parte de su ser no era fría en absoluto, y aún era tan joven que para él siempre existía la tentación de alardear delante de todos aquellos vecinos viejos y desdeñosos. A esto se añadía al sentimiento inconsciente de que Sible Pelden era su hogar, de que allí era donde tenía que permanecer.

Sabía de esta pequeña vena imprudente: él la llamaba «dejarse llevar», y culpaba a su difunto padre por habérsela legado. A veces le hacía cometer tonterías sin cuento, como sonreír a las chicas por la calle o flirtear con la señorita Tina, o con la señora Theodore, como había hecho el otro día en el patio.

Le sacó de sus pensamientos un porrazo en la puerta.

—¡Saxon! Ábreme. Aquí tienes el té.

—Gracias, mamá.

Se levantó de la cama y metió el té en su cuarto; vio la espalda de su madre, descendiendo por las estrechas escaleras. Observó, complacido, que ya no había té derramado en el platillo. Parecía que, al final, había entrado en razón. Él, que era limpio como un gato, tuvo que regañarle una vez por traerle el té derramado en el platillo y, desde aquel día, hacía ya semanas, aquello no había vuelto a repetirse.

Ahora que había entrado en razón, quizás podía recuperar la media corona que le había quitado de su última paga semanal.

«No le gusto mucho —pensó, quitándose el pijama y colocándolo encima de la cama para que se ventilara—. Prefería a Cis».

Cis había muerto durante el tercer invierno que pasaron en el cottage. Tenía solo ocho años. Había sido un invierno tan crudo y tan horrible, que no habían podido calentarse ni comer decentemente durante semanas. Cuando la señora Caker les iba suplicando a sus vecinos, algo más prósperos, sobre la enfermedad de su hija, su voz era tan quejumbrosa y sus ojos lucían tan burlones, que la mayoría no se creía ni una palabra de lo que decía. Creían que estaba exagerando. Cis también era de las que se burlaba de todo; pocas horas antes de morir, el doctor, al que trajo Saxon, se inclinó sobre ella y le dijo algo gracioso. Ella lo miró con cara de broma y empezó a reírse tanto que parecía que iba a desmayarse.

«Recordar es malo. Cuando menos se lo esperen, les daré una buena lección». Empezó a lavarse con agua fría; ya se afeitaría abajo.

Su madre estaba orgullosa de lo guapo que era. Eso lo había heredado de ella. Admiraba a regañadientes el modo en que había progresado, y le decía que era un auténtico payaso y tan astuto como un vagón cargado de monos, pero a veces tenían terribles peleas porque él odiaba lo sucia que era. También odiaba, con la repugnancia propia de los seres más inocentes, la facilidad con que se sentía atraída por todo hombre que se le cruzara por delante. Se moría de vergüenza solo de pensarlo.

A veces llevaba a alguna chica de Chesterbourne al cine y le daba un beso de buenas noches que duraba un cuarto de hora, pero no tenía novia formal, y con las informales la cosa nunca había pasado de aquellos besos más bien inocuos. Lo que en realidad le fascinaban eran las damas; no las damas como la señora Theodore, que había trabajado en una tienda en tiempos y que, por tanto, no era una dama ni era nada, sino las que visitaban la casa de los Spring, que llenaban sus vidas de actividades desconocidas y, por ende, naturalmente románticas. Las admiraba porque no necesitaban trabajar y porque se lo pasaban bien. No les tenía envidia a ellas ni a la gente rica que las acompañaba. Él mismo estaba fríamente decidido a ser rico algún día. Aún no había planeado en detalle cómo lograría hacerse con esa riqueza, pero a fe que iba a poner toda la carne en el asador para conseguirla y, cuando la tuviera, se la restregaría en la cara a todos y cada uno de los Culosgordos de Sible Pelden.

Mientras tanto, estaba seguro de que, al menos, iba por el buen camino: había aprendido a conservar limpios tanto su habitación como su propia persona, leía periódicos, se mantenía alejado de las prostitutas, evitaba hablar con acento de Essex y había aprendido a manejar y reparar un Austin sedán de 1930. Había que reconocer que aquel era un buen comienzo.

«De todas formas —pensó mientras se abrochaba un tirante—, me gustaría conseguir un trabajo a mi medida. Éste me está deprimiendo, y estoy empezando a dejarme llevar. Fue una solemne tontería sonreírle a la señorita Tina el otro día. Si se lo hubiera tomado mal, aquello podría haberme costado incluso el despido. Por más que lo hiciera solo porque hacía una mañana preciosa y me sentía bien. Además, ella antes era bastante guapa. En cuanto a la señora Theodore, no es más que una cría. No es que le estuviera haciendo ojitos a una dama de verdad. Ella no dirá nada; no, la señora Theodore no es de ésas. Además, ha estado casada. Ella también es guapa a su manera. Todo esto debe de parecerle muy aburrido. ¡Aburrido… Dios! ¡Que si es aburrido, dice!».

Los muchachos de Chesterbourne, y también las muchachas, habían hecho suya esta coletilla; él había sido el primero, pero bastaba con que alguien dijera cualquier cosa para que todo el mundo lo copiara y lo repitiera como si fueran loros. «¡Que si hace calor, dice!» «¡Que si quiero un café, dice!» «¡Que si eso era llover, dice!» Los viejos aseguraban que no le veían la gracia a esta manera de hablar tan tonta. No tenía ningún sentido, repetían los viejos con voz lastimera.

«Debo conseguir un trabajo mejor», pensó Saxon, corriendo escaleras abajo con paso ligero y la chaquetilla echada en un brazo. A pesar de todo, no hizo ningún drama del tema; más bien lo pensó haciendo gala de un irritado sentido común. Ni él ni su madre eran especialmente propensos a la tragedia; esta los rodeaba, pero no arraigaba en sus naturalezas. La prolongada tragedia que había constituido la vida de su padre no había hecho de Saxon un tipo rencoroso y humillado, sino que lo había convertido en alguien digno y ambicioso.

Parecía que el buen gusto de Tina para la ropa se había contagiado a su gusto por los hombres jóvenes, aunque no es muy probable que fuera este el pensamiento que habría pasado por la cabeza del señor Wither si alguien le hubiera dicho: «Su hija menor se está enamorando del chófer».

La propia Tina pensaba que solo estaba interesada en Saxon porque no había por los alrededores ningún joven de su clase y fortuna de quien enamorarse. De haber existido un puñado de solteros agraciados, amables y atractivos que ganasen lo suficiente como para mantener a una esposa y con quienes hubiera podido bailar y jugar al tenis, Tina (que era más bien cobarde, aunque estaba intentando con todas sus fuerzas no serlo con la ayuda de Las hijas de Selene) a buen seguro nunca habría sido tan insensata como para sentirse atraída por Saxon, aquel campesino desheredado. Puede que su belleza apolínea hubiese removido algo en su interior, vale, pero su sentido común y su amor propio pronto habrían hecho que se lo quitase de la cabeza.

El problema es que no había hombres que realmente merecieran la pena. No había lo que suele entenderse por «hombres de verdad», y su sentido común, así como el resto de sus sentidos en general, había empezado a agonizar en silencio. «¡Así que no tengo la más mínima posibilidad de quitarme a ese hombre de la cabeza!», pensaba con amargura.

Había hombres, por supuesto, pero para Tina no eran más que despojos. El coronel Phillips tenía sesenta y tantos años y encima estaba casado y bien casado; sir Henry Maxwell era un cincuentón y vivía con su madre, y a la turba de jóvenes universitarios jamás se le ocurría detenerse en la zona al pasar zumbando en sus ruidosos deportivos, de modo que era imposible imaginar que alguno de ellos se molestara en bajar del coche y así, sin mediar palabra, le propusiera matrimonio; además, Tina ya era muy mayor para ellos; no era el tipo de mujer del que los chicos solían enamorarse.

Y luego estaba Victor Spring, por supuesto, un partidazo sin igual: demasiado bueno para ser verdad. Estaba claro como el agua que el primer pensamiento de cualquier soltera que conociera a Victor Spring debía ser, según la letra de esa vieja canción:

¡Oh, eres un tesoro!,

¡ojalá fueras mío!

Y eso era suficiente para hacer que cualquier mujer con dos dedos de frente rehuyera a Victor Spring como de la peste. No es que las chicas tuvieran muchas oportunidades de rehuirlo, pues rara vez se le veía en público. Solo salía con mujeres como Phyllis Barlow u otras chicas despampanantes de Londres, que deslumbraban como estrellas a su lado en su enorme coche por aquellas modestas y familiares carreteras suyas. La impresión que todo el mundo tenía era que utilizaba Sible Pelden como un simple hotel. Se levantaba de la cama, desayunaba y salía todo el día por ahí a disfrutar de esas actividades emocionantes y caras con las que los aldeanos solo podían soñar.

Victor Spring yacía en la cama a las ocho menos cuarto de aquella misma mañana de mayo. Se estaba bebiendo un té muy caliente mientras se apoyaba medio dormido sobre el codo. Se planteaba la posibilidad de frecuentar aún menos si cabe su casa de Sible Pelden. Tenía una habitación alquilada en la ciudad donde se cambiaba y dormía cuando, como hacía a menudo, pasaba la noche en Londres. Quizás fuera buena idea disponer de todo un piso. Grassmere ya no le satisfacía en absoluto. Se suponía que el sitio estaba bien: era muy bonito en verano, jugaba al tenis y se bañaba en el río, pero aquello estaba muy lejos de Londres. Le ataba. Su madre, por supuesto, nunca le pedía explicaciones por sus idas y venidas a menos que tuviera invitados en casa. Así que no era ella quien lo ataba, sino la idea subconsciente de que vivía en el campo. Aquello era un verdadero fastidio. Después de todo, había vivido en Grassmere durante cerca de treinta años; ya era hora de que se mudara.

Lo ideal sería uno de esos pisos nuevos de Buckingham Square que estaban levantando en el solar de Buckingham House; todavía no estaban terminados, pero aun así ya habían alquilado las tres cuartas partes. Lo malo es que eran caros. «Que lo sean; en algo me tengo que gastar el dinero de mi renta. Además, un hombre debe tener un sitio donde invitar a la gente; hay que entretener e impresionar a los amigos».

Aunque Grassmere era grande y confortable, no causaba impresión al Ojo Adinerado, y Victor, en el fondo, lo sabía. Una familia no puede vivir en una casa durante treinta años, incluso si esa casa se mantiene en perfecto estado de conservación y lujo, sin conferirle un aire de comodidad y estabilidad domésticas que tiende a no impresionar al Ojo Adinerado.

Lo que le gusta más bien al O. A. Es la novedad, las cosas asombrosamente caras pero con un leve toque de decadencia, si bien no lo suficiente como para espantarlo, pero sí para insinuar que ahí dentro hay tanto dinero que debe de proceder de un trato sucio del que el O. A. Puede tener la oportunidad de sacar tajada. Al O. A. Le gustan los sitios a caballo entre un bar y un crucero de lujo, así que ese era justamente el tipo de lugar con el que Victor planeaba hacerse.

Sin embargo, la decepcionante realidad era que los gustos de este joven adonis no eran exóticos precisamente. El hecho de que no se hubiera decidido hasta entonces, con veintinueve años cumplidos, a vivir rodeado de lujos en Londres después de disfrutar durante cinco años de unos ingresos en constante aumento, demostraba lo satisfecho que se sentía con la vieja Grassmere. Le gustaban las mismas cosas que a sus amigos de la City: la velocidad, las mujeres, los licores, el golf, las propinas, los chismes y las obscenidades, pero de un modo nada ostentoso porque su naturaleza no tenía nada de ostentosa. Su padre había nacido en Derbyshire y su madre en Hampshire, y lo cierto es que Oriente queda a bastante distancia de esos dos lugares.

Se levantó sin ninguna prisa mientras le daba vueltas a estos pensamientos. Bosquejó mentalmente algunas cartas que dictaría esa mañana y sintió un cierto resquemor contra el general Franco y el gobierno republicano porque su estúpida guerra civil estaba perjudicando ciertos intereses que tenía en una nueva flota de barcos pequeños destinados a cruceros de lujo; luego se preguntó si debía aconsejar a sus socios que prestaran dinero a una compañía de dudosa reputación que se había puesto en contacto con él para construir (haciendo caso omiso a las protestas de los indefensos residentes) un embarcadero y un parque de atracciones en un pueblo costero de Dorset. Se recordó que tenía que decirle a su secretaria que cambiara las dos galletas de coco que le servían todos los días con el té y decidió que esa misma tarde cogería el coche para ver una mansión victoriana cerca de Hatfield, que sus socios querían comprar y derribar. En su lugar construirían una piscina. Ante la duda, su lema era construir la piscina fuera como fuera, pero primero debía ver el sitio en persona.

No es de extrañar que Victor sintiera una vaga e inconsciente irritación por los inconvenientes de vivir en el campo. En aquellos momentos, la Spring Developments Association Ltd. Se dedicaba a destruir alegremente el campo a un ritmo de varias millas cuadradas al mes; y el campo se tomaba su revancha, de ahí su irritación. No sentía ningún escrúpulo consciente sobre su manera de hacer dinero; cuando los artistas y los viejos con un pie en la tumba atacaban su compañía y otros tantos por el estilo lo amenazaban con la temida policía secreta de la Sociedad para la Protección de la Inglaterra Rural y con denunciarles a Patrimonio Nacional, él respondía que los negocios eran los negocios, y que nada lo iba a echar atrás. Y lo decía en serio. Sin embargo, su familia era de campo, había nacido y se había criado en el campo, así que tal vez su descontento con la vida campestre era en realidad un sentimiento de culpa reprimido. Porque si se marchaba a vivir a Londres, no vería cómo los bungalows que su compañía pretendía construir a las afueras de Bracing Bay trepaban por las preciosas y apacibles tierras que se extendían entre Sible Pelden y el mar.

«De todos modos, me pasaré por Buckingham Square y les echaré un vistazo a esos pisos cuando vuelva de Hatfield», pensó, anudándose sobre un cuello impoluto una gruesa corbata de color gris claro.

Toda la ropa que vestía estaban diseñada con sumo cuidado y confeccionada a la perfección. A Victor le daba la impresión de que era sencillamente imposible que una persona en sus cabales vistiera de otro modo. Gastaba grandes sumas de dinero en ropa porque se dedicaba a muchas actividades distintas y era necesario llevar la indumentaria adecuada en cada ocasión, incluso cuando uno no hacía nada. Por supuesto, ninguno de sus modelitos era intercambiable. No era posible llevar un traje de golf para dar un paseo ni la ropa que utilizaba para remar en chalana para jugar al tenis.

La ropa le confería más de las dos terceras partes del aire eficiente, sofisticado y sucinto que alguna gente encontraba alarmante y las mujeres atractivo. Nadie había visto a Victor desnudo, salvo el masajista de los baños turcos y ciertas personas oscuras y privilegiadas a las que había concedido ese honor, y el masajista no pensaba otra cosa salvo que el señor Spring estaba en muy buena forma, mientras que lo que creyeran las otras personas no viene a cuento en esta historia. Sin embargo, debe decirse que Victor, desnudo, tenía un aspecto sencillo, amable y afectuoso, y así (excepto cuando alguien perdía el tren u olvidaba podar las rosas) es exactamente como era.

La idea de un piso en la ciudad le hizo pensar en Phyl. Se asomó a la ventana, empezó a silbar en voz baja y se atusó el pelo con un par de manotazos.

La buena de Phyl. Era toda una joya, un regalo para los ojos, lo más, la cosita más encantadora del mundo, en su opinión. Recordó lo mucho que le gustaba besarla y apartó de un plumazo de su mente la sospecha de que a ella no le gustara tanto besarlo a él. Era muy deportista y nunca se quejaba si perdía una partida. Pero, maldita sea, lo que pasaba es que casi nunca perdía. Bueno, con él perdía bastante a menudo, pero Victor tenía que emplearse a fondo para evitar que ganara. Eso no le gustaba. A él le encantaba enfrentarse a otros hombres, pero eso era diferente. Phyl nunca se cansaba, parecía hecha de acero. No es así como debían ser las mujeres. No era femenino… No, eso era absurdo, desde luego: le parecía estar escuchando al viejo Phillips. «Pero a un hombre no le gusta que una mujer… Bueno, supongo que a algunos hombres no les importa, pero a mí sí, y ella no me va a tener de mascota cuando estemos casados, así que cuanto antes lo entienda, mejor.

»Supongo que será mejor que lo dejemos todo fijado definitivamente este verano. En otoño estaremos liados con lo de Bracing Bay y no tendré tiempo para eso y además para casarme. Porque nos comprometeremos en julio y nos casaremos a primeros de septiembre».

Una frase pasó por su mente: «Oh, Dios, vaya parafernalia», pero en ningún momento pensó que una boda no necesitara de toda esa parafernalia. Todos sus amigos se habían quejado luego, pero sus bodas habían sido fiestas a lo grande, espléndidas, magníficas, bárbaras. De hecho, esa era la única manera de casarse que había. Además, eso era lo que Phyl esperaba.

Nadie en el grupo de Victor decía que fulanito o menganito estuviera «enamorado»; decían que estaba loco por alguien, o que bebía los vientos por alguien o que iba en serio con alguien. Tenía la vaga impresión de que era justamente eso lo que sentía por Phyl, pero lo que experimentaba cuando estaba con ella era la mismo que cuando él tenía dieciséis años y ella once: una mezcla de irritación y admiración aderezada por su resistencia a ser dominado por ella.

«Oh, todo mejorará cuando nos casemos».

Con parsimonia, se puso la chaqueta.

«Lo único que sé es que no hago más que aplazar este tema con Phyl, y eso no es propio de mí; intentaré dejarlo todo arreglado con ella cuando venga al Baile Infernal (este era el nombre que los frívolos del lugar daban al Baile Benéfico Anual de las Enfermeras). Este asunto está empezando a sacarme de quicio…».

Bajó las escaleras silbando.

La verdad es que sí que le sacaba de quicio esa chica: la comparaba con el acero y a continuación juraba y perjuraba que no se convertiría en su mascota. ¡Admirable antagonismo! Parecía mismamente un argumento de una novela del difunto D. H. Lawrence, un escritor de cuya existencia Victor, por cierto, jamás había oído hablar.

A media milla de distancia, al otro lado del valle, Tina yacía también tumbada en su cama. Tenía los brazos cruzados por detrás de la cabeza y canturreaba mientras miraba por la ventana abierta con sus grandes y tristes ojos marrones. Estaba más guapa en camisón que cuando se vestía, porque el diseño de sus camisones era más ligero de lo que permitía que fueran sus ropas de día. Eran invariablemente blancos, y adornados con lazos rojos o verdes. A nadie le importaba mucho su aspecto en camisón, de modo que se vestía sobre todo para gustarse a sí misma.

A su mente acudían sin querer pensamientos sosegados y tristes, como los que imaginaba que acudirían a la mente de los ancianos. Todos le resultaban familiares, como caminos trillados una y otra vez; eso le hacía experimentar una mezcla de rabia y hastío. ¡Cuántas mañanas de primavera había pasado despierta en la cama mientras el té se enfriaba en su mesita de noche y ella miraba a través de las cortinas que la sirvienta acababa de abrir ante el cielo cambiante! ¡Y cuántas dolorosas semanas había pasado en los últimos diez años esperando con el corazón en un puño a que llegara alguna carta y, cuando al fin la recibía, leyendo entre líneas significados que no estaban allí en absoluto! Ella se daba cuenta de todo, claro está, era una chica dotada de un gran sentido común, ¡pero intentaba engañarse a sí misma porque se moría de amor no satisfecho!

Había otras mujeres (¡Oh, y ese camino estaba también muy trillado!), otras mujeres que querían y eran queridas por sus familias o que tenían un trabajo. «Yo intenté hacer carrera, pero la vida no me dejó correr. Y, la verdad, no entiendo (de nuevo otro camino trillado) por qué uno tiene que querer a su familia solo porque sea su familia.

»Nunca hemos sido lo que se dice una familia unida, ahí está la explicación —pensaba—. Supongo que mamá y papá no se querrán como es debido; en cualquier caso, no parece que haya mucho amor entre nosotros. Ojalá lo hubiera…

»Y además, qué poco atraemos a la gente…».

Durante un rato sus pensamientos jugaron con las imágenes medio olvidadas de hombres que había conocido en la Escuela de Arte en Londres. Hombres que le habían dicho que era encantadora, y algunos de los cuales incluso la habían besado. Cinco hombres. Cinco hombres que la habían besado. Bueno, seis, si es que se podía contar al joven Farquhar, que estaba borracho. «Aunque supongo que, si soy sincera, ese no cuenta».

Se pregunto por qué (este camino estaba tan trillado que, en cuanto el pensamiento vino a su mente, intentó darle carpetazo sin prestarle atención, asqueada) nadie se había enamorado nunca de ella. De otras mujeres se enamoraban y no eran ni la mitad de guapas que ella.

Por supuesto, siempre había perseguido el amor, el amor verdadero, para toda la vida, no una aventura, y estaba segura de que eso asustaba a los hombres. Odiaban que fueras seria.

Mientras estaba allí tumbada, y estos viejos pensamientos trillados acudían obedientemente a su cabeza, atraídos por el hábito y por la calma familiar que acompaña a las primeras horas de la mañana, Tina era consciente de que, en el fondo, había otro pensamiento que no era rancio en absoluto, sino tan fresco que constituía casi una sensación física, con ese delicioso poder que poseen las sensaciones físicas para matar cualquier pensamiento. Aún no le había dicho a Saxon que le enseñara a conducir y esa mañana planeaba bajar y pedírselo.

Tina, que había dejado de intentar ser sincera consigo misma, metió Las hijas de Selene en un cajón y decidió ser, si no sincera, al menos sensata. Solo la bondad y la doctora Irene Hartmüller sabían cómo terminaría si continuaba intentando ser sincera a todas horas. Además, llega un punto en el que la sinceridad con una misma puede convertirse en obsesión, y ella misma estaba empezando a sentirse obsesiva.

«Me lo he tomado demasiado a la tremenda, como siempre —decidió, sentándose en la cama. El pelo castaño, lacio, le caía sin vida a ambos lados de sus delgadas mejillas—. Tómatelo como algo de lo más natural. Obviamente lo encuentro atractivo… aquí metida —pensó haciendo todo el uso que pudo de su sentido común— sin ningún otro hombre a la vista en millas a la redonda». Emitió un bostezo y se desperezó.

«Seguro que cuando empiece con las clases será tan divertido que me olvidaré de mi coladura (utilizó deliberadamente esa palabra con toda su carga peyorativa) por Saxon y me convertiré en una maniática de los coches».

Saltó de la cama y procuró ignorar la vocecilla que sonaba en el interior de su cabeza, diciéndole, con seca entonación, que de todas maneras dudaba mucho que eso ocurriera.