Capítulo IX

¡Tremenda escena de libido desatada la que se vivió en el patio de The Eagles aquella mañana! Tina, que había salido a tener aquella pequeña charla con Saxon, se topó con Madge, que volvía de casa del coronel Phillips, seguida a corta distancia por un gordo bulto jadeante de enormes patas y lengua rosa como un algodón de azúcar: una cría de sealyham. Madge venía con la cara iluminada de la emoción, pero trataba de fingir severidad porque el perro debía aprender desde el principio que lo que decía su dueña iba a misa; así que trataba de hacer que la siguiera por el patio, cosa que estaba consiguiendo, sorprendentemente.

—¿Es él? ¡Qué bonito! —exclamó Tina, con los ojos chispeantes de alegría. ¡Hacía una mañana exquisita! Le apetecía salir, huir, dejarse arrastrar por esa brisa azul que soplaba entre los árboles. Saxon estaba junto al coche, sacándole brillo después de la deprimente excursión a Chesterbourne que había tenido que hacer el día anterior con el señor Wither. Cuando vio al cachorro, le sonrió de medio lado pero luego borró ese gesto y trató de parecer correcto y continuar con su tarea.

—No le digas nada, por favor —se apresuró a decir Madge, cuando Tina se detuvo y le alargó un dedo, que el cachorro habría estado encantado de morder—. Es importantísimo empezar a adiestrarlos desde el primer momento; y yo quiero hacerlo bien; un perro que no sabe comportarse es un verdadero engorro.

Hundió aún más los puños en sus bolsillos de tweed y, con las piernas ligeramente separadas, le ordenó en voz baja y controlada:

—¡Perro, ven aquí!

El perro se movió con pesadez y olisqueó a Saxon.

—¡Ven aquí! —repitió Madge. El cachorrito volvió a moverse pesadamente y olisqueó a Tina esta vez.

—¡Que vengas aquí, te digo!

—¡Qué monada! No es más que un trasto —protestó Tina, riendo—. Ven a darle un besito a tu tía Tina. —Lo levantó y se lo puso junto a la nariz.

—Ay, no hagas eso, por favor, Tina —le rogó su hermana al instante—. Debe aprender a acudir cuando lo llamo y nunca se le ocurrirá si tú lo distraes. Bájalo, por favor.

Tina obedeció.

—¡Ven aquí! —repitió Madge, en el mismo tono tranquilo y firme, y esta vez el cachorro se acercó a ella muy despacito y le olisqueó los zapatos.

—¿Lo ves? —Radiante—. Pronto aprenderá. Hay que ser perseverante. —Se agachó y le dio al animal una palmadita breve y controlada—. Buen chico.

—¿Cómo lo vas a llamar?

—Polo.

—¿Cómo?

—Polo.

—¿Polo el Juego o simplemente Polo?

—No seas tonta, Tina —rió Madge con cordialidad—; ¿cómo voy a llamarlo Polo el Juego? Polo a secas, claro. Creo que es bastante original. Uno se cansa enseguida de nombres como Jerry, Whisky o Pat.

Se dirigió a la que sería la enorme caseta de Polo, que había colocado lo más cerca posible de la puerta trasera, y empezó a enseñarle a entrar en ella utilizando la que Tina supuso que no tardaría en convertirse en su voz-para-Polo.

«Es estupendo ver a la pobre Madge tan contenta —pensó Tina, yendo hacia el coche—. Es patético que un perrito la haga parecer de pronto diez años más joven y más feliz que una novia recién casada. Aunque ella no es consciente de eso, así que no importa».

Incluso ella misma se sentía contenta y relajada a aquellas alturas de la mañana; su mal humor de antes había desaparecido. Cuando Saxon vio que se acercaba, dejó de sacarle brillo al coche y se puso muy recto, en actitud respetuosa e interrogante. Ella lo miró sin mostrar la más mínima emoción y le dijo en tono amable:

—¡Oh, buenos días, Saxon! He pensado que quiero que me enseñes a conducir. ¿Crees que podrás compaginarlo con tu trabajo, con el jardín y con todo lo demás?

—Oh, sí, señora —respondió él, sin aparentar nada más que corrección. Su voz era agradable; no habló con el acento de Essex ni se esforzó en adoptar el de la alta burguesía. Era la suya una voz bonita por naturaleza, que habría resultado atractiva en cualquier joven, y Tina no se percató de lo mucho que había anhelado comprobar si en realidad lo era tanto como había imaginado en una de aquellas humillantes ensoñaciones a las que tan aficionada era.

—Bueno, pues si te parece bien, ¿podemos dar la primera clase, por favor? Hace un tiempo tan agradable… Luego puede que haga calor y se levante polvo y todo el mundo sabe que es odioso conducir en medio de una polvareda.

¡Qué cierto era aquello! ¡Qué sensato y qué práctico! Las cosas transcurrían con bastante normalidad; no podían ir mejor. «Mi verdadero amor posee mi corazón y yo el suyo[12] —entonó aquella vocecita en su cabeza, mientras se asomaba a los calmos ojos grises de Saxon—. Oh, cállate —se ordenó a sí misma enfadada—; te estás poniendo histérica».

—Sí, señora, luego se levantará polvo y será peor. ¿Le gustaría dar la clase esta misma mañana, señora? Ya casi he terminado de limpiar el coche y a lo mejor podría enseñarle cómo funciona.

Su voz, respetuosa pero relajada, se estaba haciendo cargo de la situación sin mayores dificultades y eso a Tina no le hacía ninguna gracia, pues quería ser ella la que llevase la voz cantante en aquella relación profesor-alumna. Sin embargo, tras esta pequeña charla, se le hacía inconcebible meterse de nuevo en la casa, fría y silenciosa, y resignarse a pasar el día contemplando las nubes mientras se limaba las uñas y charlaba con la vocecilla de su cabeza, que estaría igual de aburrida que ella. Así que respondió:

—Sí, es una buena idea. Volveré dentro de quince minutos.

—Muy bien, señora.

Tina cruzó con decisión el patio y entró en la casa. Por momentos se sentía más eficiente y seria que nunca. Sería útil aprender a conducir, una nunca sabía cuándo necesitaría echar mano de una habilidad como aquélla. «Ya debería haber aprendido —pensó mientras subía a su habitación—. Debería haber aprendido hace años, solo que de algún modo… —Sus pensamientos huyeron espantados como un rebaño de ovejas asustadas—. De algún modo me daba pereza, supongo».

En el piso de abajo, remoloneando al sol, había otro ser igual de perezoso que ella, si no más: la tonta de su cuñada, con una novela abierta en la mano. Tina sintió una punzada; daba igual que holgazaneara o que hiciese el tonto todo lo que pudiera: ¡aún era joven!

—¿Adónde vas con tanta prisa? —le preguntó Viola malhumorada; cuando nos sentimos perezosos, pocas imágenes nos molestan tanto como la de alguien que sube las escaleras de una casa dando brincos.

—¡¡Voy a dar una clase de conducir!! —gritó por encima del hombro mientras se dirigía a su habitación. Se la notaba emocionada.

—Ah, vaya, ¿y con quién? ¿Con Saxon? —Viola se levantó y se fue detrás de ella. Una vez en la habitación, se dejó caer pesadamente en la cama, una de esas costumbres que tanto desagradaban a Tina. Sabía lo que Viola diría: «¡Oh! ¿Puedo ir yo también?». Se sentía furiosa.

—¡Oh! ¿Puedo ir yo también? —preguntó Viola.

—¡No, no puedes! —dijo su cuñada en tono casual, como si no se lo esperara. Intentó hacer acopio de los quince años de experiencia que le sacaba—. Me lo voy a tomar en serio. De verdad que quiero aprender y si tú vas en el asiento de atrás, echándome el aliento en el cuello y dándome consejos, no podré concentrarme.

Pausa. Tina se caló la boina.

—Ah, bueno —dijo Viola cordialmente, poniéndose en pie. Y añadió, llegando al fondo de la situación con una simplicidad devastadora—: No pienses que quiero entrometerme.

—¿Entrometerte? —repitió Tina, poniéndose los guantes y tratando de fingir altivez—. Mi querida niña, no es cuestión de entrometerse…

Pero la mirada ligeramente interrogante de Viola y esa pizca de picardía que mostraban sus ojos la desarmaron. Enfadada, soltó una risita tonta, le hizo un gesto de amenaza con el puño y salió del cuarto como alma que lleva el diablo.

¡Era maravilloso que ya le hicieran bromas sobre su relación con Saxon! Bajó las escaleras canturreando. ¡Qué fácil era la vida cuando una se la tomaba a la ligera!

Viola, mientras tanto, se había quedado junto a la cama. Estaba un poco triste.

A su mente, que era un poco primitiva, no se le ocurrió que Tina deseara aprender a conducir por otra razón que no fuera la de estar cerca de Saxon. Nadie le había enseñado a Viola que las damas no se enamoran de los chóferes. Si se lo hubiera preguntado a la señorita Cattyman, esta le habría dicho que aquello solo ocurría en contadas ocasiones; le vino a la cabeza aquel horrible caso que había leído en los periódicos; y sus tías le habrían asegurado que era impensable que las damas, las verdaderas damas, hiciesen algo así. En cambio, su padre, un romántico que veía la vida de un irritante color de rosa y había coloreado su propia percepción infantil, le habría indicado que muchísimas de las damas que salían en las obras de Shakespeare se habían enamorado, sin comerlo ni beberlo, de la persona más equivocada y sorprendente: y Viola se guiaba sobre todo por las opiniones de su padre. Así que le parecía de lo más divertido, natural y emocionante que Tina se hubiera fijado en Saxon.

Había visto, durante semanas, cómo el interés que Saxon le suscitaba a su cuñada se interponía entre ellas cada vez que su nombre salía a colación. Los sentimientos de Tina por el chófer eran imprecisos, pero indudablemente fuertes; cuando admitió, a través de su risa y de su puño alzado, que quería estar a solas con Saxon, Viola no se sorprendió lo más mínimo; hacía semanas que sabía lo que su cuñada sentía.

Pero la felicidad de Tina, lejos de alegrarla, la hacía sentirse triste y sola.

«Después de todo —pensó, bajando las escaleras despacio—, ella tiene a Saxon y puede verlo y estar con él, y eso ya es algo; no es como no tener absolutamente nada y que la única persona que te guste sea tremendamente rica, se lo pase divinamente cada día y se haya prometido en matrimonio, con una persona maravillosa, con una auténtica estrella de cine».

Cuando llegó a la escalera trasera que conducía al patio se detuvo.

—¡Ven aquí! —Escuchó a alguien que hablaba en voz baja, como si se estuviera controlando—. ¡Polo! ¡Polo, ven aquí!

Viola procuró no prestar atención a su cuñada. «Saldré por la puerta principal, por si Tina está abajo con Saxon. No quiero que le entre la risa si me ve».

Porque el amor, en opinión de Viola, era cosa principalmente de risa. En la práctica, a ella nunca le habían dado ganas de reírse, pero comprobaba que cada vez que salía a colación algo relacionado con el amor, a Shirley y a la panda les hacía mucha gracia (al menos, cuando estaban en público). Y no debían estar muy equivocados, puesto que allí la tenía delante, a Tina delante de Saxon, riéndose tontamente como todas las demás chicas tocadas por la flecha de Cupido. Reírse era una cuestión de orgullo. «No dejes que te derribe», solía aconsejar fervientemente la panda a cualquiera de sus miembros que se hubiera enamorado… como si el Amor fuese un jugador de lucha libre provisto de un buen arsenal de tretas que la víctima debía esquivar a toda costa.

Pero a Viola no le apetecía en absoluto reírse.

Decidió, en cambio, alejarse de la casa y dar un paseo por el bosque. Pasó de puntillas por delante del estudio del señor Wither hasta alcanzar la puerta de la calle, y aún tuvo tiempo de divisar cómo la brillante trasera del coche bajaba por la carretera hasta perderse en la distancia. Luego se encaminó tranquilamente en dirección al bosque con las manos en los bolsillos, pensando en que ya se había gastado todo el dinero que tenía y que solo le quedaban cinco libras. ¿Qué haría cuando se le acabaran? ¿Sería capaz de pedirle más al señor Wither?

Tina, mientras tanto, iba sentada en el coche junto a Saxon. El silencio entre ellos era total. Ya tenía lo que quería. La carretera, flanqueada por hileras de árboles en flor, discurría ante ellos, y Tina inspiraba el aroma tardío de la primavera mientras veía, sin mirar, las manos de Saxon aferradas a volante y su perfil recortado contra el verde del bosque. Estaba tan contenta y tan tranquila que ni siquiera tenía ganas de que empezara la clase; le habría gustado continuar así para siempre, eternamente. Le gustaba imaginarse que eran dos amantes en una góndola. «Menos mal que conozco a Saxon desde hace tiempo; así no es como si estuviera con un extraño; después de todo, es solo el pequeño Saxon, el mismo al que solía ver columpiándose en las verjas y olvidándose de cerrarlas a propósito; y, además, llevo mucho tiempo viviendo aquí… Qué tranquilo parece todo. Estoy segura de que el amor es tranquilo, no es algo violento y aterrador». Entonces, dos versos revolotearon en su mente como una paloma que se acercase a una rama:

Y al alba sonreirán esas caras de ángel

a las que tanto tiempo amé y tanto hace que perdí.[13]

«Estoy segura de que la doctora Irene tendría mucho que decir al respecto».

Qué lista es la gente que es lista, pensó.

Saxon aminoró la marcha, frenó y se volvió hacia ella en actitud respetuosa. Cuando el molesto ruido del motor se apagó, el aire se quedó completamente en calma.

—¿Quiere que le explique cómo funciona, señora?

—Por favor. —Tina se reclinó hacia atrás y se puso cómoda; luego se volvió hacia él con una atenta expresión de inteligencia en el rostro, pero Saxon no la estaba mirando. Si existía en algún recoveco de su mente la más mínima sospecha de que la señorita Tina en realidad no quería aprender a conducir el Austin, sino que estaba allí para otra cosa, la reprimió. No fuera a dejarse llevar y le terminara faltando al respeto a la señorita Tina. Acabaría de patitas en la calle y sin referencias, eso seguro.

En cualquier caso, se sentía halagado por que ella quisiera que le enseñara. El viejo también podría haberse encargado, caray… Solo que nadie que estuviera en su sano juicio querría aprender nada de él.

Así que empezó a explicarle lo más clarito que pudo cómo funcionaba el Austin, comenzando por las marchas. Daba por sentado que a lo único a lo que aspiraba su alumna era a que el cacharro se moviera. Qué le importaba saber cómo. Al decir «Cómo funciona» se estaba refiriendo a «Cómo puedo hacerlo funcionar». Ya le hablaría del motor más adelante.

—Cuánto hay que recordar, ¿verdad? —dijo Tina al cabo de un momento, más que nada por decir algo.

—Eso es solo al principio, señora, pero ya verá como pronto le sale solo. Dicen que es como tocar el piano o escribir a máquina.

En realidad, a Tina no le costó demasiado concentrarse en lo que estaba diciendo y así memorizarlo, y cuando él mencionó la tercera marcha, supo, sin necesidad de pararse a pensar, a qué se estaba refiriendo. De joven había tenido una mente ágil e inteligente, y buena memoria. No era una persona de ideas confusas, como Viola; de haberlo sido, probablemente se habría casado, pues la dolorosa verdad era que las mujeres de ese tipo siempre lo hacían; eran el tipo de mujeres que gustaban a los hombres. Había ejercitado su mente leyendo libros densos, tal vez no demasiado eruditos en ocasiones, pero al menos sí distintos de aquellos merengues del intelecto, aquellos combinados de brandy con soda disfrazados de novelas.

Y ahora se concentró con todas sus fuerzas en lo que Saxon le estaba diciendo, asustada por esa alegría soñadora que notaba que la envolvía como los rayos del sol; Saxon, mientras tanto, envuelto en su propia luz, se perdía a su vez en las alturas sobre el paisaje estival de Essex. Sentía la magia de aquel día calmo de primavera, como la voz remota de un hechicero, y versos de múltiples poemas flotaban en su mente como hilos de una telaraña.

—Ahora —lo interrumpió Tina de repente—, quiero repasar lo que me has enseñado y ver de cuánto me acuerdo antes de coger el volante.

—Muy bien, señora. —Y quitó sus propias manos del volante volviéndose hacia ella con expresión atenta. Su mirada, momentáneamente seria para evitar la risa pero al instante tan humana y distinta de la que le echaba a una caja de cambios, dejó a Tina sin palabras.

—Hay cuatro marchas y la marcha atrás —comenzó ella, hablando más rápido de lo que pretendía—. Se empieza en punto muerto, se pisa el embrague con el pie izquierdo… —continuó con el aburrido recital hasta el final, luego lo miró con actitud interrogante y sonrió.

—¡Muy bien! —respondió él, sonriendo también—. Lo está haciendo usted estupendamente, señora. Ahora veamos si recuerda cuál es cada marcha.

Tina no tuvo ningún problema en recordarlas, pero, mientras repasaba la lección por segunda vez, la campana de la iglesia de Sible Pelden dio las doce y media, recordándole que The Eagles seguía allí, y que el almuerzo se estaba cociendo a fuego lento en su interior, y que debía volver a casa a empolvarse la nariz antes de tener que bajar y sentarse a la mesa. Nadie se perdía nunca una comida en The Eagles, a menos que hubiera avisado a todo el mundo con varios días de antelación, y si alguien lo hacía, era porque estaba enfermo o porque había sufrido un accidente inesperado que lo mantenía atado a la cama; era algo que no podía hacerse así como así.

—Hoy ya no tenemos tiempo para nada más, Saxon —dijo Tina, soltando un pequeño suspiro y echándose hacia atrás—. ¿Te importaría llevarme ya a casa, por favor? Yo te observaré detenidamente y trataré de fijarme en lo que vas haciendo.

Saxon enfiló el coche despacio por el estrecho carril. El joven seto formaba un nítido y delicado laberinto de verdes de diferentes tonalidades y las florecillas blancas o púrpuras brillaban alegremente en contraste con las finas hojas de mayo, aún desprovistas del polvo veraniego que las hacía perder su lustre. Aquél parecía el fin del mundo, con el cielo azul soleado y neblinoso en el horizonte y el trino de los pájaros flotando en el aire; si había espíritus, no cabía duda de que aquel era su sitio. ¡Ah, la voz remota del hechicero! «Pero podemos volver mañana —pensó Tina, sin fijarse en lo que Saxon hacía con el coche—. Me conformo con esto: con este camino, con la luz del sol, el ruido del motor, y con que Saxon esté a mi lado, en silencio, como ahora…».

Cualquiera le pide dinero —pensó Viola, adentrándose en el bosque—. Pero la verdad es que lo voy necesitando. Cinco chelines a la semana, me conformaría con lo que Teddy me daba; así podría ahorrar algo. Papá también solía darme una paga. Podría decirle: «Señor Wither, mi padre no tenía mucho dinero, pero le daba a su hija lo que podía». «¿Cuánto?» «Siete chelines y seis peniques, señor Wither». «Bueno, no es mucho. Te daré diecisiete chelines y seis peniques». ¡Ay, qué bruta soy por no contentarme con siete chelines y seis peniques! Era todo lo que papá podía darme, y encima tenía mi sueldo. «Veinticinco chelines… No sé en qué se te van». «Ay, Catty, es que tuve que comprarme unas medias y le presté a Shirley cinco chelines, y esta blusa…

»Hace tres meses que no me compro un maldito vestido».

—¡Eh, tú, chicuela! —exclamó el Ermitaño. Estaba sentado en mitad de un macizo de helechos, junto a una hoguera medio apagada tallando algo con una navaja de hoja brillante. Frente a él, sentada en un tocón con los codos apoyados en las rodillas y la barbilla en las manos, estaba Hetty; un libro había resbalado de su regazo y yacía boca abajo entre las frondas. Al oír el grito del Ermitaño, salió de su ensimismamiento, alzó la vista y saludó con la mano.

Viola se preguntó quién diablos sería esa chica. Aun así, le devolvió el saludo y se dirigió hacia el fuego. Descubrió que la mirada lasciva del Ermitaño no le daba miedo si había otra persona delante.

Hetty parecía alegrarse bastante de ver a Viola: no parecía rica ni elegante; de hecho, con su viejo abrigo de tweed, sus abundantes rizos rubios alborotados y su expresión somnolienta, daba la sensación de que no solo era pobre, sino encima tonta; pero de algún modo desconocido, a Hetty le pareció una chica interesante.

—No se acuerda usted de mí, ¿verdad? —dijo Hetty, más alto de lo habitual, pues Viola tenía pinta de simplona. Esta negó con la cabeza, esbozando una sonrisa. Ahora la reconocía: era la prima de Victor Spring, pero esta vez sin sombrero.

—Usted es la señora Wither, ¿no? —prosiguió la señorita Franklin («En efecto, lo soy— pensó Viola, sorprendida: —Señora Wither. ¡Qué mal suena!»). —¿No se acuerda usted? El otro día, el de la tormenta, las llevamos en el coche a su cuñada y a usted. Espero que no pillaran un resfriado.

—Oh, no; muchas gracias; fueron ustedes muy amables. —Viola saltó sobre el tablón medio sumergido que cruzaba el arroyo y se acercó a Hetty lentamente sin dejar de sonreír.

—¿Y llegaron tarde al té? Creo recordar que la señorita Wither mencionó algo al respecto.

—Ay, sí, nos retrasamos bastante, pero al final no fue para tanto… Al menos —dijo recordando cómo había transcurrido la cena aquella noche—, no hubo ninguna riña por nuestra causa.

—Acercarse, mozuelas —las invitó el Ermitaño, añadiendo leña al fuego—. Quitarse los zapatos y calentarse los pies.

—Nuestros pies ya están suficientemente calentitos, gracias —replicó Hetty, girando a medias la cabeza para mirarlo.

—No me importa que tengáis bujeros en las medias —insistió el Ermitaño—. Vamos… todos juntitos y a gusto. ¿Eh?

No parecía esperar una respuesta a esa pregunta; así que se inclinó de nuevo sobre su trozo de madera y siguió tallando.

—¿Qué está haciendo? —murmuró Viola.

—Está tallando un bastón —respondió Hetty—. Espera (en vano, me temo) vendérselo a su suegro. Al de usted.

Viola abrió mucho los ojos.

—¿Al señor Wither?

—Al mismo. ¡Al Rata en persona! —dijo el Ermitaño, alzando la vista.

—¿Y eso de la punta del bastón qué es? —Viola estiró el cuello para intentar distinguirlo mejor.

—Un oso con sus cachorros —explicó el Ermitaño, sosteniendo el palo, que en uno de sus extremos presentaba una especie de protuberancia—. Estaba haciendo un bujero entre las patas del oso. ¡Mecagüen! Creo que esto me va a costar más de la cuenta. Cuatro patas y un bujero en el medio, un bujero entre cada cachorro, otro bujero entre los cachorros y su madre y más bujeritos pequeñitos entre las patas de los cachorritos. ¡Sí que me falta todavía, mozuelas! Por no hablar de las orejas. Ocho orejas, todas huecas. Me va a costar todo el mes de mayo… y puede que la mitad de junio, ya os lo digo yo.

—Es un proyecto ambicioso —susurró Hetty con aire distraído, clavando sus vidriosos ojos azules en el Ermitaño, que entre tanto continuaba cruzado de piernas en mitad del macizo—. Ha empezado esta mañana. Le sugerí que escogiera un motivo menos complicado, una manzana, por ejemplo, o una naranja, pero se negó: su intención es tallarle al Rata un bastón más elegante que el que el viejo dice que tiene por costumbre emplear, y a fe que piensa cumplir su palabra. Pero dígame, ¿cómo es el bastón que suele llevar su suegro?

—Oh, es una especie de cabeza de indio o algo por el estilo —dijo Viola con vaguedad. Comprobó que Hetty le había contagiado la alegría. Qué bueno era gozar de la compañía de alguien joven. Sin embargo, no pudo evitar sentir algo de temor. ¡Aquella chica era la prima de Victor!

—Qué ocurrencia tan curiosa. La de tallar, quiero decir —balbuceó—. Quiero decir, la de tallar un bastón… parece la mar de difícil.

—Bueno, a veces talla uno y se los vende a algún conductor de los que pasan por aquí; ¿a que ahora no suena tan curioso? Se pone en el cruce los domingos con una bandeja de Woolworth colgada del cuello y los conductores, atraídos por su extraña apariencia, paran y se dejan traicionar por… digamos… por su propio mal gusto.

—Pero no parecen muy buenos, ¿no? —preguntó en su susurro.

—Peores de lo que el ojo inexperto en bastones tallados creería posible —dijo Hetty, alargando las palabras—, pero supongo que a los conductores les sorprende cualquier cosa que esté hecha a mano porque todo lo que se encuentran en su día a día lo hacen las máquinas o incluso sale de una lata. Y tanto les sorprende que dan por hecho que merece la pena tenerlo. Y por eso lo compran.

—Ah —asintió Viola; tras una pausa—: ¿Y cómo aprendió a tallar?

—Él dice que hacía de modelo en Carlotti’s.

—¿Y eso dónde está? —preguntó Viola como si tal cosa; nunca había temido mostrar ignorancia y desconocía lo rara que resultaba semejante valentía.

—Es una escuela de arte que hay en Londres —explicó Hetty. Decidió hablar de modo algo menos artificial porque sabía que estaba abrumando a Viola e intuía que estaba haciéndole sentir incómoda—. Tengo entendido que su cuñada solía asistir a una escuela de arte, ¿no es cierto? Al menos eso dice mi tía. Seguro que conoce Carlotti’s, pregúntele cuando vuelva a casa.

—Es verdad —aclaró el Ermitaño—. Carlotti’s está en King’s Road, en Chelsea. Allí posé para todos los grandes, ya lo creo. Whistler, Alma Tadema, Holman Hunt… ¡Todos los grandes! Una belleza, eso era yo… Estaba hecho un figurín. Todavía apunto maneras, no tenéis más que verme ahora. Pero no os creáis que por eso os voy a hacer algo malo, polluelas, ni en broma. Ése no es mi estilo; yo sé reconocer a una damisela cuando la veo, aunque, vete tú a saber, hoy en día no es tan fácil diferenciar a una dama de una ya-sabéis-qué como en mis años mozos. Pero no os voy a hacer nada que no quisierais que vuestras madres sabieran. Así de claro. Es arte, y eso lo cambia todo. Cuando no es arte, es sucio, pero si es arte, no pasa nada, ¿a que no? Ea, pues lo que iba yo a decir es que si alguna mañana os dejáis caer por aquí mientras me estoy dando un chapuzón, que vengáis a verme. Un figurín…, músculos, proporción, todo. Hasta mis pies son bonitos, por raro que parezca. Me acuerdo de que Le Strange, el gran Le Strange, como solían llamarlo, me decía: «Ah, Falger, hay diez buenos pares de hombros por cada buen par de pies». Al señor Le Strange le encantaba dibujar mis pies. Recuerdo uno de sus cuadros: Mañana, se llamaba, en el que salía yo vestido como con una túnica corriendo montaña arriba detrás de una cabra. Muy bonito, sí señor. Un cuadro gigante. Está en la galería de arte de Westwater.

—Aprendió a tallar viendo a los estudiantes, o eso dice él —murmuró Hetty.

—Es verdad —afirmó el Ermitaño, que parecía tener mejor oído que la gente que acostumbra a vivir en sitios cerrados. Levantó el Oso con Cachorros, lo examinó y, con una mirada nada crítica, sino de serena aprobación, exclamó—: ¡Caramba! ¡Qué calor! ¿Un traguito de Rosie?[14] —Dejó con cuidado el bastón encima de un periódico y gateó hasta su cobertizo.

—¿Tiene pensado asistir al Baile de las Enfermeras? —preguntó Hetty, mirando su reloj de pulsera.

—No lo sé. Tina (ya sabe, mi cuñada, la mujer con la que iba el otro día), mencionó algo al respecto, pero no sé si van a llevarme con ellos.

Hetty resistió la tentación de espetarle: «No te preocupes, Cenicienta», y prosiguió:

—Es la próxima semana… Sí, dentro de una semana si contamos desde hoy. ¡Caramba, cómo pasa el tiempo! —Una mirada huraña cruzó su cara al imaginarse cómo pasaban los años y cómo estaba malgastando su juventud.

—¿Y usted…? ¿Va a ir? —se atrevió a preguntar Viola tímidamente, aunque lo que deseaba saber era si él, el señor Spring, su primo, iba a asistir también.

—Sí, por desgracia.

—¿Por qué? ¿Es que no le gusta bailar?

—No.

—¡Qué curioso! ¡A mí me encanta! Es pensar en bailar y me vuelvo loca. —Y en verdad parecía que lo estuviese, con aquellos ojos abiertos como platos y una oruga enganchada en la fina maraña de su pelo—. ¡Ay, ojalá me lleven! ¿Va usted sola?

—No, iré con mi tía y con más gente —dijo Hetty, abatida.

Era una chica lista y sensible; dotada de una imaginación capaz de contener el bosque entero pero también sus matices más sutiles, y los de sus dos acompañantes; es como si dispusiera de algún tipo de red de malla fina que todo lo filtrara. Aun así, obvió lo que Viola quería saber en realidad: si Victor acudiría al baile. Ni siquiera la red más fina era capaz de atrapar al más primario de los peces, la verdad. Hetty procuraba mantenerse alejada de ella a toda costa.

—¿Y estamos hablando de un grupo muy grande? —insistió Viola con voz cada vez más débil.

—No, bastante pequeño, aunque lo suficientemente grande para resultar tedioso: mi tía, mi primo Victor, una tal señorita Barlow, que supongo que seguirá con nosotros para entonces, cierto joven de gran fortuna y ninguna conversación, y yo misma.

—¡Estupendo! —murmuró Viola; luego, bajando de las nubes, añadió—: Siento mucho que no le apetezca asistir. —Y continuó amablemente—: ¡Pero anímese! No creo que sea tan terrible cuando esté allí; al final nunca lo es. Suele ocurrirme que, cuantas menos ganas tengo de ir a un sitio, mejor me lo paso al final.

Ya no sentía timidez alguna ante la prima de Victor Spring, porque Hetty era amable y simpática. Además, habían intercambiado sonrisas cuando el Ermitaño dijo aquello de las medias con agujeros y eso había despertado en Viola cierta complicidad, como la que a menudo surge cuando compartimos una broma con un extraño. Por su parte, Hetty no tenía claro si preguntarle a Viola por la vida en The Eagles y se decantó por no hacerlo: era evidente que Viola era una muchacha dotada de un encanto genuino, pero también de una simpleza genuina, y pensaría que The Eagles era un lugar aburrido; ni por asomo se habría percatado de las sutiles corrientes chejovianas que fluían lentamente por sus estancias oscuras y silenciosas. «Supongo que estaría encantada con la vida que llevamos en casa, casi tan plana como una bandeja y mucho menos útil —pensó Hetty—. Tampoco es que me queje. Tengo mi propio dinero, una casa lujosa amueblada con un gusto espantoso y toda la ropa que pueda desear. Lo único que me falta es libertad, un objetivo por el que luchar y la convicción de que mi vida merece la pena. Soy una joven muy afortunada».

—¡Qué fiesta tan bonita dieron ustedes la otra noche! —La voz de Viola sonó melancólica.

—Al menos no estuvo tan mal como la mayoría de nuestras fiestas —empezó a responder Hetty, pero, al ver la cara de Viola, un pensamiento la asaltó de pronto: se adentró en la mente hambrienta de alegría de la otra chica y se dio cuenta de lo cautivadora que resultaba la idea de esa fiesta para ella y cuánto le habría gustado estar allí. Así que continuó en un tono distinto—: Aunque sí, en realidad, estuvo bastante bien. Hacía una noche espléndida y mi primo sacó las barcas: la chalana, la fueraborda y el pequeño velero (que se llama Marlene) y cenamos en el río. —Escogía las palabras, pendiente del efecto que tenían en su público—: El cielo estaba dorado y luego se tornó violeta y olía a siringa…

—¿Y tomaron cócteles? —interrumpió Viola.

—Sí —respondió Hetty riendo.

—¿Y qué sirvieron de comer?

—Salmón con mayonesa, pollo, sopa y helados —contestó. Estaba inventándoselo. ¿Que qué habían tomado? Todo lo que comían, en circunstancias normales, era excelente, y todo le sabía igual. La comida solo le despertaba interés cuando era simbólica, cuando se acompañaba con la agradable cadencia de una conversación ingeniosa o cuando los que la disfrutaban eran hombres valientes en peligro o auténticos poetas muertos de hambre.

—¡Qué bien! —suspiró Viola.

—Tiene que venir a una de nuestras fiestas algún día —dijo Hetty impulsivamente.

—¿Yo? —Viola se puso colorada—. ¡Ay! Quiero decir que… ¡sería maravilloso! Pero no quiero… esto… ¿no le molestará a su tía?

—En absoluto. Estará encantada —dijo Hetty, rotunda. Sabía que había ido demasiado lejos. La señora Spring rara vez invitaba a nadie a casa a menos que fuera rico, ordinario y convencional. Y Viola no era ninguna de las tres cosas, por lo que la señora Spring no obtendría ningún placer ni beneficio invitándola—. Estoy segurísima.

Las palabras sonaron débiles e inciertas al flotar en el cálido aire primaveral. Parecieron sumirse en el silencio poco a poco hasta extinguirse por completo.

—Sería estupendo; muchísimas gracias —farfulló Viola, al tiempo que pensaba: «Tendría que buscar algo que ponerme».

Hetty se levantó sin mucha elegancia y se sacudió la falda, mientras Viola recogía el libro de entre las frondas y echaba un vistazo al título.

Poemas completos de Robert Frost —leyó—. ¡Oh, poesía! ¡Santo Dios, qué nombre tan curioso, Frost![15]

—Gracias —dijo Hetty, con un deje de frialdad en la voz. Le quitó el libro de las manos y deseó toparse de una vez con alguien que no creyera que leer poesía por placer era un síntoma infalible de locura—. ¿Se va o piensa quedarse aquí?

—Uy, debería irme o llegaré tarde al almuerzo. —Viola se incorporó.

Se produjo una especie de conmoción en la cabaña y el Ermitaño volvió a hacer su aparición. Se había quitado las botas y dejado al descubierto unos pies enormes y callosos que tal vez hubieran sido bonitos en los noventa, pero que sin duda se habían devaluado con el implacable paso del tiempo. Henchido de orgullo, señaló:

—¿Qué? Perfectos, ¿no? Con todos sus huesos en su sitio.

Hetty y Viola, intentando reprimir la risa, soltaron educadas exclamaciones de interés y admiración y el hombre se puso a tallar de nuevo su bastón, mientras las jóvenes se miraban mutuamente un tanto avergonzadas.

—Bueno, adiós —se despidió Hetty por fin—. Espero que volvamos a vernos. Suelo venir bastante por aquí.

—Sí, yo también lo espero. Muchas gracias. Adiós.

Cada una se marchó en una dirección y el Ermitaño las despidió con la mano, primero a una y después a la otra, gritando con cariño:

—¡Adiós, mozuelas, adiós!

Acto seguido, continuó tallando con esmero el Oso con Cachorros. ¡Qué bien suena siempre la verdad! Puede que el Ermitaño, con su ausencia de responsabilidades, su interés en los asuntos ajenos y su narcisismo, fuera la persona más feliz de todo el vecindario. Si no fuera por esos malditos pajarracos… ¡Qué manía de despertarlo a uno a las cinco de la mañana, o de chillar y cantar después de la cena! ¡Había uno que se pasaba dando la lata la mitad de noche, como si por el día no tuviera ya bastante!

—¡Chitón! —dijo lanzando con saña una piedra hacia unos avellanos que tenían las raíces sumergidas en el agua. Un pajarillo marrón salió disparado como una flecha sin dejar de trinar—. ¡Mecagüen! —murmuró el Ermitaño—. ¡Cállate de una maldita vez, ave del demonio!