Capítulo XVII

Tras la fiesta en el jardín de los Spring, Sible Pelden se sumió en la apatía. No hubo más invitaciones, el tiempo se tornó insoportablemente bochornoso y casi todos los burgueses cerraron su casa y se fueron de vacaciones. Los días bostezaban como calurosas cavernas repletas de negras hojas inmóviles, el arroyo del bosque se había secado y el Ermitaño tenía que ir dos veces al día a casa de los Caker a coger agua y, de paso, hacerle cosquillitas en el cuello a la señora Caker. Los pájaros no cantaban y la juventud de Chesterbourne al completo salía corriendo del trabajo para bañarse en el Bourne. Viola Wither perdió dos libras de peso y Tina Wither ganó tres, que rellenaron sus delgadas mejillas.

Grassmere estaba desierto, salvo por el jardinero jefe y su esposa. Decían que los Spring se habían marchado al extranjero.

Durante aquella calurosa y monótona época del año dejó de oírse en el exterior de la casa el silbido de mirlo característico de Saxon. Estaba demasiado preocupado para silbar, pues, al llevarle las rosas a Tina, al atravesar con ellas el robledal bajo el crepúsculo, herido y aún furibundo y avergonzado, había perdido el control de su propia vida, y era consciente de ello.

Qué fácil habría sido dejar que Tina tomara la iniciativa y comenzar a chantajear al señor Wither. Un hombre sensato que sabía cuidar de sí mismo no habría tenido la más mínima duda y Saxon siempre se había tenido por un hombre sensato.

Pero no había contado con la mejor parte de sí mismo, y era esta —que con ayuda de su voluntad lo había apartado de su miserable propósito— la que ahora le impedía aprovecharse del cariño de Tina.

Sus palabras en la cocina aquella noche habían conmovido, en la medida de lo posible, su cauta naturaleza. Aunque le avergonzaran porque las consideraba «hipócritas» y aunque detestara la idea de que Tina se hallara en la posición de pronunciarlas, su valentía y candor le habían impresionado y, al darle las rosas, le había entregado también su crueldad.

Ahora más que nunca quería ser respetable y parecerse lo menos posible a su madre y al viejo Falger. Y había de reconocer que no era respetable seducir a una joven de la aristocracia local y chantajear a su padre. «Si lo hiciera —pensó—, sería tan malo como esos dos, o peor, porque ellos son ignorantes, animales, pero yo no. Yo tengo cabeza.

»Además, no creo que el Viejo soltara la pasta (había planeado pedirle al señor Wither mil libras) solo para cerrarme la boca. Lo más probable es que la echara de casa conmigo y asunto arreglado: sin referencias, sin trabajo, sin dinero y tal vez con un niño en camino. Y no creo que ella tenga nada ahorrado. De lo contrario, se habría marchado hace tiempo.

»La verdad —concluyó— es que era una idea pésima.

»Descabellada. Como las que se ven en las películas. Tendré que pensar en otra cosa. Pero ¿en qué? Esto no puede seguir así. Además, le estoy cogiendo cariño. Claro que también podría afrontar la situación. Ella es una dulzura y tiene la cabeza bien amueblada. La echaría de menos si me marchase».

El creciente deseo de su compañía lo asombraba un poco: antes de conocer a Tina, nunca se había sentido solo. Se había librado a propósito de sus amigos gamberros y había ofendido a los habitantes de Sible Pelden con sus maneras distantes, pero eso no maquillaba las cosas. Sin saberlo, había anhelado la amistad de una persona inteligente y, aunque sus conversaciones no fueran lo que se dice intelectuales, Tina era capaz de satisfacer aquel anhelo.

También le gustaba estar con ella porque no se parecía en nada a su madre. Puede que las chicas de Chesterbourne fueran más jóvenes y guapas, pero cuando envejecieran serían clavaditas a su madre por no haber recibido ningún tipo de educación. Tina nunca se volvería obscena ni malhablada ni eso que Saxon (que albergaba la típica fe en la educación que sus superiores habían perdido) llamaba ignorante. Las viejas damas educadas eran otro cantar. Había muchas en los alrededores de Sible Pelden y, aunque no pararan de quejarse (o eso afirmaban sus chóferes y jardineros), al menos lo hacían con educación y no con ignorancia. Le estaba tan agradecido a Tina por haberse fijado en él, por las palabras que le había dedicado en la salita de los criados y por pertenecer a la alta burguesía que no podía actuar a sangre fría con ella, y esas rosas hacían que todo fuera todavía más difícil. Cuando se reunieron para la clase la mañana después de la pelea, se mostró, sin exagerar, todo lo simpático que Tina podía desear.

Fue transcurriendo el mes de agosto y era como si ella tuviera que contenerse cada vez más para racionar su delicada felicidad. Cada mañana aumentaba la intimidad entre ambos, pero de un modo tan pausado que solo parándose a considerarlo muy detenidamente podía determinar si había sido el martes, y no el miércoles, cuando la había abrazado por primera vez. Sin embargo, su primer beso tuvo lugar el sábado 19, cuando se despidieron al final de la clase. Claro que se acordaba de eso. ¿Cómo iba a olvidarlo?

Sus abrazos siguieron siendo delicados, pero su amistad se hizo más fuerte. Saxon nunca le había hablado a nadie de sus ambiciones, pero sí a Tina: de modo casual, aunque no exento de seriedad, soltando ora un indicio, ora un comentario. Le pidió que le corrigiera su forma de hablar y Tina, con ganas de reír y de llorar a la vez, aceptó encantada… Siempre que lo estuviera diciendo en serio y no se ofendiera con sus correcciones. Oh, no, no se ofendería. Ya había superado ese tipo de cosas cuatro años atrás, cuando tomó la decisión de medrar en la vida.

—Lo mejor es hablar con claridad, eso creo yo —añadió, elogiando inconscientemente la franqueza que admiraba en ella—. Decir lo que uno piensa, sin medias tintas. Así casi nunca te equivocas.

—Sí. —Tina vaciló—. Pero existe una manera buena y otra mala de hacerlo. Hay que procurar no causarle daño a nadie. Lo contrario es de mala educación.

Él asintió, aunque Tina casi podía ver cómo aquella nueva idea (que la amabilidad y la educación estaban conectadas de algún modo) se trituraba en su mente como el trigo en el molino de su padre. Le entusiasmaba instruirlo. Cuando se imaginaba a su lado, conduciendo románticamente por largas carreteras estivales, no sospechaba ni de lejos que parte de su felicidad pudiera derivar del hecho de enseñarle a hablar con propiedad. Su instinto maternal, su toque de pedantería y sus sentimientos de mujer que se ha visto obligada a seducir a un joven quedaron satisfechos al enseñar a Saxon a hablar adecuadamente. Los caminos del amor son inescrutables.

Nunca había imaginado que fuera posible tanta felicidad. «No me extraña que no me sintiera viva del todo —pensó—. Debía de saber en mi subconsciente lo que me estaba perdiendo. Es como tener un hermano, un hijo y alguien con quien jugar. Todo unido en una misma persona. Supongo que esto se parece bastante a un matrimonio feliz».

Se negaba a pensar en el futuro.

Cada mañana se adentraban con el coche por caminos silenciosos y solitarios donde crecían zarzamoras y madreselvas y setos coronados por acebos polvorientos. Luego, cuando Tina ya había practicado la marcha atrás y el cambio de marchas y había salido de espaldas por una verja ante la atenta mirada de una fila de vacas que la observaban con sus lindas cabezas agachadas, Saxon frenaba, apagaba el motor, se echaba hacia atrás la gorra, sacaba un paquete de Gold Flake y le ofrecía uno sin mediar palabra. En aquel silencio cómplice, le daba fuego y, acto seguido, se recostaban en su asiento, aspirando el humo, para mirar distraídos el cielo inmaculado. Ninguno hablaba. Una de las cualidades que ella más admiraba en Saxon era su silencio. Nunca hablaba por hablar, aunque sabía que los ojos de su chico de campo examinaban cada pájaro, cada coche y cada bestia que pudiera pasar por allí.

Cuando ya le habían dado tres caladas al cigarro, Saxon le rodeaba la cintura con el brazo y la atraía hacia sí con suma delicadeza, de modo que su mejilla tocaba los botones metálicos de su chaqueta, calientes por el sol. A veces, cuando él se inclinaba para besarla suavemente, le tapaba el sol con la cabeza. Charlaban un poco, pero nunca de sus sentimientos. Jugaban a no percatarse de los besos ni de aquel brazo que él ponía alrededor de su cintura.

Hacia finales de agosto, estaban tan tranquilos y felices que se olvidaron de la discreción. Si un camino les resultaba bonito, aunque estuviera cerca de The Eagles, paraban el coche allí mismo y se ponían a fumar y a besarse. Con frecuencia, Tina apoyaba la cabeza en el hombro de Saxon a menos de media milla del estudio del señor Wither.

—¿Sabes? —le dijo Saxon una mañana; habían tomado uno de esos peligrosos caminos, habían detenido el coche junto a la verja de un campo abierto y estaban allí parados sin hacer nada—. Nunca pensé que uno pudiera ser amigo de una mujer.

—¿Ah, no? —Tina trató de parecer interesada solo a medias.

—No. No… Bueno, amigos, como… quiero decir que con las otras siempre tenía que estar hablando de… mier***, de tonterías. Lo siento, se me ha escapado.

«Ajá, así que había habido otras —pensó, sin percatarse del gazapo ni de la disculpa—. Estoy alucinando».

Trató de controlarse, sin éxito.

—Bueno, no significaron nada, de verdad —continuó, sonriéndole—. Muchachas de Chesterbourne. Simple diversión, la mayoría.

Ella no dijo nada. Casi no podía respirar.

En ese preciso momento, un fuerte chasquido que imitaba un sonoro beso rompió el apacible silencio, y una voz, surgida de la nada, anunció complaciente:

—¡Mua, mua! ¡Picaruelos! Conque aquí escondidos, ¿eh?

Tina y Saxon se separaron de un salto y miraron frenéticos a su alrededor, pero no vieron a nadie. El camino estaba acotado por frondosos setos y a la izquierda comenzaban los robles del bosquecillo.

—¡Veo veo! —cantó la voz—. ¿Qué ves? Una cosita. ¿Y qué cosita es?

El sonido venía de las alturas. Saxon levantó la vista y vio algo inusualmente grande y oscuro alojado en una rama de roble. Estaba inclinado hacia delante estirando el cuello y los saludaba muy digno. Era el Ermitaño.

El Ermitaño no estaba ni mucho menos resentido por su derrota en la fiesta del jardín ya que su espléndida salud y su vanidad constituían una coraza tan gruesa que ni siquiera se le pasaba por la cabeza que pudieran vencerle. Si no gustaba a la gente, peor para ellos y si alguien llegaba tan lejos como para pegarle, le devolvía el golpe y casi siempre ganaba. Cuando perdía, se le pasaba rápido. Cuando lo amenazaban, no se daba por aludido y cuando trataban de hacerlo entrar en razón, daba por hecho que su mentor estaba equivocado. Así que no había mucho que hacer con él, salvo ofrecérselo como cobaya a una clínica donde trataran el complejo de inferioridad. Más que duro, era elástico. Una bola mullida. La imagen genuina de un tipo duro victoriano anclado en el crepúsculo de una época más dulce en la que todo se producía en serie. Los suburbios londinenses de los sesenta habían constituido un despiadado caldo de cultivo; era todo un milagro que alguien hubiera sobrevivido a ellos. Además, el tipo estaba bien engrasado, lo que le proporcionaba una injusta ventaja.

No sentía ningún rencor hacia Saxon, que había ayudado al coronel Phillips a echarlo del patio, porque él lo había tumbado. Estaba borracho en aquel momento, pero se acordaba de haber derribado a Saxon, por quien sentía un inmenso y benévolo desdén, como cualquier hombre de mundo sentiría hacia un muchacho de provincias.

Sin embargo, aunque el Ermitaño no era rencoroso, tenía un gran sentido de la justicia poética. Y este sentido se vio satisfecho cuando contempló a Saxon —ese chico tan respetable, tan entrometido en los asuntos de sus mayores y de sus superiores, ese metomentodo, ese maldito… (aquí el Ermitaño, rebuscando entre sus recuerdos del barrio de Seven Dials en 1868, desenterró unos huesos gigantescos de algún espécimen de la jerga victoriana), ese sancirole y tartanero de pacotilla—, rodeando con el brazo la cintura de la hija de su patrón. El Ermitaño había avisado al señor Wither de que algo así estaba ocurriendo y ¡mira por dónde!, no se equivocaba. Triunfante, se puso a cantar «Veo veo».

No obstante, al atisbar las caras pálidas por el susto, tuvo otra idea. Los miró sonriendo entre las hojas de la rama frondosa en la que estaba sentado a horcajadas y esperó a que hablaran.

—Ignora lo que has visto —murmuró Saxon, arrancando el coche—. No pasa nada… No se preocupe, señorita… Por favor, no te preocupes, Tina. Alguien debería pegarle un tiro a ese p*** viejo (lo siento). Rápido, vámonos…

Pero el Ermitaño, tras haber descendido del árbol como una ardilla, ya estaba plantado en mitad del camino, delante del coche.

—¿A qué tanto correr? —preguntó muy tranquilo—. No hay prisa. Esta mañana no tengo faena.

—Quítate de en medio —dijo Saxon en voz baja. Se había puesto pálido. El coche empezó a moverse.

—¡Saxon! ¡No! ¡Si le haces daño se descubrirá todo! Para… por favor.

Frenó justo cuando el coche rozaba las piernas del Ermitaño.

—¡Qué gallito! —observó el Ermitaño—. Vaya con el gallito. Tampoco hay que ponerse asín. Soy una tumba. ¿Por qué iba a decir nada? ¿A mí qué me importa que os deis unos cachetitos o que os hagáis cosquillitas a escondidas en el coche? Solo se vive una vez. Tú me dejas en paz a mí y yo sus dejo en paz a vosotros. Es justo, ¿no? ¡Ea!

Tina asintió con una sonrisa débil y temerosa, contemplando la cara enfadada de Saxon.

—¿No sería mejor que nos fuéramos? —preguntó en tono familiar. Le temblaban las rodillas.

—Lo haré cuando me deje. —Saxon levantó la voz—. Quítate de en medio, ¿quieres? Llegamos tarde. —Trató de hablar civilizadamente, pero su tono sonó despectivo.

—Hey, no hay prisa. Estáis cerquita de casa. ¿Qué ha dicho la señorita de que se descubra el pastel? ¿Qué os traéis entre manos? Espero que nada que disguste al viejo Rata. Dicen que es tan sensible como una cuerda de arpa. Seguro que no queréis encorajinarlo, ¿a que no?

—Saxon —susurró Tina, agachando la cabeza y abriendo su bolso de mano—, es inútil. Tendremos que darle algo. —Dobló un billete de diez chelines.

—No seas tonta. —Saxon pronunció aquel severo susurro con la boca torcida, a la manera de un convicto—. Dale media corona, si quieres. Pero mejor que no o volverá a por más. Maldito sea… ya nos tiene donde quería. Espera. —Posó su mano sobre la de ella y guardó el billete en el bolso; luego se llevó la otra al bolsillo y sacó un chelín—. ¡Tómate algo a nuestra salud! —gritó y le lanzó la moneda. El Ermitaño la cogió al vuelo.

La sucia sonrisa del hombre y la astuta sonrisilla de Saxon asquearon a Tina. «Los hombres corrientes son horribles —se le pasó por la mente—. Giles Bellamy se habría hecho cargo de la situación y me habría sacado de aquí sin rebajarse al nivel del viejo ni burlarse de esa manera tan asquerosa».

Se sentía sucia y muy enfadada con Saxon. Y el hecho de que un chelín significara tanto para él y nada para ella la enojó aún más. No se le ocurrió pensar que con Giles Bellamy aquella situación nunca se habría producido.

—¡Con esto me vale! —gritó el Ermitaño, colándose a gatas por un agujero del seto—. Tranquilos, no diré nada. Claro que no. —Luego, más flojito, a medida que se adentraba en el bosque—: Tú me dejas en paz a mí y yo sus dejo en paz a vosotros. ¡Ea!

Cuando su voz se desvaneció, se produjo un largo silencio.

Los dos estaban enfadados, asustados y un poco tristes, como si hubieran echado a perder algo bonito y no supieran lo que iba a venir a continuación.

«Algo tendremos que hacer, maldita sea», pensaron.

Saxon había dejado el coche atravesado en mitad del camino formando un ángulo extraño, como si se hubiera producido un accidente y, aunque sabía que tenía que quitarlo de ahí porque podía aparecer un carro en cualquier momento, estaba demasiado acalorado, furioso y abatido para arrancar.

Al fin, Tina dijo fríamente:

—Será mejor que nos vayamos, ¿no?

Él arrancó el motor sin responder. ¿Por qué le hablaba en ese tono? Había empezado ella. Si se hundían en el fango, ¿de quién sería la culpa?

Enderezó el coche y circuló a toda prisa por el camino en dirección a la carretera principal, donde había un poco de tráfico por lo que debía concentrarse en la conducción. A cada minuto que pasaba, se enfadaba más consigo mismo y maldecía aquel funesto hábito de «dejarse llevar». Ahí estaba, enredado con ella, sin querer defraudarla, dispuesto a que el viejo Falger le sacara los cuartos en lugar de ser él quien se los sacase al señor Wither, dispuesto a que lo pusieran de patitas en la calle sin referencias… Y todo, maldita sea, porque se había sentido atraído por ella.

El camino del superhombre es más duro de lo que suponen sus inferiores.

En la carretera principal que conducía a Bracing Bay apenas se veía nada de la polvareda que levantaban los camiones y los coches de camino a la playa. Sin embargo, las alegres mujeres que tendían sus ropas al sol en los exuberantes jardines que rodeaban los espantosos bungalows apenas se percataban del intenso rugido de los motores. Por suerte, a poca gente le importan el ruido y la fealdad.

—¿No sería mejor que volviéramos? —sugirió Tina tosiendo.

Saxon no le hacía caso y ella estaba emocionada (esa era la palabra exacta).

Había leído que las mujeres eran iguales a los hombres y estaba convencida de ello, aunque su propia experiencia nunca se lo había demostrado. Ahora Saxon la trataba como alguien inferior. Era emocionante ver que los libros se equivocaban. ¡El coche volaba por la carretera ruidosa y polvorienta! ¡Llegarían tardísimo al almuerzo!

—Saxon.

—¿Qué?

«Un caballero habría dicho: “¿Sí?”», caviló Tina. Aquélla no era ni de lejos la mejor mañana de Saxon. No dejaba de hacer cosas que le recordaban que era un chico corriente.

—Para un momento. Tenemos que hablar.

Él aminoró la marcha.

—Ahí. —Tina señaló otro de esos caminos tentadores, donde proliferaban los tonos verdes y blancos de la reina de los prados.

El coche enfiló por él despacio, dando sacudidas. Saxon parecía huraño y aburrido.

—¿Qué ha querido decir con eso de «Tú me dejas en paz a mí y yo os dejo en paz a vosotros»? —preguntó cuando el motor se apagó y reinó la calma. Lo sabía perfectamente, pero seguía enfadada con Saxon por no haberse comportado como un caballero y quería hacerle daño.

Saxon se puso colorado y dijo con voz hosca:

—Está con mi madre. Lo sabes tan bien como yo.

—Sí. Lo siento.

—Si lo sabes, ¿por qué me preguntas?

—Lo siento, Saxon. Qué bruta soy. Verás… ay, ¿por qué todo es tan difícil? —concluyó Tina con afectación, aunque los ojos se le llenaron de lágrimas.

Él tenía la mirada perdida en el camino, borroso por el blanco encaje de las florecillas que pendían a cada lado y perfumado por un confuso aroma dulzón. Nunca le había parecido tan joven, ceñudo y malcriado. Era el típico chico de campo que se ha metido en un aprieto.

Entonces se produjo un milagro de lo más común. En el mismo instante en que Tina, triste y enfadada, se inclinaba hacia Saxon, alarmado y molesto, él se volvió hacia ella, la rodeó con sus brazos y la besó apasionadamente.

—No nos peleemos más —murmuró entre besos—. No sé qué demonios me pasa.

Pausa.

—Cariño, eso es que me amas. ¿Verdad? Me amas. Dilo. Es lo que… Dilo, cariño.

—Te amo —masculló tímidamente, ruborizándose en el acto. De pronto se apartó de ella y Tina respiró hondo al verlo refrenar sus pensamientos, tomar las riendas y hacerse cargo de ellos—. Ten por seguro que yo también te amo —siguió, mirándola fijamente—. Eres tan dulce… —dijo abalanzándose de nuevo sobre ella.

—Saxon. —Apoyó su pequeña mano en el pecho de él para apartarlo—. Tengo treinta y cinco años. ¿Y tú?

—Cumpliré veintitrés en diciembre.

—Entonces te saco doce años —pronunció con enorme esfuerzo aquellas malditas palabras, tan odiosas como solo puede serlo la verdad—. Sabías que yo era mucho mayor que tú, ¿verdad?

—Sí —dijo muy tranquilo, examinando su delicado rostro, bonito y sonrosado, y sus grandes ojos brillantes—, pero no tanto. No pareces tan mayor. Las damas educadas nunca lo parecen. Tú nunca has tenido que trabajar. Por eso las mujeres como mi… las mujeres ignorantes parecen más viejas.

—¿Entonces no te importa que sea mucho mayor que tú? —insistió.

—¿Y de qué serviría? —respondió, con ese aplastante sentido común propio de la clase trabajadora al que tendría que ir acostumbrándose—. No puedes hacer nada, así que, si a ti no te importa, a mí tampoco. —Se inclinó hacia ella. No parecía muy interesado en el tema.

—Me importa, pero no tiene sentido… —Sus palabras se las llevó el viento.

Cuando se incorporó de nuevo, dijo con sensatez, mientras se atusaba el pelo:

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—Esto no ha hecho más que empezar —sonrió Saxon, arrastrando las palabras y echándose la gorra hacia atrás. El sol calentaba sus caras, y la tapicería de cuero del asiento donde Tina tenía la mano apoyada estaba ardiendo.

—Ya —rió—, ya. Pero es serio. No podemos seguir así, Saxon, porque ese horrible viejo vendrá a pedirnos más dinero y, cuanto más le demos, más querrá. Yo solo tengo setenta libras.

—Pues yo veintiuna. ¡Y que se le ocurra tocarlas! Aunque no creo que lo haga. Es solo un charlatán. Si lo dejo en paz y no digo nada sobre él y mi madre, el muy bastardo nos dejará en paz.

Esta vez no se disculpó por el insulto. Dejó la gorra en el asiento, se recostó hacia atrás y sacó un paquete de cigarrillos baratos, mientras contemplaba la carretera con los ojos entrecerrados. ¡Oír que solo tenía setenta libras sí que era una sorpresa! La mitad de su mente se sentía decepcionada y la otra mitad juraba que nunca tocaría ni un penique de su dinero: no era propio de un hombre.

—La cuestión es… si quieres seguir viéndome.

Él soltó una carcajada, asintiendo.

—Oh y… besándome. ¿Sí? Pues habrá que buscar un lugar seguro para vernos, y yo debo dejar las clases. No sería prudente, con ese viejo rondando por ahí.

—De acuerdo. Pensaré en algo. —Se incorporó y se puso la gorra—. Ya es hora de que nos vayamos. —Y añadió en un tono experimental—: Cariño. —Lo repitió con énfasis—: Cariño. Suena raro, ¿no te parece?

—Suena dulce —respondió Tina, ausente, echándose hacia atrás cuando el coche empezó a moverse. Pensaba que, aunque su relación había dado un paso adelante aquella mañana, aún estaba muy lejos de considerarse «formal». No habían hecho planes, pero estaba claro que no serían felices si dejaban de besarse.

¿Qué habría aconsejado la doctora Hartmüller?

De pronto, le asaltó con claridad, con demasiada claridad, lo que la doctora Hartmüller habría aconsejado, pero retrocedió asustada ante aquel pensamiento. «Oh, no, eso ni pensarlo», se dijo a sí misma muy decidida. Su educación, las tradiciones que gobernaban su vida, su sentido común y su modestia coincidían en que el remedio de la doctora Hartmüller era inconcebible.

Pero olvidaba que tenía a su lado a un muchacho joven, también conmovido por los besos de la mañana, inexperto, más escrupuloso que la mayoría de los chicos de su clase y que se sentía fuertemente atraído por ella.

Cuando se acercaban a The Eagles, Saxon dijo con calma:

—¿Cuándo te marchas?

—¡Oh! —Se volvió hacia él, sobresaltada—. Se me había olvidado. No lo sé, pronto, supongo. Depende de lo que el doctor Parsham le diga a mi padre. ¡Un mes entero! ¿Y tú? ¿Vas a quedarte aquí todo ese tiempo? Quiero decir si no vas a irte a ningún sitio. El año pasado estuviste en Bracing Bay quince días, ¿no?

Él asintió, desviándose por el camino de acceso.

—No tengo dinero para estar fuera mucho tiempo —contestó, con la mirada puesta en la carretera—, pero estaba pensando que es una pena que no puedas irte a ningún sitio por tu propia cuenta por una vez. Sin ellos, quiero decir. Para que quizás yo… pudiera ir también.

—Saxon —murmuró, mirándolo fijamente. El corazón le latía con fuerza.

—¿Sí? —Frenó—. Para que pudiéramos disfrutar de unas pequeñas vacaciones juntos —concluyó. Y añadió, como una ocurrencia tardía—: Cariño.

—¿Quieres decir… en el mismo hotel?

—Quiero decir en la misma…

Dejó que la última palabra saliera casi en un susurro y le dedicó una sonrisa campestre que se perdió en el bosque verde y frondoso de las historias de amor jamás escritas de Inglaterra. Tal vez un granjero tumbado bajo los árboles en Windsor Great Park hubiera sonreído a una chica de la misma manera cuatrocientos años antes, cuando los árboles eran jóvenes.

—¿No te gustaría?

—Más que nada en el mundo —asintió, aturdida pero sincera. Era sorprendente lo rápido que la educación, la modestia, el sentido común y la tradición aceptaban una idea escandalosa.

—Estoy de acuerdo. —Y, mientras se inclinaba para abrirle la puerta, empezó a silbar de aquella manera deliciosa y alegre, interrumpiéndose tan solo para decirle—: Trato hecho, entonces.

Por fin se había hecho cargo de la situación y se sentía confiado y eufórico. Tina se vio contagiada por su alegría. Cuando corrió escaleras arriba, estaba riendo, y los rayos de sol acariciaban su erguido rostro.

Ninguno de los dos era capaz de ver más allá de un fin de semana de placer.