Capítulo XIII
La fiesta había terminado y todo el mundo se había ido a casa. Como cada año, el evento había sido un rotundo éxito y lady Dovewood lo proclamaba a los cuatro vientos, exagerando un poco, eso sí, y suavizando la desazón natural que sobreviene al final de una noche deliciosa.
Sin embargo, hasta el vino más selecto puede contener pequeños trocitos de corcho, y hay que decir que algunos de los participantes en la fiesta se marcharon con una cierta amargura en el alma. El hijo del farmacéutico, por ejemplo, pensaba que aquello había sido una escandalosa pérdida de tiempo y de dinero. ¿Cómo se le había pasado por la cabeza asistir siquiera? Era evidente que no atraía a las mujeres. ¡Ojalá llegase pronto la Revolución! En cuanto a la señora Wither, estaba seriamente disgustada con Viola, que había llamado la atención por partida doble: por su pelo y por aquel bailecito que se había marcado, y de qué manera, con el señor Spring. Por su parte, Tina y Madge tenían sus propias razones para alegrarse de que la noche tocase a su fin.
No así el señor Wither, que había disfrutado enormemente de la velada. Ayudado por un respetuoso Saxon, se introdujo en el coche entre crujidos, tarareando una melodía, y no fue hasta que su mirada recayó en Viola, que permanecía ensimismada envuelta en su enorme capa, cuando se percató de que justamente era «La Viuda Alegre» lo que estaba canturreando y paró.
Por supuesto, Viola había sido de lo más indiscreta e insensata por bailar de ese modo tan imprudente. Había llamando la atención de todo el mundo. «Qué ordinaria —eso debía de pensar la gente—. Qué vulgar. Mira que lanzarse al cuello del joven Spring… ¿Qué será lo próximo? Pobre Theodore; tal vez hizo bien en marcharse a tiempo».
Viola, que había bajado de las nubes con la misma violencia de un sonámbulo a quien se despierta de repente, veía pasar en silencio las calles desiertas de Chesterbourne por las ventanillas del coche. Humildes cottages convertidos en garajes, casas estilo Reina Ana precarias e inestables, villas de estuco, los tonos dorados y carmesíes de Woolworth teñidos de belleza y de misterio por la luz azulada de la luna. «Hoy se cumplen dos años de la muerte de papá; no debería estar tan contenta. Pero lo estoy. Ha sido maravilloso. Me basta cerrar los ojos (así lo hizo, volviendo la cara hacia las calles blanquecinas para que nadie la viese), para sentir el vaivén otra vez. Me pregunto si volveré a verlo… Aunque solo sea para hablar con él…».
Mientras se tomaba la última copa con Phyl y Hetty en el salón antes de acostarse, Victor también pensaba, entre otras cosas, en lo mucho que le gustaría volver a ver a Viola y en lo insensato que esto resultaría. Sobre todo ahora que había tomado la decisión de pedirle a Phyl que se comprometieran formalmente. Se había propuesto hacerlo en un mes, como mucho. Ninguna chica lo había hecho sentirse así desde lo de la joven galesa de hacía cuatro años. Aquella relación había alcanzado un clímax bastante satisfactorio porque la muchacha era poco menos que una vagabunda sin ataduras, una chica acostumbrada a buscarse la vida; pero una joven viuda que encima vivía a media milla de distancia y con la familia de su marido, ese era otro cantar.
«No, no puede ser», decidió Victor, mientras se desanudaba la pajarita. Aunque lo cierto es que deseaba que aquello continuara de algún modo.
La señora Spring, que estaba tumbada en la cama, con la cara ligeramente impregnada de una crema que costaba doce chelines y seis peniques el tarro, estaba deseando no sentirse tan mal por lo que había pasado en la fiesta.
«Qué gesto más feo ha tenido Phyllis marchándose así con Bill —pensó—. Vale que estuviese aburrida y enojada con Victor al verle bailar con aquella chica del vestido celeste, pero no debería haberse marchado. Dios me libre de decirle nada, por supuesto, pero creo que se dio cuenta de que me sentó mal. Con la amistad que nos une desde hace tanto tiempo, no debería haber reaccionado así. En fin, no sirve de nada; ella es dueña de su vida, claro está, pero no la trago».
De hecho, y la señora Spring no lo sabía, Phyllis se arrepentía enormemente de haberse dejado llevar por el aburrimiento y haberse marchado a casa. El resto del grupo había vuelto a Grassmere apenas media hora después, lo cual no solo había robado protagonismo a su gesto, sino que había privado al pobre Bill, que, evidentemente, estaba enamorado de ella, de una o dos horas en su sola compañía. Habría hecho mejor quedándose en el baile.
Además, había sido una estúpida por permitir que Victor viera que le importaba que le tirara los tejos a aquella chica de pelo rizado. «A estas alturas ya debería saber —pensó, untándose la cara con una fina capa de crema que costaba seis chelines y seis peniques el tarro— que Victor odia que me comporte como si estuviéramos casados. ¡Pero que no se crea que voy a tolerar que frecuente la compañía de niñitas de pelo rizado cuando lo estemos! ¡Ah, no! Cada vez que lo hace quedo como una tonta y eso no se lo permito a nadie.
»Pero ya se le pasará. Sé muy bien que cuando el bueno de Victor está nervioso, ¡lo disimula por todos los medios! No creo que esto acabe en una aventura; nunca se le ocurriría salir con una muchacha así. ¡Prácticamente vive en la puerta de al lado!
»Por su bien, mejor que no se le ocurra».
Se metió en la cama y apagó la luz de golpe.
Cuando el grupo llegó a The Eagles, las criadas (con permiso de la señora Wither), ya se habían acostado, pero habían dejado unos sándwiches en la sala de día para que todos tomaran algo y charlasen sobre los acontecimientos de la noche antes de irse a la cama.
—Buenas noches, Saxon.
—Buenas noches, señor; buenas noches, señora.
Saxon se quedó educadamente junto a la puerta, manteniéndola abierta mientras sus patrones salían de uno en uno: el señor Wither, la señora Wither, Madge, Viola. Tina salió la última.
—Buenas noches, Saxon.
—Buenas noches, señorita Tina.
Ni siquiera osó mirarlo a los ojos. La luna, la quietud de los bosques y el brillo solemne de las minúsculas estrellas ejercían un poderoso influjo sobre sus sentidos. ¡Qué puro era el aire a la luz de la luna, recorriendo calmoso millas y millas de campos repletos de espinos y judías en flor, de huertos y jardines que perfumaban pueblos y garajes construidos sobre muladares de tiempos de Carlos II! «La vieja tierra mantiene su dulzor. Y pensar que, con toda la belleza que hay fuera, yo tengo que meterme en casa, en la cama… —pensó Tina—. Mataría por pasarme la noche entera conduciendo, llegar hasta la playa». En su imaginación, ya oía el romper de las olas.
El señor Wither cerró la puerta de la casa tras él.
—Ay, querido, qué cansada estoy. —La señora Wither bostezó dándose una palmadita en la boca y se agachó con pesar para frotarse uno de sus zapatos de fiesta, que le estaba rozando un callo y provocándole un auténtico martirio.
—Polo no ha ladrado cuando nos ha escuchado entrar —anunció Madge tristemente, cogiendo un sándwich de huevo de la bandeja—; supongo que estará dormido. Tal vez debería bajar a ver…
—¡Paparruchas! —espetó el señor Wither, con la boca llena—. ¿Para qué? Como se te ocurra despertar al perro a la una de la madrugada, no conseguirás que se vuelva a dormir en toda la noche.
Se produjo una pausa somnolienta que todo el mundo aprovechó para comer. Incluso Viola lo hacía, pues la diversión le había despertado el apetito. A Tina, no obstante, le parecía que cada bocadillo estaba más seco que el anterior y al fin dejó uno a medio terminar en el plato, murmuró algo acerca de su bolso y se escabulló del saloncito.
«No puedo irme a dormir sin verlo… No voy a hacerle mal a nadie por salir de nuevo y desearle buenas noches. Es una excusa perfecta… ¿Dónde está mi bolso?, maldita sea… Ah, en la silla del vestíbulo».
Había oído alejarse el sonido del motor cuando Saxon conducía el coche al lateral de la casa donde estaba situado el garaje; seguramente estaría aparcándolo.
Bajó a toda prisa la vieja escalera de la cocina, cuyos desgastados escalones crujían cada vez que ella plantaba un pie. A pesar de que estaba oscuro, los conocía tan bien que recordaba que el quinto era el que más crujía, así que pisó en un lateral en lugar de en el centro. Cuando era apenas un bebé, acostumbraba a bajar por ella para pedirle a la cocinera un trozo de masa para hacer figuritas y, cuando ya era una colegiala, a bajar corriendo al patio para ver a su perro (el pobre King, que llevaba quince años muerto).
Cruzó volando el suelo de piedra, rezando por que no hubiera ninguna cucaracha en plena expedición nocturna y tratando de acallar la vocecita de su cabeza, que no dejaba de repetirle que estaba a punto de cometer un acto no solo estúpido, sino indecoroso. «Te vas a delatar», le advertía. «Pero tengo la excusa perfecta… Y además, se está tan bien ahí fuera, con esa luz azul iluminando los bosques…».
Se inclinó y descorrió el pestillo de la puerta del patio. A través del cristal esmerilado, apreció el pálido resplandor de la luna. Oyó entonces varios ruidos apagados: el motor del coche, los ladridos de Polo y la voz de Saxon tratando de calmar al animal.
Abrió la puerta y se quedó parada en el escalón, contemplando a Saxon.
Se había agachado para acariciar a Polo, que parecía blanquísimo a la luz de la luna, tumbado sobre su lomo con las patas en alto.
Saxon levantó la vista. Estaba riéndose, pero su cara se puso seria al percatarse de la presencia de Tina.
—¡Señorita Tina! ¿Ocurre algo? —Se levantó y su larga sombra se proyectó sobre el suelo del patio.
—No… —El corazón estaba a punto de salírsele del pecho, pero se contuvo—: Nada importante…, mi bolso. Me preguntaba si lo habrías visto.
Bajó del escalón a los polvorientos adoquines, recogiéndose el vestido que destellaba en su mano como un ramillete marrón y plateado. En contraste con el suelo iluminado por la luna, sus pies se veían diminutos y oscuros en sus zapatos de satén.
Saxon fue hacia la puerta abierta del garaje y ella lo siguió despacio. ¡Qué noche tan tranquila! La luna arrojaba su luz desde una altura remota y estaba rodeada por una enorme aureola marrón en la que no brillaba ni una sola estrella.
Saxon abrió el coche y encendió la luz. Tina se aproximó poco a poco al cobertizo.
—Aquí no está, señorita Tina.
Ella distinguió la cara seria y un tanto preocupada de Saxon mientras levantaba cojines y miraba en pequeños compartimentos repletos de trapos y mapas.
—¿Llevaba muchas cosas?
—Oh, no, poco menos de cinco chelines. Un bolsito plateado con el asa de carey —dijo en un murmullo desde la puerta— y un pintalabios que me gusta mucho.
—Todo un botín para la chica que lo encuentre —dijo Saxon, volviéndose y esbozando una sonrisa—. A lo mejor se lo ha dejado en el Salón de Actos. Si quiere, puedo acercarme a preguntar mañana por la mañana. Tengo que llevar al señor Wither al pueblo.
—Sí, muy amable —respondió en un susurro.
Saxon cerró la puerta del coche y la luz se apagó. Cuando se dio la vuelta, Tina se acercó a él. Emanaba un dulce aroma.
—Oh, Saxon, respecto a lo de mañana… —estaba empezando a decir con voz apresurada y temblorosa, cuando su perfume, su mirada y el tono de su voz se colaron de lleno en la cabeza de Saxon, quien sonrió, la rodeó con sus brazos evitando que ella retrocediera y la besó.
Antes de que la boca de él presionara la suya, Tina le había oído murmurar algo como «pequeña Tina», pero no estaba segura. Solo luchó violentamente por librarse de aquel cuerpo extraño que la asustaba, e incluso en ese momento advirtió, con una punzada de ternura, lo joven que era la línea de sus pómulos.
—¿Qué ocurre? —susurró, con su fuerte tono cantarín de Essex—. ¿Es que no le gusto?
—¡No! ¡No es eso! —dijo ella meneando la cabeza a un lado y a otro—. ¡Oh, por favor, por favor, suéltame! Por favor, Saxon, suéltame. —Y rompió a llorar.
Él la soltó, bajó la cabeza y se estiró los puños de la chaqueta, mientras ella se atusaba el pelo con manos trémulas. Saxon no parecía ni triste ni desconcertado, solo pensativo.
En medio del silencio, un pájaro empezó a trinar en el bosque, al otro lado de la carretera. Las notas salvajes y de evidente dulzura hicieron que Tina se sintiera muy mal. Se alegró de que hubiera parado.
—Debo irme —dijo por fin. No podía dejarlo así, debía decir algo.
Él levantó la vista.
—Si no se lo cuentas a tu padre, mañana presentaré mi renuncia —dijo—. Te estaría muy… agradecido —procuró escoger cuidadosamente las palabras— si no lo hicieras. De lo contrario, tendría que irme sin referencias y al menos he de tener una para encontrar otro trabajo. —Por primera vez, le habló de igual a igual.
A Tina le dio un vuelco el corazón.
—Oh, pero… —empezó.
Él la malinterpretó.
—De acuerdo, si tienes que hacerlo, hazlo. Chívate. Yo me lo he buscado, aunque casi toda la culpa es tuya. Bajando aquí —de nuevo el acento cantarín de Essex— a esta hora de la noche, vestida así… ¿cómo esperas que yo no piense que querías que… que hiciese algo?
—Lo sé. Lo siento. Sí que quería… —se excusó Tina, y un ardiente rubor le fue bajando despacio desde la coronilla hasta las puntas de sus zapatos—, solo que de algún modo, cuando lo hiciste… fue distinto de lo que…
—No te ha gustado, ¿verdad?
Ella negó con la cabeza.
—A lo mejor he sido un poco impetuoso, lo reconozco… —dijo Saxon, con una encantadora sonrisa—. Te he dejado sin aliento, ¿es eso?
Asintió.
—Es que no estás acostumbrada.
Volvió a negar con la cabeza.
—Qué curioso, porque da gusto besarte. —Sus ojos la miraban fijamente.
—¿Ah, sí? —murmuró.
—Sí, eres tan… linda.
(«¿Y no soy vieja? —pensó Tina, desesperada—. ¿No te diste cuenta cuando me abrazabas de que estabas abrazando a alguien mucho mayor que tú?»). No le gustó en absoluto que él sugiriera que no estaba acostumbrada a besar, pero, por supuesto, no podía sacar a relucir su indignación.
—Quiero que sepas —empezó, tratando de recobrar un tono frío, casual y amistoso pero elegante— que no se lo voy a decir a mi padre. Bueno, como en parte ha sido culpa mía… Quiero decir que supongo que me he puesto un poco tonta con la luna y todo eso —se rió de un modo poco convincente— y que no deberías cargar con toda la culpa.
—Es justo —fue lo único que dijo Saxon, volviendo a hablarle de igual a igual.
—Sí —coincidió Tina, despojándose de su tono elegante y percatándose alarmada de que Saxon tenía la situación bajo control—, sí, supongo que lo es.
«Sabe que le quiero, está claro. Por eso se comporta de esa manera tan risueña y paternalista, aunque finja lo contrario. ¡Qué horror! Ahora se pensará que puede hacer lo que le plazca solo porque le quiero. Creerá que solo tiene que amenazar con marcharse para que yo vaya corriendo a padre a pedirle que le suba el sueldo. Es horrible. No pienso permitirlo. Le diré (trató de pensar con frialdad) que no voy a dar más clases porque no tardaré en marcharme y mañana le escribiré a Joyce preguntándole si puedo quedarme con ella una o dos semanas.
»Pero cuando vuelva a casa, él estará aquí y las cosas seguirán igual de mal. Ay, ¿qué hago? ¿Cómo me he metido en este lío? ¡Quién habría pensado, cuando lo veía correteando por aquí con su viejo jersey rojo, que iba a sentir lo que siento por él!».
—Será mejor que cierre la puerta —dijo Saxon, moviéndose con destreza. Dentro de la casa, un apagado tintineo dio la una y cuarto.
La conversación entera les había llevado menos de diez minutos.
«Tendría que haberme ido cuando él me soltó», pensó Tina desolada, recogiéndose el vestido.
—¿Mantenemos la clase de mañana, entonces? —preguntó el joven con voz calmada. Nada de «señorita Tina» ni una mínima inflexión de respeto. ¿Le hablaría así delante de otras personas? ¡Seguro que no se atrevería!
—Oh, no lo sé, a lo mejor…
—Creo que deberías. Ya le estás cogiendo el tranquillo, sería una pena dejarlo a medias. —(Aquello no tendría un inadmisible doble sentido, ¿verdad?).
—Bueno, está bien —suspiró Tina, agotada—. A las once en punto, como siempre.
—¡Allí estaré! —exclamó él alegremente. Habían cruzado el patio iluminado por la luna y ahora se encontraban junto a la puerta abierta que daba a la casa a oscuras.
Polo salió de su caseta, olisqueó sus zapatos y se escabulló de nuevo con sus andares de pato.
«¡Qué injusta es la belleza física! —pensó la pobre Tina mirando a Saxon—. Concede demasiada ventaja a los que la poseen».
—Buenas noches —le deseó, distante, girándose para marcharse, pero él la agarró de la mano, atrajo su cara reticente hacia la de él y le estampó el más cálido de los besos en la mejilla.
—Buenas noches, pequeña criatura —le susurró, y se fue a casa silbando a la luz de la luna.
Tina, más que caminar, se obligó a reptar hasta su dormitorio; estaba tan exhausta que apenas podía pensar en nada. Aún sentía el cálido roce de sus labios en la mejilla. «Oh, ¿cuándo va a acabar esto?», pensó, con la mano en el picaporte.
—¡Tina! —la cabeza de Madge, con su pelo cortísimo, la apremiaba con urgencia desde la puerta de su dormitorio—. ¿Dónde diablos te has metido?
—He ido al coche a buscar mi bolso.
—¡Pero si está en la silla del vestíbulo!
—Lo sé.
—Pero entonces… bueno, ya lo tienes. ¿Has visto si salía Polo?
—Sí.
—¿Y qué aspecto tenía?
—Ay, Madge, ¿qué aspecto iba a tener? El de un perro. Está perfectamente. ¡Qué obsesión con el maldito chucho!
—Bueno, solo quería asegurarme. Está en una edad crucial; crece y aprende muy rápido.
—Sí. Buenas noches.
Tina se metió en su habitación y cerró la puerta. Mientras abría un tarro de crema que costaba dos chelines y seis peniques, se sentía tan desdichada que le extrañó verse guapa en el espejo. Le brillaban los ojos y su tez presentaba un aspecto fresco y transparente. Volvió a adoptar una cara enfadada.
Justo antes de quedarse dormida, le asaltó la idea de que al menos se había enamorado de un joven con carácter.
Un piso más arriba, Viola estaba ya en su cuarto sueño. Tenía la cara impregnada de una crema barata de seis peniques y, bajo la almohada, un manoseado programa de baile.