Capítulo XXI

Tina se adentró en el valle y los árboles la engulleron. La humedad de la niebla hacía resbaladizo el camino y era difícil acarrear la maleta, tan pesada, con una sola mano, y sostener con firmeza la linterna, tan ligera, en la otra. Resbaló en un par de ocasiones y solo recuperó el equilibrio apoyándose en el negro tronco de un roble, húmedo y rugoso. No veía nada salvo troncos de árboles y aquella niebla que se iba retorciendo lentamente, pero conocía bien el camino y no tardó en llegar al arroyo y cruzarlo. Había un fuego encendido en la choza del Ermitaño. «Seguro que no duerme aquí abajo en noches como esta», pensó distraída.

Comenzó a subir la colina sin perder de vista el sendero a la luz de la linterna, pues no hay paisaje tan salvajemente confuso como un bosque colmado de niebla, por muy familiar que el terreno le resulte al viajero. Además, el camino se había difuminado un poco por aquella parte.

Se sentía triste y asustada. Toda la rabia había desaparecido. Se había deshecho de su familia (a decir verdad, su familia se había deshecho de ella, aunque venía a ser lo mismo), de la casa donde había nacido y de todo lo que había configurado su vida, para lanzarse a los brazos de un extraño. Porque eso era lo que Saxon le parecía mientras trepaba por la colina e iba tragándose aquella niebla gélida e invernal. Su relación siempre había sido romántica y secreta, y era eso precisamente lo que la había llevado a comparar a su marido con lobeznos y dioses primaverales. Ahora aquellas comparaciones le parecían ridículas, y Saxon no más que un joven simpático y agradable a quien le encantaba besar y que esperaba estuviera a la altura en la desagradable situación que se les presentaba.

Desde que habían regresado de Stanton, sus encuentros habían seguido siendo románticos: habían tenido lugar en húmedos valles otoñales y en lejanos salones de té a las afueras de Chesterbourne, pero a ambos ya no se lo parecían. Era un maldito incordio tener que andar siempre a escondidas como en una novela de misterio de Eberhart cuando disponían del derecho legal para sentarse junto al fuego a recitarse mutuamente parlamentos sacados de los libros que estaban leyendo mientras chupaban toffee.

El amor entre Tina y Saxon había dejado de ser romántico para convertirse en matrimonial.

(Llevaría mucho tiempo discutir, explicar e ilustrar la diferencia. Todo el mundo la conoce. Ambos son igual de válidos y respetables. Depende del que prefiera cada uno).

El cambio se había producido durante las vacaciones en Stanton, cuando aún eran amantes, antes de casarse. Fue Saxon quien descubrió que el matrimonio tenía que constituir el vínculo natural para ese nuevo sentimiento que había surgido entre ellos, así que le pidió a Tina que se casara con él, y ella aceptó.

Él tenía la intención de contárselo al señor Wither pues le disgustaba hacer el amor sobre hojas empapadas o llamar a su esposa «señorita Tina» en público y comportarse como un discreto seductor cuando en realidad era un hombre casado y respetable. Pero, al volver a Sible Pelden, Tina se había puesto lo que se dice histérica. Quiso posponer continuamente el día de la revelación a su familia e incluso llegó a tener alguna pequeña discusión con Saxon por este motivo. Quería que él encontrara un nuevo trabajo en Londres antes de decirle a su padre que estaban casados. Aborrecía las escenas. Las aborrecía y les tenía un miedo espantoso, y no quería que una riña con su padre echara a perder las primeras semanas de su nueva vida de casada. ¡Cuántos nervios, cuánto malhumor y cuánta tontería! Ahora lo veía todo con claridad y se alegró de que la bomba hubiera estallado por fin, de que se hubieran acabado las escenas y de que Saxon y ella fueran libres para asumir las responsabilidades y la dignidad de su nuevo estado civil.

Sin embargo, mientras recorría a duras penas el resbaladizo sendero hacia la luz que brillaba entre los árboles, no se sentía aliviada ni nerviosa. Solo muy deprimida. ¿Seguiría siendo Saxon el mismo amigo y amante ahora que el viento se había llevado los últimos jirones de romanticismo y apenas iban a tener para comer y vestir?

Soltó la maleta, se frotó el brazo dolorido durante unos instantes y llamó a la puerta.

Fue la señora Caker quien la abrió al cabo de un momento, arrebujada en la vieja chaqueta que llevaba sobre los hombros. Se quedó mirándola, atónita.

—Buenas noches, señora Caker —empezó Tina, acordándose de lo educada que solía ser de niña con la señora Caker cuando le llevaba a casa la colada de las criadas porque había oído decir que los Caker lo estaban pasando mal.

—Buenas noches.

Su mirada huraña y envidiosa se posó en su abrigo de pieles, cuya superficie se había tornado oscura por la humedad de la niebla, pero había un brillo de emoción en sus ojos. Si había algo que entusiasmaba a la señora Caker era, sin duda, un poco de emoción. No había hecho más que sentirla y estaba convencida de que aquello era solo el principio.

—¿Está Saxon en casa? —Tina fue al grano, mirándola con sus grandes ojos oscuros y su cara blanca y demacrada.

—No, hace un rato que salió pitando de aquí. Bueno, para qué nos vamos a engañar. Tuvimos un rifirrafe, señorita Tina. Salió disparado hacia el bosque. Se habrá cruzado con él. No hace mucho que se fue.

Tina negó con la cabeza.

—No. ¿Le importa si entro un momento y lo espero, señora Caker? Debo hablar con él.

—Claro que no.

Se echó a un lado y abrió la puerta del todo. No quedaba ni rastro de hosquedad en su mirada.

—Entre y siéntese. La casa está hecha una verdadera pocilga… Espero que no le importe. Llevo todo el día lavando… como siempre. Aquí… —Quitó del sofá una pila de ropa seca—. Siéntese y póngase cómoda.

Cerró la puerta y el olor asfixiante a trastos viejos, a ropa hirviendo y a cerveza fresca que invadía el cottage, mezclado con el del polvo, se cernió sobre Tina, que se sentó en el filo del sofá juntando sus piececillos y tratando de no mirar a su alrededor. Aquélla era la casa de Saxon. Era incluso peor de lo que se esperaba. A cada momento que pasaba se sentía más preocupada y deprimida, más apartada de su antigua vida y más encogida ante la nueva.

Sin embargo, a pesar de la miserable habitación, del olor y de la suciedad de su suegra, logró percibir el encanto de la señora Caker. Era muy simpática y desprendía una sencilla calidez con cada movimiento. Nunca desaprobaría ni condenaría ni dejaría que nadie se muriera de hambre porque era lo correcto. «Vive y deja vivir», parecía ser su lema. «Santo cielo, me gusta —pensó Tina, contrariada—. Supongo que eso es bueno».

—Señora Caker —dijo, levantando la vista a la alta pazpuerca apoyada en la repisa de la chimenea que escudriñaba su abrigo y su sombrero con el más vivo interés—, debe de pensar que es muy raro que me presente aquí de esta manera preguntando por Saxon, pero…

—Sé que usted y mi Saxon se llevan bien… Bueno… que están locos el uno por el otro —la interrumpió su suegra con una sonrisa nerviosa y entusiasta—. Todo el mundo lo sabe, señorita Wither. A la gente del pueblo le gusta cotillear —rió.

—¿Ah, sí? —murmuró Tina, desconcertada—. ¡Oh, vaya! Aunque eso ya no importa. Verá, estamos casados.

—¿Casados? —La señora Caker pronunció aquella palabra con el acento dulce y extremadamente cantarín de Essex, al tiempo que levantaba sus manos enrojecidas y bien formadas y retrocedía un par de pasos como golpeada por la noticia, boquiabierta y con los ojos como platos—. Conque casados, ¿eh? ¡Caramba! Qué calladito se lo tenía… ¡El muy zorro! ¿Casados? ¿Por la Iglesia, quiero decir? ¿Cómo Dios manda?

—Bueno, no por la Iglesia —confesó Tina, esbozando una sonrisa; la madre de Saxon tenía un carácter realmente atractivo y encantador—. En la oficina del registro de Stanton, en septiembre. Saxon fue allí a pasar las vacaciones para que pudiéramos estar juntos, ¿sabe?

—No, no lo sabía —protestó la señora Caker—. Él no me dijo nada, ni una palabra. ¡Así que era eso!

—Y ahora el Ermitaño… Ahora ha salido a la luz que estamos casados y mi padre se ha puesto hecho una furia —continuó Tina sin detenerse, sonrojándose a medida que se acercaba a las delicadezas sociales de la situación—, así que me voy de casa una temporada…

—Hay que darle tiempo, ya se le pasará —resolvió la señora Caker, asintiendo comprensiva—. Ah, sus viejos lo aceptarán… No se me apure. Es normal. A su padre no le gusta que se case con un chófer, ¿a que no? —Se sentó en su lugar favorito de la mesa y apoyó la barbilla en las manos—. A mí también me extraña. Pero mi Saxon es un buen chico. Cumplirá, como suele decirse. A lo mejor su padre da su brazo a torcer. Y tampoco es que seamos tan pobres como otros. Sabrá usted que el señor Caker tenía su propio molino…

Su vocecilla indolente con un toque lastimero continuó hablándole a su silenciosa espectadora sobre la potente rueda de molino recubierta de musgo y «matas de florecillas azules», sobre el viejo carro de su padre tirado por un poni y sobre la muerte de Cis. Tina, mientras, ojeaba el feo y revuelto cuartucho, vivamente iluminado por una bombilla sin lámpara, y se sentía profundamente sola y afligida, como un viajero entre las tribus más extrañas, lejos de su hogar y de los que hablan su lengua.

Al mirar lentamente a su alrededor, con la cabeza y el ala de su sombrero agachados para que la señora Caker no se percatara de lo que hacía, algo de un rojo desteñido en el armario entreabierto captó su atención.

La basura de varios años estaba allí acumulada: viejos periódicos, diarios de cine, revistas, ropa sucia y raída, una manta de planchar achicharrada y un rollo de cuerda mugrienta. Pero aquel destello rojo que de pronto llamó su atención y cautivó su mirada durante un rato como si no pudiera creer lo que estaba viendo procedía de los restos de un viejo jersey rojo enmarañado y lleno de manchas, sin mangas.

—Aquí está Saxon. —La señora Caker se levantó con una expresión pícara cuando la puerta se abrió con violencia y apareció Saxon, sin sombrero, pálido y desaliñado, mirando fijamente a su madre y a su esposa. Jadeaba como si hubiera estado corriendo.

—He ido a buscarte —le dijo por fin a Tina—. Cuando me enteré de que te habías ido, traté de ver a tu padre, pero no estaba muy por la labor. Los demás me dijeron que venías para acá.

—Llevo aquí veinte minutos. Siento que hayas ido para nada. Le dije a mi madre que tal vez nos fuéramos a Londres y que le escribiría desde allí. Hay un tren a las ocho. Es lo mejor, ¿no crees?

—Me parece que sí. ¡Caramba! ¡Vaya numerito hemos montado! En fin, «agua pasada no mueve molino», como diría madre. —Las miró por turnos, un poco avergonzado—. ¿Os habéis hecho amigas vosotras dos? Muy bien. Mamá, pon agua a hervir. Supongo que a Tina le apetecerá una taza de té. Voy arriba a por mis cosas.

Parecía aliviado. Mientras corría escaleras arriba, exclamó:

—¿Le has contado lo nuestro, Tina?

Su propio nombre le pareció extraño al oírlo resonar en el cuartucho atestado y miserable, procedente de aquella voz juvenil, rotunda y dominante.

—¡Sí, me lo ha contado! —gritó la señora Caker, guiñándole un ojo a Tina—. ¡Qué buen regalo de Navidad! ¡Una ostra de Walton! —Fue a la cocina a poner de nuevo el hervidor al fuego.

Ninguno de los dos se acordaba ya de la pelea de antes. La señora Caker estaba demasiado absorta en la rutina diaria como para dar vueltas a las cosas pasadas y Saxon tenía otros asuntos en los que pensar. Tina permanecía en el sofá, muy abatida, oyendo como hervía el té y como Saxon hacía su equipaje. Le habría gustado subir las escaleras para ver su habitación, pero se contuvo porque sabía que a él no le haría ninguna gracia: era muy sensible respecto a la pobreza y la suciedad de su hogar.

Al rato volvió a bajar acarreando una maleta barata. La soltó en el suelo, la miró largo y tendido y alzó la vista de pronto, dedicándole una sonrisa deliciosa que a ella le levantó el ánimo.

—Listo —dijo Saxon—. ¿Qué hay de esa taza de té?

Tenían el tiempo justo antes de coger el autobús de las siete y cuarto en el Green Lion, así que se tomaron el té de pie, deprisa y corriendo, mientras la señora Caker daba sorbitos al suyo tranquilamente sentada a la mesa. Una voz procedente del rincón les anunciaba que a continuación la señorita Rita Lambolle hablaría de música persa y que la señorita Deirdre Macdonnell ilustraría la charla con varios temas acompañados por la cítara.

—Pues va a ser que no —resolvió Saxon, apagando la radio—. Toma diez chelines, mamá. Empezaré a enviarte más con regularidad cuando consiga otro trabajo. ¿Te las apañarás?

—Qué remedio me queda. —Volvió a guiñarle un ojo a Tina—. Eh, ¿y qué pasa con esos pagos de la radio?

—Quisiera solventarlos yo, si le parece —se ofreció Tina—. ¿Cuánto es?

—Mira qué amable… Debe de tener los recibos en algún sitio, ¿no?

Saxon se palpó el bolsillo de su abrigo, mirando a Tina fijamente por encima de su taza. Estaba contento, emocionado y seguro de sí mismo. ¡Por fin se marchaba de aquel lugar insignificante al que siempre había querido «impresionar»! De pronto odiaba Sible Pelden y a todos sus malditos Culosgordos y no le importaba lo más mínimo si nunca llegaba a «impresionarlos» ni si volvía a verlos. Su ambición pueril por deslumbrar a sus censores vecinos había desaparecido cuando se casó. No había sido más que una niñería. Ahora su principal propósito radicaba en conseguir trabajo, darle un hogar a Tina y demostrarle a su j*** familia que era un buen tipo. Y eso es justamente lo que haría.

Así, sin ni siquiera darse cuenta, su ambición cobró nueva forma.

A continuación tuvo lugar una extraña despedida, y Tina y Saxon se perdieron a paso vivo en la noche fría y neblinosa. La señora Caker los siguió desde el umbral con una mirada entre triste y burlona. Ella nunca había tenido un abrigo de pieles y nunca lo tendría.

Mientras esperaban el autobús bajo las tenues luces del Green Lion, donde los horarios estaban colgados en el viejo tablón de madera color crema, Saxon señaló el pub con la cabeza y dijo:

—Te invitaría a algo, pero el viejo canalla seguro que está dentro.

—¿Quién? ¿El Ermitaño? No me apetece nada, gracias. No tengo frío y odiaría que todo el mundo me mirase. Siempre me ha parecido que el camarero o quienquiera que sea tiene cara de pocos amigos.

—Fue el joven Heyrick, que trabaja en la casa de los Spring, quien me echó una mano con el viejo diablo —continuó—. Dijo que había importunado a su chica, Gladys Davies, en el bosque, así que tenía los ánimos ya calientes. Gladys Davies trabaja como sirvienta en la casa de los Spring.

«Deberías haberte casado con Gladys Davies —pensó Tina—. No creo que yo sea buena para ti». Tenía un nudo en la garganta. Tragó saliva y no dijo nada.

Él entrelazó su brazo con el de ella, forrado de pieles, y se volvió para mirarla.

—Anímate. Todo saldrá bien. Ya lo verás.

A Tina no se lo parecía, pero respondió con sensatez:

—Oh, sí, creo que todo saldrá bien. No te costará mucho encontrar trabajo, y a padre ya se le pasará.

—No vamos a vivir de él —advirtió Saxon.

—No, ya lo sé, cariño. Pero todo será mucho más agradable si arreglamos esta estúpida disputa familiar. Y tal vez yo también encuentre trabajo.

—Eso ni hablar. No mientras yo pueda trabajar.

Cogió las maletas. Las luces del autobús se distinguían claramente entre la niebla.

—Pero, Saxon, eso es tan… anticuado.

—¿Me estás diciendo que soy un cavernícola? Muy bien. Venga, arriba.

Tina, aturdida, se sentó a su lado en el autobús y se sintió identificada con el difunto barón Frankenstein.

Su querido monstruo se había hecho cargo de sus asuntos. Como nunca había tenido trabajo, pensaba que sería «divertido» y útil, pero Saxon se había negado. Bueno, también sería divertido ser ama de casa (tampoco lo había sido nunca). No tardó en calmarse y en alegrarse de que él hubiera tomado las riendas de la situación.

Cuando se despertó en mitad de la noche en su habitación limpia e impersonal del hotel Coptic de Bloomsbury, en el silencio roto por el tictac del reloj y con lágrimas en las mejillas por mor de alguna tristeza imprecisa y profunda que retrocedía rápidamente al mundo de los sueños de donde había surgido, Tina experimentó un grandísimo alivio al ver a su marido tumbado plácidamente a su lado. Entonces volvió a quedarse dormida.

Antes era una y ahora eran dos. Y eso (decían) lo cambia todo.

El señor Gideon Spurrey, ese viejo amigo del señor Wither a quien conocimos en un momento previo de la historia, se hallaba sentado junto a la ventana en su casa de Buckingham Square, muy disgustado porque su chófer, Holt, había fallecido.

Lo peor no era que Holt hubiese fallecido, sino que antes de morir había estado enfermo durante un mes, un contratiempo que había causado muchos problemas y molestias al señor Spurrey. Y también algunos gastos, aunque eso no le importaba pues no tenía nada de tacaño. Lo que le importaba era que Holt hubiese muerto de esa manera y lo hubiera dejado a merced de los extraños.

Holt había pasado casi dieciocho años con el señor Spurrey y conocía bien sus manías. El señor Spurrey se había acostumbrado a él y no se fiaba del tipo que le enviaron para reemplazar a Holt cuando este cayó enfermo. Tras un día de prueba, lo había despachado. No tenía nada de malo, excepto que no era Holt, pero el señor Spurrey se tiró todo el día revolviéndose en su asiento del coche y llegó a la conclusión de que no podía seguir así.

Y ahora que Holt había muerto, tendría que pasarse la mañana entera redactando un anuncio para el Times en lugar de ir al club, como solía hacer todos los días.

La estancia en la que estaba sentado era de techos altos, aunque oscura. Pesadas cortinas de terciopelo marrón recogidas en un lazo cubrían las ventanas sobre visillos de tul de un crema oscuro, y apenas dejaban pasar el blanco resplandor que arrojaba la inmensa mole de Buckingham Court, los nuevos pisos que estaban levantando frente a la residencia del señor Spurrey en el solar de Buckingham House. Las paredes se alzaban revestidas de piel marrón y el techo estaba atravesado por vigas macizas barnizadas en el mismo tono bilioso. Una tapicería desteñida en tonos azules y marrones copiada de un diseño de la época de Jacobo I cubría las pesadas sillas y la alfombra era turca. El lugar olía a humo de cigarro y se respiraba esa atmósfera opresiva que solo puede crear el paso del tiempo, la riqueza y la realización diaria de un ritual doméstico inalterable. La habitación, el suave aroma a tabaco y el señor Spurrey sentado en su escritorio contemplando irritado el blanco bloque de pisos parecían haber existido desde siempre. «Se busca —pensó el señor Spurrey, levantando hacia los pisos sus pálidos ojos grises de loro— chófer de confianza, respetable y con experiencia. Que sepa conducir y…

»No. Algo falla.

»Se busca…».

La puerta se abrió y entró el mayordomo.

—¿Qué ocurre? —preguntó el señor Spurrey sin volver la cabeza. Aunque sus cinco sentidos estaban a punto de abandonarle, disfrutaban aún de un veranillo de San Martín, y se enorgulleció de mostrarle a Cotton que era capaz de oírlo entrar en la estancia aunque estuviera de espaldas a la puerta. El señor Spurrey tenía setenta y seis años y durante las últimas semanas no había parado de decirle a cualquiera que quisiera escucharlo que se encontraba mejor que nunca.

—Un joven ha venido a verle, señor. Se llama Caker.

—Nunca he oído hablar de él —dijo el señor Spurrey con satisfacción, aún sin darse la vuelta—. ¿Qué quiere? ¿Venderme algo?

—Ha dicho que viene por el puesto, señor.

—¿Por el puesto? ¿Qué puesto? Despáchalo, Cotton. Estoy ocupado.

—Señor, supongo que se refiere al puesto que ha quedado vacante tras la muerte del señor Holt.

—¿Y por qué no lo has dicho antes? Lo recibiré. Eh, ¡espera un momento, Cotton! ¿Y cómo ha sabido que necesitaba un chófer? Aquí hay gato encerrado. Te has ido de la lengua, ¿no?

—No, señor. No he mencionado la muerte del señor Holt fuera de mi círculo, señor. Le aseguro que no sé cómo se ha enterado, señor.

—Bueno, ¿y qué aspecto tiene?

—Parece bastante respetable, señor. Un muchacho bastante elegante, diría yo. Buena presencia, señor.

—De acuerdo. Hazlo pasar.

Al cabo de un minuto entró en la habitación aquel muchacho elegante que lo había llevado a casa de los Wither el verano anterior.

—¡Anda, pero si eres tú! —exclamó el señor Spurrey mirando fijamente a Saxon. Este cruzó la estancia sin titubeos y se plantó ante él, sombrero en mano, rodilla ligeramente flexionada y con la mirada tranquila y respetuosa—. Pero no te llamas Caker, ¿verdad? No, ese no es el nombre que me dijo tu patrón… Saxby, ¿no es así? ¿Por qué has querido cambiarte el nombre? Me da que aquí hay gato encerrado.

—Saxon es mi nombre de pila, señor. El señor Wither siempre me llamaba por mi nombre de pila.

—Ya veo. Así que has dejado al señor Wither, ¿no? ¿Y por qué? No habrás tenido algún problema con él, ¿verdad? —preguntó el señor Spurrey con avidez; los ojillos de loro chispearon en su cara redonda y amarillenta cuando levantó la vista hacia Saxon, con sus finos labios apretados.

—Bueno, sí, señor. Supongo que podríamos llamarlo así. El hecho es, señor, que me he casado con la señorita Wither. Con la señorita Tina…

—¿Casado con ella? —profirió el señor Spurrey. Su cara era una mezcla de asombro y enorme curiosidad—. ¿Con la chica del viejo Wither? ¿Que te has casado con ella, quieres decir?

—Sí, señor. Está aquí conmigo, señor. En la ciudad.

—¿Y lo sabe el viejo Wither? Ah, claro que lo sabe, por eso te has marchado, ¿no?

—Sí, señor.

—Se ha enfadado, ¿no? —quiso saber el señor Spurrey, con una mirada de puro placer malicioso—. Ha montado en cólera, ¿eh? —Se inclinó hacia delante y añadió astutamente—: Seguro que se lo ha tomado muy a pecho. Yo diría que sí. No es que quiera criticar a W., ¿sabes? Es uno de mis más viejos amigos. Pero es muy estrecho de miras. Remilgado. Anticuado… Victoriano. Así que casado, ¿eh? Bueno, bueno… Casado con la chica del viejo Wither. Madre mía. —La cara del señor Spurrey quedó de pronto surcada por cientos de diminutas arrugas. Durante cosa de un minuto se sacudió en silencio riendo con malicia, mientras sus pálidos ojos vidriosos lanzaban una mirada desconcertante desde aquellas bolsas de grasa amarillenta y sus pequeños labios se comprimían más que nunca.

Saxon lo miró con cara seria y respetuosa. «Vaya con el viejo carcamal», pensó.

Al fin el señor Spurrey volvió a echarse hacia delante y balbució, con los ojos llenos de lágrimas a causa de la risa:

—Yo diría que ella tiene que estar contenta de haberte pillado, ¿eh?

Y volvió a estallar en carcajadas, mirando a Saxon de reojo.

El muchacho esbozó una tímida sonrisa y bajó la vista al sombrero que sostenía entre las manos, pero no respondió. En el fondo, él pensaba lo mismo, así que, ¿por qué iba a importarle lo que había dicho el señor Spurrey? No se molestó. Entre los hombres existían ese tipo de bromas y Tina no tenía por qué enterarse.

—Y supongo que no tienes mucho dinero, ¿no? —prosiguió el señor Spurrey. Saxon negó con la cabeza. El señor Spurrey volvió a inclinarse hacia delante una vez más y bajó la voz—: Ella… no estará en estado, ¿no? Ya sabes lo que quiero decir.

—Todavía no, señor —respondió muy seco.

El señor Spurrey pareció complacido. Tuvo otro arrebato de risa. Luego encendió un puro y se puso serio.

—¿Cómo te has enterado de que necesitaba un chófer? —le preguntó con recelo, sin apartar la mirada del rostro de Saxon. El señor Spurrey era un pelmazo malicioso, pero no tenía un pelo de tonto y nadie abusaba jamás de él. De haberlo hecho, habría gozado de mayor popularidad.

—No lo sabía, señor. Pero es usted la única persona en Londres que me ha visto conducir, por eso he acudido a usted. Pensé que tal vez conociera a alguien que necesitara un chófer y me recomendara.

—Tu mujer te ha pedido que vinieras, ¿eh?

—No, señor. De hecho, estaba en contra.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué?

—Bueno, señor, pensó que sería un poco extraño. Usted podría… en fin… haber considerado el asunto desde el punto de vista del señor Wither y negarse a darme referencias.

—Pero tú no pensabas lo mismo, ¿no?

—Bueno, señor, creí que si me presentaba ante usted como un simple chófer y le pedía que me recomendara, usted no tendría por qué deducir que soy un mal conductor solo porque da la casualidad de que me he casado con la hija de mi patrón.

—Así que «da la casualidad» de que te has casado con la hija de tus patrones, ¿no? ¡Qué bueno! —Y el señor Spurrey volvió a estallar en carcajadas—. Y estás pensando en hacer lo mismo cuando te salga otra con más dinero, ¿eh?

Saxon sonrió y trató de aderezar su sonrisa con una pizca de ese cinismo y esa lascivia despiadados propios de la juventud, que el señor Spurrey, sin duda, estaba deseando ver. Era consciente de que estaba disfrutando de lo lindo con sus peripecias.

—Bueno, pues resulta que yo necesito uno —continuó el anciano—. Mi antiguo chófer, Holt, que ha estado conmigo durante dieciséis, no, dieciocho años, casi dieciocho, falleció la semana pasada —dijo indignado—. Se fue así sin más. —Chasqueó sus resecos dedos amarillentos que olían a tabaco—. Sin avisar. Y eso que estaba mejorando. Pero la cosa no acaba ahí…

Saxon hubo de escuchar durante cinco minutos cómo el señor Spurrey le relataba los inconvenientes de la enfermedad y muerte de Holt.

Hasta que al fin:

—… y no veo por qué no habrías de trabajar para mí. ¿Cuánto te daba el viejo W.?

—Dos libras a la semana, señor… Y por eso también le arreglaba el jardín.

—Oh, aquí no hay jardín. Ni jardín ni nada que se le parezca —se apresuró a decir el señor Spurrey, como si Saxon suspirara por rocallas y crocosmias—. ¿Dos libras? No es mucho. No es que quiera criticar a W., ni mucho menos, mi viejo amigo… Pero es bastante agarrado. Tacaño es poco. Yo te daré tres libras y quince chelines (quince chelines más que a Holt, pero tú eres un hombre casado, je, je) y podrás alojarte aquí. En la parte de atrás —indicó con la cabeza—. Dos cuartos y una cocina. Y puedes usar el baño del servicio.

—¿Quiere decir que viva aquí, señor?

—¿Y por qué no? Holt lo hacía. Estaba muy a gusto. Sin pagar alquiler. Tráete a la chica del viejo W., claro. Hay sitio de sobra para una cama de matrimonio. —Y al señor Spurrey le entró otro ataque de risa de esos que Saxon ya empezaba a aborrecer—. Si no te importa —prosiguió—, prefiero fingir que no sé nada de tu matrimonio con la hija del viejo W., ¿de acuerdo? No vaya a ser que me meta en problemas. No, no. No quiero tener nada que ver con eso. Mejor que no me cruce con ella, ¿te parece? No es hostilidad, sino prudencia.

—Tal vez sea lo mejor, señor.

A Saxon le pareció que a Tina no le daría ninguna lástima no cruzarse con el señor Spurrey.

Quedó decidido, pues, que Tina y él se mudarían a sus nuevas dependencias aquella misma tarde y que empezaría a trabajar a las nueve de la mañana del día siguiente. Le aseguró sin vacilar al señor Spurrey que sabía conducir un Rolls y que era un auténtico experto en la materia. No era cierto, pero Saxon estaba convencido de que pronto lo sería.

Así que se despidió del señor Spurrey y corrió a reunirse con Tina, que estaba sentada muy triste en una lujosa cafetería dentro del pequeño mercado que había doblando la esquina, y le contó con templanza que había conseguido trabajo. Tina habría deseado que aquel empleo se lo hubiera ofrecido cualquier otra persona antes que el señor Spurrey, pero era demasiado lista como para echar a perder la satisfacción de Saxon diciéndole la verdad: cinco minutos después, él mismo, merodeando cuidadosamente en torno a su nueva situación como un guapo mujeriego que acecha a su presa, convino en que era un fastidio que se tratase del señor Spurrey, aunque un trabajo era un trabajo. Aquel hombre parecía un diablo rencoroso que disfrutaba fastidiando a su viejo amigo W. Y lo más probable era que lo hubiese contratado por mera terquedad.

—¿Has visto las habitaciones? —preguntó Tina en tono casual.

Aún se sentía desconcertada, como si estuviese viviendo en un sueño. Hasta la mesa donde estaban sentados y la hermosa cara de Saxon le parecían un tanto irreales. No obstante, sabía que aquello solo eran las consecuencias de una conmoción nerviosa y no le dio importancia. El entusiasmo, el cariño y la formalidad de Saxon brillaban en mitad del sueño y le servían de consuelo.

—No. Vamos a comer. Podemos pasarnos después de almorzar. Habrá mucho que hacer esta tarde.

«Tendremos que vivir con los criados —pensó Tina—. En fin, la vida es así, querida. ¿No querías caldo? Pues toma dos tazas».

Sin embargo, las habitaciones resultaron ser una casa en sí mismas, separadas de la parte trasera de la casa grande por un enorme patio enlosado. Eran pequeñas, aunque soleadas, y habían sido redecoradas hacía tan solo un año. Los muebles eran simples y estaban gastados, pero quedarían bonitos con una mano de pintura y nueva tapicería. Y después de abrir las ventanas y contemplar la sucia pero pintoresca callejuela a la que daban, Tina se sintió más animada. Besó a Saxon, que parecía divertirse, y le dio el visto bueno a aquel su primer hogar.

Una estrecha escalera conducía al garaje, donde, en una oscuridad que resplandecía con el brillo sosegado del esmalte, un guiño cromado, habitaba el santísimo y sofisticado dios para el que Saxon habría de ejercer su ministerio. Bajó inmediatamente a echarle un vistazo al templo.

El garaje era frío, limpio y silencioso. Todo estaba preparado. Había incluso un trastero para los trapos de limpieza. La gasolina, el aceite, las herramientas… Todos los complejos instrumentos que una máquina tan cara podía necesitar estaban dispuestos en perfecto orden. «Sabía hacer su trabajo», pensó Saxon, agachándose para examinar la parte de abajo del Rolls y aclamando mentalmente al difunto Holt.

Mientras tanto, el señor Spurrey se dispuso a acometer su rutina diaria con un sentimiento de alivio, incluso de placer. Tenía un nuevo chófer elegante. Un joven moderno y emprendedor, no sordo ni corto de vista ni reumático, como Holt antes de morir. Y para colmo podía burlarse del viejo W. Dándole trabajo al tipo que se había fugado con su hija. ¿Acaso tenía él la culpa de necesitar un nuevo chófer y de que el único satisfactorio que se hubiera presentado resultara estar casado con la hija del viejo W.? El viejo W. No esperaría que fuera a descartar a un muchacho moderno y elegante solo porque estuviese casado con su hija. Aquello no habría sido razonable. Además, le encantaba fastidiar al viejo W., ese viejo remilgado, victoriano y estrecho de miras. Todo el mundo se casaba con sus chóferes y lacayos hoy en día. ¿No lo había hecho esa princesa alemana?[23] Nadie ponía ya el grito en el cielo por nada. Los tiempos cambian y hay que cambiar con ellos. La chica tenía suerte por haber pillado a un muchacho como aquel. Era normal. Se le estaba pasando el arroz y de pronto aparecía un muchacho joven y atractivo… El viejo W. Debió haberlo visto venir. A él no se le habría escapado. Y el señor Spurrey, con un ataque de risa, se sentó en el escritorio del club a escribirle una carta al señor Wither en la que le mencionaría de pasada que Holt había muerto y que tenía un nuevo chófer. Y él, ¿qué tal estaba? ¿Y la señora Wither y las chicas? Riéndose para sus adentros, el señor Spurrey se inclinó sobre la mesa.

—Saxon.

—¿Qué pasa, muñeca?

Saxon, tan cuidadoso con su inglés, tenía debilidad por el americano. Ese idioma brusco y burlón que ocultaba sutiles matices en sus frases farragosas lo cautivaba como la música cautiva a las focas.

—¿Te importa subir a tomar unas medidas? Normalmente se me dan bien las ventanas, pero mi mente está distraída esta mañana.

—¿Para qué?

—Las cortinas. Éstas son horribles. Voy a ir ahora mismo a Selfridges a comprar un poco de tul moteado… Y el hervidor pierde agua… Y no tenemos abrelatas.

Pausa.

Saxon.

—Ya voy.

—¡Date prisa! ¡Tengo infinidad de cosas que hacer!

—De acuerdo. Pero antes tengo que enterarme de cómo va esto. Es muy interesante.

Al fin se marcharon, cada uno dándole vueltas en la cabeza a sus propios asuntos.