Capítulo II
Saxon conducía despacio, porque la señora Wither, como de costumbre, había pedido el coche demasiado pronto y él detestaba lo que llamaba con desprecio «holgazanear» en la puerta de la estación de Chesterbourne. La campiña que atravesaban ahora se componía principalmente de pastizales con algún que otro campo sembrado de trigo y cebada, y poseía el encanto poco convencional de los paisajes de Essex: colinas bajas pobladas de robledales, que ahora exhibían sus primeras hojas pardorrosáceas, meandros de un río resplandeciente en un valle ancho oculto entre los árboles al que todas las carreteras parecían conducir y el canto cercano y distante de los pájaros, que te hacía pensar que el propio campo era el que cantaba. Los bosques y los setos parecían bullir de vida con ellos; les encantaba una tierra como aquella, llana, boscosa y húmeda.
El ser humano no había echado mucho a perder las tierras que rodeaban Sible Pelden, el pueblo más cercano a The Eagles. Bien es cierto que había una carretera principal que discurría cerca del pueblo, pero no había logrado estropear el paisaje. (Como todos los lugareños deseaban). Era una extensión de tierra tranquila, salpicada de aldeas desvencijadas y presidida por un par de casas señoriales pertenecientes a gente adinerada que llevaba por lo menos un siglo viviendo en la zona. Londres quedaba tan solo a una hora de distancia, si el tren era bueno. El mar estaba a treinta millas y el espacio que había entre él y Sible Pelden lo ocupaban cenagales donde anidaban cisnes y otras aves más exóticas. En verano, el campo daba la sensación de estar despierto y en calma bajo un sol plateado (era tan llano que el cielo parecía estar siempre lleno de luz, ser inmensamente alto y caer casi como una niebla) mientras que, en invierno, la desolación más absoluta se cernía sobre él. Solo contaba con dos lugares de interés histórico, pero no había ningún sitio que estuviera dotado de vistas realmente espectaculares.
A las afueras de Chesterbourne había algunos bungalows recién edificados y la señora Wither, al verlos, recordó que Teddy y Viola, justo antes de que Teddy muriese, habían estado hablando de alquilar uno y mudarse allí desde aquel diminuto piso del Gran Londres donde vivían. Al menos Teddy había hablado del tema; pero que ella supiera, Viola no se había pronunciado al respecto. La señora Wither había deducido que Viola era de las que prefería quedarse en Londres. También había deducido que Viola era una joven hedonista a la que le gustaban los bailes, los vestidos nuevos, las barras de labios e incluso los cócteles.
La señora Wither suspiró. Era horrible sentir que su dolor por la pérdida de Teddy se estaba disipando. Lo había llorado, por supuesto; su muerte había sido un golpe, un duro golpe, pero, por otro lado, nunca se había sentido tan cerca de él como lo estaba de Madgie, o incluso de Tina (aunque a veces Tina fuera muy difícil, muy malhablada y se riera de cosas que no tenían la más mínima gracia). La señora Wither sabía que no se llevaba bien con los hombres; le hacían sonrojarse, y Teddy no había sido una excepción. Para ella había sido un extraño, incluso de niño, aunque pensar eso era espantoso. Siempre había preferido hablar con otras madres y niñeras antes que con la suya y, cuando se hizo hombre, nunca le contaba nada, y a veces era hasta desagradable.
Llegado este punto, la señora Wither interrumpió sus reflexiones llena de remordimientos; iba de camino a recoger a la viuda de Teddy, una joven que (por muy hedonista que fuera) había querido tanto a su hijo que lo había elegido de entre todos los hombres (algunos de ellos, sin duda, mucho más jóvenes que el pobre Teddy) para casarse con él.
Ese chico debía de tener una faceta oculta que desconocían, pensó su madre. Bueno, eso era lo habitual, por supuesto. Los padres no pueden pretender conocer todas las facetas de sus hijos.
En cuanto a Viola, puede que hubiera querido a Teddy, pero no cabía duda, pensó la señora Wither, de que tampoco había dejado escapar la oportunidad de cazar aquel buen partido y entrar así a formar parte de una familia acomodada con una gran casa y cierta posición en el campo. Sin duda, aquel había sido un gran salto para una pobre dependienta de Chesterbourne como ella. Pero lo más raro, incluso uno diría que lo más desconcertante, fue que Viola se había negado al principio a casarse con Teddy.
El coche se detuvo en la estación.
Saxon le abrió la puerta a la señora Wither y la ayudó a salir del coche. Ella empezó a caminar a toda prisa en dirección al andén, pues el tren ya había llegado.
Y allí, delante de ella, estaba Viola. Tan alta como siempre, con uno de aquellos sombreros a la última moda que no terminaban de parecer del todo apropiados y que escondían unos rizos revueltos muy rubios y muy suaves. Recorría el andén arrastrando un maletón con una mano y sujetándose su sombrero nuevo con la otra, mientras echaba un vistazo a su alrededor para ver si alguien había ido a recogerla.
—¡Por fin has llegado, Viola, querida! —exclamó la señora Wither cogiéndola del brazo; Viola se inclinó y, torpemente, le dio un beso.
—Hola, señora Wither.
Su voz era un poco más grave que la de la mayoría de las mujeres; no mucho, aunque lo suficiente para resultar atractiva en círculos que aprecian tales diferencias. Sin embargo, no era ninguna sirena, sino una simple chica de veintiún años que al parecer aspiraba a la elegancia, a pesar de que fuera vestida con un abrigo barato y una falda más barata aún, de color negro, una blusa de satén rosa y unos guantes con puños recargados. Era pálida y tenía unos ojos rasgados de un gris claro, una boquita de piñón entreabierta con labios gruesos y dientes bonitos. No tenía el aspecto de una dama, lo cual era normal, pues no lo era.
—¿Has tenido un buen viaje, querida?
—Oh, sí, gracias, supercómodo.
—Ahí está tu baúl…
—Oh, perfecto…
Salieron hasta donde el coche estaba esperándolas. Viola le sacaba más de una cabeza a la señora Wither. Saxon saludó tocándose la gorra y agarró la maleta. La colocó junto al asiento del conductor con la mirada gacha mientras las señoras se subían a la parte trasera. Cuando estuvieron todos listos, partieron.
—Qué bonito está el campo —dijo Viola.
—Sí, es por la lluvia. Como siempre digo, resulta tediosa, pero, después de todo, la lluvia trae vida.
—Sí. Está precioso…
—¿Y tú cómo estás? De lo tuyo, digo —continuó la señora Wither por cumplir—. ¿Ya no estás resfriada?
—Oh, no, gracias a Dios. Ahora estoy de maravilla.
—¿Y has conseguido dejarlo todo arreglado en la ciudad? ¿Lo del piso, los muebles, los gatos?
—¡Oh, sí, gracias a Dios! Geoff se encargó de todo. Ya sabe, Geoff Davis, el marido de mi amiga Shirley…
La señora Wither asintió y miró para otro lado. Se encontraba un poco incómoda. No solo no había vuelto a ver a Viola desde el funeral, con lo que el tiempo había hecho que la extrañeza creciera de nuevo entre ella y su nuera, a la que nunca había llegado a conocer del todo, sino que el tema del piso se revelaba un tanto embarazoso. La razón por la que Viola no había podido ir a The Eagles hasta bien pasados tres meses desde la muerte de Teddy era que no había logrado alquilar el maldito piso. Durante todo este tiempo, había seguido escribiendo a sus suegros y posponiendo su llegada, siempre por culpa del piso, hasta que Madge, haciendo gala de su apabullante sinceridad, dijo que estaba más claro que el agua que la chica no tenía la menor intención de mudarse con ellos.
Luego se produjeron más aplazamientos, esta vez por culpa de los gatos.
Teddy había querido con locura a sus gatos —Sentimental Tommy y Valentine Brown (nombres que tomó de un par de personajes de su autor favorito, sir James Matthew Barrie)— y esa fue la razón por la que Viola se impuso el deber de encontrarles un hogar de primera antes de mudarse. Esto, naturalmente, le llevó su tiempo, porque ambos eran unos felinos enormes, maniáticos, cabezotas y unos tragones insaciables. Además, se negaban a que los separasen y caían enfermos de inmediato si alguien lo intentaba. Viola, con la ayuda de Shirley, había conseguido al fin endilgárselos al dueño de una taberna de carretera cerca de St. Albans que apostaba por el toque personal.
Todo aquello, sin embargo, había llevado su tiempo, y la señora Wither, que también percibió una nota de apuro en la voz de Viola, se preguntó por enésima vez si realmente quería o no vivir en The Eagles.
Si no quería, es que era una desagradecida y estaría haciéndoles un feo.
—Shirley Davis, ¿no es así? Creo que te la he oído mencionar antes, ¿no es cierto?
—Oh, seguro que cientos de veces. Es mi mejor amiga. Estuvo en mi boda.
—La recuerdo perfectamente. Una chica muy llamativa.
Con el pelo teñido, pensó la señora Wither; aquel tono de rojo no podía ser natural.
Siguió una conversación de lo más trivial sobre el piso mientras el coche recorría despacio las estrechas y abarrotadas calles de Chesterbourne. Viola contestaba a los comentarios de la señora Wither con educación y sensatez, pero quedaba claro que estaba pensando en otra cosa y, cuando el coche pasó al fin por delante de una pañería en la esquina de la calle principal, se asomó por la ventanilla y exclamó:
—¡Mire, ahí está la tienda! ¡Qué alegría verla de nuevo!
Y estirándose incluso más cuando el coche se alejaba de Burgess and Thompson, Ropa de Señora, gritó:
—¡Anda, y allí está Catty, colocando algo en el escaparate!
La señora Wither no dijo nada (no decir nada era el método que solía utilizar el clan Wither para demostrarle a alguien que había metido la pata), así que Viola se volvió a meter lentamente en el coche, se reclinó en el asiento y enrolló los guantes de puños recargados hasta hacerlos un ovillo. Ella tampoco dijo nada.
Tras una breve pausa, la señora Wither creyó que había llegado el momento de pronunciar el discurso que había preparado sobre lo contenta que estaba de que Viola se hubiera ido a vivir con ellos y sobre que debía hacer un esfuerzo por sentir que The Eagles era su verdadero hogar.
A la señora Wither ni siquiera se le pasó por la cabeza pedir disculpas por la ausencia de vida nocturna en The Eagles, o de cualquier otro tipo de vida, ya que estábamos, porque tampoco se le pasó por la cabeza que una viuda joven la necesitara. Le había propuesto a Viola que se fuera a vivir con ellos porque, de lo contrario, era indudable que la chica no sabría administrar bien el dinero de Teddy, y también porque los primos Wither murmurarían si no lo hubiera hecho. Ésas eran las razones por las que había invitado a Viola a unirse a la familia. La señora Wither creía estar cumpliendo con su deber al pronunciar aquel discursito, aunque Viola no le gustaba demasiado (tan joven, tan hedonista, tan vulgar) y estaba secretamente consternada por que se fuera a mudar a The Eagles.
Trataba de restar importancia al hecho de que Viola, en una vida anterior, hubiera sido una vulgar dependienta. No era cristiano dar importancia a esas cosas; a Tina no le importaba, de hecho. Pero a la pobre Madgie sí; no hacía más que preguntarse qué demonios dirían en el Club, y fue por ella por quien la señora Wither reprendió amablemente a Viola cuando esta se asomó por la ventanilla del coche para ver la tienda.
En respuesta al discurso de la señora Wither, Viola le lanzó una mirada nerviosa y fugaz y una tímida sonrisa, y la señora Wither se reclinó en su asiento más cómoda ahora que había cumplido con su deber y que el embarazoso incidente, afortunadamente, había pasado.
Cuando por fin llegaron a casa, el señor Wither estaba haciendo números en su despacho, pero Tina les aguardaba en el umbral, sonriendo y agitando una mano. En cuanto Saxon abrió la puerta del coche, bajó corriendo las escaleras para darle un beso de bienvenida a Viola.
—¡Qué bien que estés aquí, Vi! —exclamó, rodeando la cintura de su cuñada con el brazo—. Me alegro tanto…
Sus ojos se empañaron. Sentía verdadero cariño por Viola y le estaba agradecida porque su llegada significaba que habría alguien distinto al que mirar y en quien pensar.
Y ahora Viola estaba viuda; ¡qué estado tan misterioso e inimaginable, tan distinto a los de las demás mujeres de The Eagles, sometidas al férreo control del señor Wither!
Además, tal vez Viola «se rebelara» contra todo aquello.
No es que Tina disfrutara de las escenas. Tras un severo y escrupuloso examen de sus sentimientos, miraría el libro sobre psicología femenina cara a cara y juraría que las escenas la hacían sentir mal, pero ansiaba que alguien provocara unas cuantas escenitas de las buenas en The Eagles. Servirían para renovar el ambiente.
Tina daba vueltas a estos vagos pensamientos mientras observaba desde la cama de Viola cómo esta se cepillaba los rizos revueltos, que le llegaban a la altura de los hombros.
—¿Tus rizos son naturales?
—Tengo el pelo un poco rizado, pero llevo permanente, claro. Shirley dice que me ha quedado horroroso. No hay manera de domarlo.
—El pelo es un fastidio. Yo estoy asqueada con el mío; esta mañana intenté cambiarme la raya, pero me quedaba tan mal que tuve que dejarlo por imposible. En serio, debería ir a que me hicieran otra permanente. La que tengo ya casi se me ha caído. Hace años iba una vez cada quince días para lavar y peinar.
—¿Y ya no?
—No.
—¿Y por qué? —continuó Viola en tono distraído, preguntándose qué habría para almorzar.
—No tengo fuerzas.
No era verdad. La respuesta era el señor Wither; siempre que alguien en The Eagles no conseguía hacer lo que quería era indefectiblemente por culpa del señor Wither.
—¿Cuántos años tienes en realidad? —le preguntó de repente Tina, mirando fijamente a su cuñada, bañada por la blanca luz de abril que entraba por la ventana.
—Veintiuno —contestó Viola con una sonrisa tímida y alegre—. Shirley dice que soy una cría.
—¿Ella es mayor que tú?
—Hombre, claro; no se lo digas a nadie, pero va a cumplir veintisiete.
—¡Qué horror! —exclamó Tina cargada de ironía—. ¿No está casada?
—Oh, sí. Lleva tres años casada. Va a tener un niño en diciembre.
—¡Ay, qué bien, cómo me alegro por ella! Debe de estar encantada.
—Bueno, la verdad es que está un poquito harta del asunto. Ya sabes, a lo mejor tiene que dejar el trabajo.
—Ah, pero ¿también trabaja?
—Sí, es un auténtico cerebrito. Es la secretaria de un señor mayor. Le pagan bastante bien.
—¿Y a qué se dedica su marido?
—Es vendedor de coches. Trabaja en una casa de coches en Golders Green, donde viven, y Shirley trabaja en el centro.
—Marido, trabajo y un niño —murmuró Tina, con la vista clavada ahora en el suelo. Se puso en pie de un salto—. Bueno, debo ir a empolvarme la nariz para el almuerzo. ¿Necesitas algo más?
El gong sonó cuando Viola estaba echando aún un vistazo a su habitación.
Estaba amueblada con todo tipo de armatostes procedentes del resto de la casa y comprobó con algo de fastidio que el viento se colaba por debajo de la puerta, por el marco de la ventana y por las rendijas que se abrían entre las viejas tablas del suelo. Pero era tan espaciosa y desde sus ventanas se veía tanto cielo que la impresión general era que se trataba de una habitación de lo más agradable.
Viola no pudo evitar desear que fuera más pequeña, con cortinas rosas en lugar de aquellas marrones de sarga, tan feas; de hecho, deseaba que fuera la misma pequeña habitación encima de la tienda donde dormía de soltera, pero como llevaba deseando, incluso desde que se casó, que todos sus dormitorios fueran como aquel cuartito rosa, ya estaba acostumbrada y daba por sentada la presencia de aquel deseo.
«¡Ojalá tuviera a alguien con quien hablar!», pensó mientras corría escaleras abajo.
El señor Wither la obsequió con un frío recibimiento cuando la vio, y Madge la saludó con un pueril gesto de la mano. El señor Wither temía que se pusiera a llorar por Teddy en cuanto se le ocurriera mencionarlo y, como no quería arriesgarse, dejó que Tina llevara todo el peso de la conversación durante el almuerzo.
Pero luego, ¡ay, luego! El señor Wither había alimentado el fuego infernal de la chimenea con sus propias manos antes del almuerzo, había dispuesto en orden encima de su escritorio las propuestas de varias inversiones seguras y muy recomendables, había encontrado por el estudio un viejo cojincito aplastado y lo había colocado —¡qué toque de confort!— en el gran sillón. Cuando Viola se sentara, el señor Wither tenía intención de ahuecar el cojín y preguntarle si estaba lo suficientemente cómoda. Entonces daría comienzo a la pequeña charla.
El señor Wither llevaba días ansiando que llegara aquel momento. Había estado tan atareado planeando lo que diría y preguntándose exactamente cuánto dinero tendría Viola que dio un respingo cuando le preguntaron si quería queso, y entonces se percató de que el almuerzo había terminado.
Meneó la cabeza, rechazando el queso. El momento había llegado.
Se inclinó sobre la mesa para acercarse a Viola (que, como observaba, estaba despilfarrando toda la mantequilla untando un buen pegote en un cuarto de galleta seca del tamaño de un sello de correos), clavó sus tristes ojos de sabueso en ella y soltó en tono grave y misterioso:
—Tú y yo vamos a tener una pequeña charla.
A Viola le entró el pánico. Cuando la gente venía y te hablaba de «pequeñas charlas», siempre se refería a algo horrible sobre lo que tenías que decidir y eso te impedía disfrutar de nada durante días porque te pasabas todo el rato pensando en ello. A Teddy le encantaban las «pequeñas charlas»; le soltaba una cada diez días aproximadamente, así que sabía demasiado bien de qué iba la cosa.
Miró a su suegro con ojos sorprendidos e inusualmente abiertos y luego bajó la vista hasta su plato, murmurando:
—Sí, señor Wither…
—En cuanto puedas, claro —insistió el señor Wither, inclinándose más sobre la mesa—. No hay tiempo que perder si queremos dejarlo todo arreglado, ¿verdad?
Ella asintió.
—Muy bien, pues —añadió el señor Wither triunfante poniéndose en pie, y se dirigió a la puerta—. Estaré en mi estudio.
No obstante, cuando iba de camino, captó un inapropiado resplandor blanco con el rabillo del ojo y se giró para mirar por la ventana.
Avizoró once margaritas en medio del jardín con aspecto descuidado. Le habían dado instrucciones estrictas a Saxon para que las arrancara, pero ahora se veía bien a las claras que no lo había hecho. Tendrían que recordárselo en cuanto lo viera. Al dar media vuelta, el señor Wither descubrió que Viola ya no estaba.
Ni Tina tampoco. Ni la señora Wither (¡Oh, infame!). Solo Madge seguía allí, a sus anchas, sentada a la mesa, untándole mantequilla a una rebanada de pan innecesariamente grande.
—¿Dónde está Viola? —gritó el señor Wither.
—Habrá ido a coger un pañuelo.
—Pero íbamos a… ¿Ella no ha dicho…?
—Sí, sí que lo ha hecho, pero tú estabas mirando por la ventana y no te has enterado.
—¿Y tu madre? ¿Y Christina?
—Mamá ha dicho que iba a hablar con Saxon, por lo de las margaritas. Tina quería lavarse el pelo otra vez, o algo así.
El señor Wither se retiró de la ventana en silencio. Al llegar a la puerta, se detuvo y dijo:
—Pues cuando Viola vuelva, dile que la estoy esperando en mi estudio.
Pero Viola, encerrada en uno de los tres baños de The Eagles con un ejemplar de la revista Home Chat, no regresó hasta que, desde su ventana, vio que el señor Wither salía a dar su paseo, con la cabeza gacha y golpeando cosas con un bastón. Llevaba una gorrilla a cuadros, encogida por las lluvias del año anterior, a juego con los pantalones, y un chubasquero igual de feo, y se dirigía hacia el bosque. Viola supuso que allí podría estar tranquilo para cavilar sobre cuestiones monetarias sin que nadie lo importunara.
Entonces Viola subió a su habitación y se pasó la tarde deshaciendo la maleta con la inestimable ayuda de Tina.
Lo cierto es que Tina era un verdadero encanto; le fascinaba toda la ropa de Viola (aunque la suya, de hecho, fuera mejor, porque ella contaba con el buen gusto del que su cuñada carecía), y hasta la ayudó a recomponerse los rizos. No obstante, para cuando llegó la hora del té, Viola notó que le había invadido la tristeza. La casa estaba sumida en el mayor de los silencios y además allí todos eran unos viejos.
Durante el resto de la tarde, sombras de preciosas nubes blancas pasaron flotando a toda velocidad sobre habitaciones abarrotadas de muebles feos aunque bien conservados; por la noche, la luna creciente esparciría lentamente sus sigilosos y lúgubres rayos por mesas de caoba con pie de garra y enormes aparadores. «Esto de noche debe de ser horrible; qué silencio más horrible», pensó Viola.
Parecía que nada en la casa hubiera cambiado, mudado o crecido durante los últimos cincuenta años. El señor Wither, a pesar de su renuencia a gastar dinero, creía que siempre había que comprar Lo Mejor, porque, al final, Lo Mejor siempre salía más barato; pero, por desgracia, Lo Mejor duraba tanto que el final nunca llegaba, y el mobiliario del señor Wither, con cincuenta años de edad a sus espaldas, estaba tan bien conservado como el primer día y carecía por completo del toque personal del que cualquier ajetreada vida familiar dota a cualquier mueble.
Nadie osaba rozar los muebles de los Wither con sus botas cuando volvía a casa de una fiesta con unas copas de más ni los arañaba durante una charada ni los utilizaba para fabricar un aeroplano o una jaula para osos. Nadie dejaba que los cigarrillos se consumieran en sus bordes ni ponía vasos mojados sobre ellos. Allí estaban todos, relucientes y en perfecto estado. Doce enormes habitaciones atestadas de ellos pesaban sobre el ánimo joven y probablemente necio de Viola.
El pesado tictac de un viejo reloj en un hueco, el tenue olor a cera de los muebles, los exiguos ramos de flores en finos jarrones de cristal y el brillo apagado de la madera bien encerada parecían haber ralentizado a la mitad el ritmo normal del tiempo. Tres sirvientas beatas de mediana edad perpetuaban esta gloria; con su fe, la radio y su desaprobación de casi todo, se daban por satisfechas.
Viola tenía miedo y se sentía abatida. Temía el momento en que se reencontrara con el señor Wither a la hora del té, tras haber huido de él en el almuerzo. No se atrevió a mirarlo cuando la familia tomó posiciones alrededor de un pequeño fuego en el enorme y desangelado salón, y la señora Wither empezó a servir el té. Clavó la mirada en su platillo, pero poco después se percató de que un crujido se acercaba en su dirección y de que el señor Wither decía:
—¿Así que te olvidaste de nuestra pequeña charla? Me pregunté adónde habrías salido corriendo. —Y entonces el señor Wither se rió, emitiendo un chirrido alarmante.
Viola lo miró y asintió, muda de nerviosismo.
—Bueno, otra vez será. —El crujido se alejó—. Supongo que estarás ocupada durante unos cuantos días mientras te instalas, ¿no es así?
Ella asintió y el tema no volvió a mencionarse.
Sin embargo, en lo más hondo del señor Wither, que hasta ahora solo había sentido una desaprobación moderada hacia su nuera, se había plantado la semilla de la desaprobación y el recelo más profundos.
El fuego infernal había consumido un cubo de carbón para nada; la preparación de las propuestas, la disposición del cojín… Todo había sido en balde. Peor que eso, había privado al señor Wither de su pequeña charla y, entre unas cosas y otras, seguía sin saber cuánto dinero tenía Viola. Ya llevaba bajo su techo casi nueve horas y era la única mujer en aquella situación cuyos ingresos ignoraba.
Aquello era de lo más irritante. El señor Wither se quedó mirando las llamas de la chimenea mientras se comía una pasta de té muy pequeña y decidió que con Viola haría falta mano dura.
Después del té (¡Santo Dios!, ¿todavía era tan temprano?), Viola subió de nuevo a su habitación. Nadie le preguntó qué iba a hacer hasta la hora de la cena. Ciertos ruidos procedentes del baño sugerían que Tina se estaba lavando de nuevo la cabeza; la señora Wither y Madge simplemente habían desaparecido del mapa. Viola cerró la puerta, atravesó la habitación con paso lánguido, abrió la pesada ventana, se apoyó en el alféizar y se dedicó a contemplar el paisaje.
Hacía una noche preciosa. El viento había cesado y el sol se había puesto tras nubes de un rojo coral. El aire estaba templado y olía a hojas nuevas. Había salido una estrella y en el bosque, ya en penumbra, cantaba un tordo.
Todo se conjugaba para partirle el alma a cualquiera con un mínimo de sensibilidad, así que Viola rompió a llorar.
Las chicas de diecinueve años pueden clasificarse en dos grandes grupos: las que tienen claro que se casarán pronto y las que saben que existe una posibilidad bastante grande de que no se casen nunca. Viola Thompson, única hija de Howard Thompson, copropietario de Burgess and Thompson, Ropa de Señora, había pertenecido sin duda a esta última clase.
Tenía sus propios encantos en muy poca estima así que, cuando Teddy Wither se enamoró de ella, se sintió más avergonzada y angustiada que halagada.
Teddy había entrado en Burgess and Thompson para comprarse un pañuelo una mañana de sábado cuando regresaba a casa desde Londres a pasar uno de sus raros fines de semana. Estaba resfriado y el pañuelo le había salido volando del bolsillo mientras iba conduciendo por Chesterbourne.
Es ridículo afirmar que cualquiera puede enamorarse en cualquier momento. Y, sin embargo, en cuanto Teddy, que nunca había amado a nadie salvo a sí mismo, puso los ojos en Viola, que en esos momentos sonreía junto a la otra dependienta mientras se apartaba de la cara un grueso rizo dorado, supo que se había enamorado profunda y perdidamente de ella.
Nadie más, salvo esta chica alta, jovencísima y no demasiado vulgar, habría podido conseguir algo así. Lo siguiente fue descubrir su nombre y acosarla con cartas deprimentes en las que le mendigaba una cita que nunca llegaba. Dejó su habitación de Londres y se mudó con su familia a Sible Pelden con el único objetivo de estar cerca de ella. (Esto para él constituía un verdadero sacrificio, pues no le gustaba su familia y no solía pasar mucho tiempo con ellos). Le mandaba flores un día sí y otro también. La llevó a The Eagles a tomar el té, para sorpresa, fastidio y consternación de su familia. Finalmente, henchido de pasión, le imploró que se casara con él.
A Viola, Teddy no le gustaba mucho. Le daba pena más bien, pero se reía por lo bajini cuando Shirley Davis se refería a él como don Mustio, y rara vez se sentía a gusto en su compañía; le fastidiaba especialmente la manera en que se le quedaba mirando, fijamente y sin pestañear. Ella era feliz viviendo en las tres habitaciones que ocupaba encima de la tienda junto a su padre, un hombre alto e irritable que interrumpía sus arranques de mal genio con citas de Shakespeare, alzaba a su hija en brazos y la llevaba al cine, para así poder destrozar la película más tarde y jurar que el Teatro, el Glorioso, Antiguo y Pisoteado Teatro, era el único arte que merecía la pena en este mundo.
Era un actor aficionado vehemente, y un entusiasta de las obras de Shakespeare. Llamar «Viola» a su hija no había sido ninguna casualidad de tipo sentimental, sino que constituía para él un nombre de lo más familiar, y por eso se lo puso a una hija muy querida. La madre de Viola murió al dar a luz y su padre la había criado en solitario, como Próspero hiciera con Miranda.[2] Cuando un padre y una hija así son felices, hace falta un hombre más encantador que Teddy Wither para engatusar a la hija y que abandone de buena gana el hogar familiar.
Pero el padre de Viola también murió entre tanto. Un día, mientras cruzaba una calle por donde no debía, fue atropellado por un joven y no duró ni una hora.
Al joven lo multaron, lo amonestaron y salió del juzgado a toda pastilla porque se molestó muchísimo por los inconvenientes que todo aquel incidente le había causado. Poco después, Viola supo que su padre solo le había dejado cincuenta libras en herencia.
El señor Thompson a menudo utilizaba el dinero que ganaba para ayudar a la Asociación de Actores de Chesterbourne. Alquilaba trajes para una obra de época, montaba algún que otro efecto especial o traía de Londres a algún actor profesional para que trabajase durante tres noches con los aficionados. El salón donde los actores interpretaban era viejo, estaba helado y se caía a pedazos. El señor Thompson puso una estufa y candilejas e hizo reparar el tejado.
Esto se prolongó durante diez felices y ajetreados años en los que la parte del señor Thompson en Burgess and Thompson fue pasando paulatinamente a manos del señor Burgess, que era buen negociante, a cambio de dinero contante y sonante.
Así fue como Viola, cuando su padre murió, solo recibió cincuenta libras en herencia.
Entonces, Shirley Davis (de soltera Cissie Cutter, y que además era la hija del hotelero más próspero de la ciudad y la mejor amiga de la huérfana y triste Viola) le dijo que lo mejor que podía hacer, lo más sensato, era atender a las súplicas de Teddy Mustio y acceder a casarse con él. Las dos tías de Viola, hermanas de su padre, coincidieron con ella, así como la vieja señorita Cattyman, la dependienta de la tienda. La amabilidad de Teddy (que se había echado un poco a perder por los celos que sentía hacia el difunto padre, y que ella entonces no percibió) era en cierto modo un consuelo, así que Viola decidió hacer caso a los consejos de sus amigas y se casó con él.
Todos se sintieron aliviados al saber que Viola acabaría, por fin, con la vida resuelta. Todos menos Shirley. Era una chica tan franca que fue la única que lo sintió profundamente por su amiga.
En la víspera de la boda de Viola, Shirley, que se estaba alojando en su casa, bajó corriendo a la tienda para buscar un trozo de seda blanca con la que remendar algo. Las pequeñas habitaciones superiores de la tienda donde Viola había vivido con su padre estaban iluminadísimas, y repletas de mujeres que iban y venían y hablaban todas a un tiempo, y admiraban el ajuar, en el que la novia se había gastado buena parte de las cincuenta libras que había heredado de su difunto padre. Sin embargo, la tienda en el piso de abajo estaba totalmente a oscuras, salvo por la tenue luz de una farola de la calle que iluminaba los expositores de medias desmontados y los cajones cerrados, los rollos de rayón cubiertos de guardapolvos y las pilas de lana Cosycurl. Una bala de tiras de algodón Horrock recién abierta despedía un ligero olor glaseado y, al lado, sentada en una de las sillas de los clientes y rodeando las patas con los tobillos, con la cabeza apoyada en el mostrador de la mercería, se encontraba Viola. Estaba llorando a lágrima viva.
—Arriba ese ánimo, mujer, ¿se puede saber qué te pasa?
—Oh, Shirley, estoy tan triste…
—Y no te culpo —contestó su amiga. Se sentó en el mostrador y empezó a balancear sus preciosas piernas—. Yo también lo estaría en tu lugar.
—Bueno, eso es un consuelo, sobre todo teniendo en cuenta que fuiste tú la que me metió en todo esto —dijo limpiándose y sorbiéndose la nariz.
—Es que no veo qué otra cosa podías hacer. Lo que no sabía era que te ibas a deprimir tanto.
—Pues ahí te equivocaste.
Shirley supuso que Viola no estaba llorando por su padre. Su llanto tenía un cierto eco aterrador.
—Me pone enferma… —susurró, mirando fijamente la farola con aquellos ojos bañados en lágrimas.
—Pero ¿todo el tiempo?
—No, solo cuando me besa. Odio que me besen. Y más él. Es asqueroso —añadió.
Shirley bajó la vista hasta la cabeza despeinada de su amiga, que resplandecía como la ceniza en aquella tenue luz. Se la veía muy preocupada y angustiada. Entonces saltó de repente:
—Mira, Vi, no sigas adelante. Mándalo todo al cuerno y vente a vivir… —se reprimió para no decir «con Geoff y conmigo» y terminó diciendo «cerca de nosotros»—. Te encontraré una habitación y un trabajo.
—¡Ay, Shirley, sabes que me encantaría!
—¡Qué cara va a poner cuando no te presentes mañana! —exclamó con una risita Shirley, que no creía que un hombre bajito y regordete como Teddy pudiera sufrir como las personas normales, hechas y derechas.
Sin embargo, el solo hecho de vislumbrar la cara de Teddy puso a Viola los pies en el suelo. Le había dicho infinidad de veces que ella era la única persona que había amado en el mundo, que su vida estaba en sus manos y que le rompería el corazón si alguna vez lo defraudaba.
Viola pensó que sería cruel defraudar a una persona que siente eso por ti, de modo que alzó una mirada hacia Shirley, una mirada cargada de nostalgia, y negó suavemente con la cabeza.
—Por amor de Dios, no estarás pensando en casarte con otra persona, ¿verdad? —le inquirió Shirley, escurriéndose del mostrador aliviada (aunque todavía se sentía preocupada y angustiada) porque Vi, después de todo, iba a seguir adelante.
—¿Yo? ¡Santo Dios, no!
Y era la verdad. Viola no tenía novio formal cuando conoció a Teddy, y contaba con pocos admiradores en el mundo. Era demasiado tranquila para los gustos locales, que más bien eran proclives a los gruesos tirabuzones pelirrojos de Shirley, a su piel rosada y blanca y a su voz musical. Y, aunque a veces iba a bailes, conocía a chicos y disfrutaba al máximo de estas salidas, disfrutaba casi tanto o más yendo al cine con su padre o viéndolo actuar en sus obras de teatro. Los chicos no le hacían demasiado caso y ella tampoco se lo hacía a ellos. Así que lo cierto era que no, no estaba «pensando» en casarse con nadie más.
No obstante, muy en el fondo de su ser, y a pesar de que no quisiera reconocerlo, cada vez que soñaba despierta con su boda, solo se veía casándose con él, con el único, con Victor Spring.
Todas y cada una de las chicas que habían crecido en Chesterbourne —las empleadas de Woolworth y también las jovencitas que trabajaban en el Barclay’s Bank, las aprendizas de las dos elegantes peluquerías y las hijas de todos los tenderos, las dependientas, las mecanógrafas y las secretarias, la joven recepcionista del Miraflor Café y las camareras que trabajaban en él—, todas, absolutamente todas, cuando soñaban despiertas con sus respectivas bodas, se veían casándose con Victor Spring.
Él era el joven más rico de la comarca, tenía el coche más grande, la casa más elegante y daba las mejores fiestas. Era tan guapo que hacía que el corazón, como reza el dicho, se te acelerara en el pecho y saltara, y se le veía tan lleno de energía contenida y de salud que todo el mundo, en su presencia, se sentía más vivo.
Todas estas chicas que, como Viola, habían crecido en Chesterbourne o en Sible Pelden y habían encontrado trabajo allí, lo sabían todo acerca de Victor Spring, de su madre viuda y de su prima Hetty Franklin, que vivía con ellos. Cuando estas soñadoras iban aún a la escuela, solían ver pasar a Victor en el coche de su padre de camino a alguna fiesta de postín cuando volvía a casa por Navidad desde Harrow. La imagen de un chico guapo, seguro de sí mismo y tan arrebatador con aquellas camisas Eton y aquel sombrero de copa legendario y absurdamente favorecedor, se alojó en sus románticas cabecitas de pelo corto o con coletas y allí permaneció durante años.
Nadie se quedaba virgen por este motivo, naturalmente, ni se arrojaba a las aguas del Bourne; todas crecían y acababan casándose con el dueño del pub, o con el sastre o con el farmacéutico, como sus madres habían hecho antes que ellas, y las madres de sus madres antes, pero en Chesterbourne y en Sible Pelden nunca dejaba de escucharse, como si de un rumor sordo se tratase, el runrún cargado de chismorreos y de especulación femenina acerca de las idas y las venidas, los ingresos y las posibles novias con las que Victor Spring se prometía y se desprometía constantemente.
Así que Viola, como todas las demás, había soñado despierta con Victor Spring, aunque nunca había llegado a cruzar siquiera una palabra con el joven dios. Incluso después de convertirse en la señora de Theodore Wither (hay que decir aquí que Teddy tampoco fue todo lo feliz que se esperaba, porque tras casarse con Viola descubrió a su pesar que no era tan poética ni tan maravillosa como había imaginado y esto, como es lógico, le hizo perder la ilusión), a veces se sorprendía imaginándose una boda por todo lo alto en la vieja iglesia de Sible Pelden —la misma a la que su padre y ella solían ir dando un paseo los domingos— a la que acudía vestida de blanco satén y flores de azahar del brazo de su padre y junto a cuyo altar la esperaba Victor Spring.
Entonces se despertaba sobresaltada y algo sonrojada, y se daba cuenta de que estaba casada y de que nunca tendría una bonita boda como aquella, con un joven tan guapo que la mirara con tanta ternura y le dijera con tanta convicción que estaba preciosa.
Y ahora, como era viuda y estaba atada a la familia de su difunto marido, tampoco parecía nada probable que algún día llegara a casarse con Victor Spring.
Apoyada en el marco de la ventana, llorando porque se encontraba muy sola y echaba mucho de menos a su padre, vislumbró a través de sus propias lágrimas y de los árboles casi desprovistos de hojas el maderamen blanco y el ladrillo rojo de la casa de los Spring, Grassmere, que coronaba la colina al otro lado del valle.
Entre las dos colinas, cada una coronada por una casa, se alzaba un bosquecillo. Ahora el atardecer había oscurecido sus senderos.
Se quedó mirando la casa, consciente de que allí vivía Victor, pero sin pensar en él en absoluto. Para ella no era una persona real; era un sueño. Pero él estaba vivo y vivía, desde que ella tenía uso de razón, en un mundo maravilloso donde todos eran felices y llevaban una ropa preciosa, e iban a bailes y espectáculos todas las noches y disfrutaban de la vida.
¡Cómo le gustaría vivir en ese mundo que tanto idealizaba!
Al contemplar la casa a través de aquella media milla de aire crepuscular, esta se le antojó tan romántica como un palacio de cuento. ¡Qué grande y suntuosa era! Había una luz encendida en una de las habitaciones superiores, potente y dorada (todas las luces de The Eagles eran tristes y cetrinas; el señor Wither decía que las luces brillantes hacían que se estropeara la vista).
«Este sitio es un agujero horrendo y deprimente —pensó, mientras tibias lágrimas rodaban por su cara y resbalaban hasta su mentón—. ¡Y pensar que tendré que vivir aquí hasta el fin de mis días, hasta que sea tan vieja como Tina! Nunca podré escapar. ¡Jamás!».
Lejos, al otro lado del valle, sonaba la nota larga y arrogante del claxon de un coche. Era el gran Bentley de Victor Spring, que traía a casa a su dueño a toda velocidad por las oscuras carreteras para pasar el fin de semana. Sonaba igual que el cuerno del Príncipe que llegaba para despertar a la Bella Durmiente, un reclamo apasionante e imperioso que resonó por todo el bosquecillo sumido a esas horas en la luz del ocaso.