Capítulo XII
Cuando los Spring llegaron, el baile hacía un buen rato que había empezado y los salones estaban abarrotados. Trescientas personas reían y charlaban vestidas con sus mejores galas, exultantes gracias al ritmo alegre de la música y a la Copa Dovewood, que el señor Joe Knoedler y los Chicos habían declarado «bebible» en tono de asombro tras haberla degustado. (En resumidas cuentas: en la mezcla se adivinaba cierto regustillo a alcohol).
Las señoras fueron juntas al baño a retocarse tras los estragos causados por el viaje en coche, mientras Victor y el señor Andrews, tras aparcar los coches, las esperaron en el vestíbulo.
El vestíbulo tenía columnas de estuco amarillas, una alfombra roja desgastada con canapés a juego y bustos de músicos por doquier; las salas habían sido famosas a nivel local por una serie de conciertos que se celebraron allí durante la década de 1880. Victor veía a la gente bailar al otro lado de las altas puertas batientes y oía la música aumentar y disminuir de volumen cuando estas se abrían o se cerraban. Estaba muy entretenido mirando a los demás asistentes y preguntándose si los Chicos de Knoedler estarían a la altura, cuando, tras los paneles de cristal de la sala de baile, vio pasar algo que le resultó familiar. Era la cabeza de una chica cubierta de rizos cortos y rubios.
«¡Ahí está! —pensó, reconociéndola preso de una emoción que le resultó divertida. ¡De modo que sí que es producto local! ¿Y quién es ese fantoche que va con ella? Nadie que yo conozca. Será algún buitre. No es lo bastante alto para ella. Parece un poco alicaída. Menudo bombón… Me pregunto con quién vivirá».
Viola, de hecho, estaba un poco alicaída. Había llegado al baile expectante, temblando de felicidad y emoción y deseando divertirse. De la mosquita muerta que era se había transformado en una belleza esbelta de cabeza plateada ataviada con un vestido de gasa vaporoso y plisado del celeste más pálido y un ceñidor rojo oscuro como el de una niña pequeña. Todo el mundo la miraba; mucha gente la había saludado y le había dicho: «¡Vaya, Viola! No te había reconocido. ¡Me encanta lo que te has hecho en el pelo!» y había seguido bailando sin poder apartar la vista de ella.
La señora Wither había aprobado su vestido después de todo: sin mangas, sin espalda y sin mucho más por delante, lo único que le dijo fue que debía de ser bastante fresco, e incluso el señor Wither, que daba vueltas lentamente con la señora Wither en un metro cuadrado de suelo de un rincón, había dicho que estaba guapa (se sentía tan aliviado por que no fuera rojo, muy corto y con lentejuelas, que estaba dispuesto a que le gustara cualquier cosa). Tina, cuando la vio, había abierto los ojos como platos y había exclamado: «¡Pero bueno! ¿De dónde ha salido eso? Si no es un Rose-Berthe, es que no sé nada de ropa». Viola, saltando de alegría, le había respondido triunfante que, en efecto, era un Rose-Berthe de liquidación que una amiga de Shirley que tenía una tienda de ropa le había vendido a esta última tras haber pasado por sucesivas rebajas y que Shirley se lo había vendido a Viola por… «Bueno, ya no me queda dinero, ¡pero no importa!». Y allá que se había ido, flotando como un ángel celeste, para adentrarse en el corazón del baile…
Desgraciadamente, no había ningún romántico que bailara con ella, solo chicos del pueblo aspirantes a graciosetes y con las manos muy largas; estaba el doctor Parsham, sesentón y rechoncho, que decía que una dama tan encantadora por fuerza tenía que dedicarle un baile; o el hijo del farmacéutico, cuya familia llevaba doscientos años con un puesto en el mercado local, y que tenía una actitud un tanto despectiva con respecto al Baile de las Enfermeras, además de ser un gran conocedor de los barrios bajos de Glasgow; o incluso un joven agente inmobiliario con granos, cuyo padre había conocido al padre de Viola. Todos eran de ese estilo.
A los Wither no les hacía ninguna gracia que Viola bailara con estos tipejos, pero ellos se le acercaban igualmente con las excusas más peregrinas y le pedían un baile. Además, la música era tan tentadora y el suelo tan bueno que no podía soportar quedarse sentada en la mayoría de las piezas, como estaban haciendo Tina y Madge, y, como los Wither conocían a tan pocos jóvenes, no podían culpar a Viola por buscarse sus propias parejas.
También había jóvenes pertenecientes a la alta burguesía, pero, como Victor, habían venido con sus propias camarillas, y muchos con sus propias compañeras. Hacía muchos años que los jóvenes del lugar habían cultivado una amistad ocasional con los Wither por Tina, pero ahora no había razón por la que los Wither debieran conocer a ningún joven más, así que no lo hacían. Por lo que se refería a Viola, era viuda; las viudas no necesitaban conocer a nadie, o al menos eso pensaban el señor y la señora Wither. Aunque la verdad es que, viendo el modo en que se comportaba, nadie hubiera dicho que Viola era viuda.
De modo que la emoción de Viola se fue apagando, y poco a poco empezó a sentirse triste mientras se entrechocaba con la gente. El señor Spring (ahora pensaba en él, en su abatimiento, como el señor Spring) no había venido, al parecer. Era más alta que la mayoría de las mujeres así que, mientras la empujaban de acá para allá, tenía ocasión de escrutar los cuatro rincones del gran salón y la puerta de cristal que daba paso al vestíbulo, pero entre todos los asistentes no había ninguna bonita y soldadesca cabeza de pelo castaño y brillante, ni rastro de aquellos anchos hombros ni de una pajarita blanca.
Desvió la mirada, llena de tristeza, hacia el bufet de la sala contigua. No, Victor tampoco estaba allí.
—¡Alegra esa cara, muchacha! —le dijo una voz masculina y profunda. Era el mismísimo señor Knoedler, que tenía la vista alzada y clavada en ella mientras tocaba un instrumento perteneciente a uno de los Chicos—. ¿No se ha presentado?
Viola se ruborizó y se rió.
—Vaya, pero qué pena —murmuró; sopló con suavidad el instrumento y se lo devolvió al Chico; después se colocó un sombrero ridículo y se subió de nuevo a la pequeña plataforma del director de orquesta. El joven agente inmobiliario que estaba bailando con Viola le tiró del brazo y se la llevó de nuevo a la pista para seguir haciéndola girar.
El señor Wither la observaba de lejos mientras daba vueltas en su rincón, esta vez emparejado con la señora del coronel Phillips. «No hace más que echarle sonrisitas a la banda. Muy malas formas. ¡Pero, bah, qué se puede esperar! Típico de una dependienta. ¡De casta le viene al galgo!». El señor Wither seguía dando vueltas y más vueltas; la verdad es que se estaba divirtiendo bastante. «Qué melodía más pegadiza. Tum-ti-tum, tum-ti-tum-tum».
Y de repente… ¡allí estaba! Pelo castaño brillante, hombros anchos, ojos avellana, mirada escrutadora. Victor entró en la sala de baile. Pero —¡oh, no!—, junto a él venía la chica despampanante que había visto aquel día en el coche. El corazón de Viola se disparó y luego se detuvo en seco. Por supuesto. Debería haber imaginado que vendría con una acompañante. Seguro que bailaría con ella toda la noche. ¿Habría venido también la señorita Franklin? Ella era ahora su única esperanza. Si se le acercaba, le hablaba y las dos familias se mezclaban, entonces tal vez tuviera una oportunidad…
Mientras tanto, había vuelto junto a la banda y, para su horror, el señor Knoedler, que parecía muy solemne, le hizo un gesto rápido con el pulgar señalando a Victor y luego le guiñó despacio.
Viola quiso que se la tragara la tierra (¡pero qué hombrecillo tan odioso!, ¿cómo había adivinado…?). En vez de negar con la cabeza en actitud arrogante, que es lo que tenía que haber hecho, la giró en actitud arrogante. Por el rabillo del ojo, le dio tiempo a ver que el señor Knoedler se reía a carcajadas al tiempo que se encasquetaba otro de sus ridículos sombreros.
Victor, entre tanto, también estaba echando un vistazo con fingido desinterés a la concurrencia. Justo entonces ella se giró (le dio la leve impresión de que estaba buscando a alguien e intentando que no se notara) y sus ojos se encontraron. Por primera vez se miraron cara a cara. Pero la mirada duró tanto tiempo que aquel prologado intercambio se convirtió en una mirada fija. La expresión de Victor era fría y firme: estaba asimilando cada detalle del rostro de Viola y de su vestido. Bajo la alarma de ella (no exenta de placer) por que él la hubiera visto, subyacía la sombría impresión de que no le gustaba su mirada. Había algo en ella que le asustaba.
Ambos se perdieron entre la multitud del baile. La pieza acabó casi de inmediato, y cuando Viola, flanqueada por el joven agente inmobiliario, empezó a aplaudir obedientemente, supo de algún modo misterioso que alguien la estaba observando. Entonces se giró para ver quién era.
Se topó —aunque se cuidó muy mucho de apartar la vista de inmediato— con los mismos ojos oscuros y brillantes que ya había visto en el coche aquella tarde en que les sorprendió la tormenta. Era la chica de Victor (pues así la veía, aunque de mala gana), que la estaba escudriñando en la distancia, furtiva pero ávidamente, de la cabeza a los pies. Viola observó que le decía algo a su acompañante, y que ambas se acercaban a la banda y empezaban a hablar con los miembros del grupo, que parecieron encantados de verlas.
El agente inmobiliario escoltó a Viola de vuelta al rincón donde estaba su familia, que parecía haberse construido una especie de guarida en un diván bajo una palmera polvorienta. Sin embargo, se les veía bastante alegres. Tina había estado bailando con Giles Bellamy, el mayor de los Dovewood, y Madge se había asegurado la cena con el coronel Phillips, con quien podría hablar no solo de Polo, sino también de los padres de Polo. El señor Wither planeaba acompañar a la señora del coronel Phillips en el baile de la cena, la señora Wither iba a ir con sir Henry Maxwell (cuya madre, gracias al cielo, no había podido acudir por ser ya demasiado anciana para esos trotes) y Tina con el menor de los Dovewood. Solo quedaba Viola por emparejar. Como siempre, dando la nota. ¿Cómo había dejado que se le escapara el agente inmobiliario? Se sentó en el diván y empezó a otear los grupos con la esperanza de ver a Hetty Franklin y captar su atención.
—Het —le decía Victor en tono bajo a su prima en el extremo más alejado del salón—, ¿conoces a la chica del fajín rojo?
Hetty señaló en silencio, cuatro veces, a cuatro chicas con fajines rojos que se encontraban a unos pocos metros de distancia.
—De esos no… de los anchos… como un ceñidor, creo que lo llamáis. Vestido azul. Pelo corto rizado. Rubia.
—No —respondió su prima con amabilidad—. No creo que la conozca.
—Quiero que me la presentes —dijo con una sonrisa de oreja a oreja.
Hetty le miró, pensativa. Tal vez la velada resultara menos tediosa si Victor coqueteaba con alguien y hacía enfadar a la señorita Barlow.
—Dime quién es y veré qué puedo hacer. Puedo fingir que fuimos juntas a la escuela, si te parece.
—Ahora mismo no la veo… Sí, allí está. Justo allí, bajo aquella palmera, con esa gente… Junto a una gorda vestida de verde…
Hetty echó un vistazo, pero no vio nada aparte de un borrón claro en un fondo más oscuro.
—Déjame. Voy a investigar —anunció, y empezó a cruzar el salón—. ¿Dónde está tía Edna? Oh… con los Dovewood… Ven despacito detrás de mí y hazme el favor de no precipitarte como siempre que hago este tipo de cosas por ti… ¿Dónde está Phyl?
—Allí, con Andrews. Vamos, muévete, está mirando hacia aquí.
—«El leopardo de las nieves fijó la vista desde su pequeña cabeza, / descuidando la presa, que emprendió la huida, / la presa bajo su garra, aún con vida» —murmuró Hetty—. Vamos, sígueme.
Atravesaron rápidamente el salón y la multitud los envolvió, apartándolos del alcance de la señorita Barlow. Ésta vio hacia dónde se dirigían, pero no se preocupó demasiado. Victor podía mirar a una chica joven y muy guapa sin ponerla celosa ni dañar su posición, porque consideraba que esta era tan segura que podía incluso aflojarle un poco la cuerda sin que su relación corriera peligro.
Aun así, cuando Victor se fijaba en una chica, a Phyllis le gustaba saber si merecía la pena y esta vez admitió que Viola cumplía las expectativas. Llevaba un vestido bastante decente, y su pelo tampoco estaba mal. Gozaba de distinción y del encanto sumiso e infantil que los hombretones encontraban tan cautivador. «Pronto desaparece éste», pensó la señorita Barlow con frialdad, mirando a Victor y a Hetty.
—No. —Hetty negó con la cabeza cuando se aproximaron a la chica del sofá, y le dijo a su primo por encima del hombro—: No la conozco. Me temo que tendré que echar mano de los años de instituto.
—Pues ella parece que sí que te conoce. Te está sonriendo —murmuró él, pensando que la suya era una sonrisa preciosa.
—¿Ah, sí? —Hetty aguzó la vista y de repente exclamó—: ¡Zambomba, pues claro!
Se dirigió a Viola con la mano tendida.
—Señora Wither. ¡Qué alegría verla por aquí! Conoce a mi primo, ¿verdad? —Él estaba un poco apartado para poder acercarse en ese momento—. Victor, ¿recuerdas a la señora Wither? Hace unas semanas la llevamos en coche a casa. Sí, aquella tarde de tormenta… Al principio no la habíamos reconocido a usted —añadió echándole una sonrisa a Viola.
—Por supuesto, por supuesto —dijo Victor con toda naturalidad, bajando la vista hasta los ojos de Viola y sintiéndose un poco decepcionado porque era una chica que ya conocía, transformada por un vestido nuevo y por un nuevo tocado—. La recordaba, pero no estaba seguro de dónde nos habíamos visto.
Viola no dijo nada. Estaba abrumada. Le dio la mano a Victor, sonrió, se miró las sandalias y se quedó muda. No podía haberlo hecho mejor: el encanto de su silencio desvaneció el toque de desilusión de Victor y este la contempló con renovado interés.
Mientras tanto, Hetty se puso a charlar con Tina, que le presentó al señor Wither (al que ella consideraba la persona más interesante del baile, una atractiva y neurótica mezcla entre el viejo señor Barrett de Wimpole Street[17] y el viejo señor Gosse, padre de Edmund)[18] y a su esposa. Madge no perdió la ocasión de preguntarle si le gustaban los perros.
—¿Baila usted mucho? —preguntó Victor, remoloneando junto a Viola, sin apenas molestarse en hablarle como a una adulta. Aparte de ser una dependienta y la viuda de un tipo como Wither, parecía no tener más conversación. Era una más de esas insulsas muchachas a las que tan acostumbrado estaba, abrumadas por su fama. Con todo, pese a que estuviera comportando como una chiquilla de quince años, había algo arrebatador en aquella carita suya, que coronaba aquel cuerpo tan esbelto. Victor observó complacido aquellos brazos blanquísimos, que parecían tener la textura de la piel de un bebé. Y además, le gustaba abrumar a los demás con su fama; le divertía, pero también le hacía sentir importante. En aquellos días no abundaban en los bailes las mujeres que se dejaran impresionar por el esplendor masculino. No meditó todo esto muy a fondo; solo fue consciente de que disfrutaba sentándose junto a ella y haciendo que se sonrojara.
—¿Bailar? No bailo mucho, pero cuando lo hago me vuelvo loca. —Se encendió, presa del pánico. Ahora tal vez pensara que quería que la sacara a bailar.
—Entonces, supongo que se lo está pasando bien esta noche —prosiguió él en tono indulgente.
—Oh, sí, muchísimo. Llevaba siglos esperando que llegara este día. Bueno… quiero decir que esperaba poder venir, solo que no lo supe hasta hace unos días, cuando el señor Wither (mi suegro, el que está allí con la señorita… su prima) me obsequió una entrada. Desde entonces no he visto la hora de que llegara este momento.
Sí… por supuesto, aquella chica era viuda. Lo había olvidado. Aun así, era la viva imagen de la inocencia, hablaba como una colegiala. Pero luego recordó que las viudas nunca eran inocentes. Por muy joven y sencilla que pudiera parecer, no se podía olvidar el hecho de que una viuda, supuestamente, no era… En resumidas cuentas: esta chica tenía sin duda más experiencia que la buena de Phyl.
Y además, había sido dependienta, y se había casado con Wither por su dinero, y saltaba a la vista que sabía de moda.
Victor dejó de intentar darle conversación, inclinó la cabeza un poco apoyándose en el diván rojo afelpado y murmuró:
—Me gusta lo que se ha hecho en el pelo. Es nuevo, ¿no?
Viola no contestó. Los nervios no le dejaban mantener las manos quietas, pero cuando bajó la mirada hasta la punta de sus sandalias, dibujó lentamente en su boca una sonrisilla tímida y cargada de orgullo. Fue un gesto tan encantador que Victor, para su propio asombro, experimentó una poderosa oleada de deseo. Se acercó un poco más a ella y murmuró:
—¿Me concede usted el próximo baile?
—¡Pero si es el baile de la cena! —Unos ojos grises rasgados se lo quedaron mirando perplejos con una mezcla de alarma y esperanza.
—¿Ah… sí? No me diga… —respondió él un poco desconcertado. Ése se lo tenía reservado a Phyl.
Viola asintió muy seria. El baile de la cena… Todo el mundo sabía que el baile de la cena era el más importante de la velada, porque luego te ibas y cenabas con la persona con la que bailabas, y la tenías toda para ti.
—Oh… bueno, me temo que ese lo tengo reservado. Pero ¿qué me dice…? Deme, déjeme ver su programa.
Ella se lo entregó obediente. La última parte estaba casi vacía.
—¿Qué me dice del diecisiete? Es justo el primer baile después de la cena. Es un vals.
(¡Un vals!).
—Oh, sí, gracias.
—Gracias a usted. —Y garabateó V. S. Junto al número correspondiente, sin prever que el programita blanco y dorado acompañaría a la señora Wither a la cama unas horas más tarde.
—Ahora me temo que debo volver. —Victor le apretó la mano a Viola durante un segundo increíble, le sonrió, se levantó y echó un vistazo a su alrededor a ver si localizaba a su prima.
—Su casa debe de ser muy tranquila, tan apartada de la carretera principal —le estaba diciendo Hetty al señor Wither.
—Estaban hablando de las ventajas y los inconvenientes de vivir en el campo y Hetty intentaba incitar al señor Wither para que hiciera algún comentario gosse-barrettiano del tipo «todo-lo-tranquila-que-haga-falta-para-recluir-allí-dentro-a-mis-hijas». Sin embargo, el señor Wither (como muchas otras personas a las que los románticos suponen de la misma condición) no estuvo a la altura.
—Sí, muy tranquila, muy tranquila —musitó el señor Wither.
—Pero supongo —continuó Hetty, que no daba su brazo a torcer— que a menudo tiene huéspedes en casa. Nosotros sí los tenemos. Es agradable, para variar.
—Sí —respondió el señor Wither—. No, es decir, no. No, no solemos tener huéspedes. Lo toquetean todo. —Y el señor Wither emitió una risotada corta y desagradable—. No soy como ustedes, los jóvenes, siempre a la búsqueda de cambios y emociones.
—Oh, no… yo prefiero una vida tranquila —protestó Hetty—. Soy una devota lectora. ¿Usted lee mucho, señor Wither? —le preguntó, pues siempre le interesaba saber lo que la gente leía, suponiendo erróneamente que los libros eran un indicador de la personalidad de uno.
El señor Wither reflexionó durante un instante. Luego dijo:
—¿Leer? Oh, no…
—Oh… ¿Y qué es lo que lee entonces, cuando lo hace?
—Historias detectivescas —respondió el señor Wither—. El otro día leí una muy buena del tipo este… ahora mismo no recuerdo su nombre. Siempre escribe sobre el mismo detective. Un tullido. Un boxeador negro lo empuja en una silla de ruedas. Es bastante inverosímil, pero entretenido. Ligerito, ya sabe. No me gusta leer nada sesudo después de la cena.
—No —dijo Hetty con vaguedad. Nada sesudo. Ni Shelley, con alas y niebla deslumbrante, ni Shakespeare, con columnas griegas en un bosque inglés, ni Keats, con sus guirnaldas de peonías la noche de San Juan…
—Het, será mejor que volvamos —dijo Victor—. ¿Cómo está usted? —al señor Wither.
Éste asintió, casi de manera afable. El joven Spring bien lo valía. El señor Wither esperaba que Viola no le hubiera hecho perder el tiempo hablando de nimiedades. Se quedó sentado mirando complacido cómo el joven Spring y su prima se alejaban. El señor Wither no sentía envidia de aquellos que eran más ricos que él; le gustaba que la gente tuviera enormes sumas de dinero porque eso les dotaba de un halo de seguridad y respeto. Sin lugar a dudas, allá donde había dinero, nada malo podía ocurrir. Esa noche la muerte le parecía muy lejana. Estaba disfrutando del baile; se preguntaba qué les pondrían de cenar.
—Supongo que tenemos que quedarnos a comer, ¿no es así? —le preguntó Phyllis a Victor mientras bailaban el baile de la cena—. Ya hemos cumplido. Parece como si lleváramos aquí cinco horas.
—Oh, pues yo me lo estoy pasando bastante bien. —Y le sonrió sin pudor, pues sabía a la perfección por qué estaba utilizando aquel tono tan petulante.
Phyllis no tuvo más remedio que reírse. Lo cierto es que se estaba aburriendo soberanamente.
—Oh, vale, por supuesto, si es así… Odiaría apartar al Gran Amante de su presa. Voy a quedarme justo media hora más y luego le pediré a Andrews o a Bill Courtney que me lleven a casa.
Bill era un viejo conocido de los Spring que vivía justo a las afueras de Chesterbourne.
—Como quieras, Phyl —respondió él con toda naturalidad. No le importaba lo que dijera. Aún no estaban comprometidos y nunca le habían gustado sus intentos de apropiación. Si por ella fuera, le habría puesto ya hace tiempo el cartel de «Reservado».
En cuanto a la viudita, seguro que sabía lo que hacía; además, utilizaba una técnica totalmente desconocida para él. ¡Y todo eso se había desperdiciado en Wither! Seguro que no sabían ni qué hacer con ella…
Viola cenó junto al desagradable hijo del farmacéutico. Permaneció a su lado durante toda la cena, con la cabeza en las nubes, mientras él le contaba algo acerca de un fascinante plan del Gobierno para evitar que las alcantarillas olieran mal. El olor seguiría allí, pero se utilizaría para generar ventiladores eléctricos o algo semejante que lo disiparía. Se utilizaría hasta la última partícula de olor nauseabundo. Había un científico, un auténtico visionario, al parecer, que había hecho hasta gráficos, dijo el hijo del farmacéutico. Se le veía encendido. Aquello se denominaba el Principio del Autoconsumo, o algo así.
Viola asentía mirándolo sin pestañear, pero sin oír ni una sola palabra.
Tina, por su parte, escuchaba con interés el monólogo de Giles Bellamy. Lo que decía era interesante, pero ansiaba que llegara el momento de volver por fin a casa, dejar aquella sala de baile tan sofocante y ruidosa y salir a la calle, a aquella noche de verano, para encontrarse con Saxon, que la estaría esperando en el coche y la conduciría a casa por oscuras carreteras que olerían a rocío. Se preguntó cómo estaría pasando la noche. Seguro que no le había dado tiempo a ir con el coche hasta su casa en el cruce y luego volver al Salón de Actos; además, su padre habría desautorizado semejante derroche de gasolina. Seguro que se había ido al cine. Su imaginación se negaba a mostrarle a Saxon en una sala oscura con la cabeza de una chica apoyada en el hombro.
Las luces y las caras sonrientes que la rodeaban le dañaban la vista, y la agradable voz de Giles Bellamy, que le contaba una divertida historia sobre Wengen, le estaba crispando los nervios. Aquello era como un dolor leve pero continuo. Comparado con Saxon, Giles era muy poco masculino, un individuo de lo más insípido. Estaba sufriendo por primera vez los inconvenientes y rigores de amar a un hombre corriente, a un simple criado. Los había llevado al baile y luego había vuelto a su propia vida, de la que ella no sabía nada. De hecho, se descubrió incapaz de imaginar cómo había pasado esas horas de ausencia suya. Todos los hombres de su entorno eran auténticos caballeros y ella conocía o intuía sus pasatiempos, y sabía que existía una gran probabilidad de acertar. Pero de los hombres corrientes no sabía nada, y ese pensamiento hizo que empezara a sentirse mal.
Saxon, en realidad, estaba en el pub del pueblo, matando el tiempo inocentemente jugando al billar inglés.
—¿Y a Hugh? ¿Le está gustando la India? —le preguntó Madge al coronel Phillips. Ahora que tenía a Polo esperándola en casa, a salvo en su caseta, haciéndose cada día más grande, más obediente y más satisfactorio en todos los sentidos, la vida era tan hermosa que podía permitirse el lujo de preguntarle al coronel Phillips con bastante naturalidad si a Hugh le estaba gustando la India, y encajar, sin despeinarse y sin quedar como una auténtica imbécil, la respuesta de que, aparte de los negros y del clima, Hugh parecía estar pasándoselo bien. Jugaba al tenis, se bañaba en la piscina del cuartel, jugaba al críquet y al polo, y en su última carta decía que, si todo iba bien, tal vez su regimiento se librara de tener que marcharse a Waziristán,[19] a controlar el espectáculo. Aquí la señora del coronel Phillips le confió a Madge que en la siguiente carta de Hugh esperaba leer que pronto iba a hacerla abuela.
Madge expresó su alegría y se contuvo para no darle a la señora del coronel Phillips unas palmaditas en la espalda.
(«Me pregunto si Polo estará despierto cuando llegue. A lo mejor me ladra. A padre no debería importarle que lo hiciera; eso demostraría que es bueno defendiendo la casa. ¿Quién quiere un bebé cuando puede tener un perro?»).
Y así concluyó la cena. La gente empezó a volver a la sala de baile y Viola echó un disimulado vistazo a su alrededor para ver si encontraba a Victor. Sí, allí estaba, hablando con la chica despampanante, que estaba en la entrada con un joven.
«Dentro de un minuto estaré bailando con él», pensó Viola.
—¿Bailamos éste? —le preguntó el hijo bien informado del farmacéutico, en tono morboso.
—Muchas gracias, de verdad, pero se lo tengo reservado al señor Spring. —Hizo que la frase sonara como un verso—. Aunque tal vez… —Se detuvo. Tal vez Victor quisiera bailar el siguiente también; no podía prometérselo.
—No me quedaré más de cinco minutos, Phyl; ¿por qué no me esperas? —exclamaba en tono irritado—. Tú no te quieres marchar aún, ¿verdad que no, Bill?
—Oh, bueno, si Phyl quiere…
—Bueno, debo irme o mi pareja de baile pensará que la he dejado plantada. Buenas noches, Bill… muchas gracias.
«Muchas gracias por quitarme a Phyl de encima. Gracias por lidiar con su mal genio de camino a casa, gracias por calmarla en el coche, gracias por encenderle un cigarrillo, prepararle una copa y sentarte con ella a la luz de la luna hasta que yo vuelva.
»Y ahora, ¿dónde está mi viudita alegre?».
Su viudita alegre estaba apoyada en la pared mirando en su dirección. Parecía un poco tristona. Él le hizo un gesto con la mano y asintió para tranquilizarla mientras se acercaba a Joe Knoedler, que inclinó la cabeza desde su pequeña plataforma para poder escuchar lo que le decía. Entonces Victor se dirigió hacia Viola, sonriente.
Gracias al cielo que Phyl se había quitado de en medio. Él había cumplido con su obligación y le había pedido que se quedase, pero ahora, si quería pegarse bien a la viuda alegre mientras bailaban, a nadie le importaría. Mirar seguro que miraban, pero a nadie le importaría. Su madre se había metido en un corrillo con lady Dovewood; no veía a Hetty, y el joven Andrews estaba lejos, intentando cortejar a alguna chica. No le importaba en lo más mínimo lo que pensara ninguno de ellos, pero, sin saber muy bien por qué, comprobó qué estaban haciendo antes de rodear a Viola con el brazo y llevársela al centro de la pista de baile.
Sonaba una melodía fascinante, lenta, potente y de ensueño, con un ritmo bamboleante que golpeaba una y otra vez como el mar bajo nubes de espuma. Durante los siguientes minutos dieron vueltas y más vueltas, y las sandalias de Viola flotaron obedientes siguiendo los pasos de Victor una fracción de segundo después de que este los marcase. No tenía voluntad, ni pensamientos, ni pasado ni futuro. Simplemente se dejaba llevar tan ligera como una flor, con el ceñidor y los pliegues de su vestido al vuelo, los ojos entornados y la boca entreabierta con una ligera sonrisa de felicidad. Él la tenía agarrada muy cerca y la miraba, aunque ella no se atrevió a levantar la vista ni una sola vez. El exquisito placer del movimiento rápido al compás de la música era como una droga y, aunque sintió que su brazo la acercaba más a él y veía la firme línea de su barbilla y de su boca justo al nivel de sus ojos, estaba tan ensimismada en su dicha que apenas se dio cuenta de que estaba bailando un vals con Victor Spring. Solo le pareció que había estado esperando aquel momento durante toda su vida.
La melodía seguía meciendo a los bailarines, atrayéndolos irresistiblemente como la luna atrae las mareas primaverales. La gente intercambiaba miradas, se reía y luego se sumergía de nuevo en el océano de la música como los bañistas habían hecho en el verde mar plateado a la luz de la luna. Dando vueltas y más vueltas, los miriñaques blancos se bamboleaban como corolas de flores y las capas oscilaban galantemente prendidas de hombros jóvenes. La música iba y venía siguiendo el vaivén de las tibias olas mecidas por la luna, y los bailarines soñaban que la vida era hermosa, en medio de un mundo decrépito plagado de armas monstruosas y muertes violentas.
Los miriñaques blancos daban vueltas y más vueltas sin cesar, a merced de la música, cuyo ritmo se aceleraba: Viola giró en sus brazos con los ojos cerrados, aferrada a Victor en medio de la resaca de las olas de aquel mar movido por la luna en el que se estaba sumergiendo. «Por favor que este momento no acabe nunca…». Pero la música llegó a su fin.
—Gracias —murmuró Victor, secándose la frente y mirando la cara de euforia de Viola.
—¡Oh, ha sido maravilloso! —gritó ella, uniéndose entusiasmada a los aplausos que estallaron por todas partes—. ¡Pero qué bien baila usted…!
—Estaba pensando justo lo mismo de usted…
—Nunca había disfrutado tanto de nada…
La gente aplaudía sin parar. «¡Otra! ¡Otra!», gritaban enfervorecidos.
—Ay, sí, que la toquen otra vez —dijo Viola, que aplaudió hasta que le picaron las manos.
Sin embargo, el señor Knoedler, ese artista consagrado, no era precisamente aficionado a los valses. Cuando un joven rico como el señor Spring, que era cliente habitual del Cardinal Club, donde el señor Knoedler y los Chicos trabajaban la mayor parte del tiempo, le pedía que tocara un determinado vals, él se veía obligado a hacerlo. Pero los gustos del señor Knoedler se decantaban más por el swing, del que era un auténtico fanático, así que arrancó con uno, arrastrando a los Chicos con él.
—Oh… —dijo Viola, decepcionada; y en ese momento, como si fuera la campanada que marcó las doce en los oídos desconcertados de Cenicienta, a los suyos llegó la voz de la señora Wither.
—Viola, querida… —La señora Wither estaba pegada a su codo en actitud reprobatoria. Le plantó todos los dedos de la mano en su brazo—. Al señor Wither le gustaría hablar contigo un momento.
«Vamos, largo, vieja bruja», pensó el señor Knoedler frunciéndole el ceño, pues Viola le había caído muy bien, así que se aplicó a dirigir con más ímpetu que nunca, con la esperanza de que la violencia del swing sacara a la señora Wither de la pista.
Pero la señora Wither continuó allí como una columna, con los dedos posados en el brazo de Viola, sonriendo tristemente al joven señor Spring, que, impelido por la música y ansioso por bailar de nuevo, estaba deseando que aquella vieja se fuera a lo más remoto del infierno.
—Oh… —dijo Viola, abatida, mirando a Victor—. Es que…
Para entonces corrían ya grave peligro de terminar en el suelo derribados por la legión de adictos al swing (todo Chesterbourne había levantado el vuelo a ritmo de aquel baile infernal, parecían aves migratorias que acabaran de despegar de la charca), de modo que caminaron bordeando toda la pista hasta llegar a la pared, donde los esperaban la señora Spring y Hetty, que habían estado intentando llegar hasta Victor, pero que no se atrevían, asustadas por el ímpetu del baile.
—(Victor, lo siento mucho, pero creo que voy a tener que volver a casa) —dijo su madre rápidamente y por lo bajinis, sonriendo e inclinándose amablemente hacia la señora Wither—. ¿Qué tal está, querida? No nos vemos desde nuestros días en el comité, ¿no es cierto? —y de nuevo a su hijo—: (¿Te vienes ya? No me encuentro nada bien).
—Por supuesto —dijo éste, reprimiendo al instante su irritación y ofreciéndole el brazo a su madre para que se apoyara—. Has cogido todas tus cosas, ¿verdad? ¿Estarás bien con Het mientras voy a por el coche?
—Por supuesto. ¡Buenas noches, señora Wither! —gritó cortésmente por encima de las cabezas de dos o tres bailarines de swing—. Ha sido un placer volver a verla. Ya sabe, tenemos que…
Y entonces fue engullida por los bailarines.
Victor dio media vuelta para sonreír a Viola, pero ella ya se había girado y se alejaba. Con todo, se quedó un rato mirando por encima de su hombro hasta que ella se giró de nuevo y pudo sonreírle y dedicarle un insolente saludo hitleriano con la mano. La cara de Viola también se iluminó con una sonrisa y entonces ambos (a pesar del muy cacareado y despiadado egoísmo de la juventud de hoy en día) fueron arrastrados por ancianas a las que debían eterno afecto y gratitud.
—El señor Wither no está enfadado contigo por bailar esa música, querida —anunció amablemente la señora Wither, mientras Viola la guiaba entre la multitud—; solo quiere que vengas y te sientes un ratito tranquila con nosotros durante dos o tres bailes. Pareces muy acalorada.
—¿Qué música? —preguntó Viola, aún aturdida por la poderosa magia del vals.
—El vals, querida; no era… en fin, lo más sensato, según el señor Wither. Por supuesto, entendemos perfectamente que fuera difícil rechazar la petición de baile del señor Spring, pero esa música…
—¿Qué música? —preguntó Viola, en un tono bastante airado—. ¿Se refiere al vals? ¿Por qué no iba a bailarlo? ¿Qué tiene de malo el vals?
Estaba intentando recordar el nombre del maldito vals. Había dos cuyos títulos siempre confundía. Uno era «El bello Danubio azul» y el otro…
—¿No te sonaba, querida? Pues debería, Viola. Todo el mundo conoce ese vals: «La viuda alegre». La viuda alegre, qué triste casualidad… Ésa es la razón por la que el señor Wither cree que sería mejor que vinieras a sentarte un rato tranquilita con nosotros.