Capítulo XV
El día de la fiesta en el jardín amaneció soleado y espléndido, pero a eso de las once todo el cielo estaba nublado y se había levantado viento, para enojo del señor y la señora Wither. La señora Wither dijo que tendrían que haberlo previsto y bajó a la cocina a alertar a Fawcuss, Annie y Cook de que tal vez tuvieran que ayudar a Saxon a meter las mesas en el salón a toda prisa si se ponía a llover justo antes del té.
Las tres, que ya estaban bastante molestas porque les habían hecho el feo de encargar algunos refrigerios a un proveedor externo y no a la cocinera, estaban preparadas para saltar de un momento a otro. Se movían lentamente por la enorme y ordenada cocina como elefantes ofendidos en una jaula, murmurando: «Sí, señora», «no, señora» y «muy bien, señora», evitando a toda costa que sus enormes figuras estampadas tropezaran con la señora Wither, que permanecía tristemente en el medio del desfile. «Perdone, señora», «gracias, señora» y «un momento, señora». Tras repetir las instrucciones tres veces y rematar así la faena, la señora Wither volvió a la sala de día, donde encontró al señor Wither. Parecía hundido en la miseria. La bolsa había sufrido un batacazo.
—¿Qué hago con Polo esta tarde, mamá? —dijo Madge asomando la cabeza por la puerta—. ¿Lo dejo suelto? Se lo pasará en grande; le encanta la gente.
—¡Por el amor de Dios, no! —exclamó el señor Wither, despertando de su letargo por un instante y levantando la vista con cara de abatimiento—. A nadie le gusta que un perro se pasee a sus anchas por el jardín merodeando entre la gente en mitad de una fiesta.
—Pues —empezó Madge desafiante— el doctor Parsham va a traer a Chappy.
El señor y la señora Wither dejaron escapar sendas exclamaciones de terror.
—¿Que va a traer a Chappy? ¿Quién te lo ha dicho?
—Él mismo. Me lo he encontrado esta mañana y me ha preguntado si no os importaría; la señora Parsham no está y Chappy odia a la nueva criada. Le he dicho que no habría ningún problema. Podemos atarlo ahí en el patio. Por eso Polo debe estar en el jardín, por si acaso se atacan.
—¡Chappy! —repitió la señora Wither desesperada. Y añadió con voz débil—: Ni pensarlo.
—Oh, mamá, pues ya no hay vuelta atrás. Le he dicho al doctor Parsham que podía traerlo, que no os importaría.
—Chappy… —murmuró la señora Wither. Por la ventana se vio pasar volando una pequeña ramita. El cielo se iba cubriendo por momentos de negros nubarrones—. Si no sirve de nada amarrarlo… ya sabes que siempre se suelta. Ay, cariño, qué desastre.
Chappy era un enorme animal de extrovertido temperamento y bullente energía a quien odiaba todo el vecindario. Sin embargo, no era agresivo, aunque a todo el mundo le habría gustado que lo fuera para así poder deshacerse de él con más facilidad. Su único problema es que era demasiado de todo: demasiado grande, demasiado cariñoso, demasiado enérgico. También ladraba demasiado; con la mínima excusa —o sin ella— se ponía a ladrar encantado y no paraba durante una hora o más. Le gustaba corretear junto a cualquier grupo de chiquillos que se le cruzasen por delante. Le encantaban las multitudes, sobre todo las que iban bien vestidas, aunque no le hacía ascos a nadie. Tenía decenas de conocidos, pero ningún amigo salvo los Parsham, que lo adoraban.
El coronel Phillips lo aborrecía y lo despreciaba. A sus ojos, Chappy era un chucho descontrolado y maleducado al que difícilmente podría llamarse «perro».
Era una lástima que asistiera a la fiesta del jardín. Su presencia iba a echarle a perder la tarde al coronel Phillips.
Pero ya no tenía remedio: Madge había asegurado que a su madre no le importaría que lo llevasen.
—Bueno… —La señora Wither se levantó dejando escapar un suspiro y se rezagó un momento mirando compungida al señor Wither. Luego comentó—: Lo siento mucho, Arthur. Supongo que ahora mismo no te hago falta, ¿verdad, querido? Tengo muchos asuntos que atender.
El señor Wither, que contemplaba lúgubremente por la ventana cómo el cielo se iba encapotando más y más, la despidió con la mano.
«¡Qué ridículo es todo! —pensaba Tina, mirando por la ventana de su dormitorio las mesas dispuestas en el césped escaso del jardín—. Nadie tiene la menor intención de venir, la comida es de lo más ordinario y, para colmo, va a ponerse a llover de un momento a otro. No tiene sentido hacer este tipo de cosas a menos que uno esté acostumbrado y las haga bien. Los Spring sí que saben, con esa comida tan maravillosa y esas sombrillas de colores… Ojalá Saxon no fuera a servir el té. Sé que no le hace ninguna gracia y a mí se me irán los ojos tras él. A ver si zanjamos ya este estúpido asunto».
Su idea de granjearse la amistad de Saxon llevaba varios días aparcada. Había adoptado un tono amable y cordial frente al ultracorrecto empleado por él, pero estaba claro que él no quería ser su amigo, y su orgullo no le permitía seguir dándole oportunidades, por mínimas que fueran, para que él las rechazase.
Había empezado a perder la esperanza y a plantearse incluso abandonar las clases cuando se percató de un ligerísimo cambio en su manera de actuar. De un día para otro se volvió una pizca menos formal: le comentó algo sobre el tamaño de un cerdo que vieron al pasar por la carretera sin que Tina hablara primero y, en un par de ocasiones, sonrió ante sus comentarios. Estos breves indicios la llevaron a continuar con las clases un poco más, aunque ya hacía tiempo que no disfrutaba con ellas.
(«A lo mejor debería soltarle alguna indirecta —había pensado Saxon, tan hastiado como ella de sus aburridas excursiones instructivas—. Esto no nos conduce a nada… y se me parte el alma de verla así, pobrecilla». Pensó con todas sus fuerzas en la gasolinera y fue entonces cuando hizo el comentario sobre el cerdo).
Además, ninguno tenía la impresión de que sus estrategias de distanciamiento estuvieran resultando muy fructíferas que se diga.
Viola era presa del abatimiento aquella mañana. Por más que rebuscara entre sus ropas, no encontraba nada que ponerse. Cosió y descosió varios conjuntos y se arrepintió al instante, pues ninguno la satisfacía del todo, y al final, como el día pintaba frío, se decantó por un viejo traje negro, se puso una buena dosis de carmín en los labios y trató de adoptar una actitud positiva. Se sentía tímida y asustada, avergonzada de su pobreza, y casi deseaba que Victor no apareciera.
La familia se sentó a la mesa mientras un viento gélido y ululante azotaba la casa, sacudiendo salvajemente las ventanas. La criada quemó el almuerzo. El señor Wither no se dio ni cuenta, pues parecía deprimidísimo por su dinero. Eran las dos y media, y los pasteles, que ya iban con retraso, seguían sin llegar.
—No me extraña —dijeron Annie y Fawcuss—; si la señora hubiera dejado a Cook que se encargase de todo, esto no habría pasado.
Por fortuna, no llovía. Conforme fue avanzando la tarde, el viento amainó un poco, pero el cielo seguía estando plomizo y triste.
—Por el amor de Dios, querida, qué invernal te has puesto —le espetó la señora Wither, esbozando una sonrisa de desaprobación cuando Viola y ella se encontraron en las escaleras. Los pasteles seguían sin aparecer—. ¿No tienes un vestido más veraniego, algo bonito, en vez de ese traje?
—Solo el verde.
—Bueno, pues ponte el verde. Ése es de lo más inapropiado…
Viola subió y se puso el vestido verde. Tenía una mancha de helado en la delantera, pero la tapó con un ramito de amapolas sintéticas, pensando que así no se vería.
—¡Por Dios, Viola, quítate eso de ahí! —la reprobó Tina cuando se encontró con ella en las escaleras—. ¡Qué espanto!
—¿El qué?
—Esas rosas o lo que quiera que sean —dijo mordaz.
Saxon, con la cabeza agachada para evitar el viento, estaba sacando la vajilla al jardín.
—No puedo. Tiene una mancha de helado. ¿Han llegado los pasteles?
—No. Y se te ven las enaguas.
Muy elegante de azul marino, Tina corrió escaleras abajo. El primer invitado estaba ya en la puerta principal.
(«Lo siento mucho, señora, pero se ha averiado la camioneta. Sí, señora. Sí, se lo diré al encargado, señora. Haremos todo lo posible, señora. Lo siento mucho.»).
Exhausta, la señora Wither colgó el auricular y le dijo a la cocinera:
—¿Te importaría hacer unos cuantos pastelitos, por favor? A esos infelices de la pastelería se les ha averiado la dichosa camioneta.
—No sé si me dará tiempo, señora —respondió la cocinera con voz distante—. Si todo se hubiera hecho ayer…
—Sí, lo sé, pero pensé que los pasteles estarían aquí. Haz unos bollos o algo, si no hay tiempo para nada más.
—Madre, hay dos tipos de sándwiches y mermelada y esos dos pasteles grandes… ¿no podemos apañárnoslas simplemente con eso? —dijo Tina. De repente, lo sentía por su madre. Su miserable fiestecilla se estaba yendo al traste—. No te preocupes; hay un fuego estupendo en el salón y Madge está entreteniendo a los Phillips con las andanzas de Polo. Seguro que todo sale bien. ¡Anímate, mamá!
La señora Wither meneó la cabeza y se fue sonriendo al salón, donde Madge y los Phillips, arrimados al fuego, trataban de ignorar el pertinaz vendaval que gemía a través de la cristalera abierta. La estancia estaba llena de humo. Los manteles de las mesas, sujetos por la vajilla, aleteaban y sonaban cual banderines al viento.
—Qué pena que no haya salido el sol —se lamentó el coronel Phillips—. Siempre ocurre lo mismo, ¿a qué sí? Si hubiera sido cualquier otro día…
«Es obvio que no vamos a tomar el té ahí fuera con este tornado que está soplando —pensó Tina, mirando furtivamente por la cristalera a Saxon, que estaba colocando las tazas con cara de pocos amigos—. “Cuando el sol se pone a cubierto, o lluvia o viento”: mira que es lista la gente de campo».
En ese momento se oyó en el aire un sonido familiar. ¡Cuántas y cuántas noches había despertado aquel ruido a los residentes de Sible Pelden mientras gozaban de un merecido descanso! ¡La respuesta usual era empezar a arrojar cosas por la ventana! Todos alzaron la vista, horrorizados. Se negaban a dar crédito a sus oídos a medida que el sonido se acercaba. Ahora en el vestíbulo, aderezado con las notas cordiales de una voz masculina. Luego el rugido disminuyó, aunque volvió a aumentar de volumen e intensidad un momento después, procedente ahora del patio.
El coronel Phillips habló primero.
—No será esa bestia de los Parsham, ¿verdad? —preguntó sin ningún pudor, mirando fijamente a la señora Wither.
—Se quedará en el patio… Le aseguro que no va a dar problemas —dijo la señora Wither en un susurro.
La puerta del salón osciló despacio y Polo apareció brincando.
—¡Vete! ¡Fuera! ¡Maldito chucho! ¡Fuera! —gritó el señor Wither, tratando de ahuyentar a Polo con la mano—. ¡Madge, sabes que no permito que…! ¡Fuera, por Dios santo! ¡Abajo, abajo!
—Yo nunca permitiría que un perro entrase en mi casa. Mal, muy mal —sentenció el coronel Phillips, ignorando el apasionado lavado de botas que acababa de efectuarle el animal.
—Sí, por supuesto. Polo, ven aquí —ordenó Madge, la mar de avergonzada. Polo hizo caso omiso de las instrucciones de su ama y, en cambio, le mostró al coronel Phillips su panza rosa. «Cógeme, soy todo tuyo», parecía querer decir.
—¡Polo! —repitió Madge.
Polo no se dio por aludido.
—Solo quiere llamar la atención —explicó Madge, roja como un tomate, pero sin poder evitar reírse a carcajadas—. Como los niños, siempre llamando la atención delante de la gente.
—Habría que darle un buen azote —dijo el coronel Phillips.
—Yo nunca le haría daño a Polo —empezó a decir Madge.
—¡Fuera, Dios mío! ¡Que te vayas! ¡Madge, llévatelo de una vez! ¡Saxon!
Saxon entró de cuatro enormes zancadas por la puerta del jardín, agarró a Polo, que no dejaba de gañir, y se marchó dando otras cuatro zancadas con el animal en brazos. Al cabo de un minuto, volvió con un trapo. Cuando estaba de rodillas, la puerta se abrió y Annie anunció:
—La señora Spring, la señorita Franklin, el señor Spring, el doctor Parsham y lady Dovewood.
«Nunca me perdonará por tener que presenciar esto —pensó Tina, poniéndose sonriente al lado de su madre—. Qué esnobs, estúpidos y cobardes somos. Si fuésemos personas normales, nos habríamos reído de la situación. Algún día te compensaré, cariño».
—¿Cómo están?… Sí, ¿verdad?… Bueno, pensé que antes de almorzar, pero al final no… Un fastidio… Oh, lo siento, espero que nada serio… Me alegro mucho de que al final haya podido escaparse, señor Spring… Oh, no, ahí fuera no dará ningún problema, en absoluto, se lo aseguro…
En cada pausa, los ladridos de Chappy resonaban en el gélido salón atestado de humo.
—Oh, está perfectamente —aseguró el doctor Parsham, en respuesta a una pregunta del coronel Phillips—. Es su costumbre, nada más. Le encanta. No le pasa nada.
«Si por mí fuera, ya lo creo que le pasaría… —pensó el coronel Phillips—. Mala bestia».
«Es exactamente como me lo imaginaba —reflexionó Hetty, sentada junto a Tina, con la que había entablado una vacilante conversación interrumpida por largas pausas—. Las cortinas de color barro y esos enormes paisajes marinos con pesados marcos dorados y las sillas cubiertas de cretona desteñida y todas esas fotografías y la alfombra blanca de piel de oso y el olor a rancio. Una atmósfera sorprendente. Una mezcla de Chéjov y Proust con un toque de Jane Austen. Demasiado bueno para ser verdad».
Al ver llegar a los Spring, Viola se había retirado a un rincón apartado junto al piano y se había puesto a ojear las partituras de un viejo estuche de palisandro con expresión absorta, como si alguien le hubiera pedido que lo hiciera. Tina trató de llamar su atención con la mirada para que saliera de su escondrijo y cumpliera con su papel de anfitriona, pero ella no se dio cuenta y continuó pasando las páginas de «I Hear You Calling Me», «Thora», «Our Miss Gibbs» y «The Trumpeter».
—¿Va usted a cantarnos algo?
Alzó la vista sobresaltada y se topó con los ojos risueños de Victor. Se había acercado a ella tan rápido que no lo había visto hasta que lo tuvo delante; el resto de la habitación a su alrededor había desaparecido.
Viola negó con la cabeza y dejó caer la partitura de «I Love The Moon». No podía articular palabra. «Venga, tonta, di algo», pensó enfadada, pero no pudo.
—Puede tenerse por una persona muy atractiva —continuó Victor con la misma voz susurrante, complacido por su aparente confusión—. Me he perdido dos juntas directivas y un viaje por el norte para venir aquí esta tarde. —No era cierto.
—¿En serio? —murmuró Viola.
Aquello sonó como el más tonto de los quejidos, pero Victor —tan convencido estaba de haberla calado— lo tomó por una ligera ironía, una especie de «¿Oh, sí?» apasionado.
—Sí, en serio. No me van demasiado las fiestas al aire libre. —Aunque su tono venía a decir: por lo menos, no las de este tipo.
—Ah, ¿no?
—Pero quería volver a verla —continuó él con serenidad, mirándola de hito en hito—, y creí que esta sería una buena oportunidad.
—Pues podría haber…
—Podría haber… ¿qué?
—Bueno… telefoneado o escrito —farfulló Viola con voz suave no exenta de indignación. No olvidaba lo mal que se lo había hecho pasar y le lanzó una mirada entre tímida y severa, que él interpretó como desafiante.
—¿Habría querido que lo hiciera?
—Bueno… no exactamente…, pero creí que iba a hacerlo.
—¿Por qué? —preguntó él, aún en un susurro, mirándola fijamente con los ojos entrecerrados. Ella bajó la vista hacia la canción que había elegido, pues, por un momento, le dio la desagradable impresión de que no sabía lo que decía.
—Oh… No lo sé —murmuró débilmente, y luego—: ¿No sería mejor que fuera a hablar con otra persona? Esta situación es de lo más extraña.
—No quiero —dijo él sin dejar de mirarla.
—Eso no importa, por favor, hágalo; parecerá muy extraño que estemos así los dos en esta esquina.
Al oír el tono angustiado y las palabras de colegiala de Viola, por primera vez le asaltó la leve sospecha de que aquella chica era menos arrojada de lo que parecía. Sin embargo, desterró esa idea. Por mucho que le hubiera horrorizado oírlo, no era sofisticado ni tenía potestad para juzgar a las mujeres. Y, en cuanto a Viola, estaba claro que le podía el deseo por ella.
—De acuerdo —murmuró—, pero me gustaría verla a solas en alguna ocasión. ¿Podemos ir a la ciudad un día de estos a ver algún espectáculo?
—Me encantaría —casi susurró Viola con ojos chispeantes.
—Estupendo. Le escribiré.
Y se fundió con la multitud con tanta facilidad que solo la señora Wither, la mujer del coronel Phillips, lady Dovewood, Tina y su madre se percataron de lo que se traía entre manos.
La fiesta, en lo que a Viola respectaba, estaba siendo un rotundo éxito, pero nadie más se lo estaba pasando bien. Sí, los asistentes se consolaban pensando en lo que disfrutarían criticándola durante el camino de vuelta, pero eso no compensaba las dos o tres horas de aburrimiento que tenían que padecer a cambio. A todo el mundo le lloraban los ojos a causa del humo, pues el señor Wither había removido el fuego con su atizador y había avivado las brasas. Chappy ladraba violentamente y sin parar y, aunque había salido algo el sol, el viento no había amainado ni un ápice y el vendaval continuaba ululando por las rendijas de las ventanas.
Dos o tres damas valientes se aventuraron a salir al jardín, pero no tardaron en dar media vuelta, instigadas por Polo, que había vuelto a escaparse y correteaba de un lado para otro pringándoles las faldas con sus patas llenas de barro. Madge supuso que había hecho una breve visita al estanque de los patos, pero a nadie parecía importarle un pimiento dónde había estado con tal de que no volviera a aparecer por el jardín; el perro se había convertido en la comidilla de todos los corros.
El señor Wither tampoco parecía estar disfrutando de la fiesta. El batacazo de la bolsa, lo inclemente del tiempo, el perro Polo, el perro Chappy y los pasteles que nunca llegaban lo habían puesto de los nervios. Ahora se paseaba entre los invitados sin hacer el más mínimo esfuerzo por animarlos. Cada diez minutos, Madge desaparecía para ir a comprobar que Polo no hiciera de las suyas; cada veinte, el doctor Parsham salía al patio para suplicarle a Chappy que parara, que su amo no tardaría mucho en llevárselo. «Discúlpeme, voy a ver cómo sigue mi pequeñín», le decía a todo el mundo.
«En realidad, me alegro de que hayamos venido, esto será una lección para Hetty —pensó la señora Spring, examinando detenidamente la radiante cara de Viola, su pose distraída y aquellas deplorables amapolas que llevaba prendidas en el pecho—. Tal vez así aprenda a valorar nuestras fiestas, ahora que ha visto una tan desastrosa y tan mal organizada como ésta. ¡Pobre señora Wither! De verdad que lo siento por ella, pero, qué tonta; ¿por qué no habrá dejado que Lyons se encargue de todo? Esa criaturita se ha enamorado de Vic; mira que es malo, el picaruelo».
Todos se sintieron aliviados cuando se anunció el té, aunque los ánimos decayeron de nuevo al ver a la señora Wither en la cristalera haciendo aspavientos para que salieran al jardín, que no parecía demasiado acogedor. Todo estaba a punto de salir volando y Saxon, Annie y Fawcuss, que aguardaban detrás de las mesas, tenían cara de pocos amigos. La araucaria tapaba el sol y el viento aderezaba con ramillas y polvo las tazas de los invitados.
El doctor Parsham montó una pequeña escena cuando se negó a salir al jardín a tomar el té y se empeñó en que se lo trajeran junto a la chimenea. Alegó que su vida como médico valía mil veces más para la comunidad que la de cualquier profano y que no iba a arriesgarla exponiéndose a aquel vendaval. Que los demás hicieran lo que les diera la gana, que ya se encargaría él de mantener el fuego encendido; y acto seguido se echó a reír a carcajadas, mientras el resto contemplaba la chimenea con ojillos melancólicos, aunque ninguno se atrevió a seguir su ejemplo.
Por fortuna, el sol empezó a brillar con algo más de fuerza durante la hora siguiente y los dientes de los invitados dejaron de castañetear un poco. Alguien le puso un hueso o algo parecido a Chappy en la boca y eso pareció acallarlo. Saxon, por su parte, volvió a agarrar a Polo y lo ató con firmeza en un rincón apartado y resguardado del jardín y le plantó delante un trozo de bizcocho para que no diera la lata por tercera vez. Cuando los refrigerios empezaron a circular, todo el mundo pareció animarse bastante.
La propia Tina se sentía un poco alelada. Aprovechando que le traía una taza de té, Saxon le había guiñado un ojo, lenta y fugazmente; un guiño que traslucía un indecible aburrimiento, pero que también denotaba una cierta complicidad. De una persona inteligente a otra, venía a decir. Tina se lo devolvió sin pudor, bajando sus largas pestañas. «¡Oh, no está enfadado conmigo! —cantó su corazón—. Me ha perdonado. Todo va a salir bien, estoy segura…».
En aquel preciso momento, se oyó en el aire un gran alboroto procedente del patio. Los ladridos de Chappy se mezclaban con la voz indignada de la cocinera y las notas profundas de una fuerte voz masculina.
El señor Wither, horrorizado, se levantó un palmo de la silla con un sándwich de pepino en la mano y miró perplejo a la señora Wither. «¿Qué demonios pasa ahora?», parecía decir aquella mirada. El dinero, Chappy, Polo, los pasteles, el tiempo… ¿qué nueva bomba le tenía preparada el Destino?
—¡Señor Wither! —bramó una voz rotunda e irremediablemente familiar—. ¡Señor Wither! ¡Ya la tengo listo el bastón! ¡Aquí se lo traigo! ¡Venga a echarle un vistazo! ¡Se lo dejo por quince chelines de nada! ¡Señor Wither!
El bramido se interrumpió de golpe.
—¿Qué está haciendo usted aquí? —exigió la voz, más tranquila, pero en el mismo tono apremiante—. Váyase a casa.
—Vete, Dick Falger —espetó una aguda voz de mujer (Tina vio cómo Saxon se sobresaltaba, daba un paso al frente y se detenía)—. ¡Borracho, más que borracho!
—Pues anda que tú —replicó el Ermitaño—. Somos igualitos. ¡Y qué más da! ¡Señor Wither! ¡Señor Wither!
Era imposible ignorar aquel ruido ensordecedor. Los invitados ni siquiera lo intentaron. Con las tazas y los refrigerios suspendidos en el aire, se volvieron en dirección al patio, separado del jardín apenas por una hilera de limeros en flor y frondosos arbustos. Para rematarlo, Chappy se puso a ladrar como loco.
Nadie dijo nada ni se movió. El señor Wither miró consternado a su esposa, mientras todos se interrogaban mutuamente con la mirada.
Al final el coronel Phillips, con la vista al frente, dijo con sequedad:
—No es asunto mío, pero si puedo ser de alguna ayuda…
—Oh, no, no, no lo creo, gracias, es usted muy amable —tartamudeó el señor Wither—. No es más que ese tipo que vive en el bosque al otro lado de la carretera, ya sabe, el… Saxon, ve a ver qué pasa, por favor. Y échalo… Qué vergüenza.
Entonces se arrimó al coronel Phillips y empezó a hablarle del Ermitaño, mientras los demás, recuperados del incidente, se concentraban en su taza de té con renovado apetito.
Saxon se marchó a paso veloz. Estaba bastante pálido.
Tina, olvidando que su acompañante esperaba alguna explicación acerca del Ermitaño, se lo quedó mirando fijamente; el corazón le latía a mil por hora. ¿Y si se producía una pelea?
Durante unos minutos, reinó el silencio. Todos comían, hablaban y pedían que les sirvieran más, intentando aguzar el oído a ver si conseguían captar algo más de la trifulca.
De repente, volvió a armarse un gran alboroto, mayor incluso que el anterior. Bramidos, gritos, chillidos, aullidos, exclamaciones de dolor y el ladrido furioso de Chappy, que de pronto se tornó en un gañido agonizante detrás de la pantalla de árboles.
—¡Chappy! ¡Chappy! —bramó el doctor Parsham, saliendo por la cristalera y cruzando el césped como un rayo—. ¡Deje en paz a mi perro, maldita sea!
El coronel Phillips, Victor, el señor Wither y los demás hombres permanecieron inmóviles.
Polo empezó a ladrar. Madge corrió a su lado.
—¡Señor Wither! —gritó la voz.
Un chillido estridente.
—¡Vamos! —exclamó el coronel Phillips, y todos, sucumbiendo a la tentación, atravesaron a paso vivo el jardín en dirección a los árboles. Los ruidos eran tan alarmantes que incluso la señora Spring, cuyo comportamiento solía ser de lo más correcto, se sintió obligada a levantarse e investigar. En cuanto a la señora Dovewood, que tenía dos hijos aficionados al deporte del boxeo, cualquier tipo de riña le suscitaba un interés cuasi profesional. Además, la fiesta era aburridísima…
Viola se encontró con Victor a su lado, quien la cogió de la mano, la atrajo hacia sí para que se quedaran rezagados y la arrastró al interior de un pequeño cenador escondido en un rincón del jardín.
—¡Ya está! —dijo fríamente, cerrando la puerta—. Por fin…
El cenador se hallaba casi en penumbra, salvo por una oscilante luz veraniega que se colaba por la ventana, oscurecida por algunas ramas verdes. La atrajo hacia sí y la besó. Viola, sumida en un trance de placer y felicidad, le devolvió los besos con pasión, con los brazos alrededor del cuello de Victor, los ojos cerrados y la respiración acelerada. Ninguno de ellos habló durante un rato.
Se olvidaron de dónde estaban. Reinaba el silencio, roto tan solo por una ráfaga de viento que azotaba los brillantes laureles del exterior, cuyos reflejos bailaban en el techo cubierto de telarañas.
Al fin, Victor murmuró:
—Esto es una estupidez… Se estarán preguntando dónde estamos.
Ella suspiró y abrió los ojos lentamente. Sus pupilas, de negro terciopelo, se habían dilatado invadiendo sus grises iris y lo miraban muy serias.
—¡Despierta! —La zarandeó él suavemente—. ¡Recupera la compostura!
¿Cómo iba a reaparecer con esa facha? Era como si llevase un cartel pegado en la frente anunciándolo.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó con amabilidad, mirándola por encima del hombro mientras abría la puerta.
—Viola —dijo ella casi en un susurro.
—Precioso… un nombre igual de precioso que tú. Ahora escúchame… —Barrió el jardín con la mirada distraída; estaba desierto, aunque del patio seguían llegando sonidos confusos—. Ni una palabra de esto a nadie, ¿me oyes?
—Por supuesto que no —respondió ella, poniéndose colorada—. No se me ocurriría.
—Bueno… más te vale porque… —Estaban atravesando a toda prisa la hilera de árboles. Viola temblaba un poco de frío; aún estaba mareada—… porque si lo haces, nos vamos a meter en un buen lío.
Le dedicó una cariñosa sonrisa y ella se la devolvió con timidez. Se sentía radiante de alegría, flotaba por el césped como en un sueño. Él la había besado… La amaba. La llevaría al teatro y allí le pediría que se casase con él. Era maravilloso; parecía un cuento de hadas, pero era real.
—Parece que la batalla ha concluido —dijo Victor alegremente cuando dejaron atrás los limeros—. La señora Wither se ha torcido el tobillo y me he parado a ayudarla —sonrió impúdicamente a la otra señora Wither, cuyos ojos angustiados aunque inquisitivos se volvieron sospechosos hacia Viola—. ¿Se han librado ya del individuo ese?
—Sí, el coronel Phillips y Saxon tuvieron que echarlo a patadas del patio —explicó la señora Wither, tan avergonzada por los acontecimientos de la tarde y tan abrumada por las calamidades que había sufrido la fiesta del jardín que parecía a punto de echarse a llorar—. Ah, aquí vienen… Ay, coronel Phillips, ¡gracias a Dios! Espero que no esté herido. No sé cómo decirle cuánto lo sentimos…
—Tonterías, tonterías. No es culpa suya. Y nadie ha resultado herido —respondió muy serio el coronel Phillips (estaba cojeando)—. Me temo que su chófer se ha llevado la peor parte. El tipo lo ha derribado antes de que yo pudiera hacer nada. Le ha propinado un fuerte golpe en la cabeza. La buena de su cocinera lo está atendiendo en estos momentos. ¡Parsham, esa bestia que tiene por perro se ha soltado y ha salido disparada hacia la carretera! ¡Me ha arrojado al suelo! ¡Demonios! Ya debe de estar a medio camino de su casa.
—¿Está muy mal Saxon, Annie? —preguntó Tina con labios temblorosos cuando el grupo volvió despacio al jardín; todos coincidían en que el Ermitaño era un sinvergüenza, la señora Caker una desgraciada y su relación un escándalo. El viento por fin había amainado y se había quedado una buena tarde. Pequeñas nubes doradas se esparcían por el cielo.
—No mucho, señorita Tina; le ha salido un chichón muy feo; pero, señorita —Annie bajó la voz y la cabeza hacia sus pies enormes en señal de respeto—, sepa que está muy disgustado. Ya sabe, señorita, por lo que ese hombre le hace a su madre. Y por lo de la bebida. ¡Qué pena, señorita, con lo bueno y respetable que es Saxon! Insultándolo ahí delante de todo el mundo, señorita. Cook y yo no sabíamos dónde meternos.
—Iré a ver cómo se encuentra —resolvió Tina, dando la espalda a la fiesta (que ahora estaba en plena ebullición, pues se había producido un escándalo y todos tenían un jugoso tema de conversación. No hay nada como un escándalo para unir a la gente)—. Siento mucho lo que ha pasado, Annie —continuó, mientras ambas caminaban a paso vivo hacia la casa—. Es un muchacho muy bueno y respetable y me gustaría hacerle ver que no estamos enfadados con él por culpa de su madre.
Se sentía indescriptiblemente aliviada de poder comentar esto con Annie —que llevaba con ellos quince años y la conocía desde que era una niña—, a la sombra de la casa sobria y fea que la había visto nacer. Aunque no le gustaba la casa ni sus habitantes, aunque no les hacía caso y deseaba escapar a toda costa de la vida que llevaba junto a ellos, le parecía que hablando de aquella manera sobre Saxon lo estaba introduciendo en el círculo de su propia vida y rodeándolo de calidez y consuelo. Tina quería demostrarle a Annie, al propio Saxon, a todo el mundo, que en The Eagles se preocupaban por él y lo apoyaban frente a la mala vida que le daba la ordinaria de su madre.
El silencio que había caído con la tarde, la calma luz dorada de la casa, los adoquines y la puerta medio abierta del garaje le resultaban hasta hermosos. Se sentía alegre y triste a la vez, como si estuviera escuchando música y todo le conmoviera.
—¿Está en vuestra salita?
—Sí, señorita Tina…
La salita de los criados estaba situada al otro lado de la casa, con pequeñas ventanas que daban a la carretera y al robledal. La habitación estaba inundada por el reflejo de los rayos de sol al proyectarse sobre el blanco sendero y, en medio de aquel resplandor extraño, estaba Saxon, muy pálido. Estaba sentado en la silla de mimbre de Cook y esta le limpiaba con cuidado un chichón muy feo que tenía en la coronilla valiéndose de agua caliente y ácido bórico. No se movía. Tina se percató al instante de que estaba cegado por la rabia. Levantó la vista hacia ella como si no la conociera.
—Mira, la señorita Tina ha venido a verte —dijo la cocinera con la voz más balsámica que su austera naturaleza le dejó adoptar, esto es, como dirigiéndose a un niño de siete años.
—¿Está muy mal? —preguntó Tina con serenidad.
—Oh, no, señorita. El doctor Parsham ha dicho que yo puedo encargarme de todo. Aunque, de momento, se le ve un poco mareado.
—Es normal —asintió Annie, dándose importancia. (Fawcuss estaba en el piso de arriba ayudando a despedir a los invitados.)—. Con ese porrazo que se ha dado, no me extraña.
Saxon no decía nada, solo se miraba fijamente las botas.
«Debo decir algo para consolarlo —pensó Tina—. Es terrible ver cómo se le ha desinflado el ánimo. ¿Y qué le digo? Nada condescendiente ni tierno ni “chistoso”. Qué difícil…».
Sin embargo, cuando contempló su oscura cabeza gacha y la línea de sus pestañas reposando obstinadamente sobre sus pálidas mejillas, se vio de pronto hablando con el corazón, como si ambos estuvieran a solas:
—No debes preocuparte por eso —le dijo, en un tono delicado pero autoritario, inclinándose un poco hacia él—. Es horrible, lo sé, pero lo que ha pasado no te hace diferente a mis ojos, Saxon. Una persona no pierde la dignidad por lo que hagan otras, sino por sus propios actos. Así que estate tranquilo.
Cook y Annie, que se hallaban a cierta distancia, se quedaron un poco sorprendidas, pero Cook asintió con la cabeza en señal de aprobación. Las tres mujeres lo miraron con ternura, como si fuese un niño. La honestidad y la delicadeza de Tina y la ceñuda bondad de las viejas criadas levantaron una especie de muro a su alrededor, recordándole que no era el único que se preocupaba por la virtud, fuera cual fuese su forma. Supo que contaba con aliados para librar la batalla.
No levantó la vista, pero dijo en un tono bajo y claro:
—Gracias, señorita Tina.
Cuando Tina se fue a su habitación aquella noche a eso de las diez, encontró sobre la mesa de laca negra un ramito de rosas cuidadosamente atadas con fibra vegetal. En el jardín de los Wither no crecían rosas; las más cercanas procedían de una casita al otro lado del bosque cerca del cruce. Los niños se ponían allí los domingos y se las ofrecían a los conductores que pasaban. Debía de haber recorrido todo el camino de vuelta con ellas, inventarse alguna excusa para entrar en la casa y dar con su dormitorio cuando todos cenaban.
Desprendían un aroma dulce y embriagador y perfumaron el aire mientras ella dormía.
En torno a las ocho y media de esa misma noche, cuando el servicio estaba reunido escuchando la radio, una camioneta conducida por un anciano hizo su entrada triunfal en el patio levantando una gran polvareda. Un chiquillo bajó de ella de un salto y voló hasta la puerta trasera con un enorme paquete.
Eran los pasteles.