Capítulo XVI

¡Qué rápido volaron aquellos tres días de verano! Viola se sentía deslumbrante con su secreto. Jugaba con Polo, tocaba melodías en el piano con un dedo, cantaba éxitos del año anterior escaleras arriba y escaleras abajo, intentaba ayudar a todo el mundo y hasta se puso un pelín pesada. Escribió en todas las páginas de su cuaderno «Señora de Victor Spring». «Viola Spring». «Atentamente, señora V. Spring». Ordenó su escaso guardarropa con la vaga idea de que debía estar lista para una partida inminente y besaba el programa de baile cada noche antes de acostarse. Que era de natural cariñoso, ya lo habíamos entrevisto, pero ahora que le habían dado alas, no había forma de contenerla. Estaba enamorada. Tan enamorada que no se dio cuenta de que era miércoles por la mañana, de que la carta no había llegado y de que el hombre del que estaba enamorada era el legendario Victor Spring. Victor se había convertido ahora en Él. Ahora era menos real que nunca. No se paró a pensar en ningún momento ni en su personalidad ni en sus ingresos ni en su madre. Estaba embriagada. Vagaba como una polilla aturdida, con una sonrisa radiante dibujada en la cara, y corría escaleras abajo cuando llegaba el cartero, gritando:

—¿Algo para mí?

Él había dicho: «Estupendo. Le escribiré», de modo que, sin duda, lo haría. No era como la última vez, que no le había dicho nada.

Llegó el viernes por la mañana y todavía no había recibido carta alguna, pero aún era capaz de encontrar razones que justificaran por qué no lo había hecho pues recordaba que el señor Wither había dicho que Victor, justo ahora, estaba muy ocupado. Y ¿acaso no le había confesado el propio Victor que había tenido que perderse dos juntas directivas y un viaje al norte para poder ir a la fiesta? Tras excusarlo de este modo, retomó felizmente la espera de la carta, viviendo de recuerdos y poco consciente del paso fugaz de los días y del hecho de que la atmósfera en The Eagles era mucho más agradable que de costumbre.

Tina presentaba una renovada vitalidad en sus modos y en el color de sus mejillas. Madge siempre estaba de buen humor y gastaba bromas a todas horas, lo cual agradaba a la señora Wither y evitaba que esta anduviera desaprobándolo todo como era habitual. Y el señor Wither, cuyo dinero volvía a estar en alza, se hallaba en la cima del mundo y lo demostró entregándole una libra a cada una de las cuatro mujeres sin venir a cuento.

Fawcuss, Annie y Cook estaban muy ocupadas y contentas por la Fiesta del Verano que el pastor de Sible Pelden celebraba todos los años. Se dedicaban a tejer, a hornear y a coser todo tipo de cosas para el tenderete de Aporta Lo Que Quieras. El silbido de Saxon, alegre y dulce incluso cuando interpretaba «¿Qué voy a hacer?»,[21] se oía a lo largo de todo el día por la mansión y por el patio como la voz de un lar invisible. Polo aprendió a hacer el truco de la golosina en la nariz. El señor Spurrey les escribió para hacerles saber que se encontraba mejor de su reúma. Hacía un tiempo espléndido y todo era demasiado bonito para ser verdad.

El contento general se incrementó el lunes por la mañana con la llegada de una elegante invitación ¡para que toda la casa acudiera a una fiesta en el jardín de Grassmere el sábado siguiente!

La señora Wither estudió la tarjeta, estampada en blanco sobre escarlata con un diminuto barco velero en una esquina. Tenía toda la pinta de acabar de haberse ideado y mandado a imprimir por cientos en una de esas imprentas caras y modernas que estampaban todo el material epistolar de los Spring. Parecía tentadora. Te hacía pensar: «¿Por qué no nos estiramos nosotros un poco para que nos hagan las nuestras así?», aunque más tarde te dabas cuenta de que la fiesta en sí, la casa donde se celebraba, la comida y la bebida tendrían que ser incluso más tentadoras que la tarjeta para justificar la expectación que esta había despertado. Así que, como es lógico, desechabas la idea y comprabas las tarjetas corrientuchas de siempre.

—En el reverso pone «¡Miembros del Servicio también, por favor!» —dijo Tina, estirando el cuello para verla.

—Así es —murmuró la señora Wither, girando la tarjeta. Era bonita, era sugerente. Aun así, no la aprobaba del todo.

—Va a ser una fiesta por todo lo alto —dijo Madge.

«Me pondré el rosa», pensó Viola, cuya felicidad aumentaba por momentos porque iba a ver de nuevo a Victor en los jardines veraniegos de su propia casa y oír de sus propios labios por qué no había tenido tiempo de escribirle y de fijar una fecha definitiva para lo del teatro. Se alejó con la cabeza llena de deliciosos pensamientos sobre Victor y sobre su ropa.

—¿Ha visto esto, señora? —preguntó la cocinera con suma gazmoñería, aunque con pinta de estar encantada, cuando la señora Wither bajó más tarde a verla para tratar un asunto doméstico. Era otra tarjeta, en esta ocasión dirigida «A los Miembros del Servicio de The Eagles», estampada en blanco sobre azul oscuro con una sombrilla dibujada en una esquina—. Del personal de Grassmere, señora. Es una fiesta que van a dar en el jardín el sábado que viene. Todo un acontecimiento, según parece, señora.

La cocinera entonces cerró la boca, bajó la vista y miró el suelo con modestia. El siguiente movimiento correspondía a la señora Wither.

—Oh, sí. Sí. Nosotros también hemos recibido una, Cook. Al parecer, todos estamos invitados. Un auténtico detalle por parte de la señora Spring —dijo la señora Wither, que lo consideraba algo muy extraño y ostentoso, aunque sentía que ella, como miembro de la alta burguesía, debía apoyar a otra burguesa incluso en sus excentricidades.

—¿Cree que será conveniente que Fawcuss, Annie y yo vayamos, señora? —continuó Cook con determinación.

—Oh, sí, Cook, desde luego. Iremos todos. Tomaremos un almuerzo ligero y temprano —continuó diciendo la señora Wither, en cuya voz se atisbó una pizca de entusiasmo— y cerraremos la casa…

—Supongo que eso incluye a Saxon, ¿no, señora?

—Oh, sí, claro, desde luego. Saxon, por supuesto.

Y siguieron haciendo planes detallados para el sábado, disfrutando de la fiesta una semana antes de que se celebrara, disfrute que constituía una de las muchas ventajas de llevar una vida tranquila.

—Bueno, estoy segura de que les hará mejor tiempo que a nosotros, señora —dijo Fawcuss, entrando como si nada para coger un nuevo bote de Vim de un armario—. Estoy segura de que todo se puso en nuestra contra el día que dimos nuestra fiesta en el jardín, señora, por supuesto —continuó Fawcuss, encorvándose lentamente para sacar el Vim de las profundidades de su escondrijo—. El tiempo cambia mucho las cosas. Lo cambia todo, vamos. Es muy fácil preparar un espectáculo cuando todo va bien, ¿verdad que sí, señora? Pero entre el tiempo, ese desgraciado, esa mujer, el perro del doctor y los pasteles…

Para entonces, la solemnidad había inundado la cocina. Tras murmurar que sí, que todo había sido de lo más desafortunado, la señora Wither se retiró.

El día de la fiesta, cuando se dirigían en coche a Grassmere por las angostas carreteras, Viola iba más feliz que nunca. Sus propios sentimientos, las flores, los árboles y el sol que brillaba en lo alto de aquel cielo azul parecían elevarse para culminar algún momento maravilloso. La vida al completo parecía ascender como la música o como una ola antes de romper. Cuanto más se aproximaran a Grassmere, antes podría ocurrir aquella cosa tan maravillosa y después nada volvería a ser igual. No estudiaba con claridad en qué consistían realmente sus sentimientos, sino que permanecía sentada muy quieta regodeándose en su felicidad con los ojos entrecerrados y la boca medio abierta. Ramilletes de rosas encarnadas resplandecían en los setos polvorientos. El calor del verano emergía de la deslumbrante carretera y caía de los álamos ensombrecidos. El día y la propia Viola eran maravillosa y triunfalmente felices.

Cuando Grassmere apareció ante sus ojos, todos lanzaron una exclamación espontánea pues los árboles estaban unidos con banderines blancos y escarlatas y había una marquesina de esos mismos colores sobre la verja de la entrada. La música se colaba por entre los árboles y se veían vestidos vaporosos paseando por el césped.

—Muy alegre. Debe de haberle costado una fortuna al joven Spring. —El tono del señor Wither expresaba aprobación y cierta admiración por un tipo que podía gastarse una fortuna en una fiesta celebrada al aire libre, siempre tan a merced de los elementos.

Pero el señor Wither se equivocaba. Victor nunca dependía de los elementos. Si veía que Dios iba a estropearle los planes, los alteraba antes de que Dios tuviera tiempo de reaccionar. Si no hubiera estado seguro de que haría un día perfecto, esa fiesta al aire libre se habría transformado en el último minuto en otro tipo de fiesta, adecuada para interiores.

Saxon, que le había regalado a Tina una leve sonrisa, volvió a The Eagles a recoger a las tres sirvientas, y el grupo entró lentamente por la verja.

La fiesta era aún más fastuosa de lo que habían imaginado. Debía de haber unas cien personas paseando ociosamente, jugando al tenis, escuchando la banda de cuerda, reclinadas en hamacas, echadas en balancines o saliendo por las cristaleras del salón con copas en la mano y exclamando: «¡Hace un día abrasador! ¡No podía haber elegido un día mejor! La suerte de Vic, por supuesto». Las risas y el grave murmullo de las voces casi ahogaban la música. Camareros con chaquetillas blancas entraban y salían hábilmente y alimentaban y lubricaban a la multitud colocando pilas de sándwiches exóticos bajo las narices de la gente, mientras decían: «Desde luego, señor. Muy bueno, señor. Disculpe. Perdone, señor. Perdone, señora… Perdón…».

La partida procedente de The Eagles se sentía apabullada. No conocían a nadie. No veían a los anfitriones por ninguna parte y tampoco sabían dónde buscarlos. La fiesta superaba en tal medida sus expectativas en cuanto a dimensiones y lujo que estaban alucinados. Era como una pesadilla en la que de repente se encontraran en la Fiesta al Aire Libre de la Familia Real.

Sin embargo, una vez que todos encontraron tumbonas, que los camareros les ofrecieron comida y té y que reconocieron a una o dos personas, empezaron a disfrutar de la fiesta, aunque se conformaban con sentarse y observar. Hubo un momento en que la señora Wither dijo que debían ir a buscar a la señora Spring, pero las sillas eran tan cómodas, el té tan delicioso y la tarde tan calurosa que se quedaron remoloneando bajo su sombrilla rosa sin mover un solo dedo.

La gente seguía llegando: desconocidos elegantes, supuestamente de Londres o de Stanton, donde los Spring tenían muchos amigos. Viola estaba muy entretenida estudiando la ropa de las damas y preguntándose quiénes serían. No estaba celosa, pues era a ella a quien Victor había besado. No lo habría hecho a menos que le gustara más que todas aquellas chicas tan primorosamente vestidas. Dentro de poco lo vería.

—¡Hola… buenas tardes! ¿Tienen ya té y todo lo demás? ¿Sí? Bien. Un poco desagradable este calor, ¿no creen? Me alegro mucho de que hayan venido.

Era Hetty, que se aproximaba con toda parsimonia hacia ellos, pálida por el calor, con pinta de estar aburrida y con un mechón de pelo sobresaliendo por debajo de su sombrero de verano.

—¿Qué tal está? Oh, espero que no esté pasando demasiado calor. Justo estábamos diciendo que hace una tarde perfecta… ¡siempre que te puedas sentar tranquilo, por supuesto…! Y es una fiesta deliciosa, realmente deliciosa. Muy original. Y su tía ha sido muy amable al invitar también al servicio. ¿Están celebrando su fiesta…?

—Oh, sí, al otro lado de la casa. ¿Puedo sentarme? —dijo, tirando de una silla. El señor Wither, que debería haber acudido de inmediato a hacer eso por ella, dormía.

—Claro.

—Me alegra saber que el entretenimiento no le parece demasiado deplorable —continuó Hetty en tono sombrío.

—¡Pero querida! Por supuesto que no. ¡Mira que decir una cosa así! —La señora Wither soltó una risita ahogada: ¡qué chiquilla tan peculiar era la señorita Franklin!—. ¿Cómo podría alguien no disfrutar de una fiesta como esta? Y los sirvientes están encantados de haber venido… Por supuesto, esa clase no tiene muchas oportunidades de divertirse, ¿no es cierto? Tal vez sea mejor así pues la diversión parece producir un pésimo efecto sobre ellos, ¿verdad? Aunque supongo que no debería decir tal cosa en estos días de «socialistas».

La señora Wither se habría sorprendido al saber cuánto se divertían el Ermitaño y la señora Caker.

—¿En serio? —preguntó vagamente Hetty, que no pensaba mucho en la falta de diversión entre las clases trabajadoras inglesas—. ¿No las tienen, quiero decir?

Su voz se apagó y ella cayó en una ensoñación sobre el personal de Grassmere hasta decidir que ellos sí que se lo pasaban muy bien, con sus radios, sus habitaciones propias, su buena mesa y su sala para la servidumbre. Pero hacía demasiado calor para discutir. Se quedó contemplando con la mirada perdida y los ojos entrecerrados los vestidos de vivos colores que flotaban sobre el césped verde, las caras sonrosadas y alegres con las bocas abiertas en plena carcajada y las pesadas ramas que pendían de los árboles.

—¿Dónde está su tía? —le preguntó la señora Wither, después de una pausa soñolienta—. Aún no la he visto. Y a su primo tampoco.

—Me imagino que está en el salón, con Vic y Phyl. Todavía los están felicitando —respondió Hetty. Y luego, con una desagradable sacudida de consternación, se percató de lo que había dicho.

—¿Felicitando? —exclamó la señora Wither, animadamente, enderezándose en su asiento—. ¿Por qué? ¿Su primo se ha…?

—Sí, comprometido. Sí —tartamudeó Hetty, consciente, pues la veía por el rabillo del ojo, de que la joven señora Wither la estaba mirando cada vez más pálida, incluso bajo el resplandor que emitía la sombrilla rosada, al tiempo que abría los ojos como platos como si viera venir una bofetada.

—Sí. Salió ayer en el Daily Telegraph, aunque tal vez no lean el Telegraph. —El señor Wither se despertó y sacudió la cabeza farfullando: «No, el Morning Post»—. En realidad, esta fiesta es para celebrar el compromiso, ya ve.

(Debo seguir hablando para que no noten su… Mira que echarle el ojo así al nulo bronceado de Vic… De verdad, para gustos los color…).

—Oh, sí —continuó, arrastrando las palabras, sin darle a la señora Wither la oportunidad de hablar—. Lleva comprometido con Phyl de manera extraoficial dos años, pero no se han entregado los anillos (platino, no hace falta que lo diga, e inevitablemente tres diamantes muy grandes) hasta esta mañana. Se conocen desde que iban a la escuela…

—¡Una historia de amor desde la infancia! ¡Qué romántico! —exclamó la señora Wither, llena de envidia. ¿Por qué ninguno de sus hijos se habría comprometido como Dios manda? Victor Spring, como siempre, había hecho lo correcto. Nunca se habría rebajado a casarse con una dependienta.

—¿Era aquella chica morena tan guapa de su grupo en el Baile Infernal? —preguntó Tina, que se sentía amable y generosa hacia el mundo entero y lo demostraba con su tono de voz.

—Seguro que era ella. Por lo general, la admiran («No, no se va a desmayar, va a llorar; debo llevármela de aquí; no sería civilizado dejar que vea a Vic y a Phyl con esa expresión en la cara, pobre idiota. ¿Qué le ha hecho? Pero qué agotadoras e innecesarias son todas esas emociones… Doy gracias a Dios por los libros.»), pero a mí me parece una sosa —concluyó con calma. A veces hacía estos comentarios sinceros que salían disparados por las ociosas llanuras del cotilleo y volvían como bumeranes que anonadaban a su tía por su indiscreción. («Esto le demostrará que no soy amiga de la inmaculada Phyl… Pero que el cielo no permita que tenga que tomar partido por nadie. Menudo aburrimiento.»).

—Bueno, ahora que lo sé, no tengo excusa alguna para no ir de una vez por todas a darles mi enhorabuena —anunció la señora Wither—. ¿Madge? ¿Tina?

Todos se levantaron y emprendieron el camino hacia la casa. Viola se levantó como los demás, pero de pronto se vio incapaz de averiguar cuál sería su próximo movimiento y no hizo ademán de seguirlos, sino que se quedó allí plantada, mirando los colores borrosos de la multitud a través de las lágrimas que empañaban sus ojos, con un doloroso nudo en la garganta, perdida.

—¿Te importaría bajar conmigo al río? Allí se está más tranquilo. Yo te llevo.

Un brazo frío y regordete se enganchó al suyo y Hetty se la llevó de allí.

Entre los arbustos de la orilla del río se habían colocado unas cuantas sillas para los invitados de más edad que quisieran sentarse a la sombra, estar tranquilos y oler los rododendros. Y fue a uno de estos cenadores provisionales adonde Hetty condujo a Viola, que ahora había dado rienda suelta a su llanto, iba con la cabeza gacha y daba pequeños hipidos que escapaban de vez en cuando de entre sus labios mordidos. Se sentó en el borde de una silla, erguida, y lloró en un par de guantes amarillentos y arrugados. Hetty, mientras, reclinada en otra, miraba incómoda a su alrededor para asegurarse de que no había ningún invitado cerca y preguntándose qué demonios podía decir. Se sentía mal por la chica, pero su actitud también era despectiva e impaciente. Nadie salvo una persona sin gusto podría haberse encaprichado tanto de Victor y solo una persona sin valor ni reservas sería capaz de exponer así sus sentimientos.

«Cómo me gustaría haber estado en cualquier otro lugar cuando se enteró de la noticia —pensó Hetty—. ¡Y qué mal se lo está tomando! Tenía mis sospechas, ya desde el baile, de que Victor se sentía atraído por ella, pero no tenía ni idea de que la cosa hubiera llegado tan lejos. Y voy yo y suelto la única cosa que no debía soltar. Vaya. Las olas de calor siempre me restan inteligencia».

—¿No tienes pañuelo? —le preguntó al fin, bruscamente. Cuando Viola negó con la cabeza, ella sacó uno lleno de tinta de la parte superior de sus medias y lo puso entre las manos de la doliente.

—Gracias. —La voz de Viola sonaba ronca y agotada. Con la cabeza gacha se restregó los ojos, se sonó la nariz, que estaba rosa como una grosella de final de temporada, y luego, con cuidado, hizo una bolita con el pañuelo y se quedó con la mirada clavada en sus zapatos.

—Siento mucho ser un incordio —dijo al fin.

—No pasa nada. —Hetty estaba mirando el río azul que se abría más allá de las hojas oscuras. En su superficie, los botes se mecían sujetos a sus amarras.

—Es que me he llevado una impresión muy grande, eso es todo. Pero ya estoy bien.

—Estupendo. —El tono de la señorita Franklin no era nada alentador. Disfrutaba con la psicología morbosa, pero prefería observarla a distancia ya que cuando la tenía cerca, le avergonzaba.

—Ya ves. —Viola nunca había tenido demasiadas reservas y, ahora que se sentía destrozada, estaba deseando desahogarse y compartir sus penas con alguien—. ¿Palabrita de Niño Jesús que no se lo vas a contar a nadie?

—¡Pues claro que no, mujer! —exclamó Hetty, divertida y apaciguada por la naturaleza pueril del juramento de Viola—. Solo pretendo ocuparme de mis propios asuntos, te lo aseguro. Te ruego que no me cuentes nada que preferirías guardarte para ti.

—Oh, es que me gustaría contárselo a alguien —dijo Viola, cuyos ojos se volvieron a inundar de lágrimas—. Es que… Ay, supongo que soy un incordio. Es que pensé que Él… El señor Spring… tu primo… estaba bastante, bueno, un poco enamorado de mí, ya sabes. Se me insinuó en ese baile e iba a llevarme a Londres a ver un espectáculo. Prometió escribirme y yo estaba deseando que lo hiciera, y estaba muy contenta de venir aquí hoy y entonces cuando… Cuando me he enterado de que él, de que él estaba… —su voz tembló y allá que fue la bola de pañuelo otra vez—… de que estaba comprometido, ha sido toda una conmoción. No he podido evitar echarme a llorar. Pero eso no es todo… Lo de que bailó conmigo, quiero decir, y que me dijo que me iba a escribir. Él… me besó, eso es. Y bastante.

—¡Qué novedad! —gritó Hetty.

Los ojos rasgados, grises y húmedos de Viola la miraron con triste recelo.

—¿Quieres decir que va por ahí besando a la gente?

—A unas cinco a la semana, creo —replicó Hetty, brutalmente. Solo se podía tomar un camino: aplastar aquella obsesión de una vez por todas y costara lo que costase.

—¿De verdad de la buena? ¿Crees que no significó nada?

—Nada en absoluto. Es un auténtico donjuán. No puede resistirse a una cara, a menos que sea claramente epsteiniana.

Viola parecía desconcertada y Hetty se dio cuenta de que no se había quedado muy convencida.

—Palabrita de Niño Jesús —concluyó en tono seco.

—Bueno, pues no me lo creo —dijo Viola enfurruñada—. No se besa a alguien así ni tampoco se le dice que le va a escribir. ¿Por qué dijo que iba a hacerlo si no pensaba hacerlo? No tiene mucho sentido, ¿no crees?

(«Tú sí que no tienes ningún sentido», pensó la señorita Franklin). Dijo:

—Bueno, yo ya te he contado cómo es, y te he dicho la verdad. Si prefieres no creerme, allá tú.

—Oh, no quería decir que me estuvieras contando una trola ni nada por el estilo.

—¿Una trola? Ah… Una mentira. De acuerdo. No creí que lo estuvieras pensan… (¡Pero qué confusa se vuelve la gramática en estas situaciones tan emocionales!).

—Solo quería decir que tú no lo entiendes —puntualizó Viola educadamente.

—¿Que no entiendo a Victor?

Viola meneó la cabeza desconcertada. Le dolía enormemente todo aquello, y los ojos le escocían. No resultaba fácil hablar con Hetty y esta no le estaba sirviendo de mucho consuelo.

Pero en esos momentos no había muchos sitios donde encontrarlo.

—No te preocupes —dijo Hetty, en tono más amable. Veía la naturaleza ignorante, infantil y superficial de Viola desplegada ante ella como un pequeño mapa, y no era justo utilizar la ironía ante una simpleza tan patente. Era de mal gusto. No se podía ser irónico con los perros ni con los niños.

—¿Tienes maquillaje?

Viola asintió.

—Entonces ponte un poco, que vamos a ir a felicitar a la feliz parejita.

—¡Ay, imposible! ¡No puedo! —le salió en forma de grito.

—Bobadas, debes hacerlo. No querrás que todo el mundo se dé cuenta de que has estado llorando y de que no los has felicitado, ¿verdad? Porque —le explicó Hetty— todo el mundo adivinará lo que ha ocurrido.

—¿En serio?

—Por supuesto que sí. Y se reirán de ti.

—Demonios —dijo Viola, encendiéndose y sacando el maquillaje—. De acuerdo entonces. Iré, pero que sepas que no me apetece ni un poquito y que desearía estar muerta.

—Bueno, algún día lo estarás y yo también. Pero, mientras tanto, debemos comportarnos con valor y sentido común. Así que venga, vamos, e intenta parecer más alegre. Eres más guapa que Phyl, ya lo sabes. Ella es del montón; tú eres única.

—¿En serio? —murmuró Viola mientras volvían a salir lentamente de los arbustos y se dirigían hacia el deslumbrante césped.

—Pues claro que sí. Deja que eso te consuele.

Sin embargo, como Viola no estaba muy segura de lo que significaba ser única, no lo encontró muy consolador.

Phyllis estaba disfrutando de la tarde como nunca. Ella era la persona más importante de la fiesta y el vestido le quedaba perfecto. Estaba de pie ante la chimenea oculta tras las flores, riendo, mostrando su anillo, dedicando a un hombre tras otro, cuando se le acercaban para felicitarla, una mirada maliciosa que venía a decir: «¡La próxima vez será!» y sintiéndose encantada con Victor, que no solo estaba guapísimo con su fino traje nuevo, sino que mostraba el aire de deferencia más correcto y una sonrisilla de bochorno y asombro por su propia buena suerte que debía atribuirse a la pedida de la señorita Barlow. «En serio, creo que debemos darnos una oportunidad —pensó Phyllis, mostrando sus dientes blancos, lanzando chispas sonrientes con sus ojos redondos y oscuros durante toda la tarde y sintiéndose complacida por que todo estuviera ya fijado—. Será divertido ser una esposa joven, tener un piso elegante y empezar a recibir visitas».

Hacia las cinco, cuando la muchedumbre del salón empezó a disiparse, Hetty hizo su entrada, seguida de esa chica Wither de rosa y pelo rizado. Phyllis la estudió casi con amable condescendencia pues ya no había nada que temer. Conocía a Vic: ahora que estaban oficialmente comprometidos, no se arriesgaría a nada.

—Creo que no os conocéis, ¿verdad? —entonó Hetty, deteniéndose delante de Phyl—. Señorita Barlow, esta es la señora Wither.

—Mucho gusto —sonrió Phyllis, deslumbrante, sin prestar demasiada atención a la señora Wither.

—Encantada de conocerla —murmuró la señora Wither, estudiando el vestido y la cara de Phyllis con intensidad—. Me-he-enterado-de-que-hay-que-felicitarla —añadió con el mismo tono de quien cita un refrán. Hetty le había propuesto que dijera eso cuando volvían de los arbustos.

—Muchas gracias —dijo Phyllis, toda dulzura—. Victor… Aquí hay alguien que conoces.

(«Oh, bruja consumada —pensó Hetty—. ¿Es que no puedes dejar las cosas estar?»).

Victor, que estaba hablando con un señor, se giró con una sonrisa amable y expectante, y su mirada se posó directamente en los ojos grises que se habían encontrado con los suyos por última vez en el cenador.

Ahora le parecían tan tristes que apenas si podía sostener la mirada. Dijo algo amable y atento —después, no recordaría qué—, sonrió y se dio media vuelta. «Pobre criatura, es una verdadera pena», fue lo primero que pensó cuando retomó la conversación y, durante unos momentos, se sintió tan aturdido por su mirada y su presencia que no escuchó ni una palabra de lo que le decía el otro hombre.

No obstante, cuando se fue y el recuerdo de su mirada comenzó a desvanecerse, se convenció de que había hecho lo correcto. El placer sincero con el que le había devuelto sus besos lo había desconcertado enormemente. «La próxima vez que esté a solas con esa chica, ambos perderemos la cabeza del todo», pensó. Solo que ya no habría próxima vez. Y así fue como dio carpetazo al asunto, pensando que la pequeña Wither podría cuidar de sí misma y que pronto encontraría a alguien más a quien besar (aunque, a decir verdad, tampoco es que ese fuera un pensamiento tan bueno), mientras él besaba legítimamente a Phyl.

Ahora estaba preguntándose, mientras hablaba, si la pequeña Wither —Violet, eso es— estaría tan curtida como él había supuesto. Sus besos habían sido sinceros, pero no le habían parecido de experta. ¿Había estado coqueteando con una doncella de pueblo? ¡Phyl nunca se lo perdonaría! Sería mejor que no se enterase nunca de aquella aventurilla si no quería tener problemas.

«En cualquier caso, prefiero mil veces besar a la pequeña Violet que a Phyl. Un estado mental muy adecuado para un hombre que acaba de comprometerse, debo admitir».