Capítulo XX

La familia de The Eagles estaba reunida en el salón en ese momento deprimente del día en que la hora del té ya ha concluido hace un buen rato y aún no hay perspectivas de cena. Era una estampa tranquila. La típica que habría molestado a un comunista. Cinco miembros no productivos de la burguesía se habían sentado en una habitación tan grande como un pequeño salón de actos, y cada uno de ellos estaba respirando más aire del estrictamente necesario, igual que se estaba calentando con más fuego del necesario y disponía de más comodidades de las necesarias con sus cuadros y sus muebles, que tanto deleite les proporcionaban. Debajo de ellos, en la cocina, tres miembros de la clase trabajadora se deslomaban hasta lo innoble para prepararles la cena, comprada con el dinero obtenido de la inversión de capital. Pero tal vez esta no constituya una manera demasiado interesante de enfocar al pobre señor Wither y al resto de la familia.

La señora Wither estaba haciendo punto, Madge estaba leyendo un libro sobre dietas caninas, el señor Wither daba cabezadas sobre el Morning Post, Tina bordaba y Viola contemplaba el fuego con las manos sobre la costura que tenía en el regazo. Salvo por la fuerte respiración del señor Wither, el tintineo de las agujas de la señora Wither, el jadeante revoloteo de las llamas en la chimenea y el débil sonido metálico que el hilo de Tina hacía al atravesar la tela, la habitación estaba en silencio. En el aire pendía el aroma a asado más delicado imaginable. De repente oyeron que alguien llamaba a la puerta con insistencia y vigor. Tanto vigor, de hecho, que el estruendo atravesó la propia puerta, el vestíbulo, la puerta del salón y llegó a oídos de las cinco personas que seguían sentadas en torno a la chimenea.

El señor Wither abrió los ojos sobresaltado y se enderezó en su silla, haciendo que el Morning Post resbalara hasta el suelo.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó. Nadie aporreaba jamás la puerta de The Eagles. Para eso tenían un timbre bien hermoso.

Las cuatro mujeres clavaron sus miradas de sorpresa en la puerta del salón. El timbre empezó a sonar. Alguien lo había dejado presionado. Para entonces, el señor Wither ya estaba de pie.

—¿Quién demonios podrá ser? —preguntó.

La señora Wither se levantó e hizo sonar el timbre.

Siguieron llamando a la puerta y ahora se oía una voz que gritaba.

La cara aterrorizada de Annie, que trataba de parecer correcta, asomó por la puerta del salón después de una pausa bastante larga.

—¿Ha llamado, señora?

—Annie, ¿qué es todo ese escándalo en la puerta de la calle? ¿Dónde está Fawcuss? ¿Por qué no va a abrir?

—Ay, señora… Es ese hombre. El Ermitaño, señora. Fawcuss no quiere ir a abrir, señora. Quiero decir, por si está borracho, señora.

¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!

—¡Señor Wither! ¡Señor Wither!

Riiiiiiiiiing.

—¿Saxon se ha ido ya a casa? —preguntó el señor Wither con pinta de estar bastante asustado, como, por otra parte, lo estaban todos. La puerta principal era sólida, pero el Ermitaño era fuerte como un elefante y no le importaba en absoluto lo que hacía.

—Ya se ha ido a su casa, señor. Se fue hace media hora larga.

—Le dijiste que podía irse, Arthur, porque había demasiada niebla para ir a Chesterbourne —murmuró la señora Wither.

¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Aquel estruendo estaba empezando a ponerlos de los nervios.

Todos estaban de pie y las mujeres se aferraban a sus labores e intercambiaban miradas de alarma.

—Será mejor… —empezó a decir el señor Wither, cuando, de pronto, el aporreo cesó.

—¡Maldito gamberro! —se oyó en un bramido amortiguado tras una pausa—. El p*** gallito.

Tina dio un respingo y se puso pálida. El corazón le dio un vuelco, pero antes de que pudiera decir: «Creo que Saxon está ahí fuera también, padre», Fawcuss apareció por la puerta del salón al trote, aunque guardando las formas, y anunció sin aliento:

—Saxon está ahí fuera con él, señora, acaba de volver. Lo he visto por la ventana del estudio del señor, señora.

—Saxon no podrá con él, ese viejo animal lo derribará —interrumpió Madge—. Será mejor que llamemos a la policía, ¿no, padre?

—No, no, nada de eso. No puedo hacer venir a la policía en una noche como esta solo por Falger. No, tendremos que…

—Creo que lo mejor que puedes hacer es llamar a Roberts, Arthur —sugirió tímidamente la señora Wither. (Roberts era el policía de Sible Pelden).

El señor Wither no dijo nada. Estaba escuchando.

Se podían oír dos voces distintas discutiendo a gritos. Pero, aunque todo el mundo aguzó el oído, nadie fue capaz de distinguir lo que decían. Para entonces ya se habían trasladado al vestíbulo y estaban arracimados muy cerca de la puerta de la calle, ligeramente inclinados hacia delante para escuchar.

—¿Qué demonios te pasa, Tina? Estás temblando como una hoja —observó Viola en voz alta, rompiendo el silencio con una risilla nerviosa y sin apartar la vista de su cuñada, a la que miraba con curiosidad—. Oye, ¿estás bien? No lo pareces.

—Estoy bien. Shhhh.

Prestaron atención de nuevo.

—… cierra el pico, tú —se oyó la voz del Ermitaño, obstinada y densa—… no quiero tu p*** dinero…

Luego vino la voz de Saxon, más grave, hablando deprisa y en tono persuasivo.

—Buen chico, un tipo listo —asintió el señor Wither—. Está hablando con él, lo está tranquilizando. Está bien intentarlo con el soborno y la corrupción si no hay más remedio. (Me pregunto qué quería. Sinvergüenza). Ya me ocuparé de él mañana… Esto ya ha durado bastante. Es la mejor forma de tratar con esta gente, con borrachos: hablarles con calma y serenidad…

—¡¡¡¡Señor Wither!!!! —Un tremendo rugido hizo retroceder a todo el mundo—. Su hija se ajunta con el chófer. Se besuquean y ya-sabe-qué-más. ¡¡¡Señor Wither!!!

—¡Cállate, pedazo de ***!

Se oyó una refriega y un bramido de dolor proferido por el Ermitaño.

—Su hija. La pequeña. No la gorda. Se ajuntan. En el bosque. ¡Señor Wither!

Refriega.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Madge, que se había puesto colorada y miraba con recelo a Tina, blanca como la pared.

Su padre, su madre, las criadas… Todo el mundo estaba mirando a Tina salvo Viola, que de repente cayó en la cuenta de lo que había estado pasando delante de sus narices durante los dos últimos meses. Bastante pálida también de miedo y compasión por la pobre Tina, tenía la vista ferozmente clavada en la gigantesca marina que colgaba por encima de la cabeza de su cuñada.

—Échame una mano, ¿quieres? —sonó débilmente la voz de Saxon. La pelea se había trasladado a la base de los escalones de la entrada.

—¡Ahora mismo! —gritó otra voz enérgica. Oyeron que alguien se acercaba corriendo. Luego—: Conque eres tú, ¿eh? Viejo asqueroso. Asustando a mi chica en el bosque… No te acerques, te lo advierto.

Más bramidos y refriegas.

—Besuqueándose y abrazándose —rugió el Ermitaño, desesperadamente, mientras Saxon y el desconocido se lo llevaban a empujones—. Su hija.

Entonces, mientras la familia y las tres viejas sirvientas (pues la cocinera había llegado con paso lento y pesado y se había unido al grupo) miraban horrorizados y en silencio a la pálida Tina, que a su vez tenía la mirada clavada en su madre, en medio de la noche neblinosa flotó una última palabra, estremecedora e inconfundible.

Era una palabra que el señor Wither conocía de su juventud, pero que no había salido de sus labios desde hacía casi cuarenta años. Una palabra que Madge, con las orejas rojas, había oído decir a veces a los gamberros del cruce en sus chabacanas ocurrencias. Una palabra totalmente desconocida para la señora Wither. Una palabra que Shirley había utilizado una o dos veces con todo el descaro ante una Viola alarmada pero risueña. Una palabra que Fawcuss, Annie y Cook catalogaban, junto con ocho o más palabras similares, como palabrota. Una palabra degradada por completo del uso normal que una vez tuvo y que se había visto reducida a la marginalidad más absoluta. Una pobre palabra plebeya a la que ya no se le permitía ser un verbo y pocas veces un sustantivo, y que por lo general se utilizaba como adjetivo o como improperio. Una palabra que se había escabullido bajo la superficie del lenguaje educado y que se oponía groseramente al espíritu de caballero andante de ciertos escritores a los que les encantaría relegarla a su antiguo reino.

—¡***! —vociferó el Ermitaño, ronca y desesperadamente desde la linde del bosque.

Y, por si había alguna duda de a quiénes se refería la palabra…

—¡Su hija y su chófer! —flotó ligeramente a través de la niebla, entre zarandeos y empujones.

Hubo un momento en que, ante el sonido de aquella palabra, el grupo de ocho personas alarmadas del vestíbulo se dividió y se convirtió en cinco patronos y tres sirvientas: los patronos con un alarmante secreto a voces que esconder, y las sirvientas intentando no parecer horrorizadas. Los Wither emprendieron la retirada en grupo hacia el comedor, escondiendo sus abochornadas caras de las caras igualmente abochornadas de las sirvientas, y la señora Wither, mirando por encima del hombro, dijo en tono distante:

—Muy bien, Fawcuss. No creo que vaya a haber más problemas. La cena como siempre, Cook.

Madge cerró la puerta del comedor y todos volvieron lentamente a sus antiguas posiciones, pero nadie habló ni se sentó. Una pregunta horrible flotaba en la habitación. Nadie era capaz de pensar en otra cosa salvo en «¿será verdad?». Y nadie miraba a Tina, que se había apoyado en la repisa de mármol esculpido de la chimenea y contemplaba fijamente el fuego.

—Hace un frío que pela, ¿no? —dijo Viola al fin para romper el hielo. Acto seguido se arrodilló y acercó las manos a las llamas. Sin embargo, nadie contestó. El silencio se hizo insoportable. Todos sentían que alguien debía hablar, pero nadie se veía capaz; era como si todos hubieran caído bajo un hechizo. Y Tina seguía con la vista clavada en el fuego, con los labios apretados y las mejillas de un rojo febril.

Al fin, Madge se aclaró la garganta y dijo con una voz que pretendía pasar por sensata:

—Padre, está decidido. Definitivamente, tienes que hacer algo con ese animal. Será mejor que dejes que Saxon vaya…

Se detuvo, horrorizada.

Aquel nombre llenó la habitación como la propia palabrota. De hecho, Viola dio un respingo. Todos parecían querer salir corriendo a algún sitio, abalanzarse con un espantado frufrú hacia la puerta. Hacia arriba. Hacia cualquier sitio donde se pudieran afrontar (o ignorar) los hechos en respetable soledad.

Pero esta vez los Wither no iban a lograr huir. El señor Wither lo intentó. Dijo con voz ronca, sin mirar a nadie:

—Sí, ese tipo es una vergüenza para el vecindario… —Entonces se detuvo, sus labios se movieron vacilantes, se giró y miró a su esposa con aire lastimero.

Y luego Madge, que no era tan cobarde como sus padres y cuya repugnancia había emergido gracias a las palabras del Ermitaño, habló sin tapujos.

—Bueno, Tina, ¿qué diablos quería decir con eso de tú y Saxon? —continuó, sonrojándose—, con lo de que tú y Saxon… —poniéndose como una amapola.

Tina alzó la mirada rápidamente. Durante un solo segundo su cara les asustó. Estaba furiosa, avergonzada, desesperada, completamente transformada por la cólera. Quince años anhelando el amor. Quince años de desdicha y cobardía, intentando ser «agradable» porque su familia quería que todo fuera «agradable» y «respetable» (incluso el apareamiento, el nacimiento y la muerte). Quince años de mentiras, de dejarse morir poco a poco de hambre, de no decir nunca una palabra más alta que la otra ni contarle la verdad a nadie… Quería gritarles sus penas a aquellas tres caras asustadas.

Entonces esa mirada salvaje se disolvió. Se calmó y empezó a temblar. Su familia no tenía la culpa de que ella hubiera desperdiciado su juventud como una taza de agua vertida en la arena. Habían hecho cuanto habían podido por ella: su padre le había dado dinero para pagar sus años en la escuela de arte y en la de periodismo, donde había esperado conocer a su marido; su madre la había educado para ser modesta, amable y para vivir en una escrupulosa ignorancia, de modo que si tenía que pasar media vida muriéndose de hambre, que al menos no se diera cuenta. Lo habían hecho lo mejor posible y, si no podía mostrarles gratitud, al menos debía ser justa.

Sin embargo, no pudo evitar querer saber cómo se tomarían la historia del Ermitaño. Así, un poco de su amargura encontraría una vía de escape. Eran tan agradables, tan respetables, tan dispuestos a creer que se había descarriado sin remedio… «Que así sea».

—Es verdad. Saxon y yo somos amantes —dijo, intentando hablar con serenidad, pero temblando cuando vio la cara roja y de repulsión de su hermana.

—¡Tina! —gritó la señora Wither, adelantándose—. No es verdad… Estás bromeando… Mi niña… mi bebé… —balbució tratando de rodearla con sus brazos—. ¿Cómo has podido? Oh, Tina… Un chico corriente… del pueblo…

Tina se zafó.

—Bueno, es asqueroso, es lo único que tengo que decir —soltó Madge en voz alta, con las manos metidas en los bolsillos, los pies separados y la barbilla prominente—. Una asquerosidad. Por supuesto, todos sabemos que te chiflan los hombres, pero no pensé jamás que pudieras llegar tan lejos. Debes de haberte vuelto loca… Exhibiéndote como una fulana por los callejones de Chesterbourne. Mi propia hermana… ¿Qué van a decir de mí en el club?

La cara del señor Wither era una máscara petrificada de horror e incredulidad. Tenía la piel parcheada de gris y púrpura. Intentó decir algo en dos ocasiones, pero luego se sentó, temblando, sacudiendo la cabeza aturdido como un perro viejo al que hubieran apaleado.

—¿Cuánto tiempo lleva pasando esto? —casi susurró al fin.

—Seis meses. Me enamoré de él en cuanto llegó. Es muy guapo y en esta casa… —La voz de Tina era dura y calmada, pero qué exquisito alivio se obtenía de dejar salir esas dulces palabras de sus labios; ¡la verdad, la pura verdad, tan desnuda como Venus!—. Ninguno de nosotros es guapo y la vida que llevamos tampoco es bonita. Él es como el Dios de la Primavera. Ninguna mujer puede resistirse a eso, compréndelo, padre. Sobre todo una mujer de mi edad que lleva años hambrienta de sexo…

—¡Por Dios, Tina, no tienes por qué ser desagradable! —la cortó Madge.

—… y como me he estado preparando para enfrentarme a la verdad de un modo que ninguno de vosotros podría siquiera imaginar, lo planeé todo y decidí que era mejor arriesgarse a tener un hijo…

Débiles gritos y gestos de la audiencia.

—… de Saxon y gozar de la sensación de dormir con él antes que no dormir con nadie en absoluto o con alguien viejo y feo, como todos los habitantes de esta casa, con la única excepción de Viola.

Viola, arrodillada frente al fuego y mirando a su cuñada con una mezcla de horror y fascinación, saltó al oír pronunciar su nombre. ¿Era Tina la que estaba diciendo aquellas cosas tan horribles y escandalosas?

—Oh, Tina —sollozó la señora Wither—. Dime que no vas a tener un… a tener un…

—No lo sé… todavía —respondió Tina con seriedad, y se encendió un cigarrillo.

—Todo el mundo lo sabrá —musitó el señor Wither con las manos puestas sobre las rodillas y la vista clavada en el suelo—. Todo el mundo. Dios Todopoderoso… Te hemos criado como Dios manda. Te hemos dado todo lo que has querido: una buena casa, dinero para tus gastos, todas esas cosas para pintar y escribir, libertad para ir donde quisieras… Y tú nos lo pagas comportándote como una auténtica malcriada, sin pensar en todo lo que nosotros… Tu madre y yo…

Se estaba sofocando. La furia y la repulsión no lo dejaban hablar.

—… un muchacho que rescaté prácticamente de la calle por caridad, cuyo padre bebió hasta caerse muerto y cuya madre se dedica a lavar… No puedo creerlo. No puedo creer que seas mi hija. Eres como una cualquiera de la calle, hablando así… sobre sexo, así… Y ese diablo gritándolo por todo el vecindario, para que todo el mundo sepa que has caído en desgracia con el chófer… —Se levantó y caminó pesadamente de un lado a otro, agitando los puños por encima de la cabeza—. Como una fulana…

—¡Papá! —gimió la señora Wither.

—… de Piccadilly.

Tina permaneció tranquilamente junto a la repisa de la chimenea, aguantando el chaparrón, sin apartar la vista de su padre. Tenía la sensación de no haberlo visto nunca antes. Aquellas groseras palabras cargadas de rabia salían de su boca como si él también sintiera alivio al hacerlo. «Tal vez yo no haya sido la única en sufrir privaciones», pensó.

Su propia rabia se estaba diluyendo. Al decirle aquellas crudas palabras a su familia había dado rienda suelta a su angustia por haber desperdiciado su juventud, y ahora se sentía mejor. Lamentaba incluso haber sido tan teatrera y haberles pintado las cosas peor de lo que eran en realidad.

Fue Madge quien había dado paso a todo aquello al hablarle de ese modo, mirándola con ojos ladinos y cargados de recelo, deseando que lo que la gente llamaba Lo Peor le hubiera ocurrido de verdad. Su familia tenía una mentalidad totalmente cerrada en cuestiones de sexo. Sus naturalezas ocultaban esos temas en un lugar secreto y doloroso y, cuando se ponía el dedo en la llaga, se retorcían de dolor y se volvían completamente locos. Solo ellos sabían qué viejos anhelos y miserias reprimidas había liberado ella de esa prisión al exponer ante sus ojos la cruda verdad.

Sin embargo, millones de personas eran así.

Pobres humanos, siempre haciendo de tripas corazón. Ahora estaba tranquila y un poco triste y avergonzada de sí misma. Cuando su padre se ahogó definitivamente en el silencio, Tina dijo con calma:

—Lo siento, padre. Debería haberte dicho desde el principio que estamos casados.

—¿Casados? —gritaron todos al unísono, más horrorizados que nunca.

—¿Casada? ¿Con un chófer? —gritó el señor Wither, que emprendió una carrera hacia su hija como si fuera a pegarle—. Es mentira. Estás mintiendo.

—No, padre. Nos casamos en septiembre en Stanton.

—¡Entonces tú debías de saberlo, pequeña bestia ladina! —gritó Madge, dirigiéndose a Viola—. Tú estabas allí.

—Yo no… Yo no tenía ni idea —tartamudeó Viola—. No me dijo ni media palabra.

—Deberías haberlo adivinado, a menos que seas estúpida de nacimiento.

—Pues no, no lo hice. Y tampoco soy estúpida de nacimiento.

—Entonces supongo que también eres una mentirosa —espetó Madge con desprecio—. De casta le viene al galgo. Como los perros.

—¡Soy tan buena como tú, aunque haya trabajado en una tienda! —gritó Viola encendida.

—Shhh, shhh… —La señora Wither tendió una angustiada mano hacia ellas—. Tina, ¿es eso cierto?

—Por supuesto que lo es —afirmó ella impaciente—. ¿Qué sentido tendría decirlo si no lo fuera?

—Entonces, ¿también es verdad lo de…?

—Oh, no voy a tener ningún niño, si es eso a lo que te refieres —dijo Tina enfadada, apagando el cigarrillo como una de las primeras heroínas de Noël Coward—. Solo lo dije para escandalizaros. Parecíais querer emociones fuertes, así que os las proporcioné. —Se quedó mirando el fuego de mal humor.

—Muy bien —dijo el señor Wither, respirando con dificultad—. Esta misma noche te vas de esta casa y no vuelvas… Mmm… No vuelvas nunca más.

—Es una pena que no esté nevando.

—¿Qué?

—He dicho que es una pena que no esté nevando. En fin… —Se enderezó, se giró y echó una larga y curiosa ojeada por el salón. Si volvía a verlo, sería a través de los ojos de una esposa, la esposa de un joven chófer que los mantendría a ambos con tres libras a la semana. Ella tenía unas setenta.

—De acuerdo, padre. Me voy a recoger a mi marido. (A pesar del miedo y de los interrogantes acerca de cómo se tomaría Saxon aquel golpe, ¡qué satisfacción producía poder pronunciar las palabras «mi marido»! Mientras lo decía, percibió repugnancia en la cara de su hermana, que luchaba con algún que otro sentimiento). Adiós, mami. Nos iremos al Coptic y te escribiré desde allí en cuanto sepa lo que vamos a hacer. ¿Me mandarás mi ropa y mis libros?

La señora Wither solo podía sollozar y sollozar. El señor Wither, después de echar una mirada aturdida a las mujeres de la casa, salió dando bandazos de la habitación y cerró la puerta. Se metió en su estudio.

—Oh, Tina —dijo Viola ansiosa—. ¿Puedo ayudarte a hacer las maletas?

—Me servirías de más ayuda si me buscaras un tren.

—Cuánto lo siento, Tina —se disculpó—. Siempre me hago un lío con los horarios.

Tina, que ya iba subiendo las escaleras, se volvió con impaciencia.

—Bueno, pues entonces, llama a la estación.

Fawcuss salió lentamente por la puerta que daba a la escalera de la cocina. Sin ninguna expresión en la cara, cruzó el vestíbulo caminando como un pato y empezó a aporrear el gong para anunciar la cena.

Viola se dirigió al teléfono y dio el número de la estación mirando incómoda a la sirvienta por el rabillo del ojo. ¿Lo sabría Fawcuss?

Fawcuss, Annie y Cook lo sabían todo… Salvo que Tina estaba casada. Habían oído cada una de las palabras pronunciadas por el Ermitaño y, mientras estaba poniendo la mesa para la cena en el comedor, Annie se había empapado bien del resto al oír las voces procedentes del salón. Aunque eran tres mujeres piadosas, y el pastor (un hombre con gran experiencia en la vida del pueblo) siempre estaba advirtiendo a su congregación acerca de los males del cotilleo, Annie habría sido un ángel si al volver abajo no les hubiera repetido a Fawcuss y a Cook todo lo que había oído, y ellas no habrían sido humanas si no hubieran prestado atención.

Las tres estaban estupefactas y verdaderamente apenadas. ¡La pequeña señorita Tina, a quien Annie había conocido desde que llevaba coletas siendo una colegiala, a quien Cook había dado masa para que hiciera muñecas cuando era una renacuaja, a quien Fawcuss había visto por primera vez cuando era una preciosa niñita de diez años…! ¡Y Saxon, ese muchacho tan bueno y respetable! Apenas si podían creerlo… Pero es que había salido de boca de la propia señorita Tina… Había dicho cosas horribles… Cosas que te hacían sonrojar con solo oírlas. Y su pobre madre no podía parar de llorar. Y la señorita Madge se mostraba muy dura y parecía estar muy enfadada (la señorita Madge era dura, vaya si lo era). Y el señor se lo había tomado tan… Y ahora la señora Theodore estaba llamando por teléfono a la estación.

¡Seguro que el señor no echaría a la señorita Tina de su casa en una noche como esa!

El mundo parecía haber llegado a su fin.

Tina bajó las escaleras enfundada en su abrigo de pieles, portando una gran maleta.

—Hay uno a las ocho en punto que llega a las nueve y veinte —le informó Viola—. ¿No quieres que vaya contigo?

—No, muchísimas gracias. Voy a ver si puedo encontrar a Saxon. Probablemente estará de camino. Debe de imaginarse que ha habido una pelea tremenda.

Se detuvo frente a la puerta, que Viola sujetaba abierta, y miró hacia atrás para echar un vistazo al vestíbulo. Justo en ese momento, la sólida figura de Fawcuss estaba desapareciendo lentamente por la puerta que daba al sótano.

—Fawcuss, un momento —le dijo Tina, con una nota de nerviosismo en la voz.

—¿Sí, señorita Tina?

Fawcuss se giró lentamente y atravesó el vestíbulo. Su cara grande y macilenta había adoptado una expresión inquisitiva, recelosa y triste.

—Solo quería que supieras que Saxon y yo estamos casados —dijo Tina con firmeza—. ¿Puedes decírselo a las demás, por favor? ¿Y despedirme de ellas? Me voy a Londres con Saxon y no sé muy bien cuándo volveré.

—Oh, sí, señorita… Quiero decir, señora. ¡Vaya, va a ser toda una sorpresa, estoy segura! Adiós, señora. —Tomó la mano que Tina le tendía y la estrechó con torpeza; luego añadió en un arranque emocionado—: Me alegro mucho por usted, señorita Tina, digo… señora. Siempre he dicho que era un muchacho bueno y respetable.

Se retiró lentamente, con aspecto aliviado, pero también quizás una pizca decepcionada.

—Adiós, Vi. Muchísimas gracias. Escríbeme de vez en cuando, ¿quieres? Siento haberte contado tantas mentiras en Stanton, pero no pude evitarlo. No sé muy bien qué vamos a hacer. Lo primero es que Saxon encuentre otro trabajo y, en cuanto lo haga, se lo haré saber a mi madre. Supongo que a mi padre se le pasará con el tiempo, pero la verdad es que no me importa mucho lo que hagan ni él ni mi madre ni Madge. Sé que suena muy mal, pero nunca me han gustado demasiado.

A Viola, a la que su propio padre le había gustado más que nadie en el mundo, le sonó peor que mal.

—Solo quiero irme de aquí y empezar una vida normal con Saxon y no volver a ver este agujero —Tina continuó hablando, con la mirada puesta en el oscuro y neblinoso camino de acceso—. Durante los dos últimos meses me lo he pasado muy bien, ya sabes… Bueno. Adiós.

Le dio un beso fugaz y bajó corriendo los escalones. Viola se apresuró tras ella.

—Oye, Tina, ¿llevas dinero suficiente? Tengo siete libras, si te sirven de algo.

—Oh, no, muchas gracias. Tengo unas tres y Saxon tendrá algo más. Mañana podré sacar del banco en Londres. Adiós. Corre, entra, que vas a pillar un resfriado.

Viola la vio recorrer el camino empapado gracias a la luz que arrojaba la puerta abierta: una figura pequeña y enfundada en un abrigo de pieles, ladeada por el peso de la maleta. Cuando vislumbró que el haz de luz de la linterna de Tina alumbraba el bosque oscuro, cerró lentamente la puerta.