Capítulo V

Durante las siguientes dos semanas no ocurrió nada realmente interesante.

El tiempo, el cielo y las nubes fueron tornándose cada vez más hermosos a medida que se asentaba la primavera, con esa emocionante promesa que acaba cumpliéndose en los árboles verduscos y en los pájaros casi silenciosos que pueblan el mes de agosto. Sin embargo, ninguno de los personajes de esta historia era capaz de contentarse con un clima y un paisaje perfectos: todos anhelaban otras cosas.

El señor Wither no volvió a reeditar jamás la pequeña charla que había mantenido con Viola, y aquella reserva hacía que la preocupación de la joven acerca de su futuro aumentase: no pasaba un día sin que se preguntara si la echaría de The Eagles, aunque albergaba cierta esperanza de que así fuera, pues de ese modo no tendría más remedio que irse a vivir con Shirley, o puede que tuviera que volver a trabajar en la tienda y vivir con Catty o con una de sus tías. Y lo cierto es que no le importaría lo más mínimo que eso ocurriera, siempre que pudiera bajar de vez en cuando a la ciudad para ver a Shirley y a la panda.

El señor Wither, por su parte, no tenía entre sus planes echar a su nuera de casa, pero tampoco veía razón para decírselo, pues nunca la había amenazado con ello; ni siquiera se le pasaba por la cabeza que ella necesitara que la tranquilizase; la decisión estaba tomada. Viola estaba con ellos allí, y allí se quedaría. En realidad, era la señora Wither quien había tomado la decisión. Coincidía con él en que Viola era una muchachita tonta, extravagante y bastante falsa, pero le dio un sinfín de razones por las que debían permitir que se quedara: todos los primos murmurarían si se marchaba, no costaba tanto mantenerla a juzgar por los ingresos de la familia («aunque soy consciente de que no somos ricos», se apresuró a añadir la señora Wither) y, al fin y al cabo, se trataba de la viuda de su hijo. Además, así le haría compañía a Tina.

—Tina ya tiene bastante compañía con Madge; no olvides que es su propia hermana —objetó el señor Wither.

—Madge tiene su golf y su tenis, querido —lo contradijo la señora Wither—. No le hace mucha compañía a Tina que se diga. Y a Tina le gusta mucho Viola. Me lo dijo el otro día.

—Bueno, pues entonces de acuerdo.

El señor Wither supuso que Viola debía quedarse. Después de todo, apenas se cruzaba con ella, salvo en las comidas, y, aunque nunca la perdonaría por haberle engañado sobre lo del dinero, tampoco le resultaba un gran problema. Era una mujer. Siempre se la podría manejar.

Al señor Wither no se le ocurrió que Viola ya había demostrado en varias ocasiones que no era nada fácil de manejar.

En cuanto a la joven, ya se había instalado. Los Wither no solían hacer ningún comentario que desviara su atención, a menudo concentrada en los detalles de la vida cotidiana, hacia las profundidades que se ocultaban bajo su superficie; cuando las profundidades insistían en salir a flote, los Wither huían a toda prisa en dirección contraria. Con todo, la señora Wither una vez le comentó a Madge que Viola parecía sentirse como en casa.

—Hum —replicó Madge con expresión desdeñosa.

Como su padre, desconfiaba de Viola por ser demasiado joven y guapa; opinaba que era Viola quien había «cazado» a Teddy. No acababa de explicarse muy bien el significado exacto de la palabra «cazado», pero ella lo tenía muy claro: Viola había engatusado con artimañas a su hermano, posiblemente de lo más asquerosas, para que se casara con ella.

Madge conceptuaba la evolución natural del amor entre hombres y mujeres, cuando este pasaba de un simple apretón de manos, como «asquerosa». Por supuesto, y según su experiencia, era perfectamente posible ser amiga de un hombre sin necesidad de pasarse de la raya. En momentos de emoción, cuando el chico en cuestión hubiera hecho una jugada impresionante, por ejemplo, una siempre podía darle una palmadita en la espalda como recompensa, y él corresponderla con un amistoso golpecito entre los omóplatos. Aquellas atenciones no tenían nada de malo; constituían la expresión amistosa y decente de una emoción profunda. Había dos o tres jóvenes en el club a quienes Madge solía darles palmaditas en la espalda a la más mínima oportunidad. También estaba permitido despedirte con un buen apretón de manos de un soldado que a la semana siguiente embarcaría hacia la India acompañado de su joven esposa. Tal apretón le demostraría bien a las claras que, aunque hubiera preferido perder la cabeza por una tonta de remate como su mujer, aún quedaba en el mundo una fémina sensata capaz de proporcionarle la sincera amistad que él verdaderamente necesitaba…, como pronto descubriría, para su amargo pesar.

Pero darse un beso, eso era pasarse ya de la raya; a menos que viniera acompañado después de una riña cariñosa bajo el muérdago ante una tolerante congregación de fervientes católicos. Cualquier otra manifestación de amor era considerada por ella «asquerosa».

El ideal de Madge era bien simple: solo se trataba de demostrar un poco de decencia. Sorprendentemente, muy pocos hacían gala de ella. Uno no tenía más que mirar a su alrededor para darse cuenta de la escandalosa cantidad de asquerosidades que podían desfilar por delante de tus ojos en una sola semana, incluso en un lugar diminuto como Sible Pelden, y más aún cuando llegaba la primavera.

Los perros, en cambio, sí que eran decentes, más decentes que los seres humanos, de hecho. Y además, se los podía controlar. Pero el señor Wither no dejaba que Madge tuviera un perro. Llevaban librando la misma batalla durante los últimos diez años y Madge ya ni siquiera se atrevía a sacar el tema a colación. Aunque, como una vez le había confesado a Tina en secreto, seguía deseándolo «desesperadamente».

Con la misma cautela que una anémona de mar, como un brote de frágil apariencia que debe adaptarse al medio para no morir, Viola había ido acumulando toda diversión y toda comodidad que había podido hallar en The Eagles a lo largo de aquellas primeras semanas.

Tina resultó ser una aliada inesperada. Aunque era mayor que ella, le pareció amabilísima en su trato, y juntas descubrieron el placer de reírse de aquellos hechos que a nadie más hacían gracia. Viola tenía cierto sentido del humor y Tina también y cuando se juntaban no había quien las detuviese.

Que dos personas le vieran el lado positivo a todo, hacía la vida en The Eagles algo menos deprimente, menos parecida a una cuesta que se deslizaba lentamente hacia la vejez. Puede que, después de todo, ocurriera algo.

Y precisamente lo peor de vivir en The Eagles, opinaban Viola y Tina, era ese deseo continuo de que algo ocurriera; nadie sabía qué era eso que tanto anhelaban, no tenía por fuerza que ser algo maravilloso; simplemente esperaban «algo». Ese deseo inexplicable de que tarde o temprano sus esperanzas serían satisfechas, las obsesionaba día y noche, como un perfume que no se va de la piel o una melodía recurrente. Estaban siempre con el alma en vilo, contando los minutos para que llegase la próxima comida, y luego deseando con toda su alma que llegara la siguiente y, cuando esta acababa, anhelando irse a la cama, levantarse, bajar a desayunar, echar una ojeada al periódico… Los días y las noches se sucedían sigilosamente como un sueño largo y aburrido, y también las semanas. Llegó mayo.

Un día, después del almuerzo, Viola tomó el autobús hasta Chesterbourne y pasó una tarde muy agradable con Catty y sus tías. Se alegraba sobre todo de poder demostrarles que era tremendamente feliz en aquella casa animada y lujosa rodeada de parientes adorables, aunque fuera mentira, pero ella no se daba cuenta de que estaba fingiendo. Estaba encantada de volver a estar en un sitio que conocía, de aspirar el olor a ropa limpia que se respiraba en la tienda, de tratar con condescendencia a las dos últimas aprendizas —quienes, ataviadas con vestidos deslucidos, la observaban con los ojos abiertos como platos—, de empaparse de la mezcla de afecto y desaprobación de la señorita Cattyman y de contemplar cómo las lágrimas afloraban a sus ojos cansados cuando salía a colación su querido padre.

Aquella lenta acumulación de lágrimas que tenía lugar siempre que la señorita Cattyman hablaba de Howard Thompson constituía uno de los primeros recuerdos de Viola; de niña, acostumbraba a esperar que aquello sucediera, fascinada, cuando la señorita Cattyman se arrodillaba ante ella y le rodeaba su pequeña cintura de terciopelo con las dos manos, surcadas por un sinfín de minúsculas arrugas. La señorita Cattyman y las dos aprendizas diminutas de turno, con sus ojos saltones y sus frecuentes arrebatos de insolencia, constituían los cimientos de Burgess and Thompson: era imposible concebir la tienda sin ellas.

Sus tías eran hermanas de Howard Thompson: dos mujercillas regordetas y estúpidas, solemnemente ansiosas por que Viola cumpliera con sus obligaciones y fuera una buena chica. Una era enfermera y la otra se encargaba de la casa. Sentían una devoción mutua, y tenían la impresión de que sus ajetreadas vidas, ensombrecidas por pequeñas inquietudes e iluminadas por pequeños alivios, eran de las que merecían verdaderamente la pena.

Sin embargo, Viola echó a perder su oportunidad con Catty y sus tías fingiendo que era muy feliz en The Eagles.

Antes de que la vieran tan contenta luciendo un sombrero nuevo aquel día en Chesterbourne, estaban más que dispuestas a ofrecerle consuelo, consejo e incluso un hogar para el resto de sus días si era preciso. Pero ella les dejó tan claro que ya disponía de un hogar lo suficientemente agradable y que no necesitaba ni consuelo ni consejo de nadie, que Catty y sus tías perdieron un poco de interés. No puede esperarse que la felicidad despierte nunca el mismo interés que la tristeza.

«Gracias a Dios, la niña está perfectamente», pensaron las tres ancianas, en parte aliviadas por no tener que compartir las pocas habitaciones que tenían y en parte decepcionadas porque ninguna de ellas pudiera llegar a decir jamás: «Yo le proporcioné un techo a la pobre criatura; ¿qué otra cosa podía hacer?». Y a Viola, de camino de vuelta a casa en el autobús, se le vino el mundo encima al pensar en lo difícil que resultaría ahora pedirle a Catty y a las tías que le dieran un hogar por los quince chelines a la semana que descontaría del salario que ganaría en Burgess and Thompson. ¿Qué la había llevado a fingir que era feliz en The Eagles? Estaba aburrida, deprimida, poseída por la sensación de que los meses se iban volando y de que no tardaría mucho en hacerse vieja.

«Qué tonta soy», pensó; raramente descubría los verdaderos motivos que la llevaban a actuar de un modo u otro. En realidad, fue su lealtad hacia el difunto Teddy, a quien no había amado en absoluto, lo que le había hecho fingir que era feliz con su familia política.

Además, como a la mayoría de los jóvenes, le resultaba difícil, por no decir imposible, admitir ante alguien de más edad que su vida no era un lecho de felicidad. A los mayores (tenía la vaga impresión) les encantaba oír que estabas harto de todo. «Ay —decían sus caras—, la vida no es un camino de rosas, ¡ya te darás cuenta! No creas que vas a librarte porque tengas veintiún años. Espera y verás…».

Porque aquello era precisamente lo que habían traslucido las caras del señor y la señora Wither el día anterior, cuando vieron a Saxon, que tenía la tarde libre, desfilando por delante de la ventana y vistiendo un traje gris que le sentaba sorprendentemente mejor aún que su uniforme (lo cual lo diferenciaba de muchos otros chóferes, que cuando se vestían de calle parecían más bien presos fugados de la cárcel).

Y no es que ahora Viola estuviera interesada en Saxon. No era más que un mozalbete del pueblo, vástago de una familia venida a menos, a quien el señor Wither había contratado por un módico precio y que había aprendido a conducir en la gasolinera del cruce. Cuando lo conoció, no era más que un muchacho que se pasaba el rato ganduleando por la zona y haciendo trabajillos para el dueño. Así que, cuando el antiguo chófer del señor Wither se marchó para casarse, Saxon solicitó el puesto. Su madre vivía al otro lado del bosque en un sucio cottage y el único dinero con el que contaban era el que la señora Caker ganaba haciendo la colada y las dos libras a la semana que Saxon obtenía conduciendo el coche y cuidando el jardín de los Wither.

Su padre había sido un próspero molinero que destinaba cada penique de su sueldo a emborracharse en la taberna; diez años atrás, una blanca mañana de Navidad, lo habían encontrado muerto bajo la rueda de su propio molino.

—… estaba borracho y se cayó. —Así era como Tina había zanjado el asunto, con voz maliciosa, al contarle a Viola la historia de Saxon. Estaban en el dormitorio de esta última, contemplando la hermosa tarde a través de la enorme ventana abierta, zurciendo medias y chismorreando. Había pasado solamente uno o dos días desde la visita de Viola a Chesterbourne.

—¿Entonces no se llama Saxon en realidad?

—Oh, sí, pero cuando le pidió trabajo a padre le dijo que podía saltarse el Caker y llamarlo Saxon a secas, y padre aceptó. Qué nombre tan feo. Me refiero a Caker. —Dijo Tina cortando el hilo con los dientes.

—Es un tipo bastante engreído, ¿no te parece?

—Oh, es su forma de ser. Le encanta simular que es el chófer perfecto, pero no siempre fue así, te lo digo yo. Cuando tenía tu edad e iba a la Escuela de Arte de Londres y volvía a casa los fines de semana; solía verlo vagabundeando por el vecindario, era el líder de una banda de gamberros que entraban a robar en los huertos. —Sus manos se hundieron en el regazo, la aguja quedó suspendida sobre la seda gris y se quedó contemplando el cielo radiante con expresión ausente—. Siempre andaba metiéndose en líos, pero no se inmutaba por nada, nunca perdía la cabeza; y si alguien venía con ánimos de reñir, al final acababa arrancándole una sonrisa. Recuerdo que tenía un jersey rojo muy viejo lleno de agujeros y los mismos ojos brillantes que ahora. Me recordaba a un lobezno… de esos suaves y peligrosos.

—¡Santo Dios! —exclamó Viola en un susurro, abriendo desmesuradamente sus rasgados ojos grises y esbozando una pícara sonrisa—. ¿Tan malo era? —Aquélla era su expresión habitual ante cualquier idea descabellada.

Tina se echó a reír, pero parecía un poco molesta, y también avergonzada. No, no era tan malo como parecía. El libro de psicología femenina le estaba enseñando a ser sincera consigo misma, así que tenía que admitir que aquello de comparar a Saxon con un lobezno no era una idea que se le hubiera ocurrido hacía doce años, sino la semana anterior. Más que «me recordaba a un lobezno», debería haber dicho: «ahora, por la pinta que tenía, cualquiera le habría confundido con un lobezno».

¿De verdad que se parecía a un lobezno? ¿Y por qué era peligroso?

Maldito el libro y maldito el ser sincera consigo misma. ¡Dichosa introspección!

—Tampoco es que haya cambiado mucho —dijo secamente—. Supongo que se mueve por el interés.

—¿Y cómo es su madre?

—Oh, una vieja pazpuerca. Bueno, me imagino que no es tan vieja en realidad, pero ha pasado mucho y las de su clase —volvió a cortar el hilo con los dientes— envejecen muy rápido. Mi madre puede contarte un montón de historias sobre la señora Caker. ¿Sabes que hace tropecientos años era la más guapa de Sible Pelden y que iba a la iglesia con su padre los domingos en un carrito tirado por un poni luciendo un vestido blanco y un enorme sombrero cubierto de amapolas? ¡Cuesta imaginársela así ahora! Han ido empeorando y empeorando cada vez más.

—No te gusta Saxon, ¿verdad?

—Mi querida niña, no es más que el chófer —le espetó ella, con tanta arrogancia en la voz que Viola levantó la vista sorprendida—. A uno no le gustan o le disgustan los sirvientes. En realidad, siento bastante lástima por él. No lo ha tenido nada fácil, la gente del campo no se olvida de las cosas tan fácilmente, ¿sabes? Y creo que eso a él le afecta más que a cualquier otro chico que estuviera en su pellejo. O tal vez no, ¿quién sabe? En cualquier caso, es un buen chófer y a padre le ha salido barato, así que todos contentos. ¿Te apetece dar un paseo antes de tomar el té?

Aquella tarde iban a contar con la honrosa presencia de una visita a la hora del té: un tal señor Spurrey, un viejo amigo del señor Wither.

El señor Spurrey honraba a tan pocas personas con su amistad que aquellas afortunadas le concedían una importancia desmesurada a sus visitas y más bien parecía como si fuesen a recibir al mismísimo Dalai Lama. Una vez que el señor Wither anunció, mientras leía una carta en el desayuno, que Gideon Spurrey pensaba aventurarse por el vecindario el siguiente viernes por la tarde, y que pensaba visitarlos en The Eagles, un vibrante aire de emoción y solemnidad se propagó por toda la casa. Se dieron instrucciones a las sirvientas para que preparasen los sándwiches y pasteles favoritos del señor Spurrey, se le indicó a Saxon que fuera a buscarlo en coche a la mansión donde se hospedaba y el señor Wither advirtió a todas las mujeres que el té se serviría a las cuatro y cuarto, ni un minuto antes ni un minuto después. Tina y Viola debían tener el pelo ya arreglado (o dejar zanjado cualesquiera asuntos que les hacían llegar siempre tarde a las comidas), Madge debía interrumpir o aplazar cualquier partido que tuviera previsto disputar aquella tarde y la señora Wither debía prescindir de la siesta. A las cuatro en punto las cuatro mujeres y el señor Wither debían estar sentados en el salón, muy tiesos, para recibir al señor Spurrey.

Así que cuando Tina, a las tres menos cuarto, le sugirió a Viola que fueran a dar un paseo, esta le respondió:

—¿Y qué pasa con el señor Spurrey? ¿Tenemos tiempo?

—Ay, Dios mío, claro que tenemos tiempo. Si solo vamos a dar un paseo pequeño. ¿Qué te vas a poner?

—Con esto mismo valdrá.

—Yo también; me cambié después de comer a propósito. Lo único que tenemos que hacer cuando volvamos es maquillarnos un poco. Vamos, por el amor de Dios, necesito aire fresco.

Viola estaba acostumbrada a esos pequeños arrebatos de desesperación que le daban a Tina cuando necesitaba tomar el aire; ataques que afloraban de repente procedentes de las hambrientas profundidades como tifones en un mar calmo. Eligió un par de guantes limpios (Shirley le había enseñado, cosa que había aprendido de alguna autoridad desconocida, que era más elegante llevar guantes y no llevar sombrero, antes que llevar sombrero y no llevar guantes) y así se marcharon, con la firme intención de regresar al cabo de una hora justa.

La energía y la belleza de la tarde de primavera, el hecho de que cada una llevara un vestido nuevo y favorecedor y la perspectiva de un paseo por la fresca linde del bosque antes del terrible suplicio de tomar el té con el señor Spurrey las colmó de alegría. Además, una vez que el señor Spurrey se hubiera marchado, tendrían todo el tiempo del mundo para reírse de él, y el hecho en sí ya les provocaba risa. Caminaron por el bosque hablando casi a gritos, balanceando los brazos, dando patadas a las ramillas que se iban encontrando por el suelo, recogiendo aquí campánulas azules y arrancando allá ramilletes de hojas frescas, totalmente convencidas de que les daría tiempo a llegar tranquilamente hasta el cruce antes de tener que dar la vuelta. Hacía tiempo que no tomaban aquel camino, así que decidieron bordear la carretera.

El paseo era tan agradable que no se percataron de que un sigiloso racimo de nubes se aproximaba por el cielo brillante; se encontraban a una milla larga de The Eagles cuando una voz las llamó a gritos, en un tono a medio camino entre la advertencia y la complacencia:

—¿No veis que van a caer chuzos de punta? ¡Esos vestidos tan bonitos se os van a poner chorreando!

Levantaron la vista sobresaltadas y allí, sobre una conejera junto a la linde del bosque, vieron al Ermitaño mirándolas con ternura. Al Ermitaño le agradaba la compañía femenina, pero no podía disfrutar de ella muy a menudo. Pasaba buena parte de su tiempo con la señora Caker quien, debido a su orgullo de pazpuerca y a las reminiscencias de las anteriores glorias de los Caker, no soportaba ver la silueta del Ermitaño plantada en el jardín delantero. Sin embargo, no tardó en derretirse al calor de sus lisonjas. A los dos les encantaba cotorrear, así que se sentaban en la trascocina (la señora Caker al principio no lo dejaba pasar al salón) y se enfrascaban en alguna tarea absurda e innecesaria como clasificar viejos periódicos o despegar las etiquetas de los tarros de mermelada (que el Ermitaño coleccionaba). Y sobre todo a hablar sin parar hasta quedarse afónicos.

—Les gusta salir a ustedes sin sombrero, ¿me equivoco? —continuó el Ermitaño—. Vaya muchachas tan sensatas. Es bueno para los pelos, ya lo creo que sí. Te los deja sanísimos, miren los míos. —Sacudió sus grises rizos—. Así uno parece más joven; con una buena melena, claro que sí. Dígame —a Viola—, ¿cuántos años me echa usted?

Empezó a chispear.

Tina y Viola empezaron a correr en dirección a la linde del bosque, alejándose todo lo posible del Ermitaño. Una vez allí, se resguardaron bajo el fino palio que formaban las hojas de haya. Nerviosas, levantaron la vista hacia las nubes, bajas y compactas.

—¡Eh! —exigió el Ermitaño—. ¿Que cuántos años me echa?

Viola miró a Tina de reojo y esta negó con la cabeza. Las dos siguieron mirando al frente con la vista perdida en el horizonte. El vestido de Viola tenía marcas oscuras causadas por los goterones y a Tina las ondas del pelo se le habían aplanado.

—¿Que cuántos años me echa? —bramó de pronto el Ermitaño. Estaba haciendo bocina con las manos y se había puesto de puntillas.

—¡Ay, santo cielo! ¿Cómo quiere usted que lo sepa? ¡Alrededor de sesenta, me imagino! —contestó Tina, girándose de forma violenta y lanzándole una mirada de consternación—. Vi, ¿te apetece echar una carrera? No creo que nos empapemos más de lo que lo estamos haciendo aquí, y van a dar las cuatro menos veinte.

—¡Setenta y seis! —dijo el Ermitaño en tono triunfal asintiendo con la cabeza, sin moverse de su posición y con los rizos ya chorreando—. ¡Pero estoy hecho un chaval! ¡Un chaval! Y, ¿por qué?, se preguntarán ustedes (en todo todito, perdonen que les diga, no solo en los pelos). Porque vivo en medio de la naturaleza, al aire libre, como Dios nuestro Señor nos enseñó. ¡Por eso!

—Sí, creo que será mejor que echemos a correr —respondió Viola, mirando también de soslayo al Ermitaño; uno nunca sabía con certeza lo que iba a decir a continuación, pero podía imaginárselo—. ¿Crees que nos regañarán?

—Eso me temo… —dijo su cuñada muy seria.

La cosa no era tan grave, se trataba solo de llegar tarde al té, pero el señor Wither tenía la costumbre de hacer una montaña de un grano de arena y no cabía la menor duda de que iban a llegar tardísimo, pues cuando pusieran un pie en la casa, tendrían que cambiarse de ropa. El agua les chorreaba por la cara y tenían los zapatos y las medias llenos de salpicaduras. «Vaya pinta debemos de tener», pensó Tina, pero Viola estaba demasiado alarmada para preocuparse por su aspecto. Para colmo, solo le quedaban nueve libras; ¿la echaría su suegro de casa si llegaba tarde al té?

—¡Pueden quedarse un rato en mi casa, señoras! —les aconsejó el Ermitaño—. «Mi casita gris del oeste», como dice la canción.[7] Aquí hay sitio de sobra. Así se secarían la ropa ustedes. Quítensela si quieren y acurrúquense calentitas junto al fuego. No me se apuren. ¡Dios las bendiga! ¡Ea! ¿Qué me dicen?

Tina, mordiéndose el labio, clavó la vista en sus zapatos. La lluvia se deslizaba lentamente por su pelo y hacía un charco bajo las puntas chorreantes.

—¡Tina! —la apremió Viola—. Démonos prisa. Son casi las cuatro menos diez.

Tina levantó la vista; en ese preciso instante sonó la misma bocina arrogante y prolongada que Viola había oído a través del bosque crepuscular su primera noche en The Eagles y un enorme coche granate, de esos que podrían describirse como semideportivos, apareció por la carretera y pasó como una exhalación junto a ellas, con el limpiaparabrisas funcionando a toda pastilla y los faros y el morro cortando el viento.

A Viola, muy impresionada, ni siquiera se le ocurrió levantar la mano para pedir ayuda; además, el coche no iba en su misma dirección. Tina, que sabía a quién pertenecía, tenía la impresión de que de todos modos habría sido inútil tratar de hacerle señas. Entre tanto, el Ermitaño había desaparecido. Sin embargo, cuando se volvieron para mirar el coche y verlo perderse de vista, este aminoró la marcha y empezó a retroceder deprisa, pero con esmero. Una cabeza femenina que portaba un sombrero elegante y favorecedor se asomó por la ventanilla bajada y gritó:

—¿Quieren que las llevemos?

—Ay, es usted muy amable —exclamó Tina, chapoteando por el terraplén, por el que bajaba un torrente de agua embarrada—, pero me temo que no van ustedes en nuestra misma dirección. Queremos volver a la carretera de Chesterbourne.

—Bueno, no importa, siempre podemos dar la vuelta —dijo la muchacha con aplomo, y luego se dirigió a la persona que iba sentada en el asiento del conductor, y que se había girado hacia ella con una mano enfundada en un grueso guante de color claro apoyada en el volante—. ¿Verdad, Victor?

—Por supuesto que sí —respondió este educadamente, y esbozó una sonrisa.

A pesar de la sonrisa, saltaba a la vista que no le apetecía lo más mínimo dar la vuelta.

—Pero de verdad que no hace falta… —vaciló Tina—. Es muy amable por su parte… —Era consciente de sus greñas empapadas, de los zapatos embarrados de Viola (que, así mojados, parecían incluso más baratos de lo que eran en realidad), de lo elegante que era el coche y de lo patricios que parecían sus ocupantes. Pero, sobre todo, le fascinaron ese par de ojos oscuros, fríos a la par que brillantes, que la escrutaban burlones desde la parte trasera del vehículo.

—Entren, vamos —dijo Victor con un poco más de premura, y aquí volvió a mostrar su dentadura blanquísima—. Se están empapando…

Viola y Tina agacharon la cabeza y se introdujeron dócilmente en la parte trasera del coche, que no era lo bastante amplia para que cupieran tres personas con holgura y menos en esta ocasión, pues había varias maletas apiladas en el suelo. Cuando se sentaron, se apretujaron para no mojar al tercer pasajero, una muchacha de unos veinticinco años cuya sola presencia, resaltada por un abrigo amarillo y una falda de piel oscura, deslumbraba con una elegancia sobria y, aun así, llamativa.

Tina sonrió nerviosa al verla; se había quedado tan impresionada por la hermosa piel oscura con que estaban confeccionados sus guantes, sus zapatos y su bolso que durante los días que siguieron, cada vez que Viola mencionaba el incidente, era capaz de recordar, como si los tuviera delante, el brillo apagado de las puntas de los zapatos de la dama y de oler su tenue aroma, hasta entonces desconocido para ella, que nada tenía que ver con el de la piel de Rusia.

—¿Han salido quizás a dar un paseo? —dijo Hetty, reclinándose en su asiento, al lado de Victor. Se dirigía a Tina, pero incluía en su pregunta a la empapada Viola.

—Sí, hacía un día tan bueno que no pensábamos que fuera a empezar a llover.

—Sí, ha empezado de repente.

Viola murmuró algo y se movió levemente, puesto que vio que estaba mojando uno de los tobillos del ángel. Ésta lo retiró sonriendo con amabilidad.

Podía permitirse ser amable. La discreta elección del vestido de Tina, el rubor juvenil de Viola y el toque de distinción estudiantil de Hetty se vieron eclipsados por completo por el perfecto acicalamiento y la elegancia de aquella morena desconocida. En comparación, ellas no eran más que tres mujeres sin una pizca de gracia ni de estilo.

De entre las tres, sin embargo, Hetty era la única a la que esta circunstancia no le importaba lo más mínimo. Aquel ángel tan bello tenía nombre, se llamaba Phyl Barlow y al parecer no tenía dos dedos de frente. Sin pensárselo dos veces, Hetty miró de forma franca a Tina y entabló conversación con ella mientras el coche avanzaba a toda prisa por la mojada milla que los separaba de The Eagles. Pronto descubrieron que ambas tenían algunos conocidos en común en el vecindario y recordaron que su tía, la señora Spring, había conocido a la madre de Tina, la señora Wither, el año anterior en el Comité para el Baile de las Enfermeras de Chesterbourne.

No iba a dejar escapar la oportunidad de conocer a la más joven de las señoritas Wither. Tenía un aspecto tan melancólico… Debía de ser la más interesante psicológicamente de las dos, en más de una ocasión la había visto curioseando entre los anaqueles de la librería de Chesterbourne.

—Esta es mi cuñada —murmuró Tina, acordándose de ser educada y señalando a Viola. El vehículo se detuvo en la puerta de The Eagles. No había ni rastro del coche de los Wither ni de Saxon ni del señor Spurrey. Probablemente hubieran llegado antes de tiempo. ¡La cosa se ponía cada vez más fea!

Viola, que había estado observando con disimulo al joven adonis que conducía (para diversión de la señorita Barlow), se volvió hacia Hetty con su alegre sonrisa y dijo, saliendo del coche con dificultad:

—Muchísimas gracias por habernos traído.

—No hay de qué —respondió Victor. Había supuesto que se estaba dirigiendo a él, cuando en realidad estaba demasiado impresionada para hacerlo—. Espero que no pillen ustedes un resfriado. —Se levantó el sombrero; aquel «ustedes» indicaba que al menos se había fijado en que eran dos, a pesar de no haber vuelto la vista atrás ni haberles dirigido la palabra en todo el viaje.

Viola corrió temblando hasta la casa. Llevaba consigo una imagen tan elegante de la masculinidad que se sintió abrumada. ¡Qué anchura de hombros, qué piel tostada por el sol, qué perfil nítido y ligeramente militar, qué bigote diminuto y qué ojos brillantes de color avellana, qué mirada escrutadora bajo esas cortas y densas pestañas!

«Es el hombre más guapo que he visto en mi vida —pensó, desprendiéndose de sus ropas mojadas, que llevaba pegadas al cuerpo, una vez alcanzó el enorme y helado dormitorio—. Me recuerda a alguien, pero no sé a quién (ay, Dios mío, qué tarde se nos ha hecho… Espero que la cosas no se pongan demasiado feas. Cómo odio vivir aquí).»

Bajó corriendo las escaleras abrochándose el vestido y, al girar el pomo de la puerta del salón, de donde procedía un fúnebre susurro de voces, supo de súbito a quién le recordaba. ¡Al joven que anunciaba Llama-Pyjamas! ¡Eso es! ¡A él!

Bastante satisfecha ya, entró en la sala.