Capítulo III
La misma mañana de abril que Viola llegó a The Eagles, la señora Spring, de Grassmere, se encontraba en la sala de día echando un vistazo al Daily Express y dando sorbitos a su zumo de naranja recién exprimido.
Victor ya se había marchado a Londres. La casa aún se estremecía a causa de su partida: ahora que la virtud se había ido, se había quedado sola a merced de las mujeres y el servicio hasta que se hiciera otra vez de noche y su hijo regresara de nuevo junto a ella.
No había abierto la boca durante el desayuno, salvo para decir que volvería para la cena, y solo una vez había mirado por la ventana porque algo, un destello de un blanco inapropiado, le había llamado la atención. Margaritas, cinco, en la suave hierba que sus jardineros mantenían inmaculada.
Sin embargo, no tardó en volver a sumergirse en el periódico sin fruncir el ceño. A eso de las diez las margaritas ya no estarían allí; los jardineros se ocuparían de hacerlas desaparecer en su rutina diaria.
La casa y los jardines se asemejaban al decorado de una comedia musical pasada de moda. Los ladrillos eran de un intenso rojo cadmio; la madera, que abundaba, de un blanco deslumbrante. En cuanto ambos materiales perdían su frescura, Victor los mandaba limpiar y pintar, no porque le disgustara la dejadez, sino porque no daba pie a que existiera; y todas las habitaciones de aquella mansión cálida y perfectamente equipada recibían el mismo estricto tratamiento.
Si se derramaba un poco de ginebra sobre un cojín de terciopelo granate con gruesos flecos plateados, entonces el cojín desaparecía y otro, uno de satén con iris bordados en catorce tonos naturales que costaba cuarenta y nueve chelines y once peniques, ocupaba su lugar. Si un cenicero con la forma de un encantador Sealyham Terrier sentado sobre sus patas traseras caía al suelo y se rompía una oreja, desaparecía y aparecía otro con forma de Cairn en actitud de súplica coqueta por el mismo precio: treinta y siete chelines y seis peniques.
Doradas cestas de mimbre llenas de plantas estacionales en flor colgaban sobre el agradable porche que discurría a lo largo de la casa. En el suelo, un grupo de perros tumbados al sol ni siquiera se molestaba en desviar la vista hacia la cristalera, pues los cinco sabían que, como se les ocurriera entrar, recibirían unos buenos azotes.
Pasadas las tres pistas de tenis, los rododendros descendían hasta la orilla del Bourne, donde Victor disponía de un embarcadero privado, el hogar de su velero, una pequeña chalana con motor fuera borda. De vez en cuando se atisbaba una vela blanca por encima de los verdes arbustos, o la vela parcheada de una gabarra, del color de un lirio atigrado, que aparecía en el horizonte en su lento camino hacia Chesterbourne.
Daba la impresión (placentera o no tanto, depende de si a uno le gustaban las celebraciones) de que el ritmo al que funcionaban la casa y los jardines era más rápido que el de otros lugares, como si siempre estuviese a punto de celebrarse una fiesta. Esto se debía a que los pasillos de parqué y las lujosas habitaciones, en las que no había ni un solo libro a la vista, estaban poblados de todo tipo de sonidos joviales, aunque soportables. Cuando no era una bonita sirvienta la que le pasaba el Hoover a una alfombra (la señora Spring odiaba a las sirvientas feas; la deprimían), era una música alegre que sonaba en el aire procedente de una radio que estaban revisando para la fiesta del siguiente fin de semana, o un joven jardinero silbaba mientras trabajaba, o la señora Spring que se sentaba a tocar la Danza del Pañuelo en su pianola. El teléfono sonaba cada media hora más o menos. Lujosas camionetas de Harrods, de Fortnum & Mason y de Cartier llegaban continuamente a la casa y de ellas salían paquetes lisos y de apariencia carísima que eran conducidos al interior de la casa de forma triunfal. Eran para la señora Spring, cuyo pasatiempo preferido era comprar cosas.
El dinero, gastado a lo grande, corría por la casa a raudales, semejante a la Corriente del Golfo, calentando las habitaciones, haciendo sonreír a las doncellas y silbar a los jardineros, atrayendo a las camionetas hasta la puerta misma de la mansión. Victor trataba a ese dinero no como a un tirano al que hay que lisonjear o intimidar a partes iguales, sino como a un viejo amigo: lo invitaba a una ronda, por así decir, y se bebía otra a su salud. El dinero y él se entendían a la perfección; no tenía más que silbar para que el dinero acudiera.
Su padre le había dejado un valle entero en Kent colmado de parterres de frutos del bosque, y una fábrica preparada para enlatar su producción, y eso le reportaba unos buenos ingresos; pero Victor había utilizado la marca Sunny Valley como un mero trampolín. Últimamente había ampliado sus intereses (por decirlo suavemente). Era un hombre rico y previsiblemente lo sería aún más y más conforme fuera pasando el tiempo.
A pesar de lo fastuoso de su residencia, nunca gastaba más de lo que ganaba y no era aficionado a contraer deudas. En realidad, para ser un joven tan rico y con tantas perspectivas de serlo mucho más, vivía con bastante modestia. Sus gustos eran sencillos: baste decir que le gustaba lo mejor, y en abundancia.
La señora Spring, hija de un médico rural, y situada uno o dos peldaños por encima de su difunto marido en la escala social, también disponía de una confortable suma que le había dejado el señor Spring. Parte de ella la empleaba en procurarse tratamientos de belleza que de nada servían: su piel sabía que tenía cincuenta y dos años y que se extendía por un cuerpo no demasiado saludable, por lo que se negaba a esconder los estragos del tiempo. Vestía a la moda, acorde a su edad. Su delicado estado de salud la volvía irritable, pero en el fondo estaba satisfecha. Vivía el momento, no se dejaba llevar por la imaginación, disfrutaba entreteniendo a sus muchos amigos, quería con locura a Victor y trataba de tener paciencia con su sobrina Hetty, lo cual no era fácil.
Estaba desayunando más temprano que de costumbre porque pensaba bajar de compras a Londres. Aquellas excursiones eran lo que más le gustaba en el mundo; lo único que lamentaba era no tener una hija con quien compartir su afición.
Hetty no servía para ir de compras. No se tomaba interés, a menos que la señora Spring tuviera que ir corriendo a la sección de librería de Harrods a comprar un libro con fotografías de perros y caballos que costaba dieciocho chelines para una amiga muy interesada en tales animales. Entonces el problema era sacarla de allí. Era una muchacha exasperante. «Doña Sabihonda», la llamaba Victor, porque le entusiasmaba la poesía y ese tipo de cosas inútiles.
No obstante, Hetty iba a acompañar ese día a su tía a la ciudad porque ya había empezado el buen tiempo y se avecinaba un alegre y ajetreado verano con muchos invitados, fiestas y excursiones en Grassmere, y las damas debían contar con un buen surtido de vestidos adecuados para la ocasión.
La señora Spring trató de relajarse mientras daba sorbitos a su zumo y hojeaba las de todo menos relajantes páginas del periódico. Estaba empezando a impacientarse por la ausencia de Hetty, que debería estar ya vestida y lista para salir. Su sobrina había desayunado y acto seguido se había escabullido. Siempre hacía lo mismo, para disgusto de la señora Spring, que habría deseado tener a su lado a alguien a quien pedirle consejo y con quien discutir los planes del día.
Además, puede que Hetty desapareciera en el último momento, cosa que ya había ocurrido en una ocasión en la que habían perdido el tren. Incluso Victor se había enfadado muchísimo con Hetty por eso: no le entraba en la cabeza cómo alguien podía perder el tren. No era muy tolerante a este respecto.
Aquel día tenían tiempo de sobra, pero la señora Spring se sentía intranquila. Llamó a la criada y le dijo:
—Ve a ver si la señorita Hetty está en su habitación y dile que baje.
La chica, una guapa muchachita de Merionethshire, apareció por la puerta:
—Sí, señora. —Y salió de nuevo, pero no se dirigió al piso de arriba.
Los niveles de exigencia nada relajados de Victor mantenían el interior de Grassmere nuevo y reluciente, y lo mismo ocurría con los jardines. Pero, como un rey cuyo imperio es tan vasto que no encuentra tiempo siquiera para visitar a ciertas miserables tribus de las fronteras, Victor nunca se adentraba en las profundidades del huerto, un desierto de desechos, armazones en desuso, pilas de estiércol y una enorme tina para el agua de lluvia que en su día estuvo pintada de un vivo azul turquesa.
El clima y el paso del tiempo la habían descolorido y ahora brillaba serena en contraste con el manto de flores rojizas y blancas que cubría el pequeño huerto, repleto de manzanos en flor. Los almendros también estaban en ciernes, así como el cerezo, el peral, con una cascada de estrellas blancas, y el manzano silvestre, teñido de un rosa oscuro. Hetty se sentó sobre tres viejos ladrillos apilados, con la espalda apoyada en la tina y un libro en las rodillas, contemplando al más joven de los jardineros, un apuesto muchacho con cordeles de rafia atados aquí y allá que murmuraba sin parar:
—Ya sabe cómo es el señor Spring, señorita Hetty. Le gusta estar al tanto de todo.
—Sí, ya lo sé, pero seguro que no se da cuenta si hay un cerezo de más.
—¿Que no? Seguro que me pilla con las manos en la masa, señorita Hetty. Además, eso se sale de mis menesteres. ¡Con toda la faena que tengo!
—Podría plantarlo yo —sugirió ella con entusiasmo.
—No, no podría, señorita Hetty, perdóneme que se lo diga. Hasta un arbolillo sin gracia como este —señaló un pequeño cerezo— necesita su tiempo… Hay que hacerlo bien. Como no se haga bien, se nos muere. No lo querrá usted, ¿verdad que no?
Su joven voz, en la que las vocales neutras que le habían enseñado en la escuela iban siendo reemplazadas por las naturales del condado del que procedía, más abiertas, era dulce y amable, como si le estuviera hablando a un niño, pero también sonaba divertida. La señorita Hetty no era tan pavita como la mayoría de las chicas de su edad y le hacía gracia.
—No, claro que no… —respondió con brevedad, desviando rápidamente la cabeza para admirar aquella encantadora nube de flores. Sus ojillos azules estaban hundidos y ligeramente empañados de tanto leer. Mostraban un halo de resentimiento que nunca los abandonaba, salvo cuando veían un libro o el nombre de un escritor.
—Verás, Heyrick… —empezó de nuevo, tras una pausa, pero enseguida se interrumpió. Después continuó—: ¿Te gusta la música?
—No tengo mucha idea, señorita Hetty.
—Bueno, ¿conoces una canción que se llama In summertime on Bredon?
—¿No es esa que suena así? —Y Heyrick se puso a silbar de maravilla, tan fuerte como un mirlo.
—¡Ésa! ¡Ésa! ¿Cómo diantres lo has sabido?
—La pusieron anoche en la radio, señorita Hetty. Muy buena, sí, señor.
—Y la letra…, ¿te acuerdas de la letra?
Él sonrió de oreja a oreja.
—Ni siquiera me fijé en ella, señorita Hetty.
—Bueno, no importa. El caso es que es muy bonita y el hombre que la escribió acaba de morir. Por eso quiero plantar el cerezo. En su memoria.
Heyrick asintió con la cabeza; su mirada divertida se había tornado más profunda.
—Era un escritor… Un verdadero poeta —le explicó, abrazándose las rodillas y observando con detenimiento la blanca cascada estrellada («El peral alto y nevado»)—. Un verdadero poeta.[3]
—¿Como Kipling? Leímos algo de Kipling en la escuela. «Si», creo que se llamaba. Aunque ya casi ni me acuerdo.
—No tiene nada que ver con Kipling —corrigió Hetty—, aunque Kipling es un escritor maravilloso también. Pero está pasado de moda, según dicen (¡zoquetes!). En fin —dijo poniéndose en pie sin ninguna elegancia y sacudiéndose la falda—, gracias, Heyrick. No importa, creo que no merece la pena armar tanto alboroto. Se me ocurrió que, como un cerezo silvestre normalito solo cuesta siete chelines y seis peniques, podía comprar uno y plantarlo en algún sitio. Debí imaginarme que no era posible…, aunque no será por falta de espacio.
—Y que usted lo diga, señorita Hetty —asintió Heyrick, percatándose de su propia pereza.
Hetty se caló el sombrero sobre sus ojos resentidos y ya se estaba inclinando para coger su caro bolso de mano del suelo cuando la pequeña Merionethshire apareció por detrás de la tina. Estaba sin aliento.
—Por favor, señorita Hetty, la señora dice que entre. La está esperando.
—¿Te ha dicho ella que me busques aquí?
El tono de Hetty era de alarma. La tina, en el único recoveco descuidado de Grassmere, era el rinconcito en que se refugiaba para leer poesía.
—En realidad, no, señorita Hetty. Me dijo que subiera a buscarla a su cuarto, pero creí que sería más probable que estuviera usted aquí, con la mañana tan buena que hace. Y como Heyrick dijo…
—De acuerdo, gracias —dijo Hetty interrumpiendo aquella cantarina retahíla con acento de Gales—. No le cuentes a nadie que me gusta venir aquí, ¿eh? ¿Me oyes, Davies? A veces se agradece un poco de tranquilidad.
—Descuide, no lo haré, señorita Hetty —prometió Merionethshire con un ligero tono de condescendencia en la voz, pero de buena gana y convencida. Un secreto era un secreto, aunque el asunto no fueran los chicos. Mejor un secreto que no tener ninguno.
—Pobre señorita Hetty —dijo Merionethshire cuando Hetty se hubo ido, volviéndose hacia Heyrick con su roja boquita de amapola, sus mejillas de peonía y sus ojillos de pensamiento—. Creo que debería casarse.
—Pues no es la única. —Y Heyrick se cernió amenazadoramente sobre la pequeña Merionethshire, que rompió a chillar cuando se vio engullida por los pantalones de pana y los cordeles de rafia.
—¿Dónde te habías metido, Hetty? —le preguntó de mala gana la señora Spring, poniéndose los guantes—. Ojalá no te escabulleras de ese modo cada vez que intento hablar contigo.
—Lo siento, tía Edna.
Tomaron asiento en el coche, que se puso en marcha cuando la señora Spring empezó a desgranar el programa del día.
Hetty permaneció en silencio, ataviada con el elegante conjunto de abrigo y falda que su tía le había escogido y que llevaba sin ninguna gracia. Era una chica rolliza de poco más de veinte años con el pelo negro recogido en un moño despeinado, tez enfermiza y unos rasgos pequeños y bien formados que, inesperadamente, terminaban resultando atractivos.
Era la única hija de la única hermana que la señora Spring había tenido; los padres de Hetty habían muerto y llevaba viviendo con su tía y con su primo Victor desde que tenía cinco años. Su madre le había dejado una asignación anual de varios cientos de libras, pero la señora Spring no consideraba que una joven pudiera vivir decentemente con semejante miseria y tan insistente había sido en llevársela a vivir con ellos, que al final se salió con la suya.
La señora Spring quería mucho a su hermana; el cariño que había sentido por ella había sido la experiencia más profunda de toda su rutinaria vida y esperaba que, llevándose a Hetty, quizás traería de vuelta a su hermana Winny.
Pero Hetty había salido a su padre: a los fracasados (esto es, los pobres) Franklin, que eran todos o maestros o clérigos o libreros, esto es, unos auténticos muermos, con la nariz siempre metida en los libros, los calcetines siempre llenos de agujeros y las cuentas siempre revueltas. Hetty era una chica decepcionante en todos los sentidos. Lo único que la señora Spring podía hacer por su futuro, era dejar que Victor cuidara de sus inversiones; en cuanto al resto de cuestiones de la vida, ella misma se encargaría de elegirle la ropa y buscarle un buen marido.
No es que la señora Spring fuera una fanática del matrimonio, claro que no; circulaba mucha basura sobre esa noble institución, y hoy en día las jóvenes podían pasárselo realmente bien (entre bailes, equitación, espectáculos, vuelos, fiestas, yates y partidos de golf) sin tener necesariamente que casarse, sobre todo si tenían dinero.
Sin embargo, Hetty no lo tenía. A la señora Spring le parecía que cien libras al año no era dinero: se habría llevado a las mil maravillas con esos malhechores que comparan con desprecio las cantidades pequeñas con el pienso de los pollos. Hetty era también una muchacha disconforme y rara a la que solo le gustaban los libros escritos por intelectuales de dudosa moral. Así que, cuanto antes se casara con alguien decente, mejor.
Hetty, por su parte, aunque no tuviera el valor de decirlo, consideraba que la vida en Grassmere era burda, fútil y tediosa. (No paraba de preguntarse qué habría dicho de ella el doctor Johnson[4] si la hubiera conocido, y se pasaba el día inventándose conversaciones imaginarias con él sobre la gente que acostumbraba a visitarlos para pasar los fines de semana: «Coincidirá conmigo, señor, en que don Menganito está loco, y de remate, pues para colmo no es consciente de su locura»). Los intereses de su tía la aburrían, y en cuanto a su primo Victor, no sentía ninguna atracción por su falta de imaginación.
¿De qué le servía a un hombre ser guapo si era un estúpido?
En Grassmere no podía hablar de libros con nadie.
En Grassmere, de hecho, nadie leía libros. En ocasiones pasaban el rato leyendo alguna novela de intriga que tomaban prestada de la biblioteca Boots[5] de Chesterbourne, pero por lo general centraban sus atenciones en el Tatler, el Vogue, el Sunday Pictorial, en Homes and Gardens y en aburridas revistas sobre coches y lanchas fuera borda. Estas publicaciones competían ferozmente con la radio, la pianola, el teléfono, las visitas, los chismorreos y los perros. Y normalmente las revistas perdían la batalla.
Hetty había descubierto su pasión por la poesía (la palabra, a menudo demasiado fuerte para la breve experiencia que describe, no alcanzaba a expresar la magnitud de sus sentimientos) en la escuela, y a partir de entonces había intentado ahondar en ella. Ahora debía satisfacerla en secreto, pues su tía y su primo, o bien se reían de ella, o bien la criticaban. No les gustaba que las jóvenes fueran listas y diferentes. Las jóvenes listas y diferentes, pero que no eran lo suficientemente listas y diferentes como para tener una carrera, recibían para ellos un nombre diferente: eran sencillamente unas inadaptadas. Y si, como Hetty, no eran muy dadas a las fiestas, a la equitación, al tenis, al esquí, a volar en aeroplano, a los yates o a jugar al golf, eran decididamente un problema, un auténtico dolor de cabeza para los que las rodeaban.
Hetty se volvió para contemplar The Eagles cuando el coche pasó por delante; le encantaba admirar la oscura casa alta y gris en la que vivía el señor Wither y las tristonas de sus hijas. Hetty nunca había cruzado una palabra con ningún miembro de la familia, pero le gustaba imaginarse el interior de la casa y cómo sería la vida de sus moradores; la imaginaba llena de extrañas complejidades psicológicas, como el escenario de una de esas novelas modernas.
La casa, con sus lúgubres arbustos sin flores y sus ventanas provistas de oscuras cortinas, le suscitaba el mismo encanto que una de aquellas mansiones que aparecían en los cuentos de Chéjov. Era tan distinta a Grassmere, donde todo era rabiosamente nuevo…
«Ojalá pudiera escaparme —pensó Hetty con nostalgia cuando el coche viró para internarse en el patio de la estación— y vivir en una casa como The Eagles, donde se respira paz y la vida está llena de una belleza callada y melancólica».
—¡Hetty, hija mía, tu bolso! —exclamó la señora Spring en tono exasperado.
El conductor se agachó y lo recogió con cuidado de la cuneta.