Capítulo X
En cuanto Viola entró en el comedor, se dio cuenta de que algo ocurría. Sus ánimos, que habían rozado las nubes tras su charla mañanera con Hetty, fueron decayendo de nuevo al mismo nivel de antes de salir de casa. Tina y Madge, que ya estaban sentadas a la mesa, tenían un aspecto bastante jovial. Observó, sin embargo, que la señora Wither miraba sonrojada al suelo y que el señor Wither parecía enfadado.
—Siento llegar tarde —murmuró Viola.
—No. Oh, no. Solo es la una. Lo que pasa es que hoy hemos empezado un poco antes —contestó la señora Wither con aire ausente.
Comenzaron a comer. El señor Wither mantenía la mirada gacha. Aquello no auguraba nada bueno.
«¿Qué voy a hacer esta tarde? —pensó Viola—. ¡Qué días más largos! Es horrible. Y encima, ahora esto».
—¿Cómo te ha ido con tus clases? —decidió preguntarle a Tina, demasiado nerviosa para permanecer sentada en silencio.
—Nada mal, creo. No es tan difícil como imaginaba. Me ha gustado. Mañana he quedado para dar otra, a las once… Suponiendo que puedas prescindir de Saxon a esa hora, padre…
El señor Wither no dijo nada.
—La semana que viene es el Baile de las Enfermeras, ¿no es así? —observó Madge tras una pausa—. ¿Han llegado ya las entradas? Este año se están retrasando; normalmente están aquí sobre el veintiséis. Supongo que es por aquel malentendido que hubo cuando lady Dovewood cambió la fecha…
El señor Wither alzó la vista. Tenía la vista fijada en Viola.
—Querida, he de decirte que esta mañana vino alguien a verte —dijo el señor Wither—. En bicicleta.
Silencio. Todo el mundo tuvo la impresión de que si la visita de Viola hubiera llegado en Rolls Royce, al señor Wither no le habría parecido extraño.
—¿A mí? —tartamudeó Viola, ruborizándose—. ¿Quién era?
—Tu tía, creo. Vestida de enfermera.
Silencio. El señor Wither se llenó la boca de pepinillos.
—Ah, ya. —Viola respiró aliviada y sonrió—. ¡Es que es enfermera! Mi tía Lizzie. ¿Estaba bien? ¡Mira que venir hasta aquí en bicicleta! Ella no cubre la zona de Sible Pelden. Solo llega hasta New Chesterbourne, a los barrios bajos. ¿Dejó algún recado?
—Estaba vendiendo entradas para el Baile de las Enfermeras, creí entender —musitó el señor Wither. Seguía metiéndose pepinillos en la boca—. Como es obvio, no podía comprárselas. Tuve que explicarle (con todo detalle) que lady Dovewood siempre nos procura las entradas. Y hablando de eso —dejó el cuchillo y el tenedor en la mesa, se metió dos dedos en el bolsillo del chaleco y sacó un puñado de cartoncitos de color rosa—, aquí están, Emmie. Llegaron esta mañana. Será mejor que las guardes tú.
—Sí, querido. —La señora Wither cogió los cartoncitos, los contó y luego levantó la vista—. Han enviado una de más, querido. Aquí hay cinco. ¡Cómo han podido equivocarse en eso! ¿Ya las has pagado, Arthur?
El señor Wither asintió y señaló subrepticiamente con la cabeza a su nuera, que estaba muy tiesa.
—¿Para mí? Oh, vaya, muchísimas gracias, de verdad, señor Wither, ¡qué amable por su parte! —tartamudeó presa de la emoción—. ¡Qué maravilla! ¿Cuánto les debo?
—¿Cómo…? —preguntó el señor Wither sobresaltado—. ¿Qué? ¡Tonterías! Todo el mundo va al Baile de las Enfermeras. Es solo una vez al año.
—Sí, pero me gustaría pagarme mi entrada —insistió Viola sin mucho afán—. Disfrutaré muchísimo más si se me permite pagarla.
Silencio
—Me refiero —balbuceó. Tenía la cara de color escarlata—, me refiero a que ha sido muy amable por su parte, pero no quiero que derroche su dinero en mí…
Silencio. La señora Wither hizo tintinear el timbre para llamar a Fawcuss, y mientras esta retiraba los platos, Viola recuperó la compostura.
Sin embargo, ¡resultaba tan difícil mantenerla! La habitación parecía llena de deslumbrantes rayos de sol y el canto de los mirlos en el jardín sonaba tan alto y dulce que ella sentía ganas de cantar también. ¡Iba a ir al baile! ¡Y él estaría allí! Volvería a ponerse sus zapatos plateados de fiesta, se ondularía el pelo y se compraría unos pendientes de perlas nuevos en Woolworth (nadie sabría que se los había comprado allí. Por supuesto, una siempre sabía cuándo los pendientes de otras mujeres procedían de Woolworth, pero ellas nunca adivinarían lo de los suyos). Tal vez bailara con ella, un vals, lento y de ensueño o rápido y emocionante. Aún podía ver los enormes miriñaques blancos engalanados de flores flotando por la sala de baile en aquella película sobre una reina austríaca, La emperatriz de los corazones, se llamaba, y los jóvenes oficiales con sus chaquetas echadas sobre un hombro y sus relucientes botas altas. Se imaginó vestida con un miriñaque blanco, bailando un vals con Victor Spring y mirándolo directamente a los ojos.
—Viola… ¿manjar blanco?
—No, gracias —murmuró—. Sí, por favor, perdón.
Se comieron el manjar blanco en silencio. Tina también parecía rebosante de alegría. «Las cosas están mejorando —pensó Viola—. Madge tiene a su cachorro, Tina tiene a Saxon (bueno, todavía no lo tiene exactamente, pero espero que sea cosa de tiempo) y yo he estado hablando con su prima justo esta mañana y ella me ha invitado a ir a una de sus fiestas un día de estos (y a lo mejor lo conozco en el baile y me presenta a su madre y tal vez me invite también y entonces todo salga bien). ¡Y voy a ir al baile! ¡Voy a ir! ¡Voy a ir!».
«Saxon nos llevará en coche —pensó Tina—. Me pregunto si él bailará, y si le gustará bailar… Si lleva a las chicas a esos bailes en los Baños que se anuncian por Chesterbourne… No sé absolutamente nada de su vida y, sin embargo, siento que lo conozco. Me pregunto si tendrá novia». Este pensamiento no se le había pasado antes por la cabeza y le consternó, incluso en medio de su alegría de ensueño, descubrir lo mucho que le perturbaba.
Después del manjar blanco vino el queso. Una vez dieron cuenta de él, estas tres mujeres henchidas de alegría fueron libres de levantarse de la mesa y de marcharse a soñar a su antojo. Tina salió tranquilamente al jardín con una novela bajo el brazo, Madge se apresuró a la parte de atrás, para ver cómo Polo disfrutaba de su almuerzo y Viola se disponía ya a salir a toda prisa de la habitación para echar un vistazo a su guardarropa y prepararse para el baile cuando la señora Wither la retuvo del brazo.
—Viola, querida —empezó a decir la señora Wither. Su voz era tan amable que daba miedo—. Me gustaría hablar contigo de una cosa. Ven a la sala de día un momento, ¿quieres?
«Oh, por favor, Señor, que no me diga que al final no puedo ir al baile. Amén».
—Afirmativo, señora Wither. Quiero decir: por supuesto.
La señora Wither, que había cerrado misteriosamente la puerta de la sala de día, se sentó y dio unas palmaditas en la silla que tenía enfrente, en la que la pobre Viola se sentó. Estaba temblando.
Parecían estar en absoluta soledad. Ni el menor ruido rompía la quietud de la habitación, salvo el lento tictac de un viejo reloj en un rincón.
—Muy bien, querida. El señor Wither no está enfadado contigo por lo que pasó esta mañana —empezó a decir la señora Wither, abriendo al máximo sus ojos claros y dando a entender a Viola que, en realidad, sí que lo estaba—, pero le disgustó mucho la visita de tu tía, que vino así, en bicicleta, sin anunciarse ni nada. Y tú estabas fuera, por supuesto; tú habías salido corriendo a algún sitio como haces siempre… Oh, ya sé que no importa, no estabas haciendo daño a nadie, pero tu tía debió de pensar que era muy raro que no estuvieras aquí para recibirla. Y hubo otra cosa que molestó mucho al señor Wither. Tu tía sufrió un pequeño percance cuando se marchaba: la bicicleta debió de tropezar con una piedra y tu tía tuvo que saltar de ella de improviso; de hecho, por poco se cae y resulta que el señor Wither estaba mirando por la ventana justo en ese momento y eso lo alteró muchísimo. De hecho, el asunto le causó una fuerte impresión; estuvo a punto de bajar a ver si estaba herida. Así que la próxima vez, querida, si puedes decirle a tu tía que nos avise cuando vaya a venir, mucho mejor. No nos importa que tus amigos vengan, querida, por supuesto; nos encanta darles la bienvenida en tu nombre, pero nos gusta saberlo de antemano.
La puerta se abrió y Fawcuss asomó la cabeza.
—¿Qué ocurre, Fawcuss? —le preguntó la señora Wither armada de paciencia.
—Preguntan por la señora Theodore al teléfono, señora. Es una llamada de Londres.
—¡Oh, seguro que es Shirley! Lo siento, señora Wither —gritó Viola y salió corriendo de la habitación.
—¡Hola, cielo! —gritó la voz clara de Shirley, que sonaba tan fuerte y llena de vida que no parecía que estuviera a tantas millas de distancia—. ¿Cómo va todo? ¿Cómo están los Mustios?
—Oh, muy bien, gracias —contestó Viola, encendiéndose—. ¡Qué bien que hayas llamado! ¿Pasa algo o solo…?
—Escucha, cielo…, ¿están los Mustios haciendo su ronda por la mansión ancestral o estás tú sola?
—Sí, estoy sola, dime.
—Bien. Solo asegúrate de que nadie tiene la oreja pegada a la cerradura.
—Pierde cuidado. Estoy en el vestíbulo.
—Muy útil, por supuesto, poner el teléfono en el vestíbulo. Nadie puede planear un fin de semana salvaje sin que los demás se enteren. Escucha, cielo, ¿puedes venir al centro mañana y encontrarte conmigo en el Lyons Corner House de Oxford Street a las once? En la entrada principal. Tengo el día libre para ir de compras. Todo un detalle por parte del Calavera, ¿verdad?
—¡Oh, Shirley, me encantaría!
—¿Y qué te lo impide?
—Bueno, tendría que preguntarlo, claro.
—Ay, Dios. Está bien. Corre. No cuelgo. Diles que dirijo una casa de mala reputación y que queremos sangre fresca.
Viola fue corriendo hasta la señora Wither, que seguía sentada exactamente en la misma posición en que la había dejado, con aspecto paciente y ofendido.
—Oh, vaya, señora Wither, siento mucho haber salido corriendo de esa manera, pero es Shirley. Mi amiga, Shirley Davis, ya sabe. Tiene el día libre mañana para ir de compras y quiere que la acompañe. ¿Puedo, por favor? Podría coger el autobús temprano y estar de vuelta a tiempo para la comida… para la cena, quiero decir.
—Puedes hacer lo que te plazca, querida —dijo la señora Wither en tono reprobatorio—. Eres tu propia dueña, por supuesto. Ha avisado con muy poca antelación, ¿no crees?
—Sí, eso es lo que lo hace tan bárbaro. Es toda una sorpresa. ¿Puedo ir entonces, por favor, señora Wither?
—Por supuesto, querida. Y creo que deberías intentar llamarme madre; suena mejor.
—Sí, señora Wither… digo… madre. Muchísimas gracias.
Salió corriendo como una flecha y dejó a la señora Wither suspirando. «Vulgar, hedonista, poco amante de la vida hogareña, derrochadora y encima no se comporta en absoluto como debería hacerlo una viuda. Ay, no hay miel sin hiel». La señora Wither se inclinó y puso bien la alfombrilla.
—¡Que sí, Shirley! ¡Que puedo ir!
—Bien. Espero que nadie se haya herniado del esfuerzo. Bueno, tú espérame en la puerta principal del Lyons Corner House de Oxford Street mañana a las once. (Puedes coger un metro que te lleva directamente desde Liverpool Street hasta Tottenham Court Road). Hasta mañana entonces.
—Hasta mañana, Shirley, y gracias mil.
—Vi… oye, Viola… ¿hola?… ¿sigues ahí?
—Sí.
—¿Tienes dinero?
—Cinco.
—¿Chelines o libras?
—Libras.
—¡Estupendo! Mañana nos gastaremos un par de ellas.
—Genial. Adiós, querida.
Viola colgó y subió a toda prisa las escaleras hasta su habitación con la cabeza llena de deliciosas fantasías. «¡Como si el baile no fuese ya bastante, ahora esto! No quieres caldo, pues toma dos tazas —pensó plantada delante del armario mirando dos vestidos de noche lacios y descoloridos pero sin prestarles atención—. ¿Qué me pongo mañana?… No tengo guantes limpios… Tengo que lavarlos… ¡Oh, pero qué feos son mis zapatos!».
De repente salió de su ensueño y se dio cuenta de que sus zapatos de baile plateados estaban ya muy deslustrados, tenían las puntas rozadas y les faltaba un botón. «No puedo ponerme estos —pensó—. Tengo que comprarme unos nuevos».
Sin embargo, aquello en realidad no le preocupaba, porque sabía que al final se compraría un par de zapatos bonitos, cómodos y a la moda por menos de una libra.
La civilización, tal y como la conocemos, está corrupta. Tiene los días contados; vemos señales de ello por todas partes. Las ratas se comen sus cimientos; sus torres se adentran tambaleantes en nubes bajas donde aviones de guerra pasan zumbando sin ser vistos. No obstante, puede proveer, y de hecho lo hace, a sus jóvenes hijas con artículos de lujo a precios asequibles. No permitamos que ninguna mujer vaya desaliñada o poco elegante. Mientras tenga unos chelines que gastar en ropa, que se compre algo bonito y alegre. Puede que no sea mucho, pero al menos es algo. Puede que mañana muramos, pero al menos bailaremos hoy con zapatos de plata.
Saxon asomó la cabeza por la puerta de la cocina y le dijo a Cook, la cocinera, que ese día se iría a casa a almorzar. La cocinera asintió. Las tres viejas sirvientas de The Eagles, todas mujeres de Chesterbourne, aprobaban en general todo lo que hacía el joven chófer, porque era educado y trabajador y hasta ahora no le habían pillado nunca en falta. Pensaban que no debería haber sido tan bien parecido, pero después de todo, no era culpa suya, y sin duda se volvería más feo a medida que se hiciera mayor, así que no importaba. Las criadas creían que era más normal que todo el mundo fuese feo. Ellas tres lo eran. Parecían, de hecho tres cantos rodados gordos y viejos que se hubieran pasado años dando vueltas en el lecho de un río y desgastando sus aristas hasta parecer indistinguibles entre ellas.
No obstante, a pesar de su virtud y del hecho de que nunca cotillearan acerca de sus superiores delante de él, Saxon no iba a darles la oportunidad a aquellos seis ojos escrutadores de clavarse en él mientras se sintiera animado y halagado por el interés que había despertado en la señorita Tina, de modo que se fue por el bosque silbando. Se compraría un trozo de pan, queso y una cerveza en el pub del cruce.
—¡A los buenos días, hijo! —gritó el Ermitaño, blandiendo una lata llena supuestamente de Rosie.
Saxon no le hizo el menor caso. Odiaba a aquel viejo repugnante tan aficionado a hablar por los codos y que cada vez que pisaba el pub se ponía en evidencia. Un mentiroso sucio y medio chiflado que vivía a costa de unos cuantos tontos que mejor harían en no darle nada. ¿Cómo podía un tipo como él hacerse respetar cuando estaba rodeado de gente como aquella, que debería estar encerrada en la cárcel o en el manicomio? Además, tenía buenos motivos para odiar que el Ermitaño lo llamara «hijo».
«Ojalá el señor Spring lo echara del bosque. Si quisiera, podría hacerlo. En el Ayuntamiento no le pondrían ningún problema. Porque si fuera por el señor Wither, ese viejo diablo habría salido por patas hace mucho tiempo ya».
Con todo, cuando subió la colina de enfrente, donde empezaba el hayedo, comenzó a silbar de nuevo, animado por su próxima cita con la señorita Tina. En mitad de la lección, había dejado de fingir, como antes había hecho por prudencia. Ella, en realidad, no quería aprender a conducir. Lo que quería era estar con él. De eso estaba seguro. Sonrió de oreja a oreja y envió al cielo una ristra de notas vibrantes para que se unieran al canto de los pájaros. «Esa chica está hecha para mí», pensó. No se sentía halagado porque supiera que le gustara a Tina, una mujer, al fin y al cabo (gustaba a todas las mujeres, estaba acostumbrado), sino porque Tina era una dama y la hija de un tipo acomodado. Era un cachorro de la Alta Burguesía; no tan Alta como lady Dovewood, por supuesto, ni de una Burguesía tan burguesa como los Spring, pero era una burguesa al fin y al cabo. «Instruida, sin mucho que hacer en la vida y futura heredera de una buena suma cuando el Viejo la palme. Tal vez merezca la pena quedarse aquí una temporadita más después de todo. Nunca sabes qué suerte te deparará el destino».
Cuando entró en el pub, tenía dibujada en la cara una amplia sonrisa.
De hecho, no tenía la menor idea de qué suerte le depararía el interés que había despertado en la señorita Tina, pero su vanidad masculina estaba tan henchida con la atención que esta le dispensaba que se sentía en la cima del mundo, como un gallito que cantara al despuntar el día con las plumas erizadas y una cresta escarlata y brillante.
—Oye, tú… —dijo Saxon, levantando su vaso. Movió el codo para evitar un charquito de cerveza en la barra y asintió con la cabeza al camarero.
El camarero, un tipo pragmático, asintió a su vez.
Saxon pasó por casa antes de volver al trabajo porque quería decirle algo a su madre. Esta nueva ocupación con la señorita Tina le hacía sentir que debía detener el trapicheo que se traía con el viejo Falger (en quien Saxon se negaba a pensar como «el Ermitaño»). ¿De qué le serviría convertirse en un burgués si su madre iba a arrastrarlos a ambos a la ruina permitiendo que aquel pobre diablo andrajoso se hiciera dueño y señor de su casa? Ya le había echado la reprimenda en más de una ocasión y esta vez iba a ponerle punto y final a aquella historia.
—Mamá —dijo, entrando en la salita. La señora Caker estaba sentada en medio de la estancia como una auténtica cerda, con los brazos apoyados en la mesa, sobre una taza de té y un periódico. Saxon fue directamente al grano—. Mamá, no quiero que el viejo Falger venga por aquí. ¿Entendido? Nunca más.
La buena señora levantó la vista revelando unos ojos azules cargados de enfurecida sorpresa. Su habitual destello burlón había desaparecido.
—¡Habrase visto éste! ¿Y quién eres tú para darme órdenes sobre quién entra y deja de entrar en mi propia casa, vamos a ver? Tú métete en tus asuntos que yo me meteré en los míos, ¿estamos?
—Es que ahora es asunto mío. Tener a un vagabundo rondando por aquí es una vergüenza, eso es lo que es, y no lo voy a consentir. La próxima vez que venga, lo echo a patadas.
—Inténtalo si puedes —se mofó ella, cruzando las manos por detrás de la cabeza de modo que el jersey le quedó tirante a todo lo ancho del voluminoso pecho—. Es un buen contrincante para ti; cuando quieras, aunque con lo viejo que es, Falger podría ser tu abuelo.
—Bueno, tú haz caso a lo que te digo, eso es todo. Y lo digo muy en serio. Es una auténtica vergüenza que te sigas viendo con él.
—Te pone un pelín nervioso, ¿eh? —le dijo, mirándolo con curiosidad—. ¿Qué te ha dicho ese Falger? Y dado que sacas el tema, hoy no le he visto el pelo. Y si lo hago, ¿qué? ¿Qué tiene de malo? Me hace compañía; aquí me siento muy sola, los días se me hacen eternos; no tengo a naide con quien hablar ni con quien echarme unas risas.
—Ya, y más que unas risas —respondió él, poniéndose rojo como un tomate.
Estaba ya casi en la puerta de la calle, y miraba a su madre con una mezcla de bochorno y repulsión.
La señora Caker estalló en una sonora carcajada.
—¡Ay, espera a que te hagas mayor! Todavía no sabes de la misa la media, muchacho. Cuando pasen unos añitos, no tendrás ganas de meterte tanto con los viejos.
—¡Cierra esa bocaza de una vez! —farfulló con voz enfurecida. Arrastraba las palabras con su fuerte acento de Essex—. Y mira lo que te digo: como aparezca otra vez por aquí, se llevará mi bota pegada al culo. Y le puedes decir que yo te lo he dicho.
Se adentró a zancadas en el bosque y se quitó la gorra para dejar que el viento le enfriara la frente. Su madre, que lo observaba haciéndose sombra en los ojos con una mano roja, gritó por la ventana, hecha una fiera:
—¡Lo que tú mandes! ¡Por mí como si te pudres en el infierno!
Cuando Viola estaba muy contenta, cosa que no ocurría muy a menudo desde que su padre había muerto, siempre se acordaba de su niñez y de los maravillosos momentos que había compartido con él en las tres habitacioncitas que había encima de la tienda y donde vivieron durante tantos años. Era como si su felicidad actual, tan poco común y tan fugaz, enviara su mente de vuelta a aquellos maravillosos años en que había sido feliz todo el tiempo, incluso cuando dormía.
Así de contenta, igual que cuando era una niña, iba la mañana siguiente en el tren que la llevaba, más allá del bosque, camino de Londres. Eligió un rincón donde daba el sol y se sentó con un ejemplar de Apuntes para tu casa abierto sobre las rodillas. Luego se dedicó, extasiada, a contemplar los prados verdes que pasaban a toda velocidad por delante de sus ojos. Los hombres de negocios que iban en el vagón junto a ella comentaban las noticias de los periódicos —terribles, como siempre—, y hablaban sobre golf, sobre sus jardines y sobre la última novela de detectives que habían leído.
Viola soñaba despierta con la mirada perdida en los campos de botones de oro que pasaban volando o en un repentino remolino plateado de margaritas en el talud de un túnel. Le vino a la memoria, sin motivo aparente, el viejo y desvencijado ejemplar de las obras de Shakespeare sin tapa que papá solía leerle de niña. Le gustaba apoderarse del libro después de que él hubiera bajado de nuevo corriendo a la tienda y sentarse delante de la chimenea a contemplar las ilustraciones con la boca todavía llena con el último rábano o el último copete de pan mientras Catty quitaba la mesa.
El libro estaba ricamente ilustrado con las escenas más conocidas de sus obras, pintadas por artistas famosos. Había un esbelto Hamlet con una cascada de pelo rubio cayéndole sobre los hombros, vestido completamente de negro y con unas medias arrugadas que fascinaban a la pequeña Viola (cuyos propios calcetines Catty subía con tanta firmeza). Se le veía bajo un cedro sosteniendo una calavera entre las manos, mientras que al fondo, en la penumbra, un grupo de amigos susurraba, observándolo con tristeza. También había una Cleopatra gitana, con el pecho desnudo y una corona hecha de plumas, llevándose la pequeña serpiente al corazón mientras un negro, de pie detrás de su diván, la abanicaba con unas grandes hojas de palma. Y por último estaba la ilustración preferida de Viola y que sentía como suya, porque (así lo aseguraba su padre) era de la chica por la que le habían puesto el nombre.
Bajo la ilustración había un poema (después de tantos años, seguía recordando aquellas palabras, que murmuró para sí en el vagón sin apartar la vista de los campos que flotaban al pasar). Decía así:
[…] Su amor no reveló jamás,
y dejó que su secreto, como el gusano en la flor,
se nutriera de sus mejillas de damasco.[16]
Viola nunca había estado del todo segura de su significado y más tarde, cuando iba a la escuela, las chicas siempre se burlaban de él y decían «que dan asco» en lugar de «damasco», lo cual hacía gracia, por supuesto, y te reías.
Sin embargo, a ella, más que el poema, le gustaba la ilustración. Representaba un apuesto joven con unos largos bigotes colgantes y un sombrero adornado con una pluma sentado en una silla con un respaldo muy labrado y un perro grande que tenía la cabeza tiernamente apoyada sobre una de sus rodillas, como compadeciéndolo, y que lo miraba a la cara. Parecía muy triste. Delante de él, con la cabeza alzada como si estuviera recitando el fragmento de poema que había bajo la ilustración, estaba la niña Viola, la misma por la que el padre de nuestra Viola le había puesto el nombre. Era alta e iba vestida primorosamente como un paje con medias largas, unos calzones bombachos que le llegaban por encima de las rodillas, una chaquetilla entallada con botones grandes y una graciosa capita. Con todo, lo que más le gustaba a Viola era su pelo, corto como el de un niño y bellamente ensortijado por toda la cabeza. Nunca se cansaba de contemplar aquellos rizos galanos, medio de niño medio de niña. Habían representado para ella todo el romanticismo, toda la aventura posible, y la escapatoria a su propia melena suave y revuelta que no había forma de dominar.
«Qué curioso que esté recordando todo eso —pensó apartándose de la cara con impaciencia un suave rizo rebelde—. Deben de haber pasado por lo menos quince años…».
Y el tren se adentró lentamente en la estación de Liverpool Street.
Gracias a ese recuerdo tan nítido, los esquemas de su vida al completo cambiaron para siempre aquel día.
Victor Spring, que volvía a casa por la noche procedente de Bracing Bay, donde había estado inspeccionando el solar del nuevo plan de viviendas, vio a una chica muy guapa subiéndose al autobús de Sible Pelden. Eso no era inusual; había miles de chicas guapas en Inglaterra, y algunas de ellas vivían en Chesterbourne. Pero aquella chica era diferente… Le vino a la cabeza aquella palabra, aquella señal de peligro de la que Victor siempre se había burlado dando una risotada cuando la oía en boca de un amigo enamorado sin remedio. Pero aquella chica realmente era diferente. Era más alta que la mayoría y no llevaba puesto el sombrero, sino que lo bamboleaba en una mano mientras que en la otra portaba un montón de paquetes. Tenía la tez pálida, una boca rosa preciosa y parecía bastante soñolienta y desorientada, como si el tráfico de la calle principal de Chesterbourne fuese demasiado para ella.
No reparó demasiado en la ropa que llevaba puesta: «Negra —pensó—; en cualquier caso iba muy bien vestida». No obstante, lo que más le impresionó de ella, lo que le hizo girarse para verla subir al autobús de Sible Pelden mientras él aminoraba un poco la marcha del coche, fue su pelo. Era de un rubio ceniciento y lo llevaba cortado a lo garçon con rizos grandes y delicados por toda la cabeza. Los rizos se ensortijaban y se estiraban al son de la brisa, y aquella chica tan guapa se los atusaba como si disfrutara de la sensación.
«¡Pero qué cosita más linda! —pensó Victor acelerando—. Muuuuy linda, sí señor. Me pregunto si será producto local».
Lo era.