Capítulo XXV
Y llegó el día en que Hetty cumplía veintiún años. La jornada había amanecido clara y espléndida, aunque corría uno de esos vientos cortantes como el que había mandado a la tumba al señor Spurrey. Por la tarde se celebraría una gran fiesta en el jardín, que culminaría con una cena a la que estaban invitados varios jóvenes del vecindario. En la mesa del desayuno, Hetty encontró un magnífico estuche de productos de belleza que incluía todas las cremas que uno se pudiera imaginar, regalo de Victor, y un pequeño collar de perlas homogéneas con broche de platino y diamante de parte de su tía. En un discreto estuchito redondo había unos pendientes a juego.
—Eran de tu madre —dijo la señora Spring, alzando la cara para recibir el beso ligeramente avergonzado de Hetty—. Y son auténticas, claro. Hice que les pusieran un broche nuevo, y unos cierres a los pendientes. Creo que deberías ponértelos esta noche.
—Esto es de lo más elaborado, Vic, muchas gracias… ¿Lo has escogido tú? —preguntó Hetty, examinando el estuche de productos de belleza y deseando, irritada, que su tía no le hubiera regalado algo tan sagrado. Obviamente, lo había estado guardando para una ocasión especial, y ahora le resultaría más difícil anunciar, como tenía previsto hacer antes de que acabase el día, que, ahora que era mayor de edad, pensaba marcharse de Grassmere para siempre.
—Sí —respondió él muy seco. Estaba leyendo el periódico con aquella expresión malhumorada que tanto se le veía últimamente—. Pero que sepas que fue idea de Phyl. Me alegro de que te guste.
—¿Por qué Phyl? ¿Es que cree que debo prestar más atención a mi belleza? —El tono de Hetty era tranquilo, pero un ligero rubor se apoderó poco a poco de sus pálidas mejillas.
—¿Y qué sé yo, por Dios? ¿No podéis parar de chincharos la una a la otra ni cinco minutos? —Se levantó, desparramando el periódico a su alrededor, y salió de la habitación. Segundos después, oyeron que arrancaba el coche y se marchaba.
Hetty continuó con su pomelo y la señora Spring permaneció a su lado. Cuando su tía soltó un suspiro, Hetty alzó la vista y dijo lo que se esperaba de ella:
—Parece que Vic tiene los nervios de punta últimamente. Me imagino que es porque pasa demasiado tiempo con su prometida. A mí me ocurriría lo mismo…
—Es lo que tienen los compromisos —sentenció su tía—. Y ya has visto con tus propios ojos lo histérica que está Phyl. Pretende abarcar demasiado; va a envejecer muy deprisa si no logra relajarse un poco. Por eso la toma con Vic, porque está agotada y no se da cuenta. Hace semanas que no es ella misma…
—Lo cual sería una ventaja —dijo Hetty arrastrando las palabras— si no fuera porque la sustituta es aún peor que la original.
—No hables en ese…, así, Hetty. No quiero reñirte en tu veintiún cumpleaños, pero pones a Phyl peor de lo que es, y tú lo sabes. Siempre se pone más nerviosa después de pasarse aquí un par de horas peleando contigo. ¿Por qué no os dejáis en paz mutuamente de una vez? Sé que es muy pesada, y a mí también me cansa enormemente, lo reconozco, supongo que será porque goza de tan buena salud. De todas formas, confío en que mantengáis la calma hasta el día de la boda, por lo menos. Luego ellos se marcharán seis semanas y tú y yo tendremos tiempo suficiente para estar a nuestras anchas antes de que vuelvan.
Aquella era la oportunidad de Hetty, pero no la aprovechó. Creyó que sería mejor esperar hasta la fiesta del jardín. Mientras se acababa el pomelo, comentó, pensativa:
—Yo también la odio. Para mí, ella tipifica toda la vulgaridad y la falsedad camufladas de estos tiempos horripilantes. Es todo lo contrario a la poesía. Ojalá se muriera. Y si es de manera violenta, mejor que mejor.
Antes de que su pasmada tía pudiera contestar, la antítesis de la poesía entró en la sala luciendo un favorecedor vestido camisero. A simple vista, rebosaba salud y energía por los cuatro costados, pero hablaba más rápido de lo normal y con voz más aguda. La presión de ser una belleza menor de la alta sociedad preparándose para casarse con alguien a quien consideraba más irritante cada día que pasaba, parecía haber hecho mella en su hasta entonces excelente salud.
—Que cumplas muchos más… —le deseó a Hetty, asintiendo con la cabeza—. Espero que te haya gustado el estuche de belleza. Edna, querida, no me digas que Vic se ha ido. ¡Qué exasperante es! Anoche dijo que esperaría a que bajase para que le diera una pulsera que quiero que devuelva. Los muy ineptos la han hecho demasiado grande y se me cae cada vez que me la pongo. Y también quería decirle que el perfume que debo llevar esta noche no va a estar a tiempo porque los muy ineptos dijeron que lo tendrían a última hora de la tarde. ¿Me pasas una tostada, por favor? ¿Te han hecho más regalos, Hetty? Oh, no…, libros. ¿Quién? Qué cubierta tan rara.
—Una chica con la que fui a la escuela. No la conoces.
—Otra de tus colegas lumbreras, ¿no? Edna, ¿Vic no ha dicho nada de la pulsera? Quiero ponérmela esta noche, lo sabe perfectamente; podían habérmela acortado hoy mismo sin problema y, si hubiera ido a llevarla esta mañana, podría haberla recogido por la tarde. ¡Me exaspera! Hetty, aún no he podido regalarte nada, ¡no he parado!, pero creo que deberías quedarte con mi estola de zorro, que la heredes tú. No la tengo aquí; ahora mismo la tiene Anthea, pero Vic va a regalarme una nueva y creo que la vieja te quedaría bien.
—Muy amable por tu parte —respondió Hetty con retintín—, pero no me gusta pasearme por ahí con la piel de un animal muerto rodeándome el pescuezo. Y si resulta que la piel de ese animal ha estado alrededor del tuyo durante dos largos años, la idea se me hace más insoportable aún si cabe. Así que si me das tu estola, la echaré a la chimenea.
Un incómodo silencio se interpuso entre ambas.
—Bueno, o mejor aún —continuó Hetty, arrastrando las palabras—, le pediré a Heyrick que la queme. En la incineradora. Así —concluyó, cascando un huevo— no tendré que tocarla siquiera.
Phyllis se echó a reír, enojada. Sus suaves mejillas morenas se habían teñido de rojo.
—Oye, no hace falta que te regodees por que no sea nueva. Si no hubiera estado sin blanca, te habría comprado una nueva. Menos mal que no lo he hecho, visto lo visto, pequeña bestia estúpida y afectada. —Su voz fue subiendo de volumen y tornándose más aguda.
Hetty se levantó de un salto.
—¡Callaos ya… las dos! —gritó la señora Spring muy enfadada—. ¡Debería daros vergüenza… pelearos como niñas! Hetty, pídele perdón a Phyllis inmediatamente.
La joven negó con la cabeza y salió de la habitación.
Con esta agradable refriega comenzaron los festejos para el veintiún cumpleaños de Hetty; la señora Spring tendría que velar por que reinara un ambiente alegre y despreocupado cuando recibiera a sus invitados, que vendrían a las tres en punto a tomar el té y a jugar al tenis. Mientras Hetty se paseaba por la casa aún con las narices hinchadas y Phyllis seguía farfullando como una traca de petardos sobre Victor, la pulsera, el perfume y el comportamiento extraordinariamente peculiar de Hetty, que alguno podría haberse tomado en serio, pero ella no, pues tenía sentido del humor… mientras Hetty y Phyllis hacían todo eso, la señora Spring se encontraba arriba, aquejada de un terrible dolor de cabeza y en absoluto en condiciones de realizar el típico ritual de alternar con los invitados.
Sin embargo, no tuvo más remedio y, hacia las seis, el té y los cócteles ya habían volado y unas treinta personas venidas de Stanton, Chesterbourne, Dovewood Abbey y Lukesedge parecían estar disfrutando de lo lindo. Se veía a todo el mundo tan alegre, tan dicharachero y ensimismado, saltando tras las pelotas de tenis bajo el sol, a pesar del frío, o cotilleando, sin sombrero pero con el abrigo puesto, en el porche y en el salón donde sonaba la radio, que Hetty no vio motivo para no escaparse durante diez minutos a la tina del huerto a hojear deprisa las páginas de Emblemas mítricos,[28] el libro que su compañera de la escuela le había regalado.
El pálido manto de flores rojizas y blancas volvía a cubrir el huerto solitario. Los almendros y el cerezo estaban en flor y el peral exhibía una cascada de estrellas blancas que contrastaban con el rosa oscuro del manzano silvestre de Siberia. Hetty se sentó sobre los tres ladrillos, con la espalda apoyada en la tina, y abrió Emblemas mítricos; pero, cuando hubo leído unos pocos versos, soltó el libro en su regazo y, echando la cabeza hacia atrás para apoyarla también, se quedó contemplando el azul claro del cielo.
¡Qué complicada era la vida! ¡Qué compleja y envenenada! ¡Qué duro era armarse de valor para luchar por las cosas que uno quería, ignorando todo lo demás hasta conseguirlo! Había planeado aprovechar el desayuno para decirle a la señora Spring que planeaba marcharse de Grassmere; luego lo había pospuesto hasta que acabase la fiesta. Y ahora, eran las seis y media de la tarde de su veintiún cumpleaños, del día que había estado esperando ansiosamente durante casi siete años, y temía no reunir el valor necesario para decírselo. Al fin resolvió contárselo esa misma noche, después de la cena. Pero sabía que aquello no era más que una excusa. Para infundirse valor, pensó en la buhardilla de Bloomsbury —cerca, tal vez, de la mismísima casa donde vivía Virginia Woolf—, en las oscuras chimeneas que se verían desde su ventana, bajo el cielo londinense colmado de humo, en el eco del tráfico, en el olor a café del hornillo y en sus propios ojos recorriendo, en un alegre trance, las páginas de algún libro excelso.
Soltó un suspiro y bajó de nuevo la vista a su ejemplar de los Emblemas mítricos, cuando de repente captó el brillo de un delantal blanco moviéndose entre los árboles. Tenía que ser Davies; había dicho que iba a bajar al huerto para disfrutar de diez minutos de tranquilidad y le había pedido a la chica galesa que la avisara si la gente empezaba a preguntar por ella.
Sí, era Davies. Pero no venía sola: la acompañaba un hombre mayor, bajito, menudo y encorvado, sin sombrero y, al parecer, con una pila de libros bajo el brazo. Además, Hetty distinguió un paquete blanco y redondo, muy recto.
Cuando pasaron por debajo del manto que formaban las flores del manzano, el extraño, que llevaba gafas, se detuvo a mirarlas detenidamente, como si le interesaran más que Hetty, quien, indecisa, se levantó al verlos acercarse.
La pequeña Merionethshire corrió a su encuentro; el hombre la seguía varios pasos por detrás.
—Oh, señorita Hetty —empezó Davies—, espero que no le moleste que haya traído aquí a este caballero, pero la señora está hablando con lady Dovewood y, como él dijo que quería verla, pensé que lo mejor sería acompañarlo hasta aquí…
—Y cuando oí que estabas en el huerto leyendo junto a la tina, supe que no te importaría que viniera —interrumpió el extraño, mirándola con sus claros ojos afables y entusiastas desde detrás de sus gruesas lentes—. Porque eso es exactamente lo que solía hacer tu padre: desaparecer con un precioso volumen a la más mínima oportunidad. Soy su hermano, querida. Tu tío, Frank Franklin.
Y, agachándose sin pudor para depositar el paquete de libros en el suelo, le tendió la mano, que Hetty estrechó perpleja.
—¿Lo ve, señorita Hetty? —sonrió Merionethshire, mirándolos por turnos—. ¿Ve qué bonito regalo de cumpleaños? Su tío está aquí.
—Sí, gracias… gracias, Davies —murmuró Hetty. Perdida su habitual compostura, continuó mirando fijamente la cara fina y sonrosada de su tío. No se parecían en nada.
—Creo que será mejor que vuelva, señorita Hetty, si no le importa —sugirió Davies—; y si yo fuera usted, señorita, no me quedaría aquí mucho tiempo, pues la señora no tardará en mandar a buscarla.
—De acuerdo, Davies. Muchas gracias, no tardaremos —respondió Hetty y, acto seguido, buscó confusamente a su alrededor un lugar donde el tío Frank Franklin pudiera sentarse. Pero él, sin mediar palabra, cogió tres ladrillos de una pila cercana, los colocó con esmero, se sentó y luego señaló los otros tres. Aún en silencio, Hetty tomó asiento frente a él.
—Antes de decir nada, quiero darte esto. —Su tío rompió el hielo con entusiasmo—. Las he escogido yo. Toma —alargándole el paquete redondeado—. Aún no conocemos tus gustos, Hetty querida (ya llegará ese momento), pero a todo el mundo le gustan las violetas.
Al abrir el paquete con un murmullo de agradecimiento, halló un ramo de violetas, las más grandes, oscuras y bonitas que hubiera visto nunca. Inhaló su suave aroma y dijo con cariño:
—Claro que me gustan. Qué amable; nada me podría haber hecho más ilusión. Entonces, ¿sabías que era mi cumpleaños?
—Son las famosas violetas de Windward —explicó con un toque de complacencia, admirando las flores—. Ah, sí… claro que sí. Tu tía Rose y yo hemos seguido tus progresos (hasta donde hemos podido, Hetty) con gran interés desde que eras un bebé. ¿Sabes que hasta pensamos en adoptarte?
—Ah, ¿así que tú eres ese tío? Solo sabía que alguien…
—Sí, verás, tu tía Rose y yo no tenemos hijos. No… no tenemos familia. Pero tu tía Spring pensó que sería mejor que te fueras a vivir con ella y, sin duda, habrá sido mucho más cómodo para ti… Tienes un hogar precioso, ¿verdad?, muy amplio.
—Lo odio —se limitó a responder.
—No me digas. ¿En serio? —dijo expectante su tío, con aire de satisfacción—. ¿Por qué? ¿No puedes disfrutar de él porque estás pensando en los millones de personas que no tienen qué comer y no podrán soñar jamás con un lugar como este?
—Oh, no, me temo que no es por eso, tío Frank. Es solo que la vida aquí es mortalmente aburrida. Además, nunca me dejan hacer lo que yo quiero.
—¿Y qué es lo que tú quieres, querida mía? Ay, me estoy yendo por las ramas y ni siquiera te he dado la mitad de los mensajes de tu tía Rose ni te he dicho por qué da la casualidad de que esté hoy aquí… Y tal vez debas volver con tus amigos.
—Oh, que esperen. Ni siquiera son amigos míos, sino de la tía Edna. Estoy mejor aquí. Cuéntame por qué has venido.
—Bueno, resulta que había una venta de libros esta mañana en un lugar llamado Blackbourne (a lo mejor lo conoces, ¿sí?) y como tenía que ir, tu tía Rose me dijo: «Frank, ¿por qué no coges el toro por los cuernos, llamas a los Spring y tratas, al menos tratas, de ver a Hetty?».
—Tío Frank —interrumpió Hetty con calma—, ¿dices que «tenías» que venir aquí por una venta de libros? ¿Por qué?
—Bueno, querida, es que soy librero. Tu tía Rose y yo tenemos una librería en el cruce de Acre Street con Charing Cross. ¿No lo sabías?
—No —dijo Hetty, mirando el peral.
—Pero bueno, ¿es que tu tía Spring nunca te ha contado nada de nosotros?
—Tío Frank —respondió Hetty sin pestañear—, ni siquiera sabía de vuestra existencia hasta hace cinco minutos. Me dijeron que la familia de mi padre no era… muy pudiente que digamos, que erais todos unos ratones de biblioteca o algo así y que nunca prosperaríais ni…
—Ni que haríamos fortuna —asintió su tío—. Sí, me imagino lo que te dijeron. Hetty, antes de que sigamos hablando, debo contarte que tu tía Rose es comunista. Sí, un miembro activo del partido. Trabaja por la Revolución en Gran Bretaña. Y por lo que a mí respecta, soy socialista. De la Sociedad Fabiana,[29] concretamente…
—Yo solo sabía que tenía dos tíos y que uno de ellos quería adoptarme…
—Ése era yo, con tu tía Rose. Tu otro tío, Henry, no está casado. Trabaja en York como bibliotecario.
—… y me dio la impresión de que la familia de mi padre no se preocupaba por mí, sino que solo…
—… quería adoptarte para aprovecharse de tu dinero —asintió el tío Frank, riéndose—. Sí, continúa…
—Jamás me habría imaginado que teníais una librería —concluyó—; de lo contrario os habría escrito hace años. Los libros son mi pasión.
—Ya lo creo, por supuesto que sí, ya lo veo. Eres igualita a tu padre. Pues fíjate —prosiguió el tío Frank entre indignado y satisfecho—, tu tía Rose y yo creíamos que no nos escribías precisamente por lo de la librería. Dábamos por hecho que te habrías convertido en una chiquilla burguesa y esnob, en una de esas chicas perezosas y hedonistas, el típico producto del sistema capitalista en su peor expresión. Y, con todo, no podíamos evitar interesarnos por ti, querida, porque nos acordábamos de cuando eras niña, así que le escribimos varias veces a tu tía Spring para tener noticias tuyas.
—Nunca me lo dijo. Nunca me dijeron nada. ¿Cómo se puede ser tan mala, tan estúpida, grosera y estrecha de…?
—No contestó ninguna de nuestras tres últimas cartas, Hetty. Por eso, como es lógico, no intentamos verte, pues pensamos que tú no querías vernos. Tu tía Rose —continuó el tío Frank entusiasmado— fue la primera que pensó que quizás tu tía Spring te estaba apartando de nosotros. Tu tía Rose, aunque es una materialista acérrima en asuntos de religión, a veces tiene este tipo de intuiciones. Yo las llamo «visiones divinas», pero no se lo digo, es muy sensible respecto a ellas.
—Debisteis de pensar que era una criatura detestable —dijo Hetty muy bajito.
—Oh, no, Hetty, eso no. Solo el irremediable producto de un sistema corrupto y decadente —dijo el tío Frank en tono tolerante—. Todos formamos parte del mecanismo, Hetty, no nos queda más remedio. Pero dejemos eso para otro momento. Ahora lo importante es que te he visto —iba marcando los puntos en la palma de su mano—, que hemos hablado y que la próxima vez que vayas a Londres vendrás a vernos, ¿verdad?, y por fin conocerás a tu tía Rose. Tu tía Rose, aunque es muy cariñosa, no reparte su afecto así como así. Hay que conocerla, soy el primero en admitirlo, pero cuando la conoces… —Negó con la cabeza, como si lo que viera dentro de ella fuera demasiado difícil de expresar con palabras; después se levantó de los ladrillos sin mucho esfuerzo (cualquiera que se haya sentado encima de tres ladrillos alabará tal hazaña), recogió los libros y miró inquisitivamente, primero al caminito que atravesaba el huerto y luego a Hetty, como sugiriéndole que ya iba siendo hora de marcharse.
Sin embargo, Hetty continuó con la espalda apoyada en la tina y dijo con resolución:
—Tío Frank, ¿puedo irme a vivir contigo y con la tía Rose a Londres? Yo correría con todos los gastos, por supuesto. Dispongo de cien libras al año para mí sola y hoy cumplo veintiún años, así que ya puedo hacer lo que me plazca. Si os doy a tía Rose y a ti una libra a la semana, ¿aceptaríais mi compañía? Y si tenéis una buhardilla vacía, mucho mejor que mejor. No os causaría ninguna molestia. Solo deseo pasarme el día leyendo y, más adelante, tal vez, buscar trabajo.
—¡Por el amor de Dios, Hetty, vas tan rápido que no puedo seguirte! —exclamó el tío Frank. Parecía alarmado, contento y triunfante a la vez—. No se pueden planear esas cosas en cinco minutos. ¿Y en qué has invertido tu dinero, querida? A la tía Rose no le gusta que la gente invierta el dinero y me temo que, si está invertido en armamento o en algo por el estilo, no querrá ni oír hablar de que te vienes a vivir con nosotros como una huésped en alquiler… Una interna, ¿me entiendes?… ¡Una inquilina! Qué fácil es ser esnob, ¿verdad? En fin…
—Nunca he oído a mi primo, que es quien se encarga de mi dinero, decir que estuviera invertido en armamento, ni en nada parecido —dijo Hetty—. Creo que en su mayoría lo está en bonos del Estado… Supongo que a la tía Rose —trató de mantener un tono satírico— tampoco le parecerá bien eso, ¿no?
—Tampoco, Hetty, pero al menos no es tan malo como lo del armamento.
—Bueno, tío Frank, ¿intentarás convencer a la tía Rose? Verás, hoy mismo pensaba decirle a la tía Edna que tenía previsto irme a vivir a Londres y no sabes lo distinto que sería todo si le dijera que me voy a vivir con parientes y no con extraños.
—Pero Hetty, tu tía Rose y yo somos extraños para ti —apuntó el tío Frank, enfilando el caminito del huerto—. (¡Santo cielo, si llevamos aquí casi una hora!). Renunciar a toda esta comodidad, lujo y belleza —echando un vistazo a su alrededor y dejando escapar un suspiro— para vivir en una habitación encima de una librería es un paso lo que se dice importante, ¿eres consciente, verdad?
—¡Pero si eso es exactamente lo que siempre he querido! —exclamó—. Odio todo esto. Está muerto. Aquí no puedo ser yo misma. Tal vez esto rebose belleza para otro tipo de gente, pero no para mí. Yo quiero algo… aún no lo sé… Más intenso.
Él asintió, como si la comprendiera perfectamente.
—Y tampoco será una sorpresa tan grande para la tía Edna —continuó—. Siempre ha sabido que quería salir de aquí e ir a la universidad.
—Con tus ingresos no podrás arreglártelas para ir a la universidad y mantenerte, querida.
—Entonces pediré que me adelanten algo —respondió desafiante—. Ya lo devolveré cuando tenga trabajo.
—No es tan fácil encontrar trabajo hoy en día, y no sé qué diría tu tía Rose de una chica que busca trabajo cuando tiene dinero invertido de sobra para vivir; seguramente deberías dejárselo a otra a la que le hiciera más falta.
Hetty se quedó callada. Le daba la impresión de que la tía Rose y ella no congeniarían en absoluto. Los principios de su tía eran nobles, su gusto por las flores, impecable, pero no parecía una mujer con la que fuera fácil convivir.
—Aunque siempre podemos hablar de todo esto más adelante —añadió su tío—. Tu tía Rose estará deseando, ansiando, diría yo, que le cuentes todos tus problemas. Es de las que, cuando dan, lo hacen a manos llenas. Pero lo que tenemos que decidir antes de que me vaya corriendo a coger el tren, es si de verdad te quieres venir a vivir con nosotros. Piénsatelo, Hetty. Tómate tu tiempo. Bien mirado, ¿quieres o no quieres venir? Di la verdad: no me lo tomaré a mal ni te malinterpretaré si cambias de opinión.
Habían girado instintivamente para adentrarse en los mismos setos de rododendro donde Hetty se había sentado junto a Viola aquel verano, a salvo de la mirada de los que jugaban al tenis en las pistas de arriba. Hetty contempló la cara expectante y ordinaria de su tío. Era un individuo un poquito absurdo, con esa manera de hablar tan literaria y esa veneración por su esposa, pero Hetty sabía que se las entendería con él a las mil maravillas y que, en caso de apuro, se comportaría como un hombre sensato. No tenía ningún temor respecto al tío Frank. Era la tía Rose la que le daba mala espina. «Justo el tipo de persona formal, habladora y sincera hasta la extenuación con la que es difícil tratar —pensó Hetty—. Una se ve obligada a respetar su sinceridad y eso les otorga una injusta influencia». De pronto se le ocurrió que siempre podría irse de la casa de su tía Rose si no estaba a gusto. «Como se le ocurra meterse en mis asuntos, me marcharé», resolvió, así que dijo:
—Sí, tío Frank.
—¿Estás segura?
—Sí. Incluso con lo poco que me has contado, sé que el tipo de vida que lleváis es la que yo siempre he querido para mí.
Él pareció sentirse halagado.
—Sí, lo entiendo. Tratamos con un buen número de izquierdistas a quienes tu tía Rose conoce por su trabajo en el partido… Y no solo izquierdistas. George Crumley suele venir a casa (estoy seguro de que habrás oído hablar de George Crumley, el Amigo de los Mineros, ya sabes, el Cuáquero), y Alice MacNoughton y E. E. Tyler, y Donat Mulqueen y Roger Brindle…
—¿Donat Mulqueen?
Su tono de voz hizo que la mirara con dureza; luego sonrió. Ella no le devolvió la sonrisa. Pensó: «No, puede que no sea listo, pero tonto no es. Es ingenuo, pero no se le engaña tan fácilmente».
—¿Conoces su obra? —preguntó el tío Frank, dejando que su sonrisa se perdiera en la mirada seria y un tanto aburrida de su sobrina.
—Sí.
—Y la admiras, supongo.
—Muchísimo.
—Sí, bueno, pues nosotros lo conocemos bastante bien. Suele pasarse a menudo por la tienda. Y tu tía Rose le da de comer al pobre.
—¿Por qué? ¿Es que no tiene medios?
—Me temo que no, salvo lo que gana escribiendo y, claro, los periódicos corrientes no se atreven con lo suyo porque es difícil y hasta obsceno (a mí personalmente no me interesa, pero tu tía Rose dice que es el nuevo Keats), y los otros periódicos, los intelectuales, pagan muy mal, no tienen un buen fondo que los respalde.
Ella no dijo nada.
—Y encima lo que gana se lo gasta en beber.
—¿Ah, sí?
—Todos esos chicos: Roger Brindle, Donat, todos… todos se pasan el día bebiendo, Hetty. Nunca los pillas sobrios. Es algo increíble. La bebida es una especie de religión para ellos. No sé cómo describírtelo. Pero no obtienen ningún placer de ello, ningún placer. A mí me parece espantoso, pero tu tía Rose es más tolerante con ellos. Lo ve como una consecuencia inevitable del sistema capitalista.
Todo aquello que su tío contaba sonaba de lo más prometedor. Justo lo contrario a la vida en Grassmere, donde todo el mundo disfrutaba plácidamente de una copita de licor y no se permitía que nada decayera en demasía.
Pero ¿quién demonios era la tía Rose para ser tolerante con Donat Mulqueen? Solo un tonto compararía su obra con la de Keats. Era única, no se parecía a la de ningún otro escritor, vivo o muerto.
Iban atravesando con calma el césped en dirección a la verja y Hetty se percató de pronto de que no debía descuidar sus modales.
—Lo siento mucho, tío Frank; estaba tan interesada en lo que me estabas contando que he olvidado ofrecerte algo de beber. ¿Una taza de té o tal vez prefieres un cóctel? Y, por supuesto, querrás ver a tía Edna…
—Oh, no, gracias, querida —se apresuró a decir—. He tomado el té mientras esperaba el autobús en Blackbourne y, si no te importa, prefiero no ver a tu tía; sería un poco incómodo para mí. Seguro que piensa que se trata de una visita de lo más peculiar al haberme presentado aquí así, haberme marchado con tanto sigilo y haberte molestado de esta manera, por eso pregunté por ti personalmente, por si ella no me dejaba verte.
—No creo que hubiera hecho eso, pero me alegro de haber podido verte a solas para hablar con tranquilidad de la familia.
—Sí, Hetty, yo también… si tu decisión es firme…
—Lo es. Solo has tenido que prender una mecha que llevaba esperando durante siete años. —El tío Frank la miró un tanto alarmado—. Adiós. —Le tendió la mano—. Te escribiré en cuanto sepa cuáles son exactamente mis planes. Y espero que entonces me hagáis saber si puedo quedarme con vosotros.
—Lo haré, Hetty. Ya sabes dónde encontrarme: Frank Franklin, Acre Street, WC2, Londres. Y ahora, adiós.
Lo vio marcharse por la carretera y, antes de que se hubiera alejado demasiado, le gritó, casi desafiante:
—¡Eh! ¡Tío Frank! ¡Dale recuerdos a la tía Rose de mi parte!
Él se dio la vuelta, se despidió de ella con la mano y asintió.
Hetty volvió despacio a la fiesta con una desagradable sensación en el estómago, como la que experimentan algunas personas cuando saben que se avecina una tormenta.
La señora Spring, una elegante figura en blanco y negro con el pelo admirablemente teñido de un oscuro castaño cobrizo, estaba sentada en el porche en compañía de varios invitados más mayores. La larga ausencia de Hetty no le había pasado en absoluto desapercibida. Mientras hablaba, sus ojos cansados miraban intranquilos a un lado y a otro tratando de encontrar a su sobrina. Su dolor de cabeza había empeorado tanto que no sabía cómo iba a hacer frente a los entretenimientos de la tarde, y estaba muy enfadada con Phyl y Hetty, a quienes creía responsables a causa de su impertinencia.
Por fin vio a Hetty, que estaba perdiendo el tiempo junto a los arriates sembrados de geranios con un libro en la mano y aspecto desaliñado y aburrido. La señora Spring le hizo un gesto y la llamó en un tono bastante áspero, y Hetty se acercó con parsimonia. Aún estaba desconcertada, como si la visita del tío Frank hubiese constituido una especie de visión divina.
Cuando fijó su mirada en la cara cansada y dolorida de su tía, que trataba de mostrarse serena y alegre, Hetty se sintió a la vez enfadada y arrepentida. La señora Spring le había ocultado cartas, le había vuelto la espalda a gente que solo pretendía ser amable con ellos y había hecho todo lo que había podido por apartar a Hetty de su familia paterna. Pero todo aquello había sido por su propio bien, a Hetty no le cabía ninguna duda. ¡Cómo le aburría la gente! ¡Qué difícil y enrevesado, por no decir imposible, era medir a todo el mundo por el mismo rasero! Y los más sencillos acababan siendo tan sosos que se volvían irritantes. No era la primera vez que, comparando libros y personas, Hetty se decantaba a favor de los libros.
Phyllis, que bajaba corriendo las escaleras, sorprendió a Victor recogiendo el correo de la bandeja de bambú del vestíbulo. Iba vestida para la fiesta de la noche con un traje a rayas amarillas y negras que la hacía parecer una avispa delgada, malhumorada y también más atractiva.
Victor la miró de soslayo y luego volvió a sus cartas. Lo hizo a propósito: quería molestarla. Llevaba unos días tan irritable que la mera presencia de su prometida le fastidiaba, y de alguna manera tenía que demostrárselo. Suponía que las cosas volverían a su cauce después de la boda; o al menos eso le gustaba pensar echando mano a cierto optimismo.
¿Por qué no lo dejaba en paz? Estaba siempre echándole la bronca por todo. Que por qué no había dicho que le gustaban los nuevos cojines que ella había escogido para el (maldito) rincón del comedor. Que si podía estar en casa cuando les llevaran el televisor…; tenía que estar; seguro que podía escaparse una hora por la mañana. Bla, bla, bla… Y todo mientras él se partía la espalda con el proyecto de Bracing Bay.
Las mujeres solo servían para una cosa…
—¡Vic! —Phyllis se apresuró a romper el hielo—. Supongo que no te acordaste de mi perfume, ¿verdad?
—Pues no. De todas formas, hoy no he pisado el West End.
Se dirigió hacia las escaleras ojeando las cartas. Parecía cansado.
—Cariño, ¿no te parece que deberías comportarte como Dios manda? Esta mañana te fuiste antes de que bajara y sabías muy bien que anoche te pedí expresamente que me esperases para que pudiera explicarte lo de la pulsera de esmeraldas. Esos imbéciles la han dejado demasiado grande y se me cae cada dos por tres.
—Ajá.
Estaba leyendo la última de las cartas. Estaba escrita en papel de correspondencia de Woolworth. La caligrafía era aniñada y bastante vulgar, y eso le llamó la atención.
—Vic.
—¿Qué?
Se guardó la carta en el bolsillo y por primera vez le dedicó una sonrisa, la más fría que su atractivo rostro fue capaz de esbozar.
—Nuevo vestido. Muy bonito —le espetó—. ¿Contenta?
Aquella divertida nota tan mal escrita con su petición de ayuda a una vieja chocha de la que nunca había oído hablar le había llegado al corazón. Ahí estaba en su bolsillo, a buen recaudo. Casi podría decirse que calentita. Qué chiquilla tan dulce y graciosa. «Ándate con ojo —parecían decirle a Phyllis sus ojos castaños, escrutándola rápidamente de arriba abajo de aquel modo que tanto gustaba a las mujeres—. No te pases conmigo, aguafiestas. ¿Qué mosca te ha picado ahora?».
—Pues pronto tendrás que pagarlos, así que mejor será que te gusten. ¿Has escuchado una palabra de lo que te he dicho? La pulsera…
—Sí, que es demasiado pequeña. Que no te vale. Mala suerte. —Había empezado a subir las escaleras y lo dijo con intención de molestarla, pues la había oído perfectamente.
—Demasiado grande, he dicho, no demasiado pequeña. Ojalá me escucharas cuando te hablo. Creo que será mejor que la lleves mañana; siempre les hacen más caso a los hombres.
—Mañana estaré muy ocupado. ¿No puedes pasarte tú? Vas a bajar a la ciudad, ¿no?
—Todavía no lo sé. Es probable. Ya sabes que odio hacer planes con tantas horas de antelación. De todas formas…
—¿Qué es ese jaleo de afuera? —Y volvió bruscamente la cabeza hacia el jardín.
—El veintiún cumpleaños de Hetty. No me digas que se te ha olvidado.
—Oh, Dios mío, pues sí. ¿Alguno se va a quedar a cenar?
—Ninguno de los de este grupo, pero a las ocho y media llegan otros. ¿Por qué no nos vamos de nuevo a Stanton a bailar un poco? No puedo soportar a tu prima; es insufrible. ¿Qué crees que ocurrió esta mañana? Vic… escúchame. ¿Tienes que subir las escaleras mientras hablas conmigo?
—Voy a cambiarme —le dijo él por encima del hombro.
—En fin. Creo que deberías hacer algo con respecto a Hetty. Me gustaría que hablaras con ella, pero claro, nunca lo harás. Siempre la defiendes y ya sé que es demasiado pedirte que le digas algo porque no vas a cambiar de opinión. —Victor iba ya por el pasillo camino de su dormitorio.
—¡Digo —le gritó Phyllis, con un pie en el escalón— que si recogiste el anillo!
—No. Mi secretaria se pasará mañana.
Entró en su habitación y cerró la puerta.
Phyllis se coló deprisa en la sala de día, como si llegara tarde a una cita, sacó su agenda y estudió las páginas abarrotadas antes de desviar la vista hacia la ventana con aire de fastidio.
Estaba claro que los días previos a una boda siempre eran un infierno; todas sus jóvenes amigas casadas se lo habían advertido. ¡Y cuánta razón tenían! Además, ella había sido dama de honor de Anthea y de Gillian, por no decir de Rosemary, Jennifer y Anne, y había visto cómo adelgazaban y cómo se ponían cada vez más nerviosas y susceptibles a medida que la fecha se acercaba. Cuanto más ricas eran, más nerviosas se ponían, porque la boda era más grande y más difícil de organizar y cuanto más difícil de organizar era, más probabilidades había de que saliera mal.
Pero ni Anthea ni Gillian ni Jennifer ni Rosemary ni Anne habían tenido que vérselas con ningún Victor. Sus prometidos no habían sido ni de lejos tan groseros ni tan desagradables, ni habían mostrado tan poco interés como Victor por el piso, los preparativos de la boda, la luna de miel y todo lo demás. Era como estar comprometida con un besugo, pensó Phyllis furiosa, con un besugo estúpido y obstinado. Y encima últimamente ya nunca la besaba y, cuando lo hacía, a ella no le apetecía; además, no sabía besar. Lo conocía demasiado bien. Incluso sabía en todo momento lo que iba a decir a continuación. Una vez se le adelantó y él se ofendió muchísimo. Pero lo que más odiaba era cuando perdía los nervios y se ponía en plan mandón porque lo creía capaz de tirarla al suelo y de obligarla a hacer lo que él quisiera simplemente porque él era más fuerte que ella. Lo cierto era que Victor le sacaba realmente de quicio. Mientras contemplaba por la ventana a los invitados que empezaban ya a marcharse, su mente no dejaba de dar vueltas y más vueltas, encerrada en aquella jaula tan agobiante y tan llena de desdicha y de postración nerviosa, como si de un delgado tití negro se tratara. Estaba segura de que todas sus amigas tenían aquellos aciagos rifirrafes con sus maridos; muchas veces las había escuchado echando mano de toda su paciencia y les había intentado dar consejos mientras compartían un cigarrillo tras otro. Pero esa era la primera vez que había tenido una pelea de verdad con Victor. ¡Ojalá fuera distinto! ¡Totalmente distinto! Aunque ni siquiera sabía cómo quería que fuera.
Y también había miles de cosas que no cuajaban con respecto a la boda. Estaban aquellos ineptos de la pulsera, y ahora, encima, otros ineptos diferentes habían teñido los zapatos de la dama de honor del color que no era, y las colchas tejidas a mano para las camas individuales se estaban retrasando horrores; la mujer del minero de Gales que las estaba haciendo había tenido que parar porque acababa de perder al bebé que estaba esperando o algo por el estilo y, aunque Phyllis lo sentía mucho por el bebé, ¡la boda también era importante! ¿O no?; además, le estaba dando trabajo a la mujer; pero cuando Phyllis trató de que la empresa que la había contratado le buscara una sustituta porque le corría mucha prisa, pusieron el grito en el cielo, como si hubiera sugerido algo espantoso.
Ay, todo era demasiado exasperante y, por mucho que Victor no ayudara o no se tomara el más mínimo interés, sería el primero en armar una buena si la boda sufría algún contratiempo. Nada lo ponía tan furioso como el trabajo mal hecho.
Se apartó de la ventana dando un suspiro, se sentó en una silla con menos garbo del habitual y abrió el Vogue.
Todos los invitados se habían marchado ya, en coche o paseando tranquilamente sin sombrero en la espléndida tarde, y aún podía disfrutar de un momento de calma antes de que llegase la nueva hornada, en torno a las ocho y cuarto.
La señora Spring entró en la sala, seguida a corta distancia por Hetty.
—Bueno, lo único que te digo —iba refunfuñando la señora Spring— es que ha sido de muy mala educación. Todo el mundo se preguntaba dónde te habrías metido.
Hetty, pálida y nerviosa, no contestó.
—Y teniendo en cuenta que era tu fiesta, querida, creo que deberías haberte comportado como Dios manda por una vez en tu vida —prosiguió la señora Spring—. ¿Dónde demonios estabas?
—¡Yo la vi! Estaba entre los setos hablando con alguien que tenía pinta de sacristán —saltó Phyllis, sin levantar la vista del Vogue—. Tim y yo estábamos jugando al tenis y los vimos escondidos allí abajo. Actuaban de un modo un tanto extraño.
—¿Quién era, Hetty? —preguntó la señora Spring con voz agria.
—Para que lo sepas —¿para qué demorarlo más?—, era Frank Franklin, mi tío, a quien tú siempre procuraste que no viera bajo ningún concepto.
Phyllis continuó sin levantar la vista, pero uno de sus pies, enfundado en un zapato de fiesta de satén amarillo oscuro, dejó de balancearse.
—¡¿Cómo?! —La señora Spring dio un respingo—. ¿Tu tío Frank ha estado aquí? ¿Esta tarde? —Hetty asintió—. ¿Y qué quería? ¿Por qué nadie me dijo nada? ¡Qué raro! Me imagino que habrá venido a verte. —Parecía un poco confundida—. No se habrá quedado mucho tiempo… Espero que lo invitaras a tomar algo antes de irse. ¿Quería verte por algo en concreto? Debo decir que todo esto me parece muy irregular… casi furtivo. ¿Por qué diantres no preguntó por mí?
—Supongo que temía, y con razón, que no le dejaras verme. Me dijo que te había escrito tres o cuatro veces preguntando por mí y que nunca le respondiste.
—Oh, estaría ocupada; ahora mismo no me acuerdo —se excusó su tía, que cada vez parecía más avergonzada—. No hagas una montaña de un grano de arena, Hetty. Nunca ha habido ningún motivo por el que no debieras ver a la familia de tu padre, salvo que, poco a poco, fuimos perdiendo el contacto a medida que te ibas haciendo mayor; y, sí, tampoco es que hiciera muchos esfuerzos por que los vieras. No son el tipo de gente que serviría de ejemplo a una joven. Éste tiene una librería y el otro un triste puesto en una biblioteca pública en el norte de no sé dónde. Aunque claro, si tú te hubieras empeñado en verlos, yo no me habría opuesto, ni mucho menos. Pero tú nunca mostraste el menor interés —siguió diciendo a toda prisa, como excusándose.
—Lo habría hecho si se me hubiera dado la oportunidad. Pero bueno, eso ya no importa; supongo que lo hiciste por mi bien. Y también supongo que ahora te pondrás furiosa cuando escuches lo que te voy a contar, pero no puedo evitarlo. ¡Me voy a Londres, a vivir con ellos, con el tío Frank y la tía Rose!
—¡Qué tonterías estás diciendo! ¡Tú no vas a ir a ninguna parte! —exclamó la señora Spring, haciendo que su delicado colorete enrojeciera.
Por fin Phyllis soltó el Vogue en su regazo y alzó la vista; sus ojos rebosaban malicia.
—Sí que me voy, tía Edna. No puedes impedírmelo. Soy mayor de edad y dispongo de mi propio dinero.
—No estés tan segura; lo invertí todo en Regaliz Español la semana pasada y lo hemos perdido todo —le aseguró Victor, que entró frotándose las manos y aparentemente de mejor humor. Se sentó en el amplio brazo de la silla de Phyllis y se inclinó para besarla, pero ella lo esquivó.
—¡Fuera las manos, que no quiero tener que volver a maquillarme antes de la cena!
—De acuerdo, de acuerdo. —Se levantó, encendió un cigarrillo y miró primero a Hetty, pálida y enfurruñada, y luego a su madre, colorada y rabiosa—. ¿Qué está pasando aquí? No os estaréis peleando, ¿verdad?
—Hetty tiene la idea absurda de irse a Londres a vivir con su tío Frank Franklin —anunció su madre.
—Nunca he oído hablar de él.
—Sí que lo has hecho, pero fue hace tanto tiempo que lo has olvidado, y no es de extrañar. Lleva sin ver a Hetty desde que tenía tres años y de pronto se le ocurre presentarse aquí de extranjis esta tarde porque sabe que hoy cumple veintiuno y que dispone de algo de dinero. El caradura quiere aprovecharse. ¡Qué gente tan espantosa! Sobre todo la mujer. Socialistas y tenderos, ¿dónde se ha visto eso?
—¡Ah, ahora caigo! ¿De verdad quieres dejarnos, Het? ¿No te gusta vivir aquí, después de todo lo que hemos hecho por ti?
—Ay, Vic, ¡cállate! —dijo Phyllis, irguiéndose y preparada para abrir fuego—. No tiene nada de raro. —Se dirigió a la señora Spring—: Llevo meses viéndolo venir, pero ninguno de vosotros quería hacerme caso. Siempre he creído que Hetty odiaba vivir aquí. Mejor que se marche.
—¡Cállate! —gritó Hetty con fiereza—. Somos perfectamente capaces de arreglar esto nosotros solos, gracias, sin tus fantásticas elucubraciones de loca.
—No sé a qué te refieres, pero supongo que será alguna de tus frasecitas ingeniosas. Esto me concierne tanto como al resto de la familia. Si te vas a vivir con esa gente despreciable, siempre andarás metiéndote en líos y Vic tendrá que ir a rescatarte. ¿Y crees que voy a permitirlo? No pienso quedarme aquí sentada de brazos cruzados escuchando que te marchas porque te da la gana, así que ni lo sueñes.
—Si me meto en «líos» (y con esa delicada expresión supongo que te refieres a líos amorosos, pues ese es el único tipo de «lío» que conocen los de tu clase), ya me ocuparé yo de salir solita de ellos. No necesito la ayuda de nadie, gracias. De ahora en adelante, me encargaré de mis propios asuntos y, cuanto antes se te meta en la cabeza, mejor.
—¡Callaos las dos! —ordenó Victor—. Phyl, mejor que te quedes al margen; solo lograrás enfadarla más.
—Eso, eso, ¡ponte de su parte! —exclamó Phyllis furiosa levantándose de un brinco—. Déjala que me insulte y que diga lo que le plazca… Siempre te has puesto de su parte desde que éramos niños. Nunca olvidaré aquel día en que se perdió en el bosque y te quedaste para buscarla y yo tuve que volverme a casa sola. Siempre ha sido igual.
—Ay, Dios. Ya estamos con los reproches. Escucha: vete arriba o donde quieras, ¿vale?, compórtate como una buena chica y deja que mi madre y yo nos encarguemos de esto, ¿de acuerdo? Lo estás empeorando todo.
—Pues no, Victor. Esto me incumbe tanto como a vosotros y nadie me da órdenes como si fuera una criada. ¡Cómo te gusta mangonear a la gente!
—Anda que a ti… Y ya que has sacado el tema, aprovecho: no soy tu dichoso chico de los recados, ¿sabes? Esta misma tarde sin ir más lejos, en cuanto he asomado la nariz por la puerta, te has abalanzado sobre mí como una hiena con no sé qué historia de tu maldito perfume.
—Vaya, santo cielo, muy bonito. Solo porque te he pedido un simple…
—Y no solo esta tarde. Siempre estás igual… que si he recogido esto, que si me he acordado de lo otro… Estoy harto.
—Ni la mitad de harta que yo con tu comportamiento… ni siquiera eres capaz de fingir que te interesa la boda y todo lo demás…
—Dios, no soy yo quien debe perder el sueño por eso. Es cosa tuya. Ya tengo bastante con pagarlo casi todo. Para eso estoy.
—¿Lo ves? ¡Ya estás otra vez! Solo porque papá no pudo pagarnos el televisor, ya te pusiste hecho una fiera…
—Bueno, tu hermana me debe doscientas cincuenta libras. Mejor será que vaya despidiéndome de ellas, ¿no?
—¡Tendrás tu maldito dinero, no te preocupes! —gritó Phyllis—. ¡Y toma esto también!
Victor se quedó mirando fijamente su mano extendida. En la palma estaba su anillo.
—Vamos… cógelo… cógelo… Llevo meses queriendo hacer esto, incluso desde antes de Navidad. Ay, cuánto me he aburrido contigo todo este tiempo… Eres tan insulso… Noche tras noche, los mismos sitios de siempre, la misma ñoñería. ¡No me haces sentir nada! Me preguntaba hasta dónde aguantaría cuando estuviéramos casados y ya no hubiera escapatoria.
Victor, pálido de rabia, solo pudo mirar a su madre como pidiéndole que observara con qué joyita estaba a punto de casarse.
—Venga, cógelo —insistió ella—. Como no lo hagas, lo tiro por la ventana.
—Venga, hazlo.
El anillo salió volando por el vano, destelló con el reflejo del sol y se perdió en uno de los floridos arriates.
—Gracias —dijo Victor—. Ahora los dos nos sentimos mejor. Que sepas que no eres la única que estaba aburrida; habría sido más divertido besar a mi mecanógrafa, mira lo que te digo. Ahora, vete por donde has venido y déjame acabar lo que estaba haciendo.
Ella salió de la habitación dando un portazo, pero al cabo de un segundo volvió a abrir la puerta y comentó:
—Edna, no puedo quedarme aquí después de esto. Si no te importa, te llamo por la mañana para que me envíes mis cosas.
La puerta se cerró de nuevo de un portazo.
—¡Buena la has liado! —exclamó la señora Spring—. ¡Phyl! Siempre sospeché que tenía mal genio, pero… Vic, ¿no irás a…? Supongo que prefieres arreglar las cosas… Aún estás a tiempo… Habrá dado la vuelta para coger su coche.
—Ya me has oído. Lo que he dicho lo decía muy en serio.
—En fin, qué se le va a hacer. De buena te has librado —resolvió su madre—. Ay, cariño… Ahora habrá que cancelar las invitaciones y devolver los regalos y el piso y todo… Vic, ¿qué haces? No te vayas, cariño; todavía tenemos que resolver este absurdo asunto de Hetty (¡todas las chicas parecen haberse vuelto locas de repente!). ¡El caso es que no va a irse a ninguna parte y no hay más que hablar!
—Sí que me voy —respondió Hetty con calma—. Por favor, tía Edna, no me montes una escena; ya hemos tenido bastantes líos por esta noche. Siento haberme puesto tan grosera, pero esto significa mucho para mí. Nada de lo que digas me hará cambiar de opinión. Piénsalo detenidamente. ¡Vic! ¿No crees que ese es el modo más sensato de abordar la situación? ¿Y de verdad ves algún motivo de peso por el que no debiera marcharme?
—Por lo que a mí respecta, puedes irte donde te salga de las narices —espetó. Se había repantigado en una silla y se miraba los relucientes zapatos con expresión huraña—. Creo que estás como una cabra, eso creo. Pero tengamos la fiesta en paz. Me pasaré a echarle un vistazo al sitio la semana que viene y veré si es viable. ¿Cuándo dices que te marchas?
—Lo antes posible, por favor.
—De acuerdo. —Se levantó muy despacio y se dirigió a la puerta—. Escríbeles, o lo que sea que hayáis acordado, y yo me encargaré de hacerte llegar todo tu dinero.
—Victor, ¿es que vas a dejar que la niña se marche así, sin discutir las cosas? —gritó la señora Spring—. Hetty… siento haberme puesto de tan mal humor… Piénsatelo, querida. Vamos a vivir en Londres… Bueno, supongo que no ahora mismo, cariño… (¡Ay, qué difícil es todo! ¡Y qué agotador!)… ¿Eres consciente de que tu vida cambiará radicalmente? Estás acostumbrada a las comodidades y no será fácil apañarse sin todas esas cosas a las que estás acostumbrada.
—Me he acostumbrado a vivir sin las cosas que de verdad quería durante veintiún años, así que me imagino que no me costará mucho adaptarme.
—Si está harta de nosotros, está en su derecho de decirlo, ¿no crees? —intervino Victor con rudeza, al tiempo que salía de la habitación—. ¡Vamos! ¡Suéltalo todo! No tengas miedo de herir nuestra sensibilidad.
Y salió dando un portazo.
La señora Spring y Hetty, en medio de ese silencio sepulcral que siempre sigue a las discusiones familiares, se miraron la una a la otra y experimentaron una oleada de complicidad familiar que las hizo olvidarse de sus diferencias. La señora Spring apretó los labios y sacudió la cabeza y Hetty torció la boca y enarcó las cejas.
—Bueno, al menos la otra se ha largado. —La señora Spring rompió el hielo—. Aunque a ti nunca te gustó, ¿verdad que no?
Aquella comedida estimación puso la cosa en marcha, pues hasta Hetty fue capaz de empezar a cotillear una vez se sintió en paz y se hubo salido con la suya, así que durante media hora, tía y sobrina se dedicaron a poner a caldo a Phyllis. Tan entretenidas estaban que no se percataron de que Victor se encontraba muy cerca de ellas, en el vestíbulo, hablando por teléfono.
Allí estaba, en el creciente crepúsculo, frunciendo el ceño; una fea expresión se había apoderado de su atractivo rostro. Aún estaba tan enojado que le habría gustado emprenderla contra algo. Las pullas de Phyllis sobre lo aburrido que era le habían llegado al alma y estaba que trinaba. No solo había herido cada minúscula partícula de su masculinidad, sino que lo había hecho sentirse tremendamente dolido. La buena de Phyl, a la que conocía desde que ambos eran unos críos y con la que había pasado tan buenos ratos (aunque probablemente ella se hubiera «aburrido» mientras él disfrutaba de lo lindo)… apenas podía creer que la buena de Phyl le hubiese dicho todas aquellas cosas y hubiera tildado sus besos de ¡ñoños, nada menos! Mientras marcaba el número que acababa de buscar en el listín, le lanzó una maldición por lo bajini.
Menos mal que conocía a alguien que no lo encontraba aburrido en absoluto y a quien le encantaban sus ñoños besos. Aún llevaba su carta en el bolsillo; se la había llevado consigo al cambiarse de ropa. Ella no era una zorra inflexible y trepadora, sino una dulce criaturita; había pensado ir a verla aquella misma tarde y demostrarle, y también a sí mismo, que se merecían tiempos mejores. Estaban en el buen camino, ambos. Se terminó el whisky doble que se había llevado al vestíbulo y, cuando una voz al otro lado del teléfono le preguntó con quién quería hablar, respondió:
—Con la señora Wither, por favor. Con la joven señora Wither.