Capítulo XXII

El señor Wither estaba muy muy enfadado, impactado y decepcionado con su hija, pero su intención no había sido en ningún momento que se marchara de aquella forma.

Su «Esta misma noche te vas de esta casa» había coincidido con el anhelo enardecido de su hija de escapar de The Eagles, y se había marchado antes de lo que él había pretendido. De hecho, se había disgustado tanto que apenas había sido consciente de lo que decía y cuando la señora Wither se atrevió a entrar en su estudio alrededor de las ocho con una copa de oporto y una galleta en una bandeja (los Wither hacían frente a todas las crisis con galletas, no con sándwiches), se apenó más que nunca al enterarse de que Tina se había marchado.

Había miles de cosas que discutir y planificar. Ahora debían esforzarse para procurar que la situación pareciera lo más natural posible y Tina, al huir en medio de la noche con una maleta, lo había hecho parecer lo menos natural del mundo. Cincuenta años atrás su fuga habría resultado de lo más convencional, pero en la actualidad era melodramática incluso para el señor Wither.

—Tú le dijiste que se fuera, querido —dijo la pobre señora Wither, desconcertada.

—Pero tú no deberías haberlo permitido —fue lo único que dijo—. Ahora todo el vecindario dirá que la he echado de casa.

Se sentó con la mirada clavada en la rejilla negra de la chimenea, rechazó el oporto que la señora Wither le ofrecía y tenía tan mal aspecto, con aquella congelada mueca de desesperación en su vieja cara púrpura, que la señora Wither se olvidó de su propio pesar e intentó convencerlo de que subiera a acostarse con una bolsa de agua caliente y un par de aspirinas. Al final lo consiguió y se sentó junto a su cama hasta que su esposo se quedó dormido.

Entonces volvió al salón, donde Madge estaba sentada mirando el fuego con expresión huraña y los párpados rosas e hinchados. Allí se quedaron hablando hasta después de la media noche. Madge era incapaz de oír ningún comentario en defensa de Tina, a quien siempre había despreciado. Tina se había comportado como una mujer de la calle. Había hecho caer en desgracia a su familia y había defraudado a los de su clase. Madge preguntó qué diría el coronel Phillips y… y Hugh, cuando su madre le escribiera a la India y se lo contara. Todo el mundo diría que si ese era el tipo de cosas que hacían las chicas Wither, entonces toda la familia debía de ser un poco rara. Aquél era el segundo desaguisado de este tipo que ocurría en la familia en menos de tres años: primero Teddy, que se casó con aquella vulgar alimaña, y ahora Tina. A otras familias no les pasaban ese tipo de cosas, ¿por qué a los Wither sí?

La señora Wither no tenía respuesta.

Viola se había metido en la cama hacía ya un buen rato, muy triste y desolada. Su única amiga en The Eagles se había marchado y ahora era sospechosa de haber ayudado a los amantes. Victor no la quería e iba a casarse con otra. «Oh, papá, papi querido, ojalá no estuvieras muerto». Se echó a llorar en su almohada en la oscura habitación, mientras fuera el viento, que se había levantado de repente, soplaba por los alrededores de la casa. Después de un rato se puso a rezar, cosa que nunca hacía a menos que quisiera algo. En medio de una apasionada plegaria a Dios para que las cosas no fueran tan horribles, se le ocurrió que a Dios debía de parecerle ya el colmo que solo le rezaran cuando querían pedirle algo, así que dejó de hacerlo. Empezó de nuevo, le dijo que sentía rezarle solo cuando quería algo y le pidió que tuviera la bondad de bendecirlos a todos pues esa parecía la manera más probable de arreglar los problemas de todo el mundo. Además, todo el mundo parecía tener montones y montones de problemas. Algo más consolada, se durmió.

El invierno se cernió entonces sobre Sible Pelden y una estación lúgubre y congelada pareció cernerse también sobre los habitantes de The Eagles. Los días se fueron acortando poco a poco, grises y calmos, sin un rayo de sol o barridos por temporales de lluvia helada. Durante semanas el viento aulló por los alrededores de la casa como un perro viejo y lastimero. Desde todas las ventanas se podía ver cómo los árboles negros luchaban contra un cielo gris, bajo y raudo; cómo las altas hayas se movían lenta y elegantemente en toda su extensión y cómo los robles, más bajos y recios, agitaban sus ramas superiores con gran violencia. El viento penetrante arrasaba el suelo, aplastando las debilitadas briznas de hierba aterrorizada y calando a los humanos hasta los huesos. Días y días como estos se sucedieron en el exterior de la casa. En el interior de las grandes, oscuras y silenciosas habitaciones, ardían pequeñas llamas taciturnas. Y en los jarrones, en lugar de flores, había plumerillos y ramas con hojas que la señora Wither había disecado. Por todas partes se colaban terribles corrientes de aire que atravesaban la ropa como cuchillos y que le provocaban a Viola constantes resfriados. No obstante, la situación era aún peor para los cinco habitantes más ancianos de la casa. En su caso, sufrían de lumbago, neuralgias y problemas renales.

Después de que Tina se marchara, al día siguiente, el señor y la señora Wither dieron un largo paseo y decidieron que sus parientes tenían que saber la verdad sobre el matrimonio, y que debían decirles a los amigos y a los conocidos que todo se había celebrado con el consentimiento de los padres, aunque la noticia hubiera supuesto toda una sorpresa y (naturalmente) una leve conmoción. Las chicas eran tan poco convencionales en aquellos días («y tan tenaces, añadiría yo», aseguraba la señora Wither sonriendo con amargura) que tenían la impresión de que si no les daban su consentimiento, ¡¡los jóvenes se casarían sin él!! De momento estaban en Londres con unos amigos de Tina. Y sus planes eran inciertos.

En consecuencia, esto es lo que la señora Wither (el señor Wither permanecía un poco apartado, en segundo plano, como bajo una nube de inevitable vergüenza paternal) le contó a lady Dovewood cuando se la encontró un buen día en la Biblioteca Pública de Chesterbourne. (Lady Dovewood había ido hasta allí para comprobar si era verdad que todos los hombres desempleados del pueblo la utilizaban como club. Y sí. Era cierto. De modo que lady Dovewood propuso hacer algo al respecto). Lady Dovewood hizo unos comentarios apropiados acerca de la atrevida y caprichosa escapada de Tina y cuando llegó a su casa le dijo a su marido: «Aubrey, ¿recuerdas a la hija de los Wither, la más joven, la delgada y artista? Pues bien, se ha fugado con el chófer, justo lo que siempre dije que haría. Igual que la hija de la pobre Kitty. Sabía que lo haría. Lo veía venir. Ahora no me digas que no te lo dije, porque te lo dije».

La señora Parsham y la señora Phillips también hicieron comentarios apropiados sobre Tina, dándole la razón a la señora Wither cuando esta tartamudeó que Saxon era un muchacho muy agradable y muy respe… Un muchacho muy agradable y completamente entregado a Tina. Quisieron ayudarla a suavizar la situación cuanto les fue posible pues la pobre mujer les daba lástima. Y les daba mucha más lástima (o eso decían) porque durante años habían estado comentando la vida tan sumamente aburrida que llevaban los Wither, sin necesidad alguna, pues contaban con todo aquel dinero. Llevaban siglos preguntándose cómo podían soportarlo las hijas, en estos días en que todos los jóvenes tenían sus «trabajos». ¡Pero qué estúpidos eran los Wither! Se habían ganado aquello a pulso con la vida tan opresiva que habían impuesto sobre sus hijas: el hijo se había casado con una dependienta y la hija con un chófer. Ya solo les quedaba la rechoncha. ¿Qué haría la rechoncha? Sible Pelden aguardaba, compasivo pero esperanzado.

Madge, sin embargo, no hizo nada, salvo ir a dar largas caminatas cuando soplaba viento del este con Polo, que ya se había convertido en un bonito perro y corría varias yardas por delante de ella persiguiendo toda clase de hojas. El regimiento de Hugh Phillips había sido destinado definitivamente a Waziristán y la próxima carta que le enviara a su madre sería escrita ya desde su posición oficial, en el servicio activo. Su joven esposa y el niño, Ned, se quedarían a salvo en el centro del país, por supuesto. «Polo, ven aquí», gritaba Madge, y le acariciaba las orejas. El viento cruel le empañaba los ojos y ella se los restregaba como una niña, con sus grandes puños.

Con todo, las masas de Sible Pelden no se dejaron engañar por lo que la señora Wither fue contando en la tienda del pueblo, y tampoco las criadas de The Eagles se creyeron una sola palabra porque ellas sabían la verdad. Ya se había encargado el Ermitaño de que así fuera. Le había contado a todo el mundo en el Green Lion —a los gamberros del cruce, ahora convertidos en hombres; al camarero pragmático; al propietario, el señor Fisher; a la señora Fisher y al cartero pelirrojo que estaba enamorado de Davies, la que trabajaba para los Spring— que Saxon y Tina llevaban viéndose todo el verano y que cuando el viejo Rata y su mujer lo descubrieron, se montó la de San Quintín en The Eagles. Él estaba allí y lo oyó todo. Qué más daba por qué estaba allí. Sólo se ocupaba de sus cosas.

Nadie se sorprendió al saber que Saxon y Tina habían estado juntos desde el verano. La gente los había visto con sus propios ojos. Habían ido atando cabos y relacionando unos comentarios con otros. Además, todo el mundo lo esperaba. La primera persona que vio a Tina dando una clase de conducir aquel verano había ido a su casa y le había soltado a su esposa: «Que me parta un rayo si esos dos no traman algo».

Para los Wither, como es normal, el cotilleo del pueblo fue casi lo más desagradable de su desgracia. Delante de ellos no hacían referencia directa al asunto, pero podían imaginar lo que decían a sus espaldas. En una ocasión, el señor Wither, que fue a dar su paseo diario uno de los pocos días soleados de diciembre, se encontró con el Ermitaño, que, para su horror, le preguntó a voz en grito si ya era abuelo.

También estaba el problema de la señora Caker. Los Wither se creían en la obligación de hacer algo con ella, pero no sabían qué, de modo que no hicieron nada salvo tratar de no encontrarse con ella cuando salían. Como la señora Caker no tenía la menor intención de encontrarse con ninguno de ellos, la jugada les salió bien. La señora Caker también estaba siendo víctima del cotilleo generalizado del pueblo. Sabía que todo el mundo estaría hablando de lo horrible que era para los de The Eagles que una hija suya se hubiera casado con un muchacho cuya madre se ganaba la vida lavando ropa y que además tenía a un vagabundo viviendo en su casa. La señora Caker nunca había sido una mujer respetable por naturaleza, pero hubo un tiempo feliz en que disfrutó de ropas bonitas y en que fue esposa de un hombre acomodado. Y ahora era plenamente consciente de lo bajo que había caído, de modo que evitaba ir al pueblo cuanto podía y, cuando el Ermitaño se acercaba a su casa y le contaba lo que la gente murmuraba, ella le echaba agua y la emprendía a gritos con él. Entonces el Ermitaño le pegaba y ella le devolvía el golpe, aunque no con tanta eficacia, e intentaba cerrarle la puerta en las narices y dejarlo en la calle. Él trataba de echar la puerta abajo de una patada y el camarero pragmático del Green Lion comentaba: «Ya están otra vez a la greña», en un tono que de alguna forma arrojaba luz sobre el eterno problema de los sexos.

Fawcuss, Annie y Cook tuvieron que soportar lo que ellas describían como una vergonzosa «impertinencia» por parte de sus colegas feligreses, y todos los primos Wither, incluyendo a una prima llamada Agnes Grice, cuyo pasatiempo favorito consistía en meter las narices en los asuntos de los demás, les escribieron largas e incoherentes cartas en las que les decían que lo que había ocurrido no era más que lo que siempre habían supuesto que le pasaría a Christina desde que fuera a aquella escuela de arte, para añadir a continuación que el señor y la señora Wither debían asegurarse de tomar todas las precauciones posibles con aquel clima tan horrendo, pues lo único que les faltaba era que cayeran enfermos.

El señor Wither se tomó muy mal el desastre. Ya no mencionaba a Tina en público salvo cuando apoyaba hipócritamente a la señora Wither, y cuando se la mencionaba en casa, él bajaba la vista y guardaba silencio. No obstante, accedió a que la señora Wither contestara sus cartas semanales y le dio permiso a Viola para que le enviara a una dirección de Londres, a una tal señora Baumer, sus libros, unos cuantos cuadros por los que sentía gran aprecio y que estaban colgados en su habitación y el resto de su ropa.

Todas las cartas debían enviarse también a la tal señora Baumer. Al principio, la familia de The Eagles se preguntaba quién sería, pero Tina les explicó en la segunda carta que les envió desde Londres que se trataba de Betti Solomon. Betti había sido compañera de Tina en la escuela de arte y se había casado con David Baumer, el pintor. Tenían tres niños preciosos y muy divertidos. Los Baumer, al parecer, eran amigos del señor Saxon Caker y su señora. Tina se había encontrado con Betti un día comprando en Selfridges y Betti le pidió que fuera a una fiesta y que se llevara con ella a su marido. Ahora los Caker iban por allí a menudo y los hijos de los Baumer se lo pasaban en grande trasteando con Saxon en el garaje. Sí, Saxon tenía trabajo, y Tina y él vivían encima del garaje en un callejón, pero era mejor que les enviaran las cartas a la señora Baumer. A ese respecto, Tina no especificaba por qué.

A medida que avanzaba el invierno, las cartas de Tina fueron tornándose más alegres. No, lo cierto es que rebosaban felicidad. De vez en cuando las protagonizaba algún Nombre, pues los Baumer conocían a muchos famosetes y sus fiestas eran relativamente célebres incluso en una época tan loca y tan entregada a las fiestas. Tina y Saxon iban a las recepciones de los Baumer y se divertían mucho. Como era lógico, algo del colorido de esta vida inusual pero tan interesante y satisfactoria se traslucía en las cartas que llegaban a casa, y hacía que The Eagles, encerrada en la penumbra de un invierno en el campo, pareciera más funesta que nunca.

Escritores y pintores. Judíos y callejones… Todo les sonaba muy mal al señor Wither, a la señora Wither y a Madge, pero Viola se creía todas esas cosas solo a medias pues después de reflexionar mucho sobre el tema y de atar cabos, decidió que el asunto de Adrian Lacey había sido una mentirijilla que Tina se había inventado para poder estar con Saxon y que en el futuro iba a tener mucho cuidado con las viejas amistades escolares de Tina.

La señora Wither pensaba que Tina no estaba recibiendo el castigo que merecía. ¡Saxon, insolente e ingrato! ¡Tina, ingrata y contra natura! La cita bíblica del cedro atravesó la mente de la señora Wither.[24] Y, sin embargo, no podía evitar desear con todas sus fuerzas ver la casita de Tina, ¡su primer hogar de casada! Aunque estuviera en una callejuela. Sonaba muy pintoresco ¡y Tina había pintado la puerta de azul intenso! ¡Cómo le habría gustado a la señora Wither ir a Londres para ver a su hija casada, aunque esa hija estuviera casada con un chófer, y ayudarla a elegir las cortinas y la vajilla de porcelana! Sin embargo, el señor Wither se ponía tan triste con solo mencionar la posibilidad de ir a ver a Tina que no se atrevía a hacerlo.

La señora Wither pensaba que la forma en que sus hijos se casaban con gente de lo más excéntrica de aquel modo tan solapado y repentino estaba muy mal. Era como si sus sentimientos, de pronto, los hubieran superado. ¿Por qué no podían casarse bien, como todo el mundo, con su correspondiente ceremonia de compromiso y con el tiempo suficiente para escribir a los primos que vivían en Jamaica? Y a la señora Wither se le saltaron las lágrimas con la última carta de Tina.

El escándalo llegó a oídos de los Spring, que seguían en Londres, unas cinco semanas después de que se produjera y por mediación de Bill Courtney (recuérdese que Bill estaba enamorado de Phyllis y que la llevó a casa la noche del Baile de las Enfermeras). Bill Courtney se encontró con su amada por una deliciosa casualidad en un cóctel, y Phyllis, a la que le hizo mucha gracia, le comunicó la noticia a los Spring. La señora Spring no podía culpar a nadie por huir de una casa donde se daban fiestas como la de aquel verano, aunque fuera con el chófer, pero se preguntó sinceramente de qué demonios iban a vivir pues la chica no tenía ni un penique, ¿no era así? Victor se echó a reír. Le gustaba que las mujeres demostraran tener personalidad… Siempre que no la demostraran demasiado, por supuesto. No obstante, mientras reía, se le ocurrió que alguien, al menos, había tenido agallas para cortar con todo y escapar de una situación que no podía seguir soportando. Entonces se preguntó cómo lo estaría llevando la pequeña Viola. «Seguro que a estas alturas ya ha encontrado a alguien. Ella no tiene necesidad de ir mendigando», pensó, como si Sible Pelden estuviera plagado de esos «alguien». Luego apartó de un plumazo la pequeña molestia que le había causado aquel pensamiento y se llevó a Phyllis a bailar por tercera vez aquella semana.

Hetty consideraba que Tina, que se había criado en ese nido de neuróticos que era The Eagles, debería haber aspirado a una escapada más sutil que la de casarse con un guapo zoquete y, en consecuencia, estaba decepcionada.

Tina y Saxon, mientras tanto, llevaban una existencia un tanto peculiar, pero feliz.

Tina, al verse junto a su marido encallada, por así decirlo, en un banco de arena, cercada entre dos clases, se decantó por la de los artistas. A los artistas no les importaba si uno pertenecía a la burguesía o al pueblo llano siempre que no fuera ni un esnob ni un soso, y aquellos artistas, que irradiaban esa calidez judía deliciosa y entusiasta que solo se puede comparar con un albaricoque maduro, los recibieron a ella y a su joven marido con los brazos abiertos.

Su propia familia (que, después de todo, tampoco era de tan buena cuna como para justificar semejante enfado) podía pensar que había deshonrado a los de su clase, y los sirvientes del señor Spurrey podían ser groseros, distantes y recelosos, pero los Baumer aceptaban al señor y la señora Caker como seres humanos y Tina, con su marido, su casa y un círculo social agradable, era más feliz de lo que jamás había soñado que fuera posible.

Saxon también era feliz, aunque él se tomaba su nueva vida con más prudencia que su mujer. Le gustaba su trabajo y los Baumer le divertían, aunque a veces tanta sinceridad en su discurso le avergonzaba y, si bien habría deseado que el señor Spurrey no hubiera sido un viejo amigo del señor Wither, estaba descubriendo que, conforme pasaban las semanas, su patrón iba siendo cada vez más llevadero.

Saxon sabía calar a las personas y, cuando ponía su mente a su servicio, era capaz de manejarlas a su antojo como lo había hecho con Tina (hasta que sus propios sentimientos se hicieron cargo de la situación). Ahora empezaba a manejar al señor Spurrey.

Al viejo le encantaba charlar. Su pasatiempo favorito consistía en sacarte de quicio, pero le gustaba darle a la sinhueso por el mero placer de hacerlo y Saxon se entrenó para escuchar y seguir conduciendo al mismo tiempo, de modo que pudiera elaborar las respuestas que el señor Spurrey quería escuchar. Mientras conducían por Londres, por supuesto, esto no era fácil, pero el señor Spurrey no hablaba tanto en los trayectos cortos, es decir, en los que se celebraban entre su casa y el club o entre la fiesta del jerez y la cena de gala. Saxon era consciente de que aquella peculiaridad se debía a que no deseaba que ninguno de sus formidables amigos lo viera de cháchara con su chófer, de modo que procuraba no hablar nunca por el centro a menos que le hablaran antes a él.

Sin embargo, durante aquellos largos trayectos por los condados que rodeaban Londres y que el señor Spurrey emprendía para tomar el aire y para practicar algo de ejercicio casi todas las semanas (a la vuelta tomaban el té en caros restaurantes de carretera), este cotorreaba la mayor parte del tiempo, y Saxon conducía, escuchaba y contestaba.

¡Caramba! ¡Cómo charlaba el viejo! De la guerra, de política, de dinero, de los viejos tiempos, de las mujeres modernas, de los impuestos sobre la renta… Saxon nunca creyó que una persona instruida pudiera decir tantas tonterías. Hasta él, un tipo sin estudios procedente del campo, parecía haberlo leído todo antes en los periódicos.

Ahora esos amigos judíos de Tina también referían las mismas cosas que el viejo carcamal, pero al menos ellos tenían algo que decir. Locuras en su mayoría, pero interesantes, y que te hacían pensar.

Saxon decidió que si eras tonto de nacimiento, la educación no cambiaba mucho las cosas.

«Es curioso —pensaba Saxon— que el viejo tenga todo ese dinero, que yo solo gane tres libras con quince chelines a la semana, y aun así tenga la sensación de que soy bastante mejor que él. Superior. Eso es porque él es un necio y yo no. Pobre viejo. No ha tenido una gran vida, a pesar de su dinero».

Se refería a que el señor Spurrey siempre había estado solo. Saxon sabía que esta era la razón por la que le gustaba tanto charlar y, con su habitual mezcla de frío egoísmo y de bondad desinteresada, él lo animaba. Era mejor llevarse bien con el viejo… Y, de algún modo, no podías evitar que te diera pena.

Efectivamente, el señor Spurrey estaba tan solo como una ostra aburrida. La gente era amable con él, como ya se ha explicado anteriormente. Sin embargo, cada vez que se cruzaba con alguien (a menos, por supuesto, que lo tuviera acorralado en un rincón tras una comida), ese alguien siempre tenía que marcharse corriendo a algún sitio. Esto le venía pasando al señor Spurrey desde que aprendió a hablar, es decir, hacía setenta y tres años. Naturalmente, tenía la sensación de que había algo que se le escapaba. No sabía qué. Solo sabía que, durante toda su vida, sin darse cuenta, había anhelado encontrar a alguien que lo escuchara mientras hablaba; que se limitara a escuchar, sin sonreír y marcharse a toda prisa; que escuchara durante horas mientras él lo asustaba con profecías espeluznantes y comentaba el increíble estado en que se encontraba el mundo.

Ahora por fin parecía haber encontrado a su oyente.

A Saxon le gustaba su trabajo. Había descubierto que podía manejar a su patrón y era feliz con su esposa. Pero, en el fondo, siempre tenía la sensación de que la extraña vida que llevaban, entre dos mundos, era meramente temporal. También era consciente de que este nuevo trabajo no era mucho mejor que el antiguo. Seguía queriendo más dinero y más responsabilidades. Estaba harto de llamar a los viejos «señor» y de tocarse el sombrero para saludarlos. La vida indefinida, sórdido-romántica que llevaba en Sible Pelden estaba tan muerta para él como una película que hubiera visto hacía tres años. Era imposible creer que él hubiera sido aquel chico sin escrúpulos que aspiraba a exprimir al viejo Wither por mil libras. Se avergonzaba con solo recordarlo.

Ahora estaba casado, trabajaba en Londres y se codeaba con gente educada. Pero aquello no era suficiente. La ambición, la nota más fuerte de su carácter, sonaba noche y día en su mente como una corneta lejana y se impacientaba con su vida actual, aunque la disfrutara. Quería que llegara el futuro y quería que fuera espléndido.

Con este vago afán atosigándole a todas horas, empezó a ser más cauteloso con el dinero. Metía en el banco diez chelines a la semana, le enviaba los diez de siempre a su madre, le daba a Tina dos libras con diez para la casa y solo se quedaba con cinco chelines para comprar cigarrillos, una cerveza de vez en cuando y, en ocasiones, un libro de segunda mano sobre la industria automovilística, en la que estaba interesado por su trabajo.

También empezó a leer. Leía, con prudencia y siempre con cierta reserva, los libros que le prestaban los Baumer, quienes se dedicaban a observar su progreso con divertida compasión. Eran libros que le hablaban del estado actual del mundo. Poco después se dio cuenta de que lo que más le interesaba de aquellos volúmenes eran los pasajes dedicados a las condiciones económicas. Al resto solía dedicarle poco tiempo. Los acontecimientos relacionados con el comercio —el transporte, las ventajas e inconvenientes geográficos, los altibajos de los precios de las materias primas causados por las guerras civiles o mundiales— captaban su atención.

También recordaba bien lo que leía. David Baumer le decía a Tina que su marido tenía buena cabeza.

«Una buena memoria, la facultad de no exponer su opinión hasta que sabe más sobre el tema, la capacidad para relacionar hechos en apariencia inconexos… Todas ellas son buenas cualidades. No es una mente original. Es más absorbente y retentiva que creativa. Pero algún día hará algo interesante (no, no escribirá; al menos no lo creo). Seguramente, dará con un gran negocio. ¡Ojo al dato! ¡Ha dejado de leer novelas!», añadía el pintor, cuyo propio cerebro revoloteaba por las antiguas flores de la cultura europea como una brillante abeja trilingüe, pero que no estaba interesado en el estado actual del mundo.

No obstante, aunque Saxon hubiera dejado de leer novelas, no había dejado de tratar a su mujer como a su mejor amiga, y las dificultades a las que se enfrentaban juntos en su vida entre convencional y bohemia endulzaban su amor mutuo y lo hacían más profundo. La suya no era una relación apasionada (de hecho, a veces Tina echaba un poco de menos los peligrosos días del pasado), pero sí auténtica. Como la mayoría de los hombres de clase trabajadora que son reales y que no habitan en las páginas de la ficción, Saxon no idealizaba a su esposa. Sin embargo, le hacía el amor, la quería y eran muy felices. Puede que su ambición le perturbara, puede que su cerebro engullera y disfrutara de hechos indigestos como un cabritillo medio hambriento, pero sus sentimientos estaban en paz.

Viola no tuvo que volver a oír que hubiera ayudado a Saxon y a Tina mientras la familia estaba de vacaciones aquel verano, pero el señor y la señora Wither empezaron a tratarla con mayor frialdad tras la marcha de Tina, y supuso que Madge había estado metiendo cizaña. Ellos nunca la habían aprobado, como ya sabemos, y Tina siempre se había interpuesto entre ella y la aversión abierta de su familia. Ahora que Tina se había ido, los demás mostraban sus sentimientos de muy sutiles maneras y, a medida que las Navidades se iban acercando, se sintió cada vez más desdichada. Además, llegaban noticias inquietantes de la señorita Cattyman.

El señor Burgess, ahora jefe de Burgess and Thompson, se venía quejando últimamente de la forma más alarmante, y hablaba de conferir un nuevo espíritu a la firma, de deshacerse del personal inútil y de dar otro toque a las cosas y renovarse. Las palabras «brío», «dinamismo», «servicio» y «ventas» atravesaban el aire con olor a lino de Burgess and Thompson como una descarga de balines maliciosos. Se inició un horrible sistema denominado Comparación de Habilidades Comerciales, en el que se comparaban y se comentaban las respectivas ventas semanales de la señorita Cattyman, la señorita Lint, la señorita Russell y las dos aprendizas. Las dos aprendizas tuvieron que empezar a llevar batas de seda verde oscura, y pronto se les dijo a las dependientas más antiguas que tendrían que comenzar a llevarlas también. Con lazos de color crudo al cuello. Costarían dieciocho chelines cada una y el dinero se iría descontando cada semana de sus salarios hasta que estuvieran pagadas. El tiempo no se detiene.

Todo esto alarmaba en gran medida a la señorita Cattyman.

Viola fue a verla un domingo por la tarde después de haber visitado a sus tías y de haberles hecho entrega de sus regalos de Navidad (no abrir hasta el día de Navidad). Tía May, la que no era enfermera, saltó de repente diciendo que era horrible que su cuñada se hubiera fugado con el chófer de aquel modo y le preguntó a Viola si había sospechado algo antes de que ocurriera. Tía Lizzie, la enfermera, se había enterado a través de alguien del hospital cuya hermana vivía en Sible Pelden. Viola tuvo que contarlo todo con pelos y señales y lo hizo con cierto placer. Era bastante agradable disponer de nuevo de un buen cotilleo que compartir con tía May y tía Lizzie. Al menos cuando estaba con ellas se sentía en familia, lo cual era bastante más de lo que podía decir de The Eagles. Echaba muchísimo de menos a Tina.

Tras beberse dos tazas de té bien cargado con sus tías, fue caminando hasta el 19 de Carrimore Road, donde la señorita Cattyman tenía su cuarto, y se bebió otras dos tazas incluso más cargadas mientras la señorita Cattyman, que había estado echándose una siestecita, seguía acostada a su lado en la cama, con sus piececitos enfundados en medias primorosamente zurcidas y arrebujados bajo la colcha. Mantenía bien abiertos sus ojos brillantes, con los que veía a Viola ir de acá para allá.

Las persianas estaban levantadas cuando Viola llegó y mostraban una lúgubre perspectiva de las aguas congeladas del Canal Central, que discurría por detrás de Carrimore Road, y de las obras negras y monstruosas de la fábrica de gas, que se recortaban contra el fugaz atardecer invernal. Viola echó las persianas y encendió la lámpara de gas.

Mientras se bebían el té (Viola también lo disfrutó enormemente; a ella no le gustaba nada el té de China que tenían en The Eagles), la señorita Cattyman le contó lo del señor Burgess y su Comparación de Habilidades Comerciales, y terminó diciendo que no entendía qué le pasaba al señor Burgess últimamente. Era un hombre distinto.

—Mi trabajo siempre me ha dado satisfacciones, Vi —le explicó la señorita Cattyman con toda dignidad—, y debo confesar que no me gustan nada estas nuevas ideas. No está bien que las niñas (para la señorita Cattyman, las dos aprendizas llevaban siendo «las niñas» desde 1907, cuando llegó el primer lote) oigan al señor Burgess diciéndonos a mí o a la señorita Lint cómo vender medias de seda. No sé qué le habría parecido todo esto a tu pobre padre, Vi.

(«Seguro que habría disfrutado —pensó su hija—. A papá le encantaban los cambios», pero no lo dijo. A la gente le gustaba tener sus propios puntos de vista y nunca te daban las gracias por entrometerte en exceso).

—No sé a dónde iremos a parar —concluyó la señorita Cattyman, tras mojar una Oval Marie en su té y chuparla—. No tengo la más remota idea, la verdad.

Viola, sin embargo, sí tenía alguna idea de lo que iba a pasar y se fue a casa muy preocupada. A su querida Catty, la Catty cariñosa y amable que la conocía desde que era un bebé y que había conocido a su madre, Catty, que, por supuesto, no había ahorrado ni un cuarto de penique de las tres libras que ganaba a la semana… a Catty la iban a despedir.

Unos días más tarde, Viola encontró la lúgubre casa y a sus deprimentes ocupantes tan insoportables que anunció sin más que iba a llevarse unos sándwiches, que iba a pasar todo el día en los pantanos para ver pájaros y que cogería el autobús de la mañana desde Sible Pelden. Y como nadie le puso el menor impedimento aparte de preguntarle en tono sombrío por qué demonios quería ir a los pantanos con aquel tiempo tan espantoso, allá que se fue.

Los pájaros eran casi lo único interesante que se podía ver en invierno cerca de Sible Pelden. Venían del extranjero, según decían, por miles, en cuanto comenzaba el mal tiempo. Nadie, a excepción de Giles Bellamy, sabía sus nombres y, de algún modo, aunque los habitantes de Sible Pelden a menudo decían durante el invierno: «los pájaros ya deben de estar allí; este año tenemos que ir a verlos; recuerda lo interesante que fue la última vez que fuimos, hace cinco años, ¿no?», en realidad nadie iba pues hacía un frío tremendo en los pantanos, tan solitarios y desolados, y la mayoría de la gente, como es normal, prefería ir al cine.

Pero Viola sí fue, acompañada de una señora obesa. Fueron dando sacudidas en el autobús, que circulaba por unos carriles cubiertos de una fina capa de nieve glacial, y ella llegó hasta Dovewood Abbey, la última parada. Allí empezaban los pantanos.

Caminó durante una buena media hora por la solitaria carretera del pantano. Pasó las ruinas de la abadía que se mantenían en su misma colina, de cara a las tierras baldías y llanas cubiertas de cañaverales nevados y hielo gris que el agua oscura y estancada había resquebrajado. Lo cierto era que no se veían muchos pájaros cerca de la carretera. Se mantenían en sus enormes bandadas más lejos, a millas de distancia una vez se atravesaban las salinas, en un lugar al que solo los pescadores, los observadores de aves, los segadores de juncos y (se rumoreaba) los botes que se hundían en el agua con su carga de medias de seda o cámaras de contrabando se molestaban en ir.

Sin embargo, el ruido y la sensación de que las aves estaban allí la envolvían. Sus chillidos salvajes sonaban cerca, procedentes de cúmulos de temblorosos juncos púrpuras y espadañas lanosas. Atisbó uno durante unos instantes, grande y de un gris pardusco, andando por la orilla tras una pantalla de malas hierbas, y una vez llegó una bandada de pajarillos rollizos, brillantes y veraniegos, de un castaño y verde lustroso, sobrevolando una lámina de agua que reflejaba el cielo gris.

Soplaba débilmente un viento constante, como una pared de hielo que ejerciera presión en sus mejillas y que olía a juncos, a agua pantanosa y a nieve. No se oía nada, salvo el fino siseo de este mismo viento, que tropezaba a su paso con millas de espadañas y de plantas acuáticas. Unas plantas de hojas gruesas que ahora eran de un marrón rojizo y estaban marchitas. Una vez, a lo lejos, vio una impresionante bandada de pájaros que alzaba el vuelo hacia el cielo gris.

Se detuvo allí donde la carretera de la ciénaga empezaba a ramificarse en multitud de confusos senderos. Desenrolló su chubasquero y se sentó encima para comerse sus sándwiches. Estaba helada y muy triste, pero, al mismo tiempo, estaba disfrutando de la excursión. «Qué raro que nadie venga por aquí —pensó—. Es precioso, la verdad, a pesar del frío y de que no se vea un alma». Desvió la vista hacia el punto en el que se hallaba el mar, más allá de la salina y, cuando levantó la cara, rosada por el roce constante del viento frío, el sol envió un intenso rayo dorado a la ciénaga… Las nubes se estaban abriendo con la llegada del atardecer.

De repente, mientras contemplaba aquella escena gloriosa, oyó un ruido extrañamente emocionante, como el que produciría un galope de caballos que se acercara cada vez más. Con todo, no se parecía al rápido fragor de unos cascos. Era un sonido más profundo y musical que no se asemejaba a nada que hubiera oído antes. Parecía tan sobrecogedor que su corazón empezó a latir con más fuerza. Entonces miró ansiosa a su alrededor para averiguar qué podía ser.

El poderoso rumor se acercaba cada vez más, hasta que, de pronto, vio que sobre su cabeza pasaba volando una bandada de cisnes salvajes que se dirigían con sus alas blancas y doradas hacia el ocaso. Viola corrió sendero abajo, riendo de emoción para seguir su vuelo, aunque el atardecer y las lágrimas le deslumbraban y no podía ver nada.

Se quedó durante un rato allí plantada, contemplando melancólica el lugar por donde se habían ido. ¡Qué bonitos eran! Nunca había visto nada tan hermoso en toda su vida. ¿No sería maravilloso poder sentirse siempre como se había sentido cuando pasaron tronando sobre su cabeza, sin querer a nadie, inmensamente feliz de estar sola y viendo cosas tan hermosas como aquellos cisnes?

El sol, no obstante, volvió a esconderse tras las nubes y el viento arreció. Eran casi las tres y media ya, y el último autobús partía de Dovewood Abbey a las cuatro.

Recogió su chubasquero, que se había ido arrastrando poco a poco hacia un charco negro, y se lo puso, pues había empezado a llover. Con las manos en los bolsillos, caminó a paso rápido de vuelta a la carretera desolada, con la mente bien asentada de nuevo en el mundo real. Un té no le vendría nada mal. Podía parar a tomarse una taza en Lukesedge, acompañada de unas tostadas calientes y de un huevo hervido. «¡Al cuerno con los gastos, sé una chica mala!», como diría Shirley. Allí estaba el autobús, justo en la puerta del pub cerrado. Cuando echó a correr, a su espalda alzaron el vuelo numerosas bandadas de pájaros que iban a atravesar las ciénagas en su vuelo crepuscular.

Bueno, había ido a los pantanos a ver pájaros, pero al final no había visto muchos. Tal vez no fuera el mejor momento del día para verlos. Seguro que era eso.

Sin embargo, aquellos cisnes… Eran preciosos. Nunca los olvidaría. Aún oía el ruido de sus aleteos y aún podía ver sus cuellos dorados estirados pasando en tropel sobre su cabeza en dirección al ocaso como los cisnes salvajes del cuento. Solo necesitaban coronas para ser idénticos a ellos. Aunque, a decir verdad, aquellos cisnes que ella había visto eran incluso mejores que los de la fábula porque eran reales.

¡Qué hermosos! Los recordaría toda la vida.

Al poco rato, el autobús se paró en el cruce desierto y Viola se apeó. La única persona a la vista era el Ermitaño, y ella no lo habría visto, pues estaba muy oscuro, de no haberse encontrado él en la puerta del cottage de la señora Caker, alumbrado por el reflejo de la luz interior. Estaba abriendo una botella de cerveza y la sostenía con cuidado, con los brazos extendidos por encima del escalón de la entrada, para que la espuma no ensuciara el suelo del salón. Una vez hecho aquello, se retiró majestuosamente al interior del cottage, dándose aires de propietario, y cerró la puerta.

Los días se hicieron aún más oscuros y, poco después, llegó la mañana de Navidad.