Capítulo IV
Viola llevaba ya cuatro días en The Eagles, cuando el señor Wither decidió sacar de nuevo el tema de la pequeña charla. Y esta vez se salió con la suya.
Desde su estudio se divisaba la pequeña biblioteca al otro lado del vestíbulo y, como se sentaba con la puerta entreabierta dejando que se colara la corriente, una corriente espantosa, había descubierto que Viola acostumbraba a pasarse por allí todos los días después de almorzar para escoger un libro.
De hecho, Viola no hacía ningún intento por organizar sus días en The Eagles; deambulaba por la casa aburrida y triste, y la mitad del tiempo el señor Wither (cuyos días estaban bien organizados y consistían en dar vueltas a su dinero, fastidiar al general de división Breis-Cumwitt, elucubrar sobre cuánto dinero tenía otra gente y qué hacían con él, organizar la vida de su esposa e hijas y vigilar para que no se despilfarrase nada) desconocía a qué consagraba sus horas. No obstante, en los últimos tres días la había visto ir a la biblioteca y quedarse allí sus buenos ratos hojeando las páginas de los volúmenes que encontraba, y haciendo a veces una mueca desdeñosa que ofendía muchísimo al señor Wither, porque implicaba que los libros de su biblioteca no debían de parecerle dignos de ser leídos.
El cuarto día, el señor Wither le concedió cinco minutos para que hojeara tranquilamente unos cuantos libros más y les pusiera caritas y luego, sin hacer el menor ruido, se levantó de la silla y cruzó el vestíbulo a toda prisa.
—¡Oh! —gritó Viola, dejando caer al suelo Mis perros y yo, de Millie, Condesa de Scatterby—. ¡Vaya, señor Wither, menudo susto me ha dado!
—¿Estás buscando algún libro en especial? —le preguntó el señor Wither, con la misma sonrisa que solía utilizar cuando quería engatusar a alguien para que hiciera algo que no quería—. Bueno, pues aquí tienes mucho donde elegir, querida. Estás a gusto, ¿verdad? ¿Te estás adaptando bien? Te sientes ya como en casa, ¿no es así?
—Sí, gracias, señor Wither… —murmuró Viola, y se lo quedó mirando. Recordó desesperadamente que Shirley le había advertido que no permitiera que el viejo Mustio la desanimara. «Plántale cara al muy canalla», ese había sido su consejo.
—¿Qué tal si tenemos ahora nuestra pequeña charla pendiente? —le sugirió, invitándola a dirigirse a la puerta, como Pan habría hecho en un bosque lejano con un ojo puesto en una nerviosa ninfa.
Ella tragó saliva, murmuró algo inaudible y lo siguió.
Era la primera vez que entraba en su estudio. Era pequeño hasta el extremo de resultar intimidatorio, sobre todo cuando el señor Wither cerró la puerta tras ella. Dio unas palmaditas en el lúgubre sillón y se disculpó por la ausencia de aquel fuego infernal que había estado alimentando a lo largo de los días anteriores:
—Pero hace un día tan bueno que no es necesario encender la chimenea, ¿verdad?
Viola asintió. Para armarse de valor, se apoltronó en el sofá. El señor Wither puso cara de contrariedad. Seguro que nadie que se repantigara de ese modo sería capaz de prestar atención a nada que se le dijera.
—Estoy seguro —empezó a decir el señor Wither— de que sabes de lo que quiero hablar contigo. —Saltaba a la vista que intentaba adoptar un tono alegre, pero sus esfuerzos solo lograron conferir a su voz un color alarmantemente antinatural, como si estuviera a punto de darle un síncope. Se echó hacia delante, la silla crujió, y se la quedó mirando con una sonrisa congelada—. De dinero. —Pronunció aquella palabra con total reverencia—. Una palabra pequeña, cierto, pero muy importante.
Viola emitió un débil murmullo, tragó saliva y, con sus ojos grises y somnolientos abiertos como platos, igual que un gato asustado, soltó al fin:
—Puedo pagarme mis cosas.
—¡Ja, ja! —estalló el señor Wither, dándole un par de palmaditas en la rodilla y meneando la cabeza (aunque, a decir verdad, ¿por qué no? Esa chica comía demasiada mantequilla, pero se había quedado más tranquilo al saber que Viola podía pagarse sus cosas al menos, pero ya llegarían a eso más tarde)—. No, no. Por supuesto, siempre se produce un pequeño desajuste en los libros cuando hay otra boca que alimentar, sobre todo cuando esa boca es joven, ¡ja, ja! Pero la situación todavía no es tan grave, Viola, ¡ja, ja! No (aunque lo que sugieres no es ningún disparate y lo tendremos en cuenta para el futuro), no quería hablarte de eso. Es sobre tu dinero. El dinero de Theodore. —Bajó la voz y se la quedó mirando con ojos vidriosos, como a una imagen sagrada—. ¿Cuánto tienes, querida?
Hubo una pausa.
—No tengo nada —contestó Viola con una risilla nerviosa, sacando un pañuelo de Woolworth y sonándose la nariz, mientras sus ojos grises, que de repente brillaban, se burlaban de él bajo la tela estampada.
Tenía mucho miedo, pero ¡cómo se iba a reír Shirley cuando le contara esta historia!
—¿Que no tienes nada?
El señor Wither se había quedado estupefacto. La miraba con la boca muy abierta.
—Sí. No, quiero decir. Bueno, tengo…
—Entonces, ¿qué quieres decir con que puedes pagarte tus cosas? —la interrumpió el señor Wither. Tal vez le estuviera gastando una broma; una broma cruel y sin sentido, pero una broma al fin y al cabo. Sabía que la gente hacía ese tipo de cosas.
—Bueno, iba a decir que podía pagar mis cosas durante un tiempo.
—¿Un tiempo? —musitó el señor Wither, sacudiendo la cabeza completamente aturdido—. ¿Qué tiempo? ¿A qué te refieres?
—Me refiero a una temporadita. Solo un tiempo. De hecho, tengo doce libras…
—¡¿Cómo dices?!
—Que tengo doce libras —repitió Viola un poco enfurruñada, con la vista clavada en la enorme rejilla negra de la chimenea.
—¿Eso es todo? ¿Doce libras?
—Sí.
—¿Dónde están? —le preguntó el señor Wither, pues doce libras no eran nada, eran menos que nada y aunque fueran doce míseras libras habría que administrarlas correctamente. Una chica como Viola podía dejárselas tiradas por ahí… en el baño, en el coche, en cualquier sitio.
—Arriba.
—¿Dónde?
Pausa minúscula.
—En mi bolso.
El señor Wither separó los labios, luego los apretó y los volvió a abrir.
—¿Me estás diciendo que el único dinero que te queda, de lo que te dejó tu padre, son doce libras y que las llevas en el bolso?
Viola asintió, todavía enfurruñada.
—Sí, pero él no me dejó mucho que se diga…
—¿Cuánto?
Pausa más larga.
—¿Cuánto te dejó tu padre, Viola? Vamos, sabes que debes decírmelo. Esto es muy serio.
—Cincuenta libras.
—¿Al año, te refieres? ¿Cincuenta libras al año?
—No, cincuenta libras justas. Cincuenta libras.
—Pero el…, el negocio…, la tienda… —gritó el señor Wither—. ¡Mi hijo me dio a entender que tu padre era copropietario!
—Ah, bueno, sí, antes sí, pero eso fue antes de que le vendiera su parte al señor Burgess. Ya sabe… —Aquí los ojos se le llenaron de lágrimas—. Mi padre era un auténtico fanático del teatro e hizo mucho, pero que mucho, mucho, por los actores de Chesterbourne. Les puso luces nuevas e hizo por ellos todo tipo de cosas. Así es como se le fue el dinero. Eso no fue cosa de un día, claro, sino de años. Cuando era pequeña estábamos bien. Fui al instituto hasta los dieciséis años. Lo que pasa es que creo que mi padre no tenía mucha cabeza para los negocios; siempre le decíamos que debería haberse subido a los escenarios, y el señor Burgess es un zorro viejo, todo el mundo nos lo decía. Tan despiadado como lo pintan, dice la señorita Catty…, nos lo decía todo el mundo. Y, si quiere que le diga la verdad, creo que el señor Burgess timó a mi padre.
Se secó los ojos, temblando.
El señor Wither permanecía callado. Sus lágrimas lo avergonzaban, pero creía que era lo correcto, así que le dio tiempo para que recobrase la compostura. Esta concesión, sin embargo, no evitó que se sintiera irritado con ella, y consternado también.
No obstante, quedaba el dinero de Teddy; todavía no había oído nada del dinero de Teddy. Aún había esperanza… Los augurios no eran nada buenos, pero el señor Wither los desterró de su mente. Tal vez había querido decir que solo tenía doce libras en metálico.
Al final, le preguntó:
—Bueno, ¿y el dinero de Theodore? ¿Cuánto te dejó mi hijo?
—Noventa libras —contestó Viola dando un suspiro.
—Al año, ¿no? ¿Noventa libras al año?
—No, en el banco.
—¿Eso es todo?
—Sí.
—¡Pero…! —gritó el señor Wither angustiado—. ¡Pero si Theodore estuvo veinte años ganando más de cinco libras a la semana y el año pasado yo mismo le pasé una pensión adicional de ochenta libras! ¡Durante el último año de su vida, cuando se casó contigo, estaba ganando siete libras a la semana!
—¿Que ganaba siete libras a la semana? —se extrañó. Y después de una pausa prosiguió—: Me preguntaba cuánto sería, pero nunca creí que fuera tanto.
El señor Wither no tenía nada que decir a esto; creía que lo correcto era que una esposa no supiera cuánto ganaba su marido.
—¿Y dónde diablos ha ido a parar todo? —gritó, crujiendo al echarse hacia delante y mirándola fijamente con los ojos desorbitados—. ¿En qué se lo gastó? ¡Debería haber sido capaz de ahorrar cien libras al año! Pero si nunca iba a ningún sitio. No era alegre, ni llevaba una vida desenfrenada. Seguro que tú sabes dónde fue a parar todo su dinero.
—Bueno, estaba el alquiler, que eran veintiocho chelines y seis peniques a la semana, a mí me daba treinta chelines para los gastos de la casa, y también estaba la criada, y yo me quedaba con cinco chelines a la semana para los gastillos…
«Demasiado… —pensó el señor Wither—. Tanto gasto innecesario…».
—… y también estaban sus viajes, sus almuerzos y sus tónicos capilares…
—¿Tónicos capilares? —exclamó el señor Wither. ¿Es que todos sus hijos se habían vuelto locos con el tema del pelo? Tina siempre se estaba quejando del suyo y gastándose cifras exorbitantes en él, y ahora resultaba que Theodore se gastaba cuatro libras a la semana en el suyo.
—Bueno, ya sabe, lociones, el aceite capilar Rowland’s Macassar y todo eso. El pelo se le estaba…
Entonces se calló. A veces era puerilmente fiel a la memoria de su marido y en ese momento le habían sobrevenido esos escrúpulos. Recordar que al pobre de Teddy le preocupaba quedarse calvo (aunque ella solía reírse del tema con Shirley) le hacía sentirse muy mal y no veía por qué su horrible padre tenía que enterarse de todo. Ahora estaba bastante seria y no tenía ganas de reír.
—Además, estaba la ropa —continuó con voz trémula—. Le gustaba ir elegante, ya sabe. Y… por supuesto, tenía que estarlo. Para los negocios.
El señor Wither pegó un respingo. Creía saberlo todo sobre ese negocio en particular.
—Y muchas cosas más… —concluyó apresuradamente.
El señor Wither asintió con aire sombrío y se la quedó mirando con las manos, pequeñas, rojas y llenas de venas, apoyadas en las rodillas, que tenía un poco separadas. Viola bajó de inmediato la vista a sus zapatos.
—De modo que no tienes nada —remató al fin el señor Wither, con la mirada aún sombría.
Viola negó con la cabeza.
Él continuó sin apartar la vista de ella durante un rato, meneando la cabeza con los labios apretados; luego, se impulsó de pronto hacia delante y se levantó.
—Bueno, pues habrá que hacer algo al respecto, eso es todo —observó.
Y haciendo este consolador comentario, le abrió la puerta y la dejó libre.
Una vez la joven hubo subido a toda prisa las escaleras, él se volvió al sillón y se abismó en sus pensamientos. Que no eran nada halagüeños.
No tenía dinero, comía más mantequilla de lo que resultaba aceptable, solo tenía veintiún años y había venido, a petición suya, expresa y urgente, a residir en The Eagles. De por vida, al parecer.
Viola, por su parte, corrió todo el camino hasta llegar a su habitación y se dejó caer boca abajo en la cama. Se quedó tumbada durante un rato con la mirada perdida en la alfombra, balanceando las piernas en el aire y entrechocando lentamente las punteras de los zapatos. Luego se levantó de un salto, se puso el abrigo y bajó las escaleras de nuevo, aunque esta vez sin hacer ruido.
Llegó a la parte trasera de la casa y se escabulló por el garaje (por lo que eran los antiguos establos). Le gustaba esta zona de la casa, que quedaba justo debajo de la ventana de su dormitorio, porque allí siempre había más ajetreo que en el resto de The Eagles. Las criadas no hacían mucho ruido, pero solía haber un reconfortante olor a comida y a veces Saxon estaba allí, poniendo a punto el coche. Viola creía que Saxon era demasiado guapo para ser un chico y que era un engreído, pero no podía evitar alegrarse cada vez que lo veía porque él era la única persona en The Eagles, aparte de ella, que no tenía arrugas. Su presencia la hacía sentirse menos perdida entre aquel mar de vejestorios.
Esa tarde estaba plantado con las piernas un poco separadas, sus lustrosas polainas negras y unas mangas de camisa muy blancas remangadas encerando el coche. El resplandeciente sol de abril, que hacía que la mayoría de las caras pareciesen viejas, solo lograba avivar la juventud de la suya.
La vio acercarse por la ventanilla del coche y le dedicó una sonrisa tan alegre, traviesa y descarada que Viola no dio crédito. «¡Pero bueno! ¿Qué le pasa a este hoy?», pensó, mientras se le disparaban los ánimos ante tal muestra de simpatía. No obstante, cuando le dio la vuelta al coche y pasó por su lado, fue tan correcto como si la anterior sonrisa nunca hubiera existido.
—Buenas tardes —le susurró tímidamente, ralentizando un poco el paso. Aún no se atrevía a llamarlo Saxon.
—Buenas tardes, señora —le respondió él en tono respetuoso.
—Hace un día precioso, ¿no cree? —observó ella, en voz más baja, casi por encima del hombro, mientras se alejaba del patio.
—Sí, señora, precioso. —Le echó una mirada directa y respetuosa, pero no le sonrió.
Enfadada y con el orgullo herido, Viola se metió las manos en los bolsillos y enfiló la carretera que quedaba junto al bosquecillo.
«Pero qué engreído es; se piensa que la miel está hecha para su boca de asno (citando a la vieja señorita Cattyman, la de la tienda). Solo le he dicho que hacía un día precioso…»
¡No seas tan desagradable!
Solo he venido a preguntar
¿cómo te va?, tralarí, tralarí,
¿cómo te va?, tralarí, tralará.
»¡La vieja canción de papá! La verdad es que la muerte es algo horrible; es como si se hubiera ido la mitad de tu ser.
«Tal vez los padres de Saxon sean ricos y él se dedique a esto para pasar el rato», musitó mientras deambulaba y le daba pataditas a las piedras. Ninguno de los Wither le había mencionado a Saxon desde su llegada. Le sorprendió ver a un nuevo chófer en la estación cuando la señora Wither fue a recogerla; no sabía que tuvieran uno. Entre Teddy, su esposa y los moradores de The Eagles no se había producido el típico intercambio de novedades familiares que suele darse en la mayoría de las familias. Teddy tenía la sensación de que sus padres y sus hermanas desaprobaban su matrimonio con una dependienta, y eso que se había distanciado de ellos más si cabe después de casarse, de modo que para su esposa eran casi unos completos desconocidos. En las pocas ocasiones en que Viola había subido al coche de los Wither, había sido un viejo chófer, en consonancia con las viejas criadas, quien se había encargado de llevarla y traerla. Así que Saxon era toda una novedad.
«No —recapacitó—, no puede estar haciéndolo simplemente para pasar el rato. Nadie vendría a vivir a The Eagles para pasar el rato».
Recordó su propia y desagradable situación y suspiró.
Ahora deseaba con todas sus fuerzas haber tenido el valor suficiente para seguir el consejo de Shirley y haberse negado a vivir en The Eagles. «Por amor de Dios, chica —le había dicho Shirley—; te has librado de una buena y a las primeras de cambio vas y te atas a los Mustios otra vez. Además, ya sabes cómo es el viejo Mustio; lo único que quiere es tu dinero, aunque esta vez se va a quedar con las ganas, porque no tienes ni un penique…».
«Pero lo tenía —pensó Viola, caminando con la cabeza gacha y el pelo brillante como una filigrana de cristal—, solo que me lo gasté casi todo. Casi cien libras. No tengo perdón de Dios».
No había sido fácil resistirse a gastar dinero mientras vivía con Shirley; a los Davis les encantaba pasárselo en grande. Hacían excursiones en su pequeño coche, bailaban a todas horas, acudían a todas las fiestas que podían y también las daban en su preciosa casita, donde nunca faltaba la bebida.
Todo esto se hacía con lo que Shirley llamaba el Sistema de la Furgoneta Mágica. Según ella, la Furgoneta Mágica era el Hada Madrina Moderna. Tú deseabas algo y… ¡tachán!, venía una furgoneta y te lo dejaba en la puerta.
Viola no podía quedarse al margen de las fiestas, pero tampoco vivir a costa de Shirley; además, agradecía esta oleada de alegría londinense; le hacía quitarse de la cabeza la pena por lo de su padre (y por lo de Teddy, por supuesto; también lo sentía por el pobre Teddy). Ella siempre pagaba su parte: llevaba una botella a una fiesta, se hacía cargo de la comida en la siguiente y se compraba un vestido nuevo para otra. Iba a la peluquería con frecuencia, porque su pelo debía tener un aspecto inmaculado, como el de toda la panda de Shirley. La panda estaba formada por seis o siete jóvenes enfermeras, todas con trabajo, y por sus maridos, todos muy elegantes, todos muy listos, aunque un poco hartos de estar casados. Así que, de vez en cuando, era bastante habitual que se preguntaran cómo sería tener una tórrida aventura con Jim o con Roger, o con Anne o con Chrissie.
De hecho, Jim, Roger, Anne y Chrissie eran exactamente iguales a Tom, Archie, Irene y Connie, pero como vivían en cuerpos diferentes al menos existía en ellos la promesa implícita de una Historia de Amor. Cuando la panda hablaba de Amor durante el café matutino tendía a mostrarse cínica. Los hombres —y las mujeres, según decían sus maridos después de unas copas— salían a ver lo que pillaban, pero en lo más profundo de su ser, la panda se moría por vivir una Historia de Amor, o más bien una tras otra, para que el mundo real se disolviera y no hubiera que hacer ningún esfuerzo por adaptarse a él. Cuando la panda se enamoraba, lo hacía de verdad.
Viola, sin embargo, permanecía incorrupta. ¿Sería por lo que su padre le recitaba con su fina voz, cuando ella tenía once años?:
La luna brilla resplandeciente. En una noche como esta
mientras los suaves céfiros besan cariñosamente a los árboles
silenciosos; en una noche como esta, a lo que pienso,
Troilo escaló las murallas de Troya
y exhaló su alma en suspiros frente a las tiendas griegas,
donde Crésida dormía?[6]
Seguramente no. Le gustaba observar a su padre mientras leía y escuchar cómo modulaba suavemente los tonos al recitar; no sentía curiosidad por lo que significaban las palabras. Solo era Shakespeare; estaba acostumbrada a él.
Sin embargo, no le gustaba que Jim o Roger, o Tom o Archie la besaran. Cuando le susurraban que estaban locos por ella, se escabullía y les sugería que se fueran a París, que allí había muchas chicas. A la panda le caía bien y la aceptaron en el grupo como una especie de mascota rara, carente de libido, pero dulce.
Había disfrutado de tres meses con la panda. Ahora, le parecía mentira que se lo hubiese pasado tan bien.
Lo malo era que en esos tres meses casi todo su dinero se había esfumado.
Había vivido con el miedo de rechazar la propuesta de vivir en The Eagles. Sentía, con fuerza aunque no de un modo muy claro, que era algo que le debía a Teddy porque ella no lo había querido tanto como él la había querido a ella. Shirley le había prometido que le buscaría trabajo, pero Viola no se veía capaz de hacer el tipo de trabajo que Shirley le encontrara; no se consideraba especialmente lista.
Al final, entre el miedo que le tenía al señor Wither, su conciencia, el poco dinero con que contaba, el hecho de no querer vivir a costa de Shirley y que la vieja señorita Cattyman y las tías de Chesterbourne le habían dejado muy claro que debía cumplir con su deber y dar gracias por la suerte que había tenido, decidió que lo mejor era mudarse a The Eagles.
En ese momento, alzó la vista, vio un sendero que se adentraba en el bosque y lo enfiló, con la cabeza aún gacha y las manos metidas en los bolsillos. Estaba ensimismada, esbozando mentalmente la larga carta que le escribiría a Shirley aquella misma tarde.
Las tardes en The Eagles eran casi la peor parte del día. Fuera de la casa, sin embargo, todo era precioso: el atardecer iba dejando paso poco a poco a un tierno crepúsculo, las estrellas empezaban a brillar, así como la luna nueva, y, si alguien miraba hacia las altas ventanas del salón a su espalda, vería un pájaro grande surcar el cielo carmesí con vuelo pausado de camino a casa… Una garza, tal vez, o un cisne de los pantanos.
—¿Qué ha pasado con aquel trozo de cerdo frío? —preguntaba el señor Wither, levantando de repente la vista de su periódico.
—Nada, querido; la cocinera está haciendo unos medallones de carne.
El señor Wither volvía a su periódico.
Viola se sentaba con una novela de Berta Ruck de hacía diez años (una historia deliciosa que Tina le había prestado, pero que solo la hacía sentir peor de lo que estaba, porque el joven protagonista era un primor) y se preguntaba qué estarían haciendo en aquellos momentos Shirley y la panda. Luego, a las diez y cuarto, todo el mundo se acostaba y, a la noche siguiente, la misma rutina, y así siempre, a menos que algún horrible cincuentón fuera a cenar, aunque, ¿de qué servía todo aquello?
Así que esa noche, para variar, le escribiría a Shirley para contarle lo espantoso que era todo y lo decrépitos que eran los Mustios, a excepción de Tina, que era bastante normal, aunque te ponía de los nervios porque se moría de ganas por casarse y la pobre lo tenía crudo, ya que debía de rondar los cuarenta, si es que no los había cumplido ya. ¡Y lo de que no se atrevía a coger el autobús a Chesterbourne para ver a Catty y a las tías porque los Mustios le ponían caras largas con solo oír mencionar la tienda!
«Esto de estar casada es rarísimo —pensó mientras se adentraba en el bosque—. No pasa nada, pero todo, de algún modo, se vuelve vulgar, y no tiene nada que ver con lo que lees en los libros. Ni siquiera ahora me veo como la señora Wither —sonrió—. Me siento igual que cuando iba a la escuela, aunque no tan feliz; pero claro, no se puede esperar que una viuda huérfana sea feliz».
Llegado a este punto dejó de silbar y se dio cuenta de que el silencio era absoluto. Miró vagamente a su alrededor.
La amplia franja de luz que iluminaba la carretera se había ido desvaneciendo poco a poco, velada por ramas y más ramas cargadas de hojas rígidas y frescas de un rosa pardusco transparente. Los jóvenes abedules y las oscuras guirnaldas de hiedra vigorosa que revestían los troncos de los robles contribuían a acentuar el efecto de aislamiento y veladura graduales, mientras que una sensación de frescura, soledad y paz le indicaban que se hallaba en pleno corazón del bosquecillo. Alzó la vista a las delicadas sombras de una rama gigantesca y pensó: «¡Qué bien se está aquí!». El caminillo descendía en una suave pendiente y al fondo de una hondonada cubierta de helechos rizados y de matorrales color avellana oyó agua que corría.
Abajo, junto al arroyo escondido, oculto bajo tantas ramas secas que tuvo que fijarse bien para verlo, había un pequeño cobertizo hecho con láminas de chapa ondulada. Estaba construido sobre un pedazo de terreno ennegrecido, y el viento esparcía delicadamente ceniza blanca sobre él.
Mientras contemplaba el cobertizo, observó aparecer tras una de sus esquinas a un anciano robusto y sucio, con la cabeza cubierta de rizos gruesos y grises que le llegaban a los hombros, como los de un caballero andante. El viejo se la quedó mirando y al final gritó:
—¡Hola, encanto! —y asintió con satisfacción. Su voz era grave, ronca y cautelosa, como si estuviera a punto de contar un secreto. Llevaba puesto un abrigo y unos pantalones de arpillera, en los que había cosido con esmero pequeños parches de periódico sucio. En los pies llevaba enormes botas rotas cuidadosamente amarradas con cordeles.
Viola comenzó a alejarse. Supuso que se trataba de un loco. Sabía quién era, todo el mundo lo conocía como el Ermitaño. De vez en cuando aparecían unas líneas sobre él en el Chesterbourne Record, pero no sabía que vivía allí precisamente, en aquel bosquecillo; la verdad es que le daba bastante pena.
—¡No me se asuste! —le gritó, aún más fuerte—. Sé muy bien quién es usted. La joven señora Wither, de The Eagles. ¿A que sí?
Viola asintió, tranquilizada. El tipo tenía los ojos muy pequeñitos, y a Viola le pareció que brillaban como los de un animal, aunque se notaba que eran los de una persona cuerda.
—Lo sabía —dijo el Ermitaño, como quien conspira. La lógica salvaje de su vestimenta contrastaba curiosamente con su tono chismoso—. También conocía a su difunto. De vista. Estaba gordo, ¿eh?
Eso era verdad y, como la mayoría de las verdades, resultaba grosera. Viola decidió no contestar.
—¿Alguna vez le han hablado de mí? —continuó diciendo—. En The Eagles, digo.
Ella negó con la cabeza.
—¡Cómo! ¿Ni siquiera el viejo Rata?
—¿El viejo qué? —Viola superó su recelo y bajó un poco más la pendiente, pues le pudo la curiosidad.
—El viejo Rata. El padre de su difunto. Todo lo que haiga, para la buchaca, ¿no? Para el Rata.
Fue entonces cuando comprendió que se refería al señor Wither.
—El Rata me tiene bien calao. Siempre va con el cuento al ayuntamiento para que me echen, pero ellos lo toman por el pito del sereno. Yo no me meto con naide y el señor Spring a veces me defiende, así que voy tirando. ¿No entra?
Hizo un gesto con la cabeza hacia el mugriento cobertizo.
Ella meneó la suya, sonriendo.
—En The Eagles no es que haiga mucho que hacer, ¿no? —le preguntó de repente, guiñándole un ojo con tanta intensidad que Viola creyó que tenía un tic.
Volvió a menear la cabeza sin dejar de sonreír.
Su padre nunca le había enseñado que cada uno debía ocupar el lugar que le correspondía en el mundo, ni que, porque fulano tuviera suficiente para comer y vestir y mengano no, este último debiera mostrarle respeto al primero. Tampoco se había contagiado en exceso del esnobismo de la señorita Cattyman ni del de sus tías, defecto que en su caso era ya crónico. Su padre habría considerado al Ermitaño «un maravilloso personaje shakespeariano, decrépito y extraordinario» y, aunque no le gustó el guiño que le hizo, no se le ocurrió pensar que se estuviera tomando demasiadas libertades.
Sin embargo, sentía hacia Teddy y su familia una lealtad no exenta de bochorno, de modo que contestó con más reserva de lo normal en ella:
—Sí, el sitio está un poco aislado.
—Ajá. ¿No piensa casarse otra vez?
—No —contestó ella con una risotada.
—¿Y no pasa frío de noche en el catre? —Y esta vez quedó claro que el guiño no era un tic.
Al oír aquello, no obstante, Viola echó a andar y le contestó con voz remilgada, roja como un tomate:
—Buenas tardes tenga usted.
—¡Adiós, ricura! —gritó el Ermitaño, mirándola con ansia a su paso; luego, más fuerte, continuó—: ¡Parece que tenemos una poca de prisa esta tarde!, ¿no?
Viola aceleró el paso, sin hacerle caso, y eso que él la llamó a voces varias veces. Subió la suave cuesta hasta que halló otro camino que parecía conducir a la carretera. Las hayas alzaban sus ramas tratando de alcanzar el azul feérico del cielo y formaban una susurrante cueva verde con sus ramas. De repente, tras de un recodo del camino, apareció ante ella la casa de Victor Spring; sus torretas rojas y blancas resplandecían a través de la pantalla de coníferas de rápido crecimiento plantadas delante de la residencia. Pasó por delante de la verja blanca del camino de acceso.
Ralentizó el paso, preguntándose qué estarían haciendo en aquel momento los miembros de la familia Spring. Seguro que él estaba en Londres, pensó, pero de pronto escuchó risas, gritos y los golpeteos sordos pero enérgicos de las pelotas que rebotaban en tensas raquetas en las canchas de tenis y, más allá, el ronroneo de un cortacésped y los alegres gañidos de un perrito. ¡Qué hogar tan feliz parecía! ¡Allí todo el mundo parecía ocupado, y supuso que el entretenimiento duraría las veinticuatro horas del día!
Aquella carretera parecía bastante solitaria, pero poco después llegó a un cruce de donde partía el camino que unía Colchester y Bracing Bay. Y allí, junto al cruce, se alzaba un grupo de chabolas de chapa, quioscos y una gasolinera junto con uno o dos cottages empapelados con tantos carteles de té, huevos frescos, cigarrillos y señoras y caballeros que sus fachadas, previsiblemente dignas, apenas se veían. Dos cottages más altos, sin ningún cartel, y un poco apartados en la sombra verde que proyectaba el bosque, captaron su atención, así que Viola se dirigió parsimoniosamente hacia ellos.
Estaban pegados el uno al otro: dos pequeñas edificaciones grises con tejados a dos aguas y un rótulo en forma de pergamino a todo lo ancho del frontal que rezaba St. Edmund’s Villas, 1893. Uno de ellos, vacío y a punto de derrumbarse, tenía las ventanas rotas y una puerta tapiada alrededor de la cual se abría paso la impetuosa hierba primaveral. La puerta del otro permanecía abierta ante un parche de hierba verde resplandeciente salpicada muy de vez en cuando por las corolas azulonas de unas campanillas.
Viola se quedó remoloneando por allí, contemplando las flores e intentando echar un vistazo al interior del saloncito que vislumbraba a través de la puerta. Tenía un ligero toque de elegancia; habían empapelado las paredes hacía poco con papel barato beis y había dos o tres acuarelas y fotografías viejas y desvaídas dispuestas aquí y allá, como si alguien acabara de enterarse de que las paredes abarrotadas de adornos estaban pasadas de moda. En un rincón había un mueble nuevo y reluciente para la radio fabricado con la madera barnizada más barata, y se habían cubierto los raídos asientos de las sillas de crin con trozos de tela azul vivo. Dos alfombras de Marks & Spencer, del color del barro, tapaban las partes más desgastadas de la moqueta.
Incluso a ojos de Viola, que solo había podido echar un vistazo distraído, el saloncito tenía un aspecto deprimente, de tan pobre. Lo único realmente bonito era un ramo de sellos de salomón embutido en un jarrón de Woolworth que reposaba en la redonda mesa victoriana, pero hasta sus largas hojas y sus gruesas campanillas blancas estaban medio marchitas, como si no las hubieran regado en mucho tiempo.
Mientras estaba allí curioseando, la puerta que daba al saloncito se abrió de par en par. Alguien asomó la nariz, le echó una fría mirada y cerró la puerta de la calle de un portazo. Avergonzada, Viola siguió su camino.
La mujer que había dado el portazo volvió a toda prisa a la trascocina, de donde emanaba una nube de vapor pestilente y, poco después, empezó a escucharse un sonido de tono funesto, grave, que fue creciendo en intensidad hasta que pudieron distinguirse algunas palabras. Con todo, difícilmente aquello podía considerarse un acto de habla; era más bien algo así como ese gimoteo que se emite con la boca medio abierta mientras uno está con las manos en la masa.
La gimoteadora no era otra que la señora Caker, a quien, al parecer, le encantaba quejarse de todo.
—… unos auténticos cerdos, eso es lo que son, y más cada semana que pasa. Si no me diera miedo perder el trabajo, otro gallo les cantaría. Le iba a decir cuatro cosas a la vieja bruja esa. ¡Mira que mandarme lavar las mantas en vez de llevarlas ella misma a la lavandería! ¡Y encima las fundas de los cojines del perro…! Vergüenza les tenía que dar, ¡desgraciados! Anda que si no fuera por el dinero… Ya lo creo que sí, pero ¿y si se va de esta casa un buen día y me deja solo con la ropa que lavo? ¿Qué hago yo entonces? ¡Qué canalla! ¡Qué zorro! Me gustaría saber lo que gana… ¡Ay, ojalá lo supiera! Seguro que las criadas de allí lo saben. Pues les voy a preguntar, mira tú. Lo que pasa es que son todas unas estiradas. Él seguro que se lo dice a su madre, sí, seguro. Su deber es decírmelo.
Se enderezó, estirando la espalda y emitió un pequeño gemido.
Al levantar la cara, la luz verdosa procedente del bosque que se colaba a través de la sucia ventana de la trascocina le dotó de un aspecto fantasmal. Había sido una mujer muy guapa en tiempos, y sus grandes ojos azules, cuya atractiva inclinación les confería un delicioso aspecto, todavía eran bonitos; su naricilla también lo era. Sin embargo, apenas le quedaban dientes y tenía una especie de mugre incrustada en la piel y una expresión de perpetuo descontento en la cara. Su pelo, grueso y castaño, estaba mal cortado en forma de arbusto silvestre, y lo llevaba prendido con un pasador rosa de nácar. Llevaba puesta una camisa sucia ajustada al pecho y arrastraba el dobladillo de una falda pasada de moda, hecha de una tela muy buena pero muy sucia, por los charcos de agua del suelo de piedra. Esa era su falda; llevaba poniéndosela veinte años, y eso que se la había comprado mucho antes incluso. Tenía las caderas redondeadas y el dobladillo trenzado de principios de 1900.
Sus ojos, de aquel azul intenso, el pecho generoso y la mirada ligeramente burlona que brillaba por encima del descontento, la convertían en una de esas mujeres a las que los hombres siempre querían arrimarse. Y si bien es cierto que tenía pinta de estar siempre quejándose, también lo era que no parecía de esas mujeres que se tomaban las cosas en serio.
—Y a él que lo zurzan, ¿no? —continuó, inclinándose de nuevo sobre la tina—. ¡Por qué no te levantas antes, dice! (imitándolo). Porque no me da la gana, jovencito, por eso. Cuando me levanto, naide me consuela ni me agradece nada. Nunca se le ocurre que me pueda apetecer tomar algo en The Arms, jamás me lleva al cine…
¡Plof! Una bola de ropa humeante cayó sobre las baldosas grasientas.
—Sí, se avergüenza de mí; eso es lo que le pasa. Estaré una miaja estropeada, lo mío he pasado, pero no soy ninguna vieja, vaya que no. Yo no soy ninguna vieja, no señor. Si no fuera por el viejo, ¿quién me iba a dar a mí un poquito de compañía? Anda que le importo mucho. ¡Mal hijo, malo y zorro! ¿Quién le iba a lavar sus siete camisas a la semana si yo la espichara? Siete camisas le lavo y le plancho todas las semanas, y no me lo agradece ni un poquito.
Mientras escurría las últimas gotas de una camisa barata de algodón color azul celeste, la puerta de la trascocina se abrió y apareció un hombre, recortado contra el fondo luminoso del bosque, que se quedó mirando el interior de la pequeña celda.
—Madre, ¿está lista mi camisa? —le preguntó en tono seco.
—Sí, está —le contestó ella sin levantar la vista.
El recién llegado no era otro que el joven y apuesto chófer.