Capítulo XI

Había una tradición que siempre se cumplía respecto al Baile de las Enfermeras: constituía un éxito rotundo, no solo a la hora de recaudar dinero (el hospital andaba siempre con el agua al cuello y pidiendo ayuda), sino también en el número de asistentes, la decoración, la orquesta y los refrigerios. El baile se celebraba bajo la supervisión personal de lord y lady Dovewood. La bisabuela de lord Dovewood había instaurado el hospital en un cobertizo en desuso en el año 1846, con la ayuda de un grupo de mujeres devotas, valientes como búfalos, a las que no les importaba lo que la gente dijera de ellas; y, por tanto, su familia era la patrocinadora del actual hospital. El propio lord Dovewood se ocupaba de los refrigerios, que eran sabrosísimos, pues incluían platos elaborados a partir de recetas familiares, y lady Dovewood se encargaba de la decoración, aspecto en que, año tras año, trataba de superarse. Los jóvenes Dovewood actuaban como maestros de ceremonias extraoficiales y cuidaban de que los padres no escogieran una orquesta demasiado vulgar.

Las malas lenguas solían murmurar que todo el baile giraba alrededor de los Dovewood, pero casi nadie parecía tomárselo muy en serio. A la mayoría de la gente, esnob por naturaleza, le encantaba sentir (cosa que los Dovewood se encargaban de transmitir a la perfección) que, aunque hubiera pagado por la entrada, había sido invitada por un lord. Disfrutaban mezclándose con la aristocracia, fijándose en su atuendo y en cómo se comportaban; y como las masas normalmente se engalanaban y se preparaban a conciencia para la fiesta, poca gente se quedaba sola o se sentía fuera de lugar.

Ese año habían contratado a la orquesta de Ray y sus Cinco Demonios, pero dos días antes del baile había tenido lugar un terrible incidente. Ray y sus Cinco Demonios habían traicionado al hospital y a los Dovewood aceptando descaradamente una oferta mucho más jugosa para tocar en un baile privado en Stanton. Aquello fue de lo más rastrero, porque Ray no era otro que Stanley Burbett, un muchacho de Chesterbourne venido a más que conocía de primera mano la importancia que tenía para la comarca el Baile de las Enfermeras y la tradición de que siempre era un éxito rotundo. Este contratiempo generó todo tipo de ácidas críticas hacia los miembros de la banda, pero además hubo que convencer a los decepcionados chicos del pueblo de que el hecho de prosperar y ganar dinero no siempre lo convertía a uno en mejor persona.

—Oh, señor Spring —dijo lady Dovewood al teléfono—, espero no interrumpirle…

—En absoluto, lady Dovewood. Si puedo hacer algo por usted… solo tiene que decírmelo.

—Oh, me preguntaba si conocería usted una orquesta que fuera buena y de confianza. Supongo que se habrá enterado de lo que nos han hecho esos malditos Demonios…

—Sí, claro. Vaya faena… Un desastre, ciertamente…

—… y apenas nos queda tiempo. Debe ser alguien de confianza pero con clase. Los chicos dicen que quieren una orquesta de swing, así la llaman… ¿Sabe usted algo de swing, señor Spring? —acabó lady Dovewood en tono lastimero, como queriendo demostrar que todo aquello de las modas la superaba.

¡Ajá! Victor lo sabía todo sobre el swing y pensó que los Chicos de Joe Knoedler resolverían muy bien la papeleta, siempre que no tuvieran ya otro compromiso. Si lady Dovewood quería y le parecía oportuno, podría llegar a un acuerdo con su representante. Daba la casualidad de que tenía que visitar a alguien en el West End aquella mañana. Por otro lado, lady Dovewood no tendría que preocuparse por el precio, claro que no. Sí, sí, estaría encantado de ocuparse de todo el asunto.

Lady Dovewood, con tono conmovido, se mostró agradecidísima con el señor Spring por su extrema generosidad.

—¡Maldita sea! —exclamó Victor, colgando el teléfono. Ahora no tendría más remedio que asistir al condenado Baile Infernal. Phyl y él habían decidido eludir el compromiso. Cada año le aburría más ver las mismas caras portando los mismos vestidos, comer el mismo jamón ensartado de clavos del jardín de especias de los Dovewood, estremecerse con las mismas corrientes de aire que circulaban por el salón de actos desde hacía cien años y estar deseando largarse de allí a la mínima oportunidad. Un horror.

Pero si conseguía convencer a los Chicos de Joe Knoedler, cosa que había prometido a lady Dovewood, no tendría más remedio que pasarse por allí para comprobar si lo hacían como es debido y cuidar de que no se emborracharan y se pusieran a molestar a las chicas o algo por el estilo; y luego tendría que esperar a que lady Dovewood le diera las gracias. Había planeado avisar a su madre por teléfono en el último momento y pasar la noche del baile en la ciudad, de juerga con los amigos de Phyl. Pero ahora no podía faltar por nada del mundo. Qué fastidio, qué maldito fastidio. Abrió el Daily Telegraph y trató de olvidarse del asunto.

Aunque sería más fácil e interesante decir que toda la gente del campo esperaba con gran expectación que llegara la noche del baile, no sería cierto. El cine, el canódromo que la Spring Developments Association había construido en las afueras de Bracing Bay, la radio y los bailes quincenales de los Baños Públicos de Chesterbourne le habían robado al Baile de las Enfermeras buena parte del glamour que ostentaba antes de la guerra. Ahora era posible gozar de algo de diversión durante todo el año y no solo una vez cada 14 de junio, y qué duda cabe que el distrito de Chesterbourne prefería la primera opción.

Sin embargo, aquellos que habían oído hablar del baile a sus abuelos seguían teniéndolo en gran estima y, a medida que se acercaba la gran noche, los peluqueros de Chesterbourne no daban abasto, en Woolworth se vendían tarros y tarros de esmalte para uñas y en Thompson and Burgess se despachaba un sinfín de medias finas de seda para las chicas advenedizas.

Las entradas tenían cuatro precios distintos: tres chelines y seis peniques, cinco chelines, siete chelines y seis peniques y media guinea. La diferencia iba directamente a la Causa (mantener con vida el maltrecho hospital) y nadie disfrutaba ni por asomo de una pizca adicional de comida o decoración. Con todo, se consideraba honorable pagar el máximo precio posible. Todos los años, lady Dovewood hacía unas orgullosas declaraciones para el Chesterbourne Echo anunciando que solo se habían vendido unas pocas entradas de las más baratas y que el número iba decreciendo año tras año. La propia lady Dovewood, cuya política era poco menos que maquiavélica, velaba por que así fuese y por que así siguiese siendo por los siglos de los siglos.

La alta burguesía, claro estaba, adquiría las entradas más caras. A veces incluso pagaba el doble por ellas. Tal era la costumbre del señor Wither; y la señora Spring, que solía extender cheques impulsivos a hospitales y casas de maternidad, iba más allá y desembolsaba el triple.

Los dos días previos al baile hizo un calor asfixiante; una luna enorme bañaba las copas tupidas de los árboles y sus opulentas hojas estivales. El campo no parecía pegar ojo en toda la noche: por todas partes se veían coches similares a diminutos escarabajos joya que conducían a sus dueños a toda velocidad hasta la playa para que se dieran un baño a la luz de la luna y, a lo largo de la orilla, se atisbaba una hilera interminable de bungalows y casetas salpicadas de doradas luces y risueñas voces y de toallas húmedas que frotaban vigorosamente los mojados cuerpos de los afortunados jóvenes. Si no se goza de estas cosas muy a menudo, más vale aprovecharlas al máximo. Las largas olas plateadas, de una belleza inaudita, rompían contra las oscuras rocas de Cornualles, las blancas rocas de Sussex, las firmes arenas de Northumberland y las redondeadas bahías de Gales. Hasta los bañistas, que corrían, chillaban y chapoteaban en el agua tibia como la leche, percibían la belleza del mar ondeando bajo aquella mágica luz verde.

—Qué lujo estar vivo, ¿verdad? —se decían unos a otros, con esa franqueza tan propia de los ingleses—. Me alegro de estar vivo en una noche como esta… y más en este mundo decrépito plagado de armas monstruosas y muertes violentas.

Tina, mientras tanto, había dejado de intentar abordar con sensatez el asunto de Saxon. Estaba enamorada, eso era todo; afrontó la situación con naturalidad y la asumió de buena gana. Por primera vez en lo que le pareció una vida larga y, en cierto modo, famélica, experimentaba una emoción, intensa como el vino, que la satisfacía tanto como el más cálido de los rayos de sol. Ella no era consciente, pero su amor era como el de la primera juventud: no pedía nada a cambio salvo una sonrisa, una palabra amable y la presencia del ser amado. Era inmensamente feliz solo con recibir su clase diaria con Saxon e intercambiar alguna bromita con él. Y no se sentía mal porque él no la correspondiera, aparentemente. No se había parado a pensar qué papel jugaba él en el asunto, tan absorta como estaba en el amor romántico que le inspiraban su belleza, su juventud, el sonido de su voz y el color de sus ojos. Anhelaba que la vida continuara así eternamente, en el ensueño de esas semanas calurosas de principios de verano, con Saxon a su lado.

Por las noches se asomaba a la ventana y se quedaba allí un buen rato, mirando el bosque oscurecido y asentado en el valle, de donde a veces llegaba aquel canto que sonaba como ¡la mismísima voz del amor! Si este hubiera pisado la tierra miles de años atrás, personificado por los sueños pasionales de los amantes del mundo antiguo, así habría sonado. Estaba escondido, tenía alas, y cantaba.

Saxon se sentía aún de lo más halagado por el interés que había despertado en la señorita Tina, aunque no podía evitar que le molestara un poco. Ella nunca le decía ni hacía nada abiertamente, por supuesto, pero lo miraba de un modo que, aunque le gustara, le resultaba embarazoso. ¿Y qué iba a hacer? ¿Qué podía hacer? No había nada de malo en ello, aunque se preguntaba qué diría el Viejo si se enterara. Lo pondría de patitas en la calle, de eso no le cabía duda.

Bueno, de todos modos había pensado en marcharse después del verano. Solo que si lo ponían de patitas en la calle no le darían referencias; y, además, ahora no estaba seguro de querer marcharse, no desde que empezara aquel asunto con la señorita Tina. Tal vez mereciera la pena quedarse. Aún no era capaz de ver con claridad por qué, pues no tenía mucha imaginación y por el momento no veía otro modo de asegurarse aquel botín ilusorio con el que soñaba despierto que esforzándose por conseguirlo, pero lo cierto es que ya no se sentía incómodo ni descontento en The Eagles.

Y había que contar también con los sentimientos de la señorita Tina. Suponía (una vez que sus pensamientos dieron paso a la preocupación) que la señorita Tina se vería muy afectada con su marcha. Reconoció que él también la echaría de menos. Era una criatura muy linda, aunque le sacase algunos años. Una criatura amable, tranquila y dulce, con unos enormes ojos castaños y una bonita sonrisa. Cada vez tenía más ganas de que llegara la próxima clase. Incluso empezó a coquetear. Tímidamente, sin perder la compostura, solo un poquito. ¡Qué arte tan olvidado el de la seducción, relegado a un trastero desde que los psicólogos nos advirtieran del peligro de reprimir nuestras pasiones y de cuánto más sano era reservar una cama doble en el Three Feathers de vez en cuando y darles rienda suelta! ¡Cómo despreciaban esos psicólogos modernos ese prolongado apretón de manos, ese fugaz intercambio de miradas, los dobles sentidos y los cumplidos: todas las viejas, viejísimas tácticas de la más bella de las artes! Pobres psicólogos, qué serios eran, qué bien se expresaban y cuántas cosas se perdían.

Así que Saxon y Tina se dejaban llevar; Tina rebosante de felicidad y Saxon un tanto preocupado, preguntándose qué pasaría a continuación y también, haciendo gala de su precavido afán de superación, cómo podría sacar el mejor provecho de las circunstancias.

Y así llegó el día de baile. Esa misma mañana, dos de las protagonistas femeninas de esta historia estaban armando un gran alboroto a la hora de escoger vestido.

En Grassmere, la señora Spring entró protestando en el dormitorio de Hetty. Halló a su sobrina de rodillas ante una estantería, y le preguntó, con bastante aspereza, qué pensaba ponerse aquella noche.

—Pues no lo he pensado. El vestido púrpura, supongo —dijo Hetty, distraída—. Tiene una mancha de vino blanco, pero me imagino que Davies podrá quitarla, ¿no?

—¿Vino blanco? —espetó la señora Spring—. ¿Y eso de cuándo? Qué torpe eres, Hetty, por Dios… Un vestido nuevo… ¡Si solo te lo has puesto una vez!

—No fue culpa mía, sino de Phyl. Chocó conmigo y me derramó toda la copa encima.

—Tonterías. Eso no es propio de Phyl.

—Oh, sí que lo es… cuando ella quiere, sí que lo es.

—¿Quieres decir que lo hizo a propósito?

Hetty asintió.

En lugar de mostrarse incrédula y enfadada, la señora Spring se quedó mirando al suelo muy pensativa. Ahí estaba otra vez: la cara desagradable de Phyl. Sería una nuera difícil y probablemente una mala esposa. La señora Spring pensaba que Hetty también era un poco difícil, sí, pero desde luego no era ninguna mentirosa. Si Hetty decía que Phyl se había chocado con ella a propósito para derramarle vino sobre su nuevo vestido, es que seguro que había sido así. Aunque no la mirara con buenos ojos, la señora Spring confiaba en su sobrina.

(En realidad, y eso su tía no lo sabía, Hetty era una mentirosa redomada; tenía que serlo, de lo contrario, no tendría más remedio que renunciar a su vida privada y convertirse en una Spring más. Pero nunca mentía por gusto o por malicia, y esta vez estaba diciendo la verdad).

«Lo cierto es —pensó la señora Spring— que, aunque Phyl sea la chica adecuada para Victor en muchos aspectos, no me gusta demasiado. Ay, Dios, ¿por qué las jóvenes no serán como los hombres? Mira al pobre Harry. Jamás me dio ni el más mínimo quebradero de cabeza. Y Victor tampoco. Ni cuando era un niño. Los hombres son mucho más agradables que las mujeres, de largo. Y fíjate en Hetty y Phyl: cada cual es más insoportable que la otra a su manera, cuando ambas deberían ser un apoyo para mí».

—En fin, qué más da eso ahora… —continuó.

—Si a mí no me importa. No era un libro. Si me hubiera estropeado Los siete pilares de la sabiduría, otro gallo cantaría.

—… creo que sería mejor que te pusieras el blanco.

—Hay que lavarlo.

—¡Ay, Hetty, por Jesucristo! Te dije que se lo dejaras a Davies para que se hiciera cargo.

—Se me olvidó.

—¿Entonces el azul? ¿Está bien?

—Sí, eso creo. Aunque tiene un roto en alguna parte…

La señora Spring abrió el armario de Hetty sin decir nada y sacó el vestido de la fila donde estaba colocado.

—¿Dónde? Enséñamelo.

Hetty señaló un minúsculo descosido debajo de un brazo.

La señora Spring meneó la cabeza.

—Se va a hacer más grande. No puedes volver a ponértelo; habrá que dárselo a Davies.

—Ay, ¿sí? ¡Estupendo! —Hetty parecía encantada—. Por cierto, necesita un vestido nuevo. Irá a los baños con Heyrick la semana que viene.

—¡No me digas! —La señora Spring puso cara de estar muy interesada. Era de esas que se preocupan por sus sirvientas. Miró a su sobrina por encima del hombro mientras sus manos hurgaban entre los vestidos—. ¿Crees que va a casarse con él?

—Bueno, yo no diría tanto. No es que hayan llegado tan lejos. Se pasa el día repitiéndome que no es su novio.

—¡Toma! ¿Qué te parece éste? —La señora Spring sacó un vestido de color salmón—. ¿Es que ya tiene novio, acaso?

—No. Dice que aún no se ha decidido. Está entre Heyrick, uno que es policía en el pueblo y el cartero. El nuevo.

—¿El pelirrojo? Hetty, querida, este servirá perfectamente. Pruébatelo, anda, y veremos cómo te sienta. Creo que quedará perfecto una vez planchado.

Hetty se quitó el vestido con apatía y se embutió en aquella nube de volantes asalmonada.

—Ponte recta, chiquilla. ¡Y no pongas esa cara de funeral! ¿Es que no te apetece ir al baile?

Hetty negó con la cabeza. Sus brazos colgaban lacios sobre ambos costados, iba encorvada y toda su postura expresaba una lúgubre indiferencia hacia lo que le deparaba el destino.

—¿Por qué no?

—Es un aburrimiento. Y no me gusta Bunny Andrews.

—¡Qué tontería! Pero si es un chico encantador. Solo a ti podría disgustarte uno de los pocos muchachos agradables que quedan disponibles en el vecindario. Seguro que preferirías pasarte toda la noche en casa con la nariz metida en un libro.

—Pues sí, la verdad.

—Hetty, qué triste, qué desagradecida y qué cargante eres… y qué egoísta. ¿Alguna vez te has parado a pensar que yo estaría mucho más contenta si fueras una chica normal y corriente? Con lo rarita y excéntrica que eres ahora, no sé cómo serás cuando tengas mi edad. Si sigues así, nunca vas a atraer a los hombres ni a pasártelo bien.

—Yo no quiero «pasármelo bien», gracias, ni tampoco casarme.

—¿Y entonces qué quieres? Y no hables con esa estúpida voz cansina, suena tal falsa…

—Quiero ir a la universidad. Quiero instruirme. Quiero conocer a gente interesante. Y quiero trabajar —exclamó Hetty, con una voz salvajemente amaestrada, como si estuviese repitiendo una lección—. Y no veo motivo, absolutamente ninguno, tía Edna, por el cual no debiera hacer esas cuatro cosas. Por eso no me preocupa lo más mínimo el baile ni todos los Bunny Andrews de este mundo. Aunque no sirve de nada continuar esta discusión, ¿verdad? ¿Qué zapatos me pongo: los dorados o los de satén marrón?

—Los dorados. No, por supuesto que no vas a ir a la universidad; es una pérdida de tiempo y nunca aprobarías los exámenes. No tienes la inteligencia de tu madre. Algún día me darás las gracias por haber evitado que malgastaras tu tiempo y tu dinero. Dile a Heyrick que te corte unas rosas de Los Ángeles; te harán juego con el vestido.

Salió del dormitorio a toda prisa para evitar seguir discutiendo con Hetty; la mención de su hermana muerta la había puesto triste. No tenía un buen día y era un fastidio, pues deseaba con todas sus fuerzas que llegase la noche, y con ella el baile, donde se reuniría con viejos conocidos, luciría su nuevo vestido y presumiría de hijo.

Mientras tanto, en The Eagles, la señora Wither subía lentamente al dormitorio de Viola. Apoyó la mano en el pulido pasamanos de caoba y puso cara de ir a acometer una pesada tarea.

Iba a asegurarse de que Viola llevara la ropa adecuada.

Por increíble que parezca, había sido el señor Wither quien le había metido la idea en la cabeza. El señor Wither no solía interesarse por el guardarropa de las mujeres de la casa, aparte de para decirles que gastaban mucho dinero en él, pero desde que Viola había vuelto de Londres con aquel corte de pelo que le hacía parecer un estropajo, la señora Wither había advertido que la vigilaba de cerca. Sabía cómo se sentía su marido; ella, sin reconocerlo, albergaba la misma inquietud: no sabían cuál sería la próxima ocurrencia de Viola, pero sí que seguiría sin ser de su agrado. ¿Quién se habría imaginado que volvería de Londres con aquellas pintas tan llamativas, tan ordinarias, tan distintas de las de las buenas y respetables chicas que vivían en los alrededores? Parecía otra persona. Antes de cortarse el pelo, nadie se percataba de su presencia cuando aparecía (como debía ser, por otro lado), pero ahora todo el mundo se la quedaba mirando, lo cual resultaba de lo más molesto. Una viuda jamás debía llamar la atención, ni siquiera en aquellos días en los que aparentemente las viejas costumbres habían perdido ya su razón de ser. Los modales de Viola también habían sufrido en cierto modo una transformación. Se reía más a menudo, parecía más segura de sí misma. Por supuesto, el señor y la señora Wither no creían que hubiera salido ganando con el cambio.

No era de extrañar, por tanto, que, con esa ominosa metamorfosis en la cabeza, a la señora Wither le pareciera una idea estupenda hacer caso a su marido e ir a comprobar lo que Viola luciría aquella noche en el baile, por si acaso era «inapropiado». Con «inapropiado», el señor Wither quería decir «llamativo»: una falda muy corta, un vestido de terciopelo rojo con amapolas o algo por el estilo.

La señora Wither llamó a la puerta con los nudillos.

—¿Sí? —susurró una voz, dentro—. Adelante.

Viola estaba lavando las medias en una palangana, hábito que disgustaba sobremanera a la señora Wither; había una hilera de piezas de lencería colgada de la ventana y dos pares de guantes sujetos con pinzas a las cortinas.

Alzó la vista y sonrió. Había estado llorando.

La señora Wither sabía por qué. Aquel día se cumplía el aniversario de la muerte de su padre; Tina se lo había dicho el día anterior. La señora Wither creyó conveniente no mencionarle el asunto. Rompió el hielo:

—¡Aquí estás, querida! Solo quería charlar un poco contigo sobre lo de esta noche… Y por cierto, podías llevar todo eso a la lavandería, ya sabes lo que tardan en secarse aquí las cosas… Ay, querida, ¡si están goteando!

—Voy a por un periódico —sugirió Viola.

—Bueno, querida, sobre esta noche… ¿qué te vas a poner? Solo quiero asegurarme de que los colores no desentonan. Tina va a ir de marrón, ya sabes, Madge de verde y yo de granate.

—¡Ah, sí! —exclamó Viola. Con el corte de pelo su voz parecía haber adquirido un tono nuevo. Se puso colorada, pero no soltó prenda. Shirley le había dado un sinfín de consejos, y el saber que su nuevo peinado era moderno y sorprendentemente distinguido, la había endurecido. Puede que por dentro fuese la misma chica, pero por fuera no lo era.

—¿Y bien? ¿Qué te vas a poner, querida? —insistió la señora Wither.

—Un vestido —rió tontamente Viola—. Sería raro que no llevase nada, ¿no?

La señora Wither forzó una sonrisa.

—¿De qué color?

—Bueno… —Viola estaba escurriendo un par de medias y llenando de salpicaduras el empapelado de la pared—. Es una sorpresa; espero que no se enfade conmigo por no decírselo, pero no quiero que nadie lo vea hasta esta noche.

—¡Una sorpresa! ¡Eso suena de lo más emocionante! —dijo la señora Wither con pesadumbre. (Rojo. Estaba segura de que sería rojo escarlata, plagado de lentejuelas y escandalosamente corto).

—¿Verdad que sí? —Viola sonrió con alegría al pensar en su vestido.

—¿No crees que sería mejor que le echara un vistazo al color, querida? Así las chicas y yo estaríamos seguras de que no desentonamos.

—Oh, no habrá ningún problema, se lo aseguro —respondió despreocupada.

—Entonces es blanco. ¿O quizás negro?

Viola negó con la cabeza, muy sonriente.

—Bueno, habrá que tener paciencia —claudicó la señora Wither, poniéndose en pie, con otra sonrisa forzada.

—Oh, es maravilloso —aseguró Viola—. Es un…, ay, no, ¡no pienso decir nada! Tendrá que esperar hasta esta noche.

Se dirigió al espejo y empezó a peinarse los rizos. No se cansaba de hacerlo ni de admirar lo mucho que le había cambiado la cara. Le hacían la barbilla más afilada, la boca más sonrosada y bonita, y los ojos y las cejas más oscuros bajo su pelo rubio ceniza. Tenía las orejas pequeñas y preciosas, y ahora se le veían. Su cabeza estaba bien modelada, saltaba a la vista. Su cuello era más largo y blanco que el de la mayoría de las jóvenes y eso también era un punto a su favor. Lo mejor de todo era que ya no parecía una llorona, como decía Shirley, sino una chica coqueta y alegre, como un querubín en una noche de fiesta.

Y todo porque le había dicho casualmente a Shirley, cuando estaban en el Corner House terminando sus helados de gelatina de grosella negra: «Tengo que hacer algo con mi pelo. Estoy harta de él. Qué curioso, justo esta mañana al subirme en el tren se me ha venido a la cabeza ese dibujo de uno de los libros de Shakespeare que tenía papá, ese que tanto me gustaba de pequeña y por el que, según papá, me pusieron este nombre, ya sabes, el de la niña vestida de chico con la cabeza llena de rizos. Así es como me gustaría llevarlo…». Y Shirley le había respondido, también casualmente: «Bueno, ¿y por qué no lo haces? Lo tienes ondulado por naturaleza, ¿no? Pues hazte una permanente. ¿Por qué no almorzamos y después vamos?».

Así que, después de almorzar, encontraron una peluquería con tres horas libres a la altura de Oxford Street y Viola no se lo pensó dos veces.

«Oh, por favor, por favor, que Él esté allí y que me saque a bailar…».

Esa misma tarde, a las ocho menos cuarto, la señorita Barlow se hallaba frente a su espejo de Grassmere perfumándose sus sedosos brazos con un agua de colonia carísima, pensando en lo aburrido que resultaría el baile y felicitándose por haberse traído para la ocasión un vestido que ya había lucido varias veces y que no se contaba entre sus favoritos. ¿Para qué iba a malgastar un buen vestido con aquella gente? No habría nadie interesante. Essex era un condado de lo más anticuado y los Dovewood unos espantajos. Ni un título, seis hijos listos pero poco agraciados, escasa fortuna, unos fanáticos religiosos, una casa enorme, fea y mal acondicionada. ¿Quiénes eran los Dovewood para que la señorita Barlow tuviese que brillar para ellos?

¡Pum, pum!, sonó la puerta.

—¡Phyl! ¿Puedes ayudarme con la corbata? Ya he sacrificado dos.

—Claro. —Sin prisas, se puso una bata y le abrió la puerta a Victor.

Iba en mangas de camisa y pantalones de gala y llevaba una corbata blanca inmaculada en una mano; parecía muy atractivo, como cualquier hombre guapo a medio vestir. Había cierta intimidad en la diligencia con la que ella cogió la corbata y comenzó a anudársela, casi como una esposa, que ponía de manifiesto lo bien que se conocían y la naturalidad con que su amistad desembocaría en el matrimonio; cualquiera que los viera diría que ya estaban casados.

—Estate quieto.

—Me haces cosquillas…

—Lo siento.

—¿Qué te has echado? No huele nada mal.

—¿Te refieres a mi perfume? English April. Me alegro de que te guste.

Sus dedos morenos y delicados se movían con destreza sobre el cuello de Victor. Maniobró hábilmente hasta que logró convertir la tira de tela blanca en una pajarita perfecta.

—Listo. Hay que ver… ¡mira que no saber ponerte la corbata!

—Normalmente sí, pero esta noche, señorita, estoy un poquitín nervioso.

Y tras estamparle un beso fugaz, volvió riendo a su habitación. Phyllis también sonreía cuando se quitó la bata y se retocó los labios. Victor estaba muy guapo esa noche. A veces la aburría y otras la irritaba haciéndose el machito, pero esa noche, sin duda, estaba muy atractivo. Cuando le sonrió, sintió una repentina alegría. Llevaba anudándole la corbata a Victor desde que tenían dieciocho años y aquella noche tenía ganas de seguir anudándosela hasta que cumpliera sesenta y ocho. Casi lo ansiaba. Era un buen chico: guapo, rico, emprendedor y un trabajador incansable; y, probablemente mejoraría (y se haría más rico) con el paso de los años. Cierto, eran amigos desde hacía tanto tiempo que lo veía más como un hermano que como un futuro marido, pero al menos lo conocía perfectamente, les gustaban las mismas cosas y compartían el mismo estilo de vida. No tenía ningún miedo a que todo acabara en divorcio en tres años. Phyllis sabía que el divorcio estaba a la orden del día: si algo no funcionaba, pues no funcionaba y punto; pero no quería que su matrimonio acabase así. El divorcio era una mala práctica; era mucho más elegante y moderno tener un marido para toda la vida y que a una le vieran con él a todas horas. Los niños también eran un signo de elegancia, pero aquí entraban en escena consideraciones más importantes. «No pienso echar a perder mi figura. De eso nada».

En cualquier caso, estar casada con Victor sería divertido.

El baile empezaba a las ocho en punto y el populacho, que querría amortizar su dinero, estaría plantado allí a la hora exacta; sin embargo, la crème de la crème no aparecería, al menos, hasta las nueve, para dar la impresión de que sus vidas eran como un divertido carrusel en el que el Baile de las Enfermeras apenas si tenía importancia.

A Viola, que estaba impaciente por llegar ya y ponerse a bailar, la cena con los Wither se le hizo interminable (y eso que era más ligera de lo habitual porque habría refrigerios en el baile), pero por fin acabó y todos salieron a la espléndida luz de la tarde para encontrarse con Saxon, que los esperaba con la puerta del coche abierta. Las verdes copas de los robles del otro lado de la carretera brillaban por encima de los oscuros arbustos del camino de entrada, el cielo era de un apacible dorado y el aire olía a polvo caliente y a flores silvestres. Una nube de mosquitos zumbaba de un lado a otro. La luna se elevaba gigantesca y fantasmal en el este sobre el mar lejano.

Las mujeres se acomodaron en el coche, Viola envuelta de la cabeza a los pies en una inmensa capa de terciopelo que había pertenecido a Shirley y que escondía con éxito el vestido sorpresa. Como no se la había quitado durante la cena, le habían llovido algunas bromas mordaces. El señor Wither, que emanaba un intenso olor a naftalina, se sentó entre crujidos, apoyó las manos en las rodillas y procedió a pasar revista a la tropa.

—¿Dónde está Madge? —preguntó, resignado.

—No tardará, querido.

—Le estará dando las buenas noches a Polo —explicó Viola y, mientras hablaba, se oyó una voz que gritaba: «¡Buen perro! ¡Buen perro! Venga, abajo. Volveré pronto». Las palabras, entonadas en tono varonil, no disimulaban en absoluto la emoción con que las profería. Entonces Madge emergió de la penumbra, enorme en su vestido verde esmeralda.

Tina le hizo sitio. Trataba de no mirar a Saxon y se preguntaba si él la vería guapa con su vestido de gasa plateada, gris y marrón. Se sentía como una mariposa nocturna.

—Bueno, si ya estamos todos, vámonos —ordenó el señor Wither de mala gana, guardándose el reloj en el bolsillo.

—¡Al Salón de Actos! —El coche arrancó.

—¡Santo cielo, si aún es de día! ¿Estás seguro de que son las nueve, Victor? Hetty, ¿te has dejado este mechón suelto a propósito? —Dos fríos dedos tiraron de la coletilla de Hetty—. ¡Qué bonito vestido! Te lo he visto antes, ¿verdad?

—¡Lo mismo que el tuyo! ¡Lo llevaste el año pasado! —replicó Hetty, agachándose para meterse en el coche y alzando la voz cuando la señorita Barlow desapareció en el otro con Victor. Hetty miró desesperada las dos caras que tenía enfrente: la de su tía, una mujer de mediana edad, maquillada con delicadeza, alegre y cansada, y la del joven señor Andrews, mera vacuidad, un sinfín de rasgos insignificantes agrupados sin sentido sobre un armazón de huesos. Se preguntó si su propia madre sería capaz de reconocerlo en medio de una multitud. ¡Qué habría dicho el doctor Johnson de una cara como aquélla! Las comisuras de su boca se arquearon hacia arriba y se sintió mejor.

—¡Al Salón de Actos! —indicó la señora Spring.

Con Victor al volante de su propio coche, los dos vehículos arrancaron y echaron a andar.