Capítulo XXIII
La primavera se hizo rogar ese año y, cuando llegó, como suele ocurrir con lo que se hace esperar largamente, todo el mundo la recibió con más ganas que en años anteriores, si es que algo así es posible.
Viola se sentía como si hubiera madurado de pronto durante aquel invierno triste, oscuro e interminable, iluminado tan solo por alguna carta esporádica de Shirley, siempre tan atareada con su bebé. Nunca se había sentido tan vieja como durante aquellos sombríos y silenciosos días que transcurrieron entre octubre y finales de marzo, tras la muerte de su padre, su propia viudedad y las primeras y aburridas semanas en The Eagles. No había tenido noticias de Victor. Podría haber muerto, y ella habría continuado soñando con él de aquel modo dolorido y aniñado sin tratar de mantener la mente ocupada ni de controlar sus sentimientos, como había hecho al principio con ayuda de Tina. Había adelgazado y estaba más callada. La vida le parecía irremediablemente triste y aburrida, y pensaba que así transcurrirían todos los años de su existencia hasta la llegada del final.
Sin embargo, marzo avanzaba y los días iban siendo más largos. Los pájaros se cantaban mutuamente desde las copas de los árboles y empezaron a ocurrir cosas.
La pequeña Merionethshire, que había conocido a Annie en la fiesta de los Miembros del Servicio en el jardín de Grassmere el verano anterior, quedó con ella en Chesterbourne la tarde libre de ambas, y le contó que se esperaba que los Spring volvieran a Grassmere al día siguiente. A partir de entonces, todas las criadas tendrían muchísimo trabajo pues el señorito Victor iba a casarse el día 25 y, aunque la boda iba a celebrarse en el St. Georges, como todas las bodas de postín, la señora Spring iba a recibir a muchos invitados con antelación y la señorita Barlow iba a hospedarse allí un tiempo. Además, el día 18 era el veintiún cumpleaños de la señorita Hetty, así que habría mucho que hacer.
—Estaremos con el agua al cuello —dijo Merionethshire, asintiendo con su cabecita morena, en la que una boina blanca luchaba por mantener el equilibrio.
Annie preguntó:
—¿Y cuándo sabremos algo de su boda, señorita Davies?
La pequeña Gladys, que era de ese tipo de muchacha por el que muchos jóvenes perderían la razón, soltó una risita y respondió:
—Nunca.
No quería atarse como hacían otras chicas, pero se aprestó a añadir que no era por falta de proposiciones.
Annie le repitió la mayor parte de esta conversación a la señora Theodore. Las sirvientas ya se habían acostumbrado a su presencia, la conocían bien, y tanto había mermado The Eagles su aspecto juvenil y ese aire expectante de quien espera que algo emocionante ocurra que las tres se permitían contarle algún cotilleo decoroso de vez en cuando. De lo contrario, todo aparecía envuelto en una aburrida nube de correcta sobriedad.
Las noticias reavivaron la tristeza de Viola. ¡El 25! Faltaba menos de un mes. Ya nada podría detenerlo. E iba a celebrarse en Londres. Ni siquiera tendría el triste consuelo de verlo por última vez. «Tampoco es que quiera, para ser sincera —pensó rápidamente—. Podría aplazar mi visita a Shirley hasta el 25, claro, pero antes prefiero estar muerta que ir detrás de él. Además, me pondría a berrear como un niño delante de todo el mundo».
Sin embargo, decidió que conseguiría los periódicos londinenses de ese día y los de la mañana siguiente para ver si venía alguna foto de la boda y, después de almorzar, cogió el autobús a Chesterbourne para ir a encargarlos. No quería que ningún vecino de Sible Pelden se enterase de que la señora Wither de The Eagles le había pedido los periódicos londinenses a Croggs, el dueño de la tiendecilla de prensa, caramelos y tabaco del pueblo. No dejarían de preguntarse el porqué hasta que descubrieran todo el pastel.
Era sábado y el día estaba gris, pero ya no se trataba de aquel gris del invierno, pues el aire era templado y las colinas distantes que se elevaban al otro lado del pueblo se distinguían nítidas y cercanas, como en un cuadro. En todos los bosques y arbustos en ciernes, los pájaros, más que cantar, charlaban ensimismados, discutían y hasta hacían planes con sus dulces gorjeos.
«Iré a ver a Catty —decidió Viola, apeándose del autobús junto a la Torre del Reloj—. Son casi las tres menos cuarto y el viejo Burgess estará almorzando». Enfiló la calle principal y, a pesar de su desdicha, se animó un poco al contemplar la nueva temporada de sombreros de primavera en los escaparates de las tiendas y al respirar el dulce aroma que flotaba en la suave brisa.
El tráfico era abundante a la altura de Woolworth, como de costumbre y, mientras esperaba en el cruce, avistó un precioso coche un poco más adelante, detenido en mitad de un atasco. El corazón le dio un vuelco: en su interior iban Victor y Phyllis. Lo primero que advirtió fue que los dos estaban muy bronceados y lo segundo que, sin lugar a dudas, se hallaban inmersos en una terrible discusión.
La cara de Victor parecía un negro nubarrón (en los últimos días adoptaba aquella expresión con bastante facilidad) y Phyllis, en cambio, se mostraba ligera y amargamente divertida. Mientras el coche esperaba, ellos seguían atacándose sin ni siquiera mirarse. «Toma, toma, toma, toma, toma, toma, toma, toma», dijo la boca de Phyllis, y la de Victor contrarrestó con tres crueles pullas: «Toma, toma y toma». Luego el coche se puso en marcha.
Viola no pudo evitar sentirse de maravilla. Shirley y ella compartían la opinión de que la gente que se pelea antes de casarse lo sigue haciendo después de la boda y, si Victor y Phyllis lo hacían durante dos o tres años, tal vez acabaran divorciándose. «Quizás entonces pueda ser mío», pensó la señora Wither de camino a Burgess and Thompson con un ánimo mucho más esperanzado, pues su idea del matrimonio, como de todo lo demás, era bastante primitiva.
No obstante, se olvidó de Victor en cuanto vio a la señorita Cattyman pues esta tenía lágrimas en los ojos y estaba atendiendo a alguien (por fortuna, se trataba de la vieja señora Buckle, que estaba medio ciega).
La señorita Cattyman llevaba cincuenta años trabajando en Burgess and Thompson. Había empezado a los dieciséis y dentro de pocos días cumpliría sesenta y seis. Aún se acordaba de cómo era la empresa mucho antes de que el padre de Viola entrara siquiera a trabajar en ella y de cuando se llamaba Patner and Hughes y las chicas tenían que trabajar hasta que el señor Patner quisiera. Mucho antes de que se instaurara el día de cierre por la tarde y todo eso. Se acordaba perfectamente de cómo barrían la tienda con sus largas faldas, llevándose consigo todo el polvo y la paja procedentes de la calle principal, aún sin pavimentar, y de cómo tenían que cepillarlas más tarde, por la noche, antes de caer rendidas.
Aunque la pobre señorita Raikes había muerto de tisis y de llevar esos corsés tan apretados, y aunque en aquellos días a todo el mundo le diera vergüenza enseñar los pies porque se les habían deformado los dedos de llevar zapatos de un número y medio inferior, y aunque por entonces todas tuvieran el pelo hecho un estropajo («Por mucho que yo te lo cuente, no puedes hacerte una idea, Vi»), la señorita Cattyman no concedía ni una sola palabra de halago al presente. Añoraba el pasado. Lo de lavarse el pelo todas las semanas, lo de tener seda y elástico a puñados para mantenerse firme y lo de cerrar por las tardes, Woolworth… Sí, la señorita Cattyman admitía que todo eso estaba muy bien, pero alegaba que el pasado era mejor. Y no daba ninguna razón para mantener dicha afirmación. Simplemente lo era. El pasado siempre era mejor.
Con todo, la señorita Cattyman disfrutaba del presente, incluso cuando, como entonces, se presentaba ante ella de un modo tan alarmante. Confería tintes dramáticos a su trabajo en Burgess and Thompson y llevaba cincuenta años haciéndolo. En lugar de amor, cortejo, matrimonio, hogar, niños, literatura y arte, la señorita Cattyman solo había tenido Burgess and Thompson y no había echado en falta ninguna de las otras cosas. Cada mostrador de la tienda, cada armario o caja le traía algún recuerdo «endulzado por pensamientos de tu querido padre, Vi, y cincuenta años de leal servicio».
Así que cuando Viola vio a la señorita Cattyman —que tenía un gran sentido de su propia dignidad y de su trabajo de cara al público— llorar abiertamente delante de una clienta y de la señorita Lint, que solo llevaba trabajando allí doce años, supo que algo fatídico había ocurrido.
La señorita Cattyman levantó la vista cuando Viola entró, y su cara reflejó placer y alivio. Se apresuró a enrollar unas cintas rojas, blancas y azules mientras Viola, mirando con condescendencia a la señorita Lint, que le devolvió una sonrisa maliciosa, se sentaba en una de las sillas de patas largas para esperar allí a que Catty terminara de despachar a la señora Buckle. Las otras dependientas habían salido a almorzar. Hubo un tiempo en que acostumbraban a tomar té con bollos en la pequeña trastienda, pero ahora se acercaban a Bunne Shoppe, Lyons o, si se querían dar un capricho, al Miraflor. Y, en vez de té con bollos, tomaban ensaladilla de gambas (de lata) y café.
Al echar un vistazo a la tienda, Viola percibió muchos signos de la eficiencia del señor Burgess. Aquellos paquetes de papel cuyas cuerdas había que desatar cada vez que alguien pedía unas medias negras de lana o una combinación tejida a mano habían desaparecido. Las combinaciones estaban dispuestas en una vitrina del mostrador (aquello también era nuevo) y habían esparcido sobre ellas unos ramilletes de primaveras de Woolworth. En cuanto a las medias negras de lana, ya nadie las llevaba. Se habían esfumado. El pequeño estuche de madera que circulaba por un cable suspendido del techo con los billetes y el cambio también había desaparecido. A Viola le dio mucha pena que tampoco estuviese ya el rail. De niña le fascinaba y soñaba con montar en él a sus muñequitas, pero Catty, que se quedaba a cargo de Viola cuando los demás se iban a almorzar, nunca se lo permitía. Ahora, en lugar del papel corriente que empleaban para envolver los pedidos con la cuerdecilla que salía de una lata que tenía un agujero en la tapa, había elegantes bolsas verdes que rezaban: burgess and thompson: todo para señoras y niños. El hule marrón gastado había sido reemplazado por otro verde, y sobre un lejano mostrador (que solía ser la mercería, donde Viola pasó la noche anterior a su boda llorando) se exponían pequeñas prendas de lana, unos cuantos zapatitos de colores para bebés y niños, además de un enorme Mickey que servía para ahuyentar sus temores mientras las empleadas les tomaban medidas.
«Yo diría que está todo muy bien —pensó Viola plácidamente—. Había un montón de trastos viejos que debieron haber desaparecido hace años. Solo espero que no hayan despedido a Catty».
Sin embargo, cuando la puerta se cerró tras la señora Buckle y sus seis yardas de cinta roja, blanca y azul y la señorita Cattyman se acercó a Viola con su cara arrugada rebosante de inquietud y tristeza, supo que así había sido.
—Me alegro mucho de verte, querida Vi. —Se estiró para recibir el beso que Viola le daba y añadió muy digna—: Señorita Lint, por favor, ¿le importa continuar? Voy un minuto a la oficina a hablar con la señora Wither.
La señorita Lint asintió. Sabía lo que le había ocurrido a la señorita Cattyman esa misma mañana y lo sentía mucho por ella. ¡Pero qué aires se daba aquella muchachita Thompson! ¡Cualquiera diría que había estado en esa misma tienda desde que nació y que había trabajado allí hasta cazar a su preciado marido!
Viola y la señorita Cattyman se fueron a la pequeña oficina que había en la trastienda, donde el señor Burgess llevaba las cuentas y donde las chicas paraban quince minutos a tomar el té por la tarde. Catty, soltando un hondo suspiro, tomó asiento y miró a Viola.
—Bueno, querida. Ya llegó. Esta mañana —anunció, alzando sus pequeñas manos atrofiadas y dejándolas caer (suavemente, como las hojas muertas) sobre la desgastada tela negra de su regazo—. De patitas en la calle y la maleta en la puerta. Tengo que irme a finales de mes. Como era de esperar, él lo siente muchísimo. No tiene nada que decir en contra de mi trabajo y yo le he dado las gracias…
—¡Santo Dios, era lo último que me esperaba! —dijo ella absolutamente indignada.
—… pero lo cierto es, Viola, que me estoy haciendo demasiado vieja para este trabajo. Es la cruda realidad, pero es así. Uno no puede escapar de la verdad, ¿no crees? Y bueno, él ha sido muy amable, todo hay que decirlo…
Su expresión cambió, se inclinó hacia delante —sus ojos, entre azulados y marrones, chispeaban divertidos— y dijo con otra voz, maliciosa, cargada de entusiasmo:
—¿Has visto usted alguna vez una pastilla de jabón con pantalones? Pues eso es justamente lo que parecía cuando me lo dijo, querida: una enorme y amarillenta pastilla de Sunlight Soap. Ay, querida —continuó, secándose los ojos, que de pronto se le habían llenado de lágrimas—, qué mal me siento, Vi. Siempre he sabido que este momento llegaría, pero nunca pensé en ello seriamente, ¿sabes? Tengo buena salud y buena vista, y me siento muy joven para mi edad, pero resulta que me he convertido en una anciana sin darme cuenta y ya no sirvo para trabajar. Y si una no se da cuenta, otros se encargarán de recordárselo. Pero me siento muy mal, Vi. Los años que he pasado aquí… He visto crecer el pueblo y fundarse Woolworth y todo lo demás… Y aquella vez en que se escapó un lobo… ¿Qué diría de todo esto tu querido padre, Vi? —Volvió a secarse los ojos—. No lo sé. Él me prometió que moriría con las botas puestas, ¿sabes?
Viola se quedó callada. Hubo una pausa mientras la señorita Cattyman se sorbía la nariz y se enjugaba las lágrimas. Viola se acordó de las risas que solía echarse con su padre sobre la pobre señorita Catty. Su padre la llamaba Gallina Vieja: «Ha nacido ya vieja, Viola», y luego adoptaba una pose y se ponía a cantar algo sobre una tal Letty encantadora… Viola no se acordaba de todo… Aunque sí del último verso: «Letty murió sin conocer el amor»… Ah, sí… «Su helado corazón fue su prisión». ¡Cuántos años habían pasado desde entonces! Ahora su padre estaba muerto y Catty era la única persona que se acordaba de los viejos tiempos. Y ella la quería porque le recordaba a su padre y lo felices que habían sido juntos.
Viola se secó las lágrimas y se preguntó cómo abordar el tema del dinero. Catty era una esnob por naturaleza, y de las grandes. Las damas no trabajaban. Las damas no recibían un sueldo por lo que el salario de la señorita Cattyman nunca debía mencionarse y nadie debía conocer su cuantía. Aquélla había sido su actitud desde 1887 hasta la actualidad. El mundo había cambiado más de lo imaginable en cincuenta años, pero el salario de la señorita Cattyman seguía siendo un secreto incluso para sus amigos más íntimos. Por supuesto, Viola sabía que ascendía a tres libras a la semana porque su padre y ella así lo habían acordado (un buen sueldo para la encargada de una pequeña pañería de un pequeño pueblo), y Howard Thompson había peleado por él con el señor Burgess.
Al fin, Viola dijo en tono casual:
—¿Vas a seguir manteniendo tu habitación?
—Ya veremos, querida —respondió la señorita Cattyman, un poco brusca—. Las cosas van a cambiar, ¿sabes? Aunque —continuó alegremente— estoy segura de que me las apañaré.
—Mira, Catty —empezó Viola—, no quiero entrometerme ni que pienses que soy una descarada. Solo quiero ayudarte. Por eso no te enfades si te pregunto… si… tienes algo ahorrado.
La señorita Cattyman bajó la vista hasta su regazo negruzco, y se quedó un momento callada. Luego contestó muy bajito:
—No… No, Viola. Me temo que no mucho. A decir verdad, muy poco. La enfermedad de mi madre y el funeral se llevaron todos mis ahorros, y desde entonces no he podido volver a juntar nada. Y, claro —se animó un poco y siguió hablando con un tono de cierta indignación en la voz—, siempre pensé que moriría con las botas puestas. Y así debería haber sido si a algunos no se les hubiera metido en la cabeza volverlo todo del revés y actuar como el mismísimo duque de Windsor. Aunque, a decir verdad, yo siempre pensaré en él como el príncipe de Gales. Nunca me acostumbré a llamarlo rey. No tenía pinta, en mi opinión. Tenía que haberse dejado crecer la barba de una vez, y entonces no habría ocurrido nada de esto.[25] ¿Dónde estaba? Ah, sí, querida. No tienes que preocuparte. Seguro que me las apañaré.
Sin embargo, cuando besó a Catty fugazmente mientras le daba unas palmaditas cariñosas y le prometía que volvería pronto para a continuación marcharse corriendo porque el señor Burgess aparecería de un momento a otro y ya no era tan simpático con la hija de su difunto socio, Viola se sintió realmente preocupada. Tanto que se olvidó de sus propios problemas.
Éstos la asaltaron brevemente mientras encargaba los periódicos que podrían contener fotos del enlace Spring-Barlow y le decía al dependiente que ella misma pasaría a recogerlos. Pero de camino a casa solo pudo pensar en Catty y se devanó los sesos tratando de encontrar la manera de ayudarla.
Se imaginó por un instante que podría contarle la historia al señor Wither y que este entonces se sonaría con fuerza la nariz como en los libros para decir de inmediato con voz ronca que él se encargaría de cederle a la señorita Cattyman cien libras al año, qué menos. Que sin duda estaba loco, pero que… Hasta que, de pronto, al cerrar tras ella la puerta de The Eagles, aquella visión se desvaneció completamente y, en su lugar, apareció en el vestíbulo la de la señora Wither, que llevaba una carta en la mano y que le estaba diciendo, entre nerviosa e indignada:
—Viola, ¿tú qué piensas? —espetó, adoptando un tono más familiar que implicaba a las claras que necesitaba hablar con alguien—. Ese anciano caballero para el que está trabajando Saxon… Es el señor Spurrey.
—¡¿Qué?! ¿El viejo Spurrey? ¿El amigo del señor Wither que estuvo aquí el verano pasado?
—Solo hay un señor Spurrey, querida —continuó diciendo la señora Wither con voz suave y con la vista aún clavada en la carta—. Sí. Lleva con él todo este tiempo.
—¿Pero por qué diantres no se lo dijo Tina?
—Eso es justo lo que no llego a entender, Viola. Ni por qué el señor Spurrey tampoco lo mencionó. Todo es tan extraño… —dijo la pobre señora Wither, alzando la vista de la carta con ojos confusos y tristones—. ¿Por qué habría de ocultárnoslo? Claro que, después de todo lo que ha ocurrido, tampoco es que me sorprenda lo que Tina pueda llegar a hacer. Pero creo que el señor Spurrey debió habérnoslo dicho. Qué gesto tan poco amistoso. Y más teniendo en cuenta que el señor Wither y él se conocen desde hace tanto tiempo, prácticamente crecieron juntos. Qué extraño… Mira que seguir escribiendo como si nada. Comunicándonos lo contento que estaba con su nuevo chófer y preguntándonos por Tina. Diciendo que lo sentía mucho porque se hubiera marchado de esa manera… Y todo este tiempo… ¿No crees que es muy raro, Viola, muy poco natural?
—¡Ya lo creo! ¡Caray! (Lo siento, se me ha escapado) —exclamó su nuera de buena gana, contenta de que aquella crisis la hubiera atraído por fin al círculo familiar. Para Viola, una ínfima muestra de afecto era mejor que ninguna—. ¿Lo sabe el señor Wither?
—No. Madge lo ha llevado a Lukesedge esta mañana. Salieron muy temprano y el correo se ha retrasado. Ésta —blandió la carta— es de la prima del señor Wither, Agnes Grice, la señora Grice. Conoce bastante bien al señor Spurrey. Al parecer, un día salió de Peterborough (donde vive) para ir a la ciudad porque tenía cita con el dentista (últimamente tiene problemas con los dientes, la pobre) y vio a Saxon conduciendo el coche del señor Spurrey por Wigmore Street. Ella sacó la mano por la ventanilla del taxi para saludar al señor Spurrey, pero este no la vio, según dice ella… O fingió no verla, lo que me parece más probable. Dice que no tenía buena cara y que lo más seguro es que fuera a ver a un especialista (los mejores médicos tienen su consulta por aquella zona, ¿sabes? En Harley Street y los alrededores). ¡No me puedo creer lo del señor Spurrey! Me temo que el señor Wither se va a poner hecho una fiera.
Ya lo estaba. Justo cuando Fawcuss tocaba el gong del almuerzo, entró en su casa discutiendo con Madge sobre la ruta que habían seguido. Él habría querido coger la carretera de siempre para volver a casa desde Lukesedge, pero Madge se había empeñado en regresar por otro camino menos concurrido que ella conocía. Así que habían estado a punto de llegar tarde a almorzar, y el señor Wither se encontraba visiblemente enfadado. Había hecho caso a su hija y había aceptado su vehemente ruego de «encargarse del coche» ahora que Saxon se había ido. Había accedido a su petición en parte porque sabía que no podría volver a confiar en ningún otro chófer y en parte porque negarse habría resultado mucho más agotador. El señor Wither se estaba haciendo viejo. No obstante, los paseos con Madge no eran tan relajantes como los que daba con Saxon debido a las constantes discusiones, a las improvisaciones de Madge, a las múltiples ocasiones en que se salvaban por los pelos de darse un buen golpe y a las elocuentes excusas de su hija.
Si bien, con todo le pasaba lo mismo, pensó el señor Wither con tristeza al poner un pie en el vestíbulo, que retumbó con el gong de Fawcuss. No había paz ni tranquilidad en ningún lugar. El señor Wither se lo achacó a la guerra.
Entonces, la señora Wither, en silencio, le tendió la carta de su prima Agnes Grice.
La prima Agnes estaba equivocada. El señor Spurrey no había ido a ver a ningún especialista aquella espléndida mañana de abril aderezada por un leve viento cortante. Saxon y él, emocionadísimos pero sin perder la compostura, iban camino de Buckinghamshire para probar el nuevo Rolls.
El señor Spurrey llevaba años tratando de hacerse con uno, pero Holt se había opuesto rotundamente. Cada vez que el señor Spurrey, que no era un hombre tacaño, había insinuado que quería comprar un nuevo Rolls, Holt, miembro acérrimo de la Brigada Conformista, había puesto la misma cara: como si contuviera el aire y empujara los labios hacia afuera. No le decía abiertamente: «Yo, de estar en tu pellejo, no lo haría», pero su cara hablaba por sí sola y el señor Spurrey, poco consciente de lo fácil que era truncarle las ilusiones, se quedaba callado hasta que se presentaba la siguiente ocasión, pues la historia siempre volvía a repetirse.
Sin embargo, a Saxon se le había iluminado la cara literalmente cuando el señor Spurrey le había comentado la idea (con enorme cautela, y como quien no quiere la cosa) y le había sugerido que hiciera un tanteo a la mañana siguiente para recabar información; el mismo señor Spurrey decidió acompañarle a la visita de prospección. Pronto «un» nuevo Rolls pasó a convertirse en «el» nuevo Rolls, poco después en «ese» Rolls, y finalmente, cuando el señor Spurrey y Saxon salieron de la tienda montados, aquella espléndida mañana ventosa, en aquella enorme belleza negra con el mismo orgullo que debieron de sentir los remeros de la imponente barcaza de Cleopatra, el Rolls se había convertido ya en Él.
«Esto sí que es vida —pensaba Saxon al volante. Sentía un poder inconmensurable bajo sus manos, un placer carísimo—. Oh, dulzura, oh, belleza mía. Oh, pajarillo». Así abandonaron Londres y, más que correr, desfilaron, majestuosos, de camino a Buckinghamshire.
El señor Spurrey estaba rutilante. El sol brillaba (al señor Spurrey le encantaba el sol), el cielo estaba azul, el Rolls parecía como si se deslizara por la carretera y en casa lo esperaba, sin abrir, la última novela de Dorothy L. Sayers. La leería esa noche junto a una copa de buen licor. Delante iba Saxon, aquel buen muchacho, del que le separaba una ventanilla que podía abrir siempre que necesitara conversación.
Al rato, cuando rindieron honores a Rickmansworth cruzando la pequeña población, Saxon bajó la ventanilla por su propia cuenta y dijo jovialmente:
—Va usted bien, ¿verdad, señor?
—Muy bien, muy bien, Saxon —coincidió el señor Spurrey—. Yo diría que de maravilla. Y se nota la diferencia, ya lo creo que sí, no solo en las cuestas, aunque, por supuesto, en las cuestas mucho más, sino en todo momento, ¿verdad? Ya me estaba cansando un poquito del otro coche, vaya que sí. Me acuerdo de…
Y se puso a recordar, mientras Saxon, con los ojos entornados, escuchaba, hacía algún comentario y seguía conduciendo por aquellos caminos soleados y desiertos que se desenrollaban bajo las ruedas del coche sin tregua.
El monólogo del señor Spurrey era tan insípido, vacilante, lento y repetitivo, tan lleno de microscópicos halagos a su propia inteligencia, coraje y astucia a costa de otros seres inferiores que respondían a calificativos como «el hombre aquel» o «el tipo», tan falto de color, propósito y distinción, que no merece ser referido aquí.
Con todo, Saxon se había acostumbrado ya a la cháchara del viejo, y ya no lo ponía de los nervios, como al principio. Tampoco podía evitar sentir una cierta lástima de tipo satírico por el señor Spurrey: tenía todo ese dinero (no era nada agarrado) y carecía de la menor idea sobre cómo gastarlo. El señor Spurrey siempre había desconfiado de las mujeres e incluso les tenía cierta prevención, de ahí que nunca hubiera buscado en ellas diversión ninguna; y los hombres apenas si lo aguantaban. La diversión y la alegría de algún modo se desinflaban cuando él entraba en escena, no hacía falta ni que abriera la boca. Era demasiado avispado para tolerar a aduladores, pero a la vez demasiado estúpido para agradar a la gente corriente, y su costumbre de tratar de asustar a todo aquel que lo escuchaba era la gota que solía colmar el vaso, cuando no los aburría hasta la extenuación; nadie, en toda su larga vida, había querido gozar jamás de su compañía.
Pero a Saxon, ahora que lo conocía mejor, su jefe no le desagradaba del todo. Por ejemplo, era un hombre de lo más generoso: con él no existía aquello de ahorrarse-cinco-peniques-en-el-viaje-de-vuelta tan propio del señor Wither. Cuando al fin detuvieron el Rolls en la cima de una colina con espectaculares vistas al exquisito valle del Chess y el señor Spurrey bajó a estirar las piernas, Saxon, a su orden, extrajo del maletero una cesta del almuerzo para dos que incluía sándwiches de foie gras y champán del bueno. «¡Vaya! —pensó—. La última vez fue moscatel espumoso. Vamos mejorando».
—¿Qué nos han puesto esta vez? —preguntó el señor Spurrey rodeando el majestuoso lomo negro del Rolls (una de las pequeñas alegrías de los ricos es que nunca saben lo que contienen los sándwiches) envuelto en su nuevo sobretodo primaveral, pues el viento era bastante incómodo.
Saxon sonrió y sacó la botella.
—¡Ajá! ¡Excelente! Ah, sí, fue idea mía. Se me ocurrió que podríamos brindar por el nuevo Rolls. Una pequeña sorpresa, ¿eh?
—Muy buena idea, señor —dijo Saxon, y en verdad lo creía. Luego añadió, intuyendo que el señor Spurrey reconocería una frase de la jerga de hacía varios años—: ¡Menuda bamba!, como suele decirse.
—¡Ja, ja! ¡Muy bueno! —rió el señor Spurrey—. ¡Menuda bamba! Eso es. ¡Menuda bamba!
Saxon desplegó una mantita de tweed sobre la hierba y colocó encima el cojín impermeable del señor Spurrey; no convenía olvidarse de su reumatismo.
—¿Está usted cómodo? —preguntó con familiaridad.
Mientras le colocaba otro cojín en la espalda, se olvidó de añadir lo de «señor», aunque el señor Spurrey no pareció darse cuenta de ello. En ese momento, para Saxon no era más que un anciano solitario y aburrido que disfrutaba del sol y del sano aire primaveral, ansioso por su primer sorbito de champán. Ya no era su patrón; podría haberse confundido con cualquiera de los viejos conocidos que jugaban con él a los dardos en el Green Lion; por alguna razón… uno siempre les preguntaba cómo iban de salud… aunque le importara un carajo. Hacerlo no le suponía ningún esfuerzo y a ellos les encantaba.
—Un poco más a la izquierda. Eso es. Gracias.
Se sentaron uno al lado del otro, apoyados ambos en el Rolls, con la boca llena, las copas en sus heladas manos y la vista perdida en el límpido aire del valle. Nubes sombrías navegaban sobre las tierras de labranza, de color púrpura. Los alerces estaban en flor y pálidos entre el oscuro boscaje. Se oían con fuerza los chillidos de los grajos, que se alejaban, más débiles, cuando el viento cambiaba. Durante un instante, Saxon deseó que Tina estuviera allí con ellos; adoraba la naturaleza. Después se olvidó de ella, pues sabía que lo estaría esperando cuando volviera a casa esa noche. No había motivo, pues, para echarla de menos.
—Magníficas vistas.
El señor Spurrey, con la boca llena, alzó las manos hacia la perspectiva que tenían ante ellos, tan delicada, vívida y espléndida y tan resplandeciente en aquel aire milagrosamente límpido. Parecía que estuvieran contemplando un cuadro extraordinario.
—Esa colina parece bastante empinada. —Saxon entornó los ojos y señaló con el dedo—: Yo diría que de un veinticinco por ciento. ¿Y si la subimos después de comer?
El señor Spurrey se mostró de acuerdo y, cuando acabaron de almorzar y de fumarse su pequeño puro el señor Spurrey y Saxon su cigarrillo, se dispusieron a subirla con el coche. Ni que decir tiene que superó la prueba con creces.
Luego se atrevieron con otras pendientes interesantes, hasta que se detuvieron en la cima de una colina cerca de Marks Tey para admirar la puesta de sol. Era de noche, pues, cuando llegaron a Buckingham Square. Cuando el señor Spurrey se bajó del Rolls a duras penas y se volvió para desearle buenas noches a Saxon, consideró, pese a todo, pese al cansancio y a su mala salud, que aquel había sido uno de los días más felices que había pasado en muchos años. El Rolls había rodado de maravilla, el champán le había sabido delicioso bajo aquel árbol, el campo lucía hermosísimo y aquel muchacho, Saxon, había resultado una excelente compañía. Un buen chico, muy sensato. Sabía cuál era su sitio y no era de los que daban coba. No le extrañaba que la hija del viejo Wither estuviera loquita por él.
Se dio la vuelta y esbozó su típica sonrisa llena de arrugas, que años de inconsciente autodefensa habían tornado maliciosa, al joven que sonreía desde el volante del espléndido vehículo.
—Buenas noches, Saxon. Qué buen día hemos echado, ¿eh?
—Muy bueno, señor.
—Tenemos que repetirlo alguna vez. —Se detuvo, asintiendo, con un pie en el escalón, y añadió—: Por cierto, ¿qué tal está tu esposa?
—Muy bien, gracias, señor.
—Ah… en fin. Bueno… dale recuerdos de mi parte.
—Lo haré, señor. Gracias. Buenas noches, señor.
El coche se perdió en la negrura primaveral.
El señor Spurrey, por su parte, saludó con la cabeza al mayordomo y subió lentamente las escaleras. Varias veces había estado a punto de invitar a Saxon y a Tina a cenar… le importaba un comino lo que pensaran los criados. Eran dos jóvenes muy agradables… ¿Por qué no podía invitarlos si le venía en gana? Pero entonces consideró que no. Las mujeres… las mujeres son todas iguales: siempre están riéndose de todo, hasta de los comentarios más normales, y tratando de sacarle algo a sus maridos. No. Que se quedaran donde estaban. Más adelante, podría invitarlo a él, pero solo a él.
El señor Spurrey se negaba a admitir que sentía celos de la esposa de Saxon.
Un buen fuego ardía en la biblioteca, tras la cena; le aguardaban la licorera de oporto y la última novela de Dorothy L. Sayers. Sin embargo, el aire fresco del día le había provocado tanto sueño que empezó a dar cabezadas antes de acabar siquiera el primer capítulo y al final se quedó dormido. Al rato, se despertó sobresaltado; el fuego había menguado, la habitación se había quedado helada y el reloj estaba dando las nueve en punto. Se incorporó bostezando y se le cayó el libro al suelo. De pronto el bostezo se convirtió en un estornudo y el señor Spurrey se dio cuenta de que estaba tiritando. Aquella noche ni la cama sería capaz de hacerlo entrar en calor.
El día siguiente amaneció tranquilo y apacible, el leve viento cortante se había calmado, aunque el señor Spurrey no se levantó, dado que seguía sin entrar en calor. Por la tarde, Cotton, el mayordomo, se atrevió a llamar al médico. Según él, se trataba de un resfriado, de un simple catarro común (como si a alguien le importara lo suficiente el señor Spurrey como para tener que tranquilizarlo), pero el señor Spurrey haría bien en guardar cama. Había una gran epidemia de gripe y la cama era el mejor sitio para evitarla, aseguró el doctor.
Aquella misma tarde le subió la fiebre. La cosa no pintaba bien. Lentamente, como una marea creciente, la enfermedad se fue extendiendo por todo su ajado cuerpo y se apoderó de cada uno de sus miembros; le dolían las piernas y los brazos, temblaba y ardía, y luego la dolencia empezó a afectarle a los pulmones, provocándole una repentina neumonía. El servicio removió Roma con Santiago para contratar a dos enfermeras que lo cuidaran a todas horas. En la cocina se pedían comidas extras, se atenuaron las luces, que se mantuvieron encendidas toda la noche, y se esparció paja ante la puerta de la calle. El doctor lo visitaba dos veces al día y se prepararon botellas de oxígeno; hasta que, cuando el quinto día llegó a su fin, el médico le preguntó a Cotton con voz grave: «¿Hay alguien a quien debamos avisar?» y este le respondió en tono casi desafiante: «No, señor, no que yo sepa, señor. Creo que el señor Spurrey tiene amigos en Essex, señor, pero no son lo que se dice amigos íntimos, señor, y no tiene ningún pariente. El señor Spurrey es hijo único de un hijo único, señor, o al menos eso le oí decir siempre».
Sin embargo, aquella noche el señor Spurrey mejoró un poco y la primera persona por quien preguntó, cuando se dio cuenta de dónde estaba y de lo que le había ocurrido, fue por Saxon.
Tina y Saxon estaban cenando cuando la criada, con cara recelosa y desagradable, fue a darles el mensaje. Saxon se levantó de la mesa de golpe, ansioso y avergonzado. Él, que nunca tenía «presentimientos», supo de pronto por qué el señor Spurrey quería verlo. Se había preguntado varias veces si llevaría con él el tiempo suficiente para que le dejase algo en herencia cuando muriera. Al mirar a su marido, Tina sintió en el corazón una punzada de preocupación. Conocía aquella mirada astuta y cautelosa suya. Venía a decir que la parte egoísta de su naturaleza lo estaba dominando en aquellos momentos. Vio consternada como atravesaba corriendo el patio y se encaminaba a las habitaciones de su patrón.
El gran dormitorio se hallaba en penumbra, salvo por la suave luz de una lamparilla junto a la cama. En mitad de la estancia, casi a oscuras, había sentada una enfermera en actitud tranquila y vigilante. Alzó la vista cuando Saxon entró de puntillas en la estancia y dijo con la más suave de las voces:
—Solo cinco minutos; después debe irse.
El señor Spurrey yacía en la cama con el rostro amarillo. Parecía muy avejentado. Era como si todas las arrugas se le hubieran congelado en la cara y sus claros ojos saltones fueran incluso más grandes que de costumbre: le miraron perplejos. No le quitó ojo a Saxon durante lo que pareció una eternidad; acto seguido, se pasó la lengua por los labios y dijo en voz baja:
—Estoy muy enfermo. —Su voz sonó extraña.
—Sí, señor. Todos lo sentimos mucho por usted. —Saxon habló con calma, tratando de aparentar normalidad, y se inclinó levemente sobre la cama.
—No voy a… no voy a… —De repente se le saltaron las lágrimas, que corrieron por sus mejillas como ríos diminutos. Saxon lo miró fascinado y se apresuró a decir:
—No, señor, claro que no —murmuró en tono jovial y esbozando una sonrisa alegre y estúpida.
Se hizo el silencio.
—Qué bien lo pasamos… el otro día, ¿verdad?
—Sí, señor, muy bien. Lo repetiremos pronto, no se preocupe.
El señor Spurrey sonrió débilmente y cerró los ojos, para volver a abrirlos a continuación.
—Quiero decir que… estoy muy cansado… —Su cabeza se recostó a un lado y luego a otro—. Quiero darte algo… un regalo… por ser tan buen chico.
La enfermera alzó la vista de súbito; su cara dejaba traslucir cierta preocupación profesional. Se levantó de la silla.
—Señor Spurrey, ahora no debe excitarse…
—Sí, lo sé… lo sé. —La apartó con la mano—. ¿Tiene un lápiz, por favor…?
La enfermera miró a Saxon, asintiendo de manera significativa, y él hizo ademán de dirigirse a la puerta, pero el señor Spurrey irguió la cabeza y buscó con sus ojos entre las sombras, más allá del brillo de la lámpara.
—¡Saxon! —gritó débilmente—. No te vayas… ¡Saxon!
Cuando el joven se detuvo, mirando inquisitivamente a la enfermera, la enfermera de noche entró sin hacer ruido, anudándose el delantal, se percató de lo que estaba ocurriendo, miró a la enfermera más joven y dijo con voz suave pero rotunda:
—De acuerdo, puede quedarse.
—Saxon… —gimió el señor Spurrey desde la cama.
Saxon volvió a acercarse de puntillas y se sentó sigilosamente a su lado. El señor Spurrey, aún con esos ojos enormes, perplejos y anormales, se volvió hacia el muchacho, asintió y los cerró. Entonces su mano, con los dedos torcidos manchados de nicotina, salió de debajo de las sábanas y lo buscó a tientas. Entre apenado y avergonzado, Saxon la cogió con firmeza entre las suyas. El señor Spurrey abrió los ojos.
—Todo va bien, papá. No te preocupes —murmuró Saxon bruscamente y, con el consuelo de aquel calificativo familiar y su mano en la del joven, el señor Spurrey se sumió en un agitado sueño.
Al rato, la enfermera de noche se inclinó sobre él. Tras una pequeña pausa, sonrió a Saxon y le señaló la puerta con la cabeza. Con un cuidado extremo, Saxon fue retirando la mano poco a poco, milímetro a milímetro, se levantó y se marchó sin hacer ruido. Echó un último vistazo a su patrón, que seguía tumbado, pequeño y amarillo como un chino, en la enorme cama, mientras la enfermera lo tapaba con cuidado hasta la barbilla. Nunca más volvería a verlo.
Regresó y le contó a Tina lo que había ocurrido. Estaba nervioso a la par que avergonzado y no dejaba de repetirle que aquello, por supuesto, no significaba nada.
Después del funeral, al que solo asistieron Saxon y Tina, los sirvientes y un viejo caballero del club que frecuentaba el señor Spurrey, el abogado reunió a todos los miembros de la casa en la biblioteca. La novela de Dorothy L. Sayers aún yacía junto a la enorme silla del señor Spurrey en su brillante sobrecubierta amarilla, porque nadie la había recogido. El abogado procedió a la lectura del testamento.
El señor Spurrey había dejado una generosa dotación para Cotton y las criadas, un busto de Joseph Chamberlain para el señor Wither, porque él siempre lo había admirado, y un pequeño legado para el club, pero el grueso de su fortuna, estimada en alrededor de ciento veinte mil libras, se lo cedía, según el testamento hológrafo, fechado la víspera de su muerte, firmado con mano temblorosa y teniendo por testigos a las dos enfermeras: «a mi chófer, Saxon Caker, por su compañía y su fiel servicio».