Capítulo XXIV
Habría hecho falta que Shakespeare y Proust trabajaran por turnos, mano a mano, para poder dar cuenta de las reacciones que provocó el estallido de esta noticia en The Eagles.
Tina llamó a su madre por teléfono para contárselo justo después del té y la señora Wither se lo transmitió a su vez a gritos al señor Wither, que estaba encerrado en su estudio. Este salió arrastrando los pies, incapaz, como suele decirse, de dar crédito a sus oídos. Madge y Viola echaron a correr desde el salón al oír que se gritaba repetidamente el nombre de Saxon, suponiendo que este había tenido un accidente con el coche y que se había matado junto al señor Spurrey.
Tal vez ninguna otra cosa en el mundo salvo una noticia sobre dinero habría hecho que la señora Wither perdiera los papeles delante de las criadas, que en aquel momento estaban retirando el té y dando los últimos retoques a la mesa para la cena. No había nada vergonzoso en que alguien recibiera una enorme suma de dinero y el instinto de la señora Wither así lo sentía. El sexo era vergonzoso y cualquier suceso al respecto debía ocultarse, pero todo lo que tenía que ver con el dinero estaba bien: todo el mundo podía enterarse, no había nada que ocultar. De modo que Fawcuss y Annie se empaparon de toda la información y bajaron a contárselo a Cook.
Cuando la emoción fue cediendo un poco, la principal sensación que quedó en The Eagles fue la que podría describirse como de justa indignación. El sentimiento dominante era que aquello era demasiado. Saxon, que había vagabundeado por el campo siendo niño, desatendido a su madre, hipnotizado y corrompido a Tina y obtenido de manera ciertamente turbia un trabajo con un viejo amigo del señor Wither, por no decir nada de que estaba viviendo en un callejón con unos judíos, ahora era, como castigo por todo esto, un hombre inmensamente rico. No había justicia ni en el cielo ni en la tierra. Fawcuss, Annie y Cook dijeron que siempre parecían triunfar los que menos se lo merecían; por otro lado, Saxon (o el señor Caker, como supuestamente debían llamarlo ahora que tenía dinero y posibles) siempre había sido muy amable con ellas; no les había dado nunca el menor motivo de queja, pero… ¡ciento veinte mil libras! Aquello no era justo.
El señor Wither estaba muy enfadado por muchos motivos: con el señor Spurrey, por haberse comportado de manera tan excéntrica y poco amistosa; con Tina, por haberle ocultado de nuevo a su familia algo que a ellos les habría gustado saber y, por último, con Saxon, por haber logrado aquella magnífica fortuna (sin lugar a dudas) por medios arteros como la mentira, el parasitismo y la adulación. Con todo, lo que más le indignaba era que le hubieran endilgado aquel busto de Joseph Chamberlain. Lo único que había hecho en una ocasión en que visitó la casa del señor Spurrey fue comentar que el busto guardaba un gran parecido con el original. Jamás volvió a mencionarlo ni a pasársele por la cabeza ese busto. Y ahora se veía con un objet d’art que pesaba dios-sabe-cuánto y que le costaría vete-tú-a-saber-cuánto-más traer desde Londres. ¿Y dónde lo «colocaría» cuando llegara a The Eagles? Todos los rincones, vanos y recovecos estaban ocupados. Además, un busto de Joseph Chamberlain quedaría fuera de lugar allá donde lo pusiera. La gente siempre preguntaría quién se suponía que era ese espantajo, quién lo había esculpido y cómo diablos había acabado en manos del señor Wither, y el señor Wither, que odiaba dar explicaciones sobre el mobiliario, al que no concedía la más mínima importancia, tendría que investigar quién había perpetrado aquel espanto para no verse en el aprieto de decir: «No lo sé».
En resumen, el señor Wither estaba tan molesto por las catástrofes que la muerte del señor Spurrey había ocasionado que no albergaba ningún sentimiento de pena por el difunto. Después de todo, Gideon y él llevaban mucho tiempo siguiendo caminos distintos, desde los años noventa, por lo menos, cuando un seboso señor Spurrey y un achispado señor Wither se habían retado a ir al Empire Promenade[26] y el señor Spurrey se había echado atrás in extremis poniendo como excusa algo sobre el último tren mientras que el señor Wither había seguido adelante como un jabato. Además, Gideon se había ido convirtiendo en una auténtica vieja cotorra a medida que se hacía mayor, y tenía la facultad de saber que iban a pasar cosas desagradables semanas antes de que sucedieran. No es de extrañar que el señor Wither no sintiera mucha lástima por el señor Spurrey cuando, unos días más tarde, leyó un recorte de prensa que unos amables amigos de Londres habían tenido a bien enviarle y que tenía como titular:
FORTUNA PARA CHÓFER
INCREÍBLE TESTAMENTO DE RICO HURAÑO
¡Incluso el legado más pequeño y más mezquino habría sido menos insultante que un busto de Joseph Chamberlain!
Sin embargo, bajo el enfado con el señor Spurrey se escondía otro sentimiento. Era un anhelo puro y sagrado, casi sacerdotal, de echarle el guante a aquellas ciento veinte mil libras y administrarlas con la ayuda del general de división Breis-Cumwitt. Un chico inexperto como Saxon, un muchacho como él, asilvestrado, basto y vulgar, no sería capaz de administrar todo aquel dinero sin el consejo experto de hombres más maduros y experimentados. Era una tarea desagradable, humillante y odiosa, pero el señor Wither no veía cómo evitar escribir a Tina para sugerirle que ella y Saxon debían pasar, por su bien, un largo fin de semana alojados en The Eagles. Al fin y al cabo, el dinero lo había cambiado todo. Ahora no era probable que Tina acudiera a él para pedirle dinero; incluso un muchacho asilvestrado, basto y vulgar como Saxon tardaría un mes o dos en gastar ciento veinte mil libras. Por mucho que le pesara, el señor Wither se veía en el deber de sugerir a su hija y a su marido que entrasen en razón. Les escribiría y les diría que vinieran ese mismo fin de semana.
Tina regresó con paso lento a su casa tras colgar el auricular en la cabina de teléfono situada al final de la callejuela. La puerta era azul, los marcos de las ventanas también eran azules y fuera, resplandeciendo con la luz del atardecer, colgaban las corolas color púrpura y rojo cereza de las begonias. Era un lugar de lo más pintoresco, inapropiado y encantador; allí había pasado los días más dulces y felices de su vida. Y esos días jamás se volverían a repetir.
Pues si de algo podemos estar seguros en este mundo es de que el dinero lo cambia todo y Tina, una mujer inteligente, era bien consciente de ello. Cada tarde, sobre las cinco y media, cuando el cielo empezaba a teñirse de un azul oscuro y los niños salían después de merendar a jugar a la callejuela, le sobrevenía una sensación tal de paz que tenía miedo de que aquella fuera la última vez que la experimentara. Solo habían pasado tres horas desde que habían leído el testamento, pero Saxon ya era una persona diferente del joven alegre y calmado, pero cauteloso, que había acudido con ella aquella mañana al funeral de su patrón.
Se había marchado con el abogado del señor Spurrey a sus oficinas y aún no había vuelto. Sus modales, cuando le dijo a su mujer que intentaría no tardar mucho, añadiendo, en tono crispado, que tal vez fuera mejor que ella no le acompañara, habían combinado la solemnidad y una pretenciosidad bajo la cual se intuía una exultación histérica y casi sobrecogedora, habían dejado a Tina estupefacta.
Saxon había pasado la prueba del amor con matrícula de honor; al parecer, era en la prueba del dinero donde iba a suspender.
«Será como tantos otros —pensó mientras abría la puerta—, admirable cuando está sin blanca, pero detestable cuando nada en la abundancia». Subió lentamente las escaleras, viendo como la paz, el modesto confort, los placeres domésticos y la felicidad bohemia de que gozaban salían volando por la ventana espoleados por el horror de la riqueza, mientras que los pasatiempos caros y aburridos, el problema de los sirvientes, la subida de los impuestos y el mantenimiento del estatus llegaban en tropel, como demonios, a ocupar su lugar.
«Con que nos hubiera dejado quinientos al año… o incluso trescientos, habría sido suficiente —pensó, mientras empezaba a cortar tomates para la cena—, pero esto es horrible, es una avalancha. Son… ¿cuánto…? ¿Seis mil al año? No podemos gastar ni una sexta parte de esa cantidad, a menos que vivamos como estrellas de cine.
»Pero si es así como él quiere vivir, pues qué se le va a hacer. Lo he visto en sus ojos.
»Luego, cuando hayamos salido a ese mundo donde la mayoría de las mujeres sabe cómo atrapar a los hombres y no deja que nada se lo impida, siempre habrá alguna fresca que lo apartará de mí.
»Oh, tengo tan mal cuerpo por culpa de esta maldita indigestión…».
Mezcló con cuidado un poco de bicarbonato de sodio y se lo bebió, aunque el remedio no la alivió en gran medida.
«Esas mujeres (Tina había alimentado su imaginación con fotografías del Vogue) también se enamorarán de él, estoy segura, porque él es muy… inocente.
»Ya estoy viendo lo que va a pasar».
Mientras Tina dejaba que esas ideas nauseabundas dieran vueltas y más vueltas en torno a su cabeza, se asomó a la ventana abierta y contempló el atardecer en las chimeneas de color crema de las viejas casas de enfrente. Luego se volvió y se quedó absorta en la habitación en la que había sido tan feliz. Entonces reconoció a un viejo amigo, al que llevaba mucho tiempo sin ver.
Era el ejemplar de Las hijas de Selene, que yacía sumiso y de costado encima de una pila de libros de cocina, de historia, de economía y también alguna novela. Viola se lo había enviado junto con el resto de sus cosas.
En medio de su abatimiento y sus miedos por las sirenas del Vogue, Tina sonrió. ¡Qué lejanos parecían aquellos días en que la señorita Christina Wither, la seria estudiante de higiene mental, había intentado manejar su vida amorosa con la ayuda de la doctora Irene Hartmüller! Ahora era la señora de Saxon Caker y tenía vida para dar y tomar. Pensó con simpatía en sus estudios de psicología, que le parecieron casi encantadoramente juveniles.
«Y, sin embargo —pensó Tina, que descansaba junto a la ventana mientras la cena aguardaba en la mesa—, aquella no fue una pérdida de tiempo tan flagrante. Al menos la pobre doctora Irene (me pregunto si la historia de los Baumer sería verdad) me enseñó a intentar ser sincera conmigo misma y, si no hubiera hecho eso, nunca habría intentado conseguir la amistad de Saxon, y si no hubiera intentado conseguir su amistad…».
En ese instante, la señora de Saxon Caker (que tenía más vida en su interior de lo que sospechaba) oyó que su marido subía las escaleras.
Para su inmenso alivio, el aspecto de Saxon al entrar era el mismo de siempre. Le dedicó una encantadora sonrisa, colgó su abrigo y su sombrero y dijo:
—Bueno, ya está, asunto concluido. Siento llegar tarde; creí que no terminarían nunca. ¡Hay tanto que hacer! Bien… ¿cómo sienta ser una mujer rica?
Tiró de ella para levantarla de la silla y la besó, pero algo le dijo a Tina que Saxon no estaba pensando en ella mientras lo hacía. Seguía muy alterado y, por algún motivo, enfadado.
—Pues de momento a mí no me está sentando nada bien. Pero tú estás muy contento, ¿no?
—Oh, no… estoy destrozado. —Se dejó caer en la silla, estiró las piernas y se la quedó mirando—. Y ahora recuerda, antes de que empieces a atormentarme con lo de que estoy «contento», como tú dices (sí, de acuerdo, estoy contento… me siento como si llevara un mes bebiendo sin parar), recuerda que esto es lo que siempre he querido, más que nada en el mundo, desde que tengo uso de razón. ¿Lo entiendes?
Ella asintió, tratando de no sentirse herida. Al parecer, a su marido el dinero le importaba más que el amor.
Saxon se levantó y se dirigió a la estantería.
—No me lo puedo creer. Es… —Se volvió a sentar—. No puedo. ¡Seguro que es todo un sueño, del que estoy a punto de despertarme!
Cogió una galleta de la mesa y empezó a mordisquearla, pero la soltó casi de inmediato.
—Tú no lo entiendes —le espetó a Tina en tono brusco—. Tú siempre has tenido para comer. Nunca has tenido que fingir que no tenías hambre ni partirle la cara a nadie por decir que tu viejo empinaba el codo.
—Lo sé, Saxon…
—Pues muy bien. Ya lo sabes.
Y comenzó a pasear de acá para allá por la pequeña habitación. De repente parecía demasiado grande para que los dos cupieran en ella. De repente Tina supo, con total serenidad, que su matrimonio no iba a durar mucho tiempo.
—Y tampoco quiero que nadie sienta lástima de mí —dijo él, sentándose de nuevo—. No estoy quejándome. En absoluto. Yo solito me he abierto camino hasta ahora en la vida, y a fe que lo seguiré haciendo. Sé de qué tienes miedo. Crees que todo esto se me va a subir a la cabeza.
—La verdad es que sí, Saxon.
—Pues eso no va a pasar. Ya he tenido suficiente esta tarde para que se me bajen los humos, gracias. ¿Sabes lo que pensaba todo el mundo en el despacho de abogados?
Tina se lo quedó mirando.
—¿Que no te lo darían?
—Oh, el testamento está bien. Todo está perfectamente atado, pero se piensan que yo era el querido del viejo. ¡Ea, ya lo he dicho!
—¡Oh, Saxon, no puedo creerlo! La gente no es así… solo porque les hayas oído unas cuantas bromas a los Baumer…
—Pues créetelo. Te lo digo en serio. Esas dos puñeteras enfermeras lo pensaban, sin ir más lejos. Y las secretarias que estaban esta tarde en la oficina también.
—Eso es porque eres muy guapo —dijo Tina pensativamente, estudiándolo cuando se sentó encorvado en la silla. Cada vez que lo miraba, se sorprendía por la belleza romántica de su cuerpo y por el modo tan absolutamente práctico en que funcionaba su mente. Era el tipo más pragmático que había conocido. Estaba empezando a preguntarse si, cuando ella cumpliera cuarenta y cinco años, no se sentiría un poco sedienta. Pero tal vez pudiera evitar esa sed haciendo que su propia mente funcionara del mismo modo. Puede que el pozo no fuera profundo, pero al menos el agua era pura.
—Oh… —Saxon se movió con impaciencia—. Bueno, en cualquier caso, eso es lo que piensan todos, y eso es lo que todo el mundo seguirá pensando. Y eso basta para que no se me suba a la cabeza. Viviremos con quinientas libras al año. Con el resto montaré un negocio.
—Cariño, ojalá lo hagas. Nada me gustaría más.
Sin embargo, aún se veía recibiendo a la gente más discreta pero inteligente de Londres en una casa perfectamente amueblada en Westminster y esas imágenes, al desvanecerse, le dejaron una leve sensación de decepción.
Tina continuó:
—Me alegro de que te lo tomes con tanta sensatez. Estaba segura de que a la larga lo harías, pero esta tarde parecías tan alterado…
—Por Dios santo, ¿y quién no lo estaría? Uno se altera con esas cosas. Eres un bicho raro, Tina. Lo que tu amiga Baumer llamaría una «anormal». La mayoría de las mujeres habrían salido ya como flechas a comprarse cosas.
—Y lo haré —anunció Tina, poniéndose en pie de repente—. Saldré ahora mismo, antes de que cierren las tiendas, a comprarle un abrigo de pieles a tu madre.
Saxon se la quedó mirando.
—Eh… ¡para el carro! Faltan aún meses para que me den algo. Ya sabes, hay que esperar hasta que legitimen el testamento. Y además, no te olvides de que ahora no tengo trabajo. Tendremos que vivir con tus setenta machacantes. No podemos ir…
—Los abogados te adelantarán lo que quieras, Saxon. ¿No te lo dijeron?
—El viejo dijo algo, ahora que lo pienso, pero estaba tan enfrascado pensando en lo que él estaría pensando que no me enteré bien. Supongo que sí. ¡Dios! No parece… Oye, ¿cuánto cuesta un abrigo de pieles?
—Podemos encontrar uno que seguro que le encantará a tu madre por unas veinte libras. Sé que quiere uno; me di cuenta de que no le quitaba el ojo de encima al mío aquella noche.
—Esta noche no podemos conseguir veinte libras.
—Esta tarde saqué cuarenta mientras estabas fuera… Creí que querrías celebrarlo.
—Compraremos el abrigo y luego ya veremos. Quiero y no quiero… Hace que me sienta… no sé. Venga, vamos.
Ambos recorrieron emocionados y a toda prisa la callejuela hasta desembocar en Oxford Street. Los miedos de Tina se habían desvanecido por completo. Se permitió imaginar un futuro feliz; incluso se imaginó un hijo. Hasta ahora, no había pensado mucho en el tema, porque Saxon y ella (se decía a sí misma) se bastaban el uno al otro. Además, un hijo les costaría dinero, y ellos tenían muy poco.
Pero ahora se imaginaba un niño moreno, igualito a Saxon, y el sueño se había convertido en algo maravilloso.
Entonces se acordó del señor Spurrey, que no había tenido descendencia.
—Saxon —dijo, cuando esperaban para cruzar un paso de peatones—, ¿alguna vez soñaste que esto pudiera pasar?
—¿Te refieres a lo de ser ricos?
—En realidad me refiero a lo de que el señor Spurrey te dejase algo…
—Bueno —contestó él, medio sonriendo y medio desafiante, un poco avergonzado, con la vista puesta en la fachada de Bumpus—,[27] después de ir a visitarlo aquella noche, se me pasó por la mente que a lo mejor lo hacía. Además, dijo algo. Te lo comenté. Pobre imb… pobre hombre —añadió dubitativo.
—Pero tú no…
—¿Qué?
—Que no le hiciste la rosca, ¿no es así? Que no trataste de hacer buenas migas con él con la esperanza de que te dejara algo, ¿verdad?
Él se quedó callado durante un momento, mientras el semáforo cambiaba de ámbar a verde y los peatones se apresuraban sumisamente a cruzar la calle. Entonces dijo:
—La verdad es que no. Solo una o dos veces se me pasó por la cabeza que algo bueno podría sacar si me llevaba bien con él. Ya sabes como soy —le dijo, apretándole el brazo y sonriéndole—. Una vez lo hice contigo, y no nos ha salido mal del todo, ¿no te parece?
—Hasta ahora —respondió Tina con cautela. Y añadió—: Mira que eres raro.
—Pues como todo el mundo. Bueno, ¿qué tal si nos centramos en buscar ese abrigo de pieles?
Eligieron uno totalmente suntuoso de piel de ardilla con un cuello muy grande de zorro. Había grandes descuentos en la tienda judía donde lo encontraron y les aseguraron que lo habían rebajado de setenta y dos guineas a veintitrés. Saxon dijo vacilante que le parecía un poco llamativo y preguntó si no tendrían algo un poco más discreto y resistente. Pero Tina fue inflexible en este aspecto. Le aseguró que a su madre le haría mucha más ilusión aquel abrigo tan delicado y ostentoso, propio de una estrella de cine.
—¿Y lo elegante que va a estar con él? —añadió con entusiasmo Tina, que idealizaba un poco a la ausente señora Caker en su imaginación.
—Lo estará si se lava primero la cara.
—No seas cruel.
—De acuerdo, nos lo llevamos, pero ella nunca me ha apreciado demasiado y yo tampoco es que esté a partir un piñón con ella.
—Saxon… hemos tenido mucha suerte, cariño. Piénsalo.
—Está bien… lo que tú quieras. De acuerdo. Nos llevamos este —le dijo al dependiente judío, un hombrecillo elocuente de mirada cansada que trataba de disimular un intenso interés por la conversación que estaban manteniendo disfrazándolo de aburrimiento.
De modo que el abrigo partió aquella misma noche hacia Essex, envuelto en varias capas de papel de seda rosa palo junto con una nota de Saxon que decía que su patrón acababa de morir y le había dejado algo de dinero y que aquella era la primera de las muchas cosas buenas que iba a recibir.
—Porque lo ha pasado muy mal, Saxon —le informó su esposa—, y cuesta muy poco hacer feliz a la gente.
Saxon no estaba de acuerdo con esto. Esta vez había costado veintitrés guineas hacer feliz a la señora Caker, pero sabía que una noche con el Ermitaño y una botella de cerveza habrían surtido exactamente el mismo efecto. Sin embargo, no dijo nada y, después de comerse la cena que les esperaba en casa, salieron y se gastaron sus cinco modestos chelines en el Astoria. Así fue como Saxon y Tina celebraron haber recibido una fortuna.
Al día siguiente, después de comer, el Ermitaño y la señora Caker caminaban cogidos de la mano, arroyo abajo, para ver si la casa del Ermitaño había capeado bien el invierno. El propio Ermitaño lo había capeado en el cottage, con la señora Caker, donde había disfrutado de todos los privilegios reservados al difunto señor Caker, pero pronto descubrió que la choza no había corrido la misma suerte: se había derrumbado por causa de las inclemencias.
—¡Mira tú! —observó el Ermitaño con cara de fastidio. Tenía plantadas sus grandes botas rotas entre las celidonias de la ribera—. ¿Qué voy a hacer ahora? Me voy una chispa y mira lo que pasa.
—¿Y si te quedas conmigo? —sugirió la señora Caker, que se había acostumbrado a tener a un hombre cerca y odiaba estar sola.
—No puedo. —El Ermitaño se sacudió los rizos—. No puede de ser, y punto.
—¿Qué quieres decir, Dick Falger? ¿Acaso no has pasado conmigo todo el invierno?
—Ah, pero el invierno ya está finiquitado. Ahora vendrá gente por aquí, excursionistas y eso.
—¿Y qué importa?
—Que pueden irse de la lengua.
—Que se vayan al carajo. Ya tienen algo que hacer.
—Ah, pero mi vieja puede enterarse.
—¿Qué? —gritó la señora Caker.
—No des voces —la reprobó el Ermitaño—. Mi vieja, he dicho. Beatty. Beatty Falger. Vive cerca de Bedford… y que yo sepa no se ha movido de allí.
—¡Pero si dijiste que la había palmado! —gritó la señora Caker. Empezó a llorar y a pegarle puñetazos en el brazo.
—Cállate, ¿quieres? —le espetó, dándole un golpe en el pecho que le hizo tambalearse—. Porque tú también estabas todo el día dale que te pego con lo mismo. No la ha palmado. Bueno, espero que no… Seguro que no. Le tenía mucho aprecio a Beatty, solo que me tenía la cabeza caliente porque se quejaba todo el día de no haber tenido churumbeles (no por mi culpa, ¿eh?). Ay, cierra el pico, ¿quieres, Nellie? No seas llorica. Vamos a casa a bebernos una taza de Rosie.
Después de recorrer un trecho entre los árboles, seguido a corta distancia por la señora Caker, con expresión huraña, añadió pensativo:
—No te amosques porque vea a Beatty otra vez. Ya estará chocha. Estará rondando los setenta, la bruja. Hace once años que no la veo. Cerca de doce…
La señora Caker no dijo nada.
El golpe la había enfurecido tanto como cabría esperar en una mujer afable e irresponsable como ella. «Qué tonta he sido dejándome engatusar por este viejo sapo. ¡Hombres! Mejor nos va a las mujeres sin ellos. Se ha pasado todo el invierno calentito conmigo y ahora quiere largarse. Resulta de que le apetece un cambio. Muy bien, que se vaya, agua sucia que no has de beber, déjala correr».
Estaba bastante claro que el Ermitaño pretendía irse.
En cuanto regresaron a St. Edmund’s Villas (que estaba en la lista de visitas del pastor para la semana siguiente, tras largas charlas con su señora, muchos enfados y muchos bueno-George-en-verdad-creo-que-si-tú-no-lo-haces-nadie-lo-hará), el Ermitaño subió las escaleras y, mientras la señora Caker preparaba el té y se sentía cada vez más enfadada y triste, se le oyó dar batacazos aquí y allá, abrir cajones y cantar hasta que, al poco rato, bajó de nuevo, portando una maleta maltrecha de Marks & Spencer que parecía más pequeña aún si cabe en aquellas manazas suyas de gigante. Acababa de atarse las botas con una cuerda y llevaba un abrigo que pertenecía a Saxon; la señora Caker le había convencido de que se lo pusiera en lugar del de arpillera forrado de periódicos que ella había quemado.
—¿Adónde vas? —le preguntó la señora Caker, cerrando la tapa de la tetera.
—Me largo. Ya llevo aquí demasiado tiempo —anunció el Ermitaño, sirviéndose media botella de leche en una taza y añadiendo cuatro terrones de azúcar—. Y ahora, por favor, no me la líes, Nellie. Está decidido.
—No iba a liártela —soltó la señora Caker con fiereza—. Me importa un comino lo que hagas, Dick Falger. No sé qué mosca me picó para que te dejara vivir aquí. Qué pena que no siguiera como empecé, cuando no te dejaba ni pisar el salón.
—Tampoco es que le haiga hecho ascos a la cocina, señora —apurando el té—. De todas maneras, no es que sea una mansión. Bebe, Nellie.
—Pues bien que te ha venido para pasar todo el invierno, viejo sapo desagradecido, y ya me beberé yo el té cuando me venga en gana. Si te vas a largar, ya estás cogiendo la puerta. Quiero limpiar un poco todo esto.
El Ermitaño, sin embargo, se terminó el té sin ninguna prisa, mientras ella se sentaba a la mesa y se quedaba mirando enfurruñada cómo se enfriaba el suyo. Le dolía el golpetazo que le había dado. Fuera, en el bosque, los árboles tenían unos colores tan vivos y el aire estaba tan limpio que, de algún modo, la hacían avergonzarse de la casa cochambrosa, de sus harapos sucios y de la manera en que aquel viejo vagabundo —no es que hubiera dejado de serlo— estaba allí sorbiendo té como si fuera el dueño y señor, y se acordó de que una vez ella había montado en su propio carrito tirado por un poni junto a su padre con un trajecito precioso de muselina blanca y un sombrero con amapolas y trigo prendidos. «Bueno, ya he tenido suficiente cochambre en mi vida», pensó suspirando, y se bebió el té de un trago.
El Ermitaño se limpió la boca.
—Bueno… pues ahí te quedas —dijo y, poniéndose en marcha al fin, se inclinó como para darle un beso, pero la señora Caker lo esquivó y le dio un empujón con todas sus fuerzas, aunque ni siquiera logró que se tambaleara. El que él le dio la tiró al suelo.
Parecía que la intimidad cálida, oscura y vehemente que el Ermitaño y la señora Caker habían compartido durante el invierno no había hecho surgir ni la amistad ni la estima.
—Te está bien empleado, so… —vociferó entonces el Ermitaño mientras se dirigía alegremente hacia el cruce en busca de Beatty. En la maleta llevaba su navaja de tallar, un par de pantalones viejos de Saxon, y un puñado de tarjetas de visita entre amarillentas y negruzcas en las que se leían los nombres de Alma-Tadema, J. McNeill Whistler (la mariposa en una de las esquinas ya casi ni se veía), Edward L’Estrange y Holman Hunt; también el bastón del Oso con Cachorros, y diversas monedas, que juntaban tres chelines y dos peniques, propiedad legítima de la señora Caker.
Eran las tres en punto. La ajetreada calma de abril inundaba el robledal, rebosante del trino y del repentino vuelo de los pajarillos que hacían sus nidos. La señora Caker se puso en pie como pudo llorando amargamente, se volvió a sentar a la mesa y se restregó la reciente magulladura. Nunca en toda su despreocupada vida llena de momentos alegres se había sentido tan desgraciada. Los golpes del Ermitaño y su imprevista partida habían hecho emerger un orgullo femenino casi enterrado bajo su generosidad natural hacia los hombres y sus costumbres descuidadas. «Me estoy plantando en los sesenta —pensó—. Cincuenta y seis y nadie me consuela ni me agradece nada. Acabaré en el hospicio, y si no al tiempo. Qué le vamos a hacer. La vida sigue».
Un ruido fuera la sobresaltó. Alguien se acercaba por el caminillo del jardín.
Alzó la vista con pereza. Era la señora Fisher, del Green Lion, que venía muy aseada y con los labios fruncidos. Portaba, como si de una serpiente se tratase, una caja muy grande de cartón.
—Buenas tardes, señora Fisher —dijo lánguidamente la señora Caker, aunque consiguió transmitir una sonrisa a sus empañados ojos azules—. Va cargada, ¿no? ¿Qué es eso, por amor de Dios?
—Es para usted, señora Caker —contestó la señora Fisher aún con los labios fruncidos, dicho lo cual dejó caer la caja en medio del caminillo—. El correo vino hace un rato, pero usted no estaba, así que llamó a nuestra puerta. Dijo que no le gustaba dejarlo en la calle, no fuera a ser que alguien lo viera y se lo llevara. Algún vagabundo, vaya —concluyó la señora Fisher con toda la intención.
—Si se refiere a Dick Falger, se ha largado. Además, ese jamás ha robado nada —chilló la señora Caker, que no se había percatado aún de la falta de los tres chelines y los dos peniques—. ¿Es para mí? ¿Ese mamotreto?
Su languidez y su abatimiento desaparecieron al instante y, con ojos chispeantes, salió corriendo y levantó la caja, haciendo una mueca de dolor cuando la apretó contra la magulladura.
—Tampoco es que pese mucho.
—¿Ya se ha ido el viejo? —gritó la señora Fisher.
—Sí. Ahora mismo —soltó con indiferencia—. Supongo que quería un cambio. Venga, écheme una mano, señora Fisher, esto no hay Dios que lo suelte.
Después de intentar desatar la cuerda durante un rato sin éxito, la curiosidad de la señora Fisher pudo más que ella y gritó:
—Ay, ¿no tiene un cuchillo? A este paso nunca podremos a deshacer estos nudos del demonio.
—No es la letra de Saxon… —murmuró la señora Caker, cortando la cuerda. Juntas levantaron la tapa, pues con la emoción la señora Fisher había olvidado el desprecio que sentía por la señora Caker.
Aparecieron capas y capas de papel de seda rosa palo.
—Oh, ¿qué es esto? —gritó la señora Fisher dando un respingo.
—A lo mejor es ropa vieja de mi nuera —estaba empezando a decir la señora Caker, pero su voz se fue apagando y se ahogó en un silencio de estupefacción cuando, lentamente y con los brazos estirados a todo lo largo, levantó un espectacular abrigo gris oscuro de piel de ardilla con un pomposo cuello de zorro pardo grisáceo.
—¡Que el señor nos asista! —susurró la señora Fisher y su boca perdió el rictus y se enderezó poco a poco. Estiró muy despacio una mano estropeada por el trabajo y tocó la piel. Luego, afirmó con toda rotundidad—: Es un error, señora Caker. Tiene que serlo.
—¡Es justo de mi talla, señora Fisher! ¿Ha visto alguna vez cosa más bonita? Tengo que probármelo.
—Mejor no, señora Caker —graznó la señora Fisher, dando vueltas alrededor del abrigo como un cuervo en posición de alerta—. Lo va a manchar usted.
Pero la señora Caker ya estaba deslizando los sucios brazos por las mangas forradas de seda del abrigo. Se envolvió en él y el calor suave y eléctrico de la piel le acarició el cuello mientras ella se dedicaba a contemplar extasiada su largura plateada.
—¿Me queda bien?
—Queda un poco raro sin un sombrero.
—No importa; me compraré uno la semana que viene.
—No irá a quedarse con él, ¿no, Nellie Caker?
—¡Anda que no!
—Espere un momento… aquí hay una carta.
La señora Fisher había estado rebuscando entre los envoltorios, como con la esperanza de encontrar un sombrero.
—Démela —le ordenó la señora Caker arrebatándosela, y rasgó el sobre.
Un instante después, la señora Fisher sintió que la agarraban del brazo, la sacaban corriendo del cottage y la llevaban camino abajo. La señora Caker, que con la otra mano se agarraba el abrigo, gritaba:
—¡Es para mí, señora Fisher, es para mí! ¡Saxon me lo ha comprado! ¡Dice que le han dado dinero y que es para mí! Vamos, rápido, apure.
—¿Dónde vamos? —dijo jadeando la señora Fisher.
—A su casa. ¿No tenía un espejo de cuerpo entero? ¡Ay, señora Fisher! ¿Cuándo me he visto yo con un abrigo de piel? ¡Señora Fisher, un abrigo de piel! ¡Ay, señora Fisher! ¡Un abrigo de piel!
El primer pensamiento de Viola cuando se enteró de que Saxon había heredado aquel dineral fue que quizás pudiera servir para ayudar a Catty, de modo que no vaciló en escribir a Tina, pidiéndole que le contara a su marido lo de Catty, añadiendo que ella, Viola, le estaría eternamente agradecida si le ayudaba.
Para entonces, la noticia ya se había propagado por todo el pueblo. El abrigo de la señora Caker había sido el heraldo, y ya la misma portadora se había encargado de hacer buena propaganda del hecho. Al principio, la gente del pueblo no sabía cuánto había heredado Saxon. Por supuesto, la señora Caker iba fanfarroneando por ahí y había dicho en una ocasión (al pragmático camarero del Green Lion, para ser exactos) que podían ser hasta mil libras. Pero aquello era demasiado, incluso cuando aportaba como prueba el abrigo de piel, y Sible Pelden se mofaba alegremente y decía: «¿Ah, sí?». Entonces fue cuando Viola se encontró con la señora Caker en la oficina de correos de Sible Pelden y, como quería quedar bien con la familia de Saxon, a cuenta de sus planes para Catty, se presentó a la vieja con el candor de una auténtica colegiala. En el transcurso de la extraña conversación que siguió, Viola la informó exactamente de cuánto había heredado Saxon y la señora Caker salió como alma que lleva el diablo hasta el Green Lion para contarlo.
Sible Pelden, entonces, se rió más alto que nunca. Sible Pelden, que se tocaba la nariz con el dedo índice recordando a Pinocho, se negaba a creerlo, hasta que Tina le envió a su suegra un recorte de prensa en el que se mencionaba la suma, lo cual sirvió para que Sible Pelden se convenciera.
Y entonces el pueblo, silenciosa y furiosamente, volvió la espalda a los Caker. Como todo el mundo, Sible Pelden sentía que la suerte de Saxon era ya demasiado, y se negaba a escuchar, y siquiera a concebir, lo contrario. La señora Caker se dio cuenta de que nadie quería cotillear ya con ella. Nadie mencionaba el asunto en su presencia, salvo de manera indirecta y malintencionada. El abrigo de pieles era glamuroso y hasta los de The Eagles le habían escrito para invitarla a tomar el té, pero no puede decirse que la señora Caker estuviera disfrutando realmente de sus primeros días como madre de un hombre rico.
Por lo que toca a Tina y Saxon, tampoco estaban disfrutando su dinero del todo. El pueblo de Essex era demasiado inocente para sospechar que Saxon y su difunto patrón habían pecado del vicio de moda, pero estaba claro que sus vecinos de la callejuela, los periodistas a los que Saxon se negaba a ver y algunos de los amigos más convencionalmente liberales de los Baumer lo pensaban. Tina se tomaba todos estos rumores en broma, pero también empezaba a estar un poco harta de tanto chismorreo. Estaba segura de que todo el que hubiera leído el famoso párrafo del testamento habría llegado a la misma conclusión. «Ajá —podía oír a los refinados decir educadamente, desde Marble Arch hasta Fitzroy Square—. Ajá».
¡Pobre señor Spurrey! ¡Ingenuo viejo verde victoriano! Con qué indignado asombro habría gorgoteado ante tal acusación. Tal vez, por más razones que la evidente, era mejor que hubiera muerto.
De modo que la carta de Viola irritó un poco más si cabe los ánimos ya de por sí caldeados de Tina. No llevaban siendo ricos ni una semana, de hecho todavía no tenían posesión real de la fortuna, y ya estaba la fresca de Viola pidiéndoles dinero. Cierto, lo estaba pidiendo para otra persona, y era por una causa muy justa, pero eso hacía que su petición fuera todavía más irritante, porque era más difícil de rechazar.
Así que Tina le mandó una contestación bastante seca, en la que le explicaba que Saxon ahora estaba demasiado ocupado para añadirle más preocupaciones y que, en cualquier caso, aún no estaban en posesión del dinero y que, cuando lo estuvieran, tendrían que pensar detenidamente qué iban a hacer con él y que no podía prometerle nada. Añadió que lo sentía mucho y adjuntó un cheque para Catty por valor de una libra esterlina.
A Viola le alegró poder contar con la libra, pero se sintió muy desairada por la carta y se preguntó más que nunca qué iba a ser de la pobre Catty.
Entonces la libra le dio una idea. Le escribiría a todas las personas que conocía e intentaría reunir un pequeño fondo para Catty. Se podría ingresar en la oficina de correos y Catty lo podría retirar cuando le hiciera falta. Para cuando se hubiera agotado, ella, Viola, se las habría apañado para conseguir más de otro sitio, aunque no tenía idea de dónde, pues las treinta libras ya casi habían volado, el último billete de cinco lo había cambiado para su traje de primavera y ahora estaba segura de que nunca se atrevería a pedirle una paga a su suegro.
Pero podía ganar algo. La vida en The Eagles se había vuelto tan funesta desde que Tina se había marchado que Viola estaba pensando muy seriamente en buscarse un trabajo como dependienta en Londres. Shirley la ayudaría. La idea le asustaba, pero al menos un trabajo en Londres la alejaría de aquel lugar de mala muerte y la ayudaría a olvidarse de Él, de La Bestia. (Aunque le estaba costando cada vez más pensar en él como en La Bestia, pues lo único que podía recordar era lo guapísimo que era, pero ¡ay, Dios!, iba a casarse al cabo de quince días, y vuelta al dolor otra vez. Ningún poeta había comparado hasta ese momento el desamor con un dolor de muelas y, sin embargo, era a un dolor de muelas a lo que más se parecía su desdicha).
Entonces recordó lo que Tina había dicho sobre sublimar la mente de una (en el sentido de hacer algo para no estar todo el día pensando en lo que a una le ponía triste) y decidió que aquella misma tarde se encerraría en la biblioteca y escribiría todas las cartas que pudiera pidiéndole a la gente que hiciera un donativo para el fondo de Catty.
De modo que a las dos y media bajó lentamente las escaleras con la pluma estilográfica en la boca y un montón de papel de carta de Woolworth. Cuando cruzaba el vestíbulo, se encontró con la señora Wither. Parecía preocupada.
—¿Es que vas a escribir una carta, querida?
Su tono de voz sonaba ausente, pero al menos seguía siendo amable. Las noticias sobre la fortuna de Saxon parecían haber apartado a Tina más que nunca de la vida de su madre y, como es natural, esta se volcó con Viola. A estas alturas ya estaban acostumbrados a ella, incluso Madge lo estaba. Tendían a referirse a ella como «pobre Viola». Ahora que estaba mucho más sosegada, comprendieron que, después de todo, debía de resultar horrible quedarse viuda tan joven.
—Sí, madre.
—Eso está muy bien, querida. Bueno… Ojalá hubiera pasado ya esta tarde. —Y la señora Wither suspiró.
—La entiendo a usted perfectamente —dijo Viola compasiva.
—Bien, querida, bien. El señor Wither… papá y yo creemos que es lo único que se puede hacer. Después de todo, si Saxon va a venir con Tina para que lo recibamos como nuestro yerno, no podemos ignorar a su madre, ¿no crees? Y nos toca a nosotros hacer el primer movimiento. Después de todo, pobrecilla, una vez, hace mucho tiempo, fue una mujer respetable. No todo ha sido culpa suya. Y, por supuesto, ahora tendrá que pasarle una pensión, como Tina dijo.
—¿Va a dejar de lavar?
—Oh, claro, querida… eso me ha dicho la señora Parsham. Mandó a un chiquillo a que les dijera a todos sus clientes que no le enviaran más ropa. Bueno, querida, vete ya. Y cuento con tu ayuda.
Y la señora Wither sonrió y entró en el salón. Quería sentarse, ponerse con su labor de punto, pensar en la de cosas que habían ocurrido en el último año y decidir cómo se las iba a ingeniar con la señora Caker, a la que esperaban a las cuatro en punto para tomar el té.
Viola entró en la pequeña y lúgubre biblioteca y cerró la puerta tras ella.
Pasó una hora en el más absoluto silencio sentada a la mesa con su dorada cabeza inclinada sobre el papel. La brillante luz de abril bañaba los lomos deslucidos de los libros y los amarillos, macizos y feos muebles de madera. Todo estaba en calma salvo por el pío pío de los gorriones, que revoloteaban de acá para allá al otro lado de la ventana sobre la hierba verde brillante. En algún lugar sonaron las cuatro menos cuarto, como aletargadas. Viola dejó a un lado la pluma y bostezó. Escribir cartas resultaba agotador.
Le había escrito a Shirley y a la señora del coronel Phillips, a la señora Parsham y al hijo del farmacéutico, con quien había bailado en el Baile de las Enfermeras, con el que había coincidido un par de veces en Chesterbourne y con el que había tomado un café. Le había escrito a aquella amiga de Shirley que tenía una tienda de ropa en Londres, y a Irene, la más simpática y generosa que había en la panda (aunque la panda como grupo era cualquier cosa menos tacaña), y pasó un cuarto de hora escribiéndole la carta a lady Dovewood, una carta muy humilde y suplicante. A cada una de estas personas les había explicado que la señorita Edith Cattyman, que había trabajado en Burgess and Thompson durante cincuenta años, había sido despedida, que iba a marcharse a finales de mes y que carecía de recursos. Ella, Viola, les estaría muy agradecida si pudieran hacer el favor de enviar un pequeño donativo para la señorita Cattyman, que iría a un fondo en la oficina de correos, y se despedía saludando atentamente como Viola Wither.
Se echó hacia atrás, contemplando con complacencia la pila de cartas. ¿Estaban todos? Shirley, Parsham, Phillips, Dovewood, Morley, Irene, la señora Givens… y los Spring. «Por supuesto, debo escribir a los Spring». La idea le asaltó de repente, y se quedó contemplando el bloc de notas y sintiendo como el corazón se le aceleraba.
Por supuesto que debía hacerlo. Eran inmensamente ricos y Tina siempre decía que la señora Spring tenía muy mala salud, y que eso la hacía donar dinero a hospitales y otras instituciones benéficas. Seguro que Catty le daba mucha pena y le enviaba un buen pellizco.
Y de repente le abrumó el deseo de escribirle a Victor, de poner su nombre con un «querido» delante, de firmar «siempre tuya» y de pegar el sello con mucho cuidado en el sobre un poquito ladeado para que significara un beso y de salir después del té aquella hermosa tarde de primavera a echar la carta en el buzón del cruce. El día siguiente se lo tiraría pensando: «A lo mejor está abriendo mi carta… Ahora la estará leyendo… Ahora habrá visto que se la mando yo», y entonces, por supuesto, él tendría que contestarle, a menos que se limitara a enviar un cheque con un cordial saludo. Pero incluso en ese caso, tendría un sobre con su nombre escrito por él y ella lo guardaría para siempre bajo la almohada.
Sabía que si le escribía a la señora Spring, o incluso a Hetty (que había sido tan amable aquel día en la fiesta del jardín el verano anterior), el resultado sería el mismo, pero el deseo de escribirle a Victor era tan fuerte que venció a su sentido común.
«Después de todo, es algo de lo más normal —se dijo—. Y es por Catty». Cogió la pluma y volvió a inclinarse sobre la mesa.
Era una carta breve. Tenía miedo de aburrirlo o molestarlo si escribía demasiado.
Mi querido señor Spring:
Me dirijo a usted para pedirle que tenga la amabilidad de enviarme algún dinero para una vieja amiga, la señorita Edith Cattyman. La acaban de despedir de Burgess and Thompson, una tienda de ropa de señora de Chesterbourne, después de haber trabajado allí durante cincuenta años y se ha quedado sin recursos. Por supuesto, el dinero se ingresaría en un fondo en la oficina de correos…
Y entonces la pluma vaciló. Viola estaba intentando que escribiera aquellos buenos deseos que sabía que debía comunicarle.
No había manera. La pluma se negaba a escribir. Viola apartó la carta a un lado con cuidado, dejó descansar los brazos en la mesa y lloró en silencio durante un momento, con el corazón roto. Luego, mientras las lágrimas le caían, terminó la carta:
Siempre suya,
Viola Wither
Y la metió en su sobre justo cuando el reloj daba las cuatro. El timbre de la puerta resonó por toda la casa.
Las primeras palabras de la carta, por desgracia, no eran ciertas: él no era «su querido señor Spring», pero las últimas eran verdaderas hasta en la última de sus acepciones. Ella era suya y siempre lo sería. «Mala suerte», pensó empolvándose delicadamente la nariz. Entonces entró en el salón para ayudar a recibir a la señora Caker.
Ésta llevaba puesto el abrigo, y un sombrero, unos zapatos, unas medias, unos guantes y un bolso en tono gris a juego. Cuando era joven, «todo a juego» era el súmmum de la elegancia, y desde entonces no había estado en situación de enterarse de que el «todo a juego» se consideraba ahora la mayor falta de elegancia. Pero esto no importaba, porque la señora Wither era igual de ignorante a este respecto y pensaba que, aparte de los mechones de pelo encrespado que sobresalían por debajo del sombrero y la falta de dientes, la señora Caker presentaba un muy buen aspecto. Saxon pronto le daría dinero para que se pusiera una dentadura postiza y entonces estaría incluso mejor.
La señora Caker no parecía nerviosa. Estaba demasiado interesada en lo que la rodeaba, en atisbar qué había para acompañar el té y en qué llevaban puesto la señora Wither y Viola. Al principio mantuvo los pies juntitos y apretados, y no quiso quitarse los guantes porque tenía las manos muy rojas, pero como nadie dijo nada acerca de su falta de dientes ni de su negocio lavado de ropa, al final se los quitó y, como nadie dijo nada sobre que sus manos estuvieran rojas, pronto se olvidó de ellas y se dedicó a disfrutar del té.
A veces la señora Wither tenía arranques de sentido común. Por norma general, se debían al hecho de haber seguido sus instintos y de haber olvidado qué era lo apropiado para cada momento. Esa tarde tuvo uno. En lugar de fingir que la señora Caker era una visita corriente y que nada emocionante había ocurrido para traerla al salón de The Eagles, se metió de lleno y de inmediato en los hechos, en cuanto le sirvió a la señora Caker la primera taza de té.
—Bueno, señora Caker —empezó la señora Wither—, supongo que estará tan sorprendida como yo por la maravillosa suerte que ha tenido su hijo.
Y la señora Caker, aceptando el té, respondió entusiasmada:
—Ya lo creo, señora Wither, ya lo creo. Nunca me lo habría imaginado, todavía no me lo puedo de creer.
Luego fueron más allá, intercambiaron impresiones, hablaron sobre el carácter del señor Spurrey, se preguntaron dónde vivirían Tina y Saxon y si la señora Caker, cuando dejara el cottage, se alquilaría un pisito o un chalet en Chesterbourne, o si viviría en una pensión. Entonces recordaron el aspecto y las costumbres del padre de la señora Caker, el mismo a cuyo lado solía ella montar con el sombrero adornado con amapolas. Procuraron no hablar (salvo por un asentimiento y un guiño o dos por parte de la señora Caker) del difunto señor Caker, así que disfrutaron del cotilleo como si no hubieran existido jamás barreras sociales entre ellas.
La señora Caker, de hecho, estaba disfrutando de lo lindo, allí sentada con su nuevo atuendo, comiendo pastas de té y fisgoneándolo todo. El sórdido agujero en el otro extremo del bosque, los fardos de ropa sucia y de olor rancio y sus recientes escarceos con el Ermitaño parecían ya muy lejanos. «Es como en los viejos tiempos, como cuando era niña y estaba con papá. Ojalá me viera ahora Dick Falger, tomando el té de la tarde. ¡Viejo canalla, espero que la espiche en una cuneta! Todo eso se ha terminado. Ahora voy a ser una señora respetable —pensó la señora Caker, con sus límpidos y chispeantes ojos azules puestos en los apagados de su anfitriona—. Dijo cinco libras a la semana, ¿no es así? Con eso viviré como una reina».
Este idilio se vio de algún modo ensombrecido por la llegada del señor Wither, que entró furtivamente, murmuró algo cuando la señora Caker le tendió la mano, sorbió media taza de té y salió tan rápido como había entrado, mudo de bochorno e indignación por lo que le había deparado el destino, que le había obligado a recibir a una vulgar lavandera en The Eagles. Chóferes, dependientas, lavanderas… ¿Qué sería lo próximo? ¿Mujeres de la calle?
Y abajo, en la cocina, Fawcuss, Annie y Cook seguían discutiendo sobre si debían llamar «madam» a la señora Caker. Ese día se habían librado de esta humillación porque la señora Wither, cosa rara en ella, había acudido en persona a abrir la puerta a la señora Caker (la señora Wither se había olido lo que se cocía en los aposentos del servicio), pero antes o después se verían las caras con la señora Caker, y entonces, ¿qué harían?
Fawcuss decía que no, categóricamente. El deber era el deber, y por supuesto la Biblia decía que habría más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento, pero, después de todo, ¿cómo sabían ellas si la señora Caker se había arrepentido de verdad? Lo único que había hecho era echar a aquella vieja sabandija (y tampoco es que se hubiera dado mucha prisa en hacerlo) e ir por ahí pavoneándose con un abrigo de pieles que habría servido para mantener a una familia de menesterosos durante meses. No. Fawcuss haría de tripas corazón y diría a la señora Caker señora Caker, pero de madam, ni hablar.
Y Annie y Cook, al final de esta discusión que duraba ya desde que oyeron, hacía dos días, que la señora Caker iba a ir a tomar el té en The Eagles, decidieron que harían lo mismo. Annie añadió una cláusula adicional al efecto diciendo que no le entraba en la cabeza cómo ella la había invitado a la casa, sabiendo que todo el pueblo estaba al corriente de su relación con aquel viejo del demonio, como debía de saberlo de sobra ella, después de aquella escena en el patio el verano anterior.
Pero la señora Wither, en un intento por salvar la situación, había decidido que la señora Caker, a fin de cuentas, no era tan mala como la pintaban. Al parecer había pasado página desde que Saxon heredó su fortuna. El señor Wither informó, tras una labor de espionaje llevada a cabo bajo el ala de su sombrero mientras daba sus paseos diarios, de que el Ermitaño parecía haberse largado ya con viento fresco; su choza se había derrumbado y no se le había visto el pelo por el Green Lion ni por el cottage. Con el Ermitaño fuera de escena, con el nuevo guardarropa que Saxon le había comprado, con el consiguiente cese de sus servicios como lavandera, unido todo ello al aparente deseo de que sus superiores la tuvieran en buena consideración, la señora Caker se convirtió en alguien aceptable y la señora Wither se despidió de ella con la placentera sensación de que todas las dificultades habían sido superadas y de que el camino estaba allanado ya para posibles futuros encuentros entre ambas familias.
Justo antes de cenar llegó Madge, taciturna y callada. Había salido de paseo con Polo, intentando evitar cruzarse con la señora Caker. Coincidía con su padre en que aquello de la lavandera tomando el té en The Eagles había sido la gota que colmaba el vaso. La señora Wither se había tenido que disculpar por su ausencia e inventar una excusa para su hija, que la señora Caker no se tragó, pues tenía bien calada a Madge y a todas las que eran como Madge.
La larga tarde de primavera se fue extinguiendo. A las ocho y media, Viola se escabulló para echar sus cartas al buzón. Detrás de la blanca carretera que discurría junto al pequeño robledal, se podía contemplar un precioso atardecer. Los árboles estaban revestidos de hojas nuevas, justo como habían estado durante su primera noche en The Eagles, hacía justamente un año; el aire estaba tibio y olía a follaje nuevo; en el cielo brillaba una estrella solitaria y allá en el bosque, en la penumbra, cantaba un zorzal. Todo aquello bastaba para romperle el corazón a cualquiera. Pero ella ya lo tenía roto.
Echó sus cartas al buzón, pero se guardó la de Victor para el final. Oyó cómo aterrizaba encima de las demás cartas. Se quedó allí plantada durante un minuto mirando el buzón, luego dio media vuelta de forma ceremoniosa y regresó a casa dando un tranquilo paseo.