23
Cuando Mónica llegó se había tomado más de la mitad de la botella de ron y estaba razonablemente borracho.
—Víctor, ¿estás despierto?
—Te estaba esperando.
—¿Estás borracho?
—Te estaba esperando.
—No me parece divertido… —dijo ella, y él vio cómo sus mejillas empezaban a teñirse.
—¿Qué no es divertido?
—Llegar a mi casa a las dos de la mañana y encontrarme a un tipo borracho, los ceniceros repletos de colillas, el aire lleno de humo y la mesa cubierta de papeles.
—Dijiste que íbamos a hablar, por eso te esperé.
—No me jodas —del sepia sus mejillas pasaron al rojo vivo—, ¿tú crees que una decisión así se toma en una tarde?
—Fuiste tú la que…
—¡Deja de joderme!
Se dio vuelta, tiró la cartera con rabia en el sofá y vino hacia él.
—Está bien, Víctor. ¿Quieres una respuesta? Pues ahí va: me quedo sola, ¿entendido?, s-o-l-a. Ni tú ni Óscar. Sola.
—No tienes que dar una respuesta si no la tienes.
—No… —intentó calmarse pero su rabia lo decía todo—. Me doy cuenta de que esto te está perjudicando. Mírate. Das lástima. Parece que te hubiera recogido de la calle.
—Me recogiste de la calle…
—Óscar no sabe nada de lo que está pasando entre tú y yo, pero de todos modos él existe, ¿cierto? Él está ahí y qué le vamos a hacer. Yo sé que esta situación te afecta, y a mí también, ¿crees que no sufro?
—No creo nada.
—Claro, para ti todo es fácil. Venir aquí, emborracharte y esperar a que yo solucione los problemas de todos.
—Mira, lo mejor es olvidarlo todo. Sigue con Óscar, si él no sabe nada no le cuentes.
—Lo qué yo haga con Óscar es problema mío, ¿entendido?
—Tranquilízate…
—Entonces deja de mariquear y de acosarme.
—Bueno, déjame recoger esto.
Ordenó sus papeles y los metió en una carpeta. Levantó el vaso y la botella, desocupó el cenicero bajo la mirada gélida de Mónica y se puso la chaqueta.
—Me voy.
Lo acompañó hasta la puerta temblando de rabia y la volvió a cerrar sin una última palabra de consuelo. Al salir a la calle Silanpa sintió vergüenza. Era bueno no tener testigos en esta derrota. Deambuló un poco al azar sin esperar nada, vacío incluso de dolor. Se alejó despacio, con un cigarrillo en la mano, con un paso que podía ser el de alguien que camina hacia la gloria o del que se va pateando latas.
Paró un taxi y sin ilusión le dio al chofer la dirección del Lolita. Al entrar reconoció las mismas caras del primer día. Nada había cambiado.
Quica estaba con un cliente y le pidió que la esperara. Entonces fue a sentarse a una mesa y pidió un ron, ansioso por irse con ella a la casa del barrio Kennedy. Miró el reloj y vio que eran las tres. La cita con Estupiñán era a las diez de la mañana.
—Se ve cansado, papito, ahora después lo llevo a la casa y le preparo un agua de panela —le dijo al pasar.
El golpe por haberla perdido aún no llegaba y pensó que todavía le quedaban algunas horas de alivio. Lo mejor era estar preparado y, en la barra, pidió otro ron sin hielo; «¡Adentro!», se dijo haciendo fondo blanco. Volvió a estirar la copa hacia el barman y vio el chorro de licor; «¡Adentro!», y la hizo llenar dos, tres veces más, hasta que los ojos le brillaron y se sintió fuerte para volver a la mesa. Pero ahí lo esperaban sus pensamientos, pues lo que había vivido esos últimos días era sólo el preludio de algo aún más triste. Entonces recordó con amargura las cosas horribles que Mónica le contaba de Óscar: «Es tacaño y acomplejado. No se le para porque le da vergüenza el cuerpo que tiene.»
Una hora más tarde vio salir a Quica con unos bluyines y un horrible abrigo rojo.
—Vamos, churro. Hoy tuve una noche de oro, mire lo que me regalaron…
Le mostró un anillo de plástico verde, un collar rosado y un osito de peluche.
—¿Y eso?
—Es que es el día del amor y la amistad.
—Ah…
En la Séptima pararon un taxi para ir a Kennedy y Silanpa miró las luces de la ciudad sin decir palabra, recordando esas tardes con Mónica en que el silencio de cada uno era la más clara prueba de afecto. Los rones le impidieron llorar, pero supo que a partir de esa noche todo sería distinto; la ciudad, su tiempo, las horas de trabajo en la redacción que irían pasando hacia larguísimas noches de soledad e insomnio. Miró por la ventana y se sintió lejano, extranjero en esa ciudad que una vez más parecía abandonarlo. ¿Por qué la quería tanto? En medio de la oscuridad comprendió que Mónica se llevaba una imagen de sí mismo, una parte de su pasado, de su vida.
De repente la compañía de Quica le pareció insoportable. Odió el olor a agua de colonia barata, el roce de su pelo en el cuello.
Al llegar a la casa se metió entre las cobijas sin apenas mirarla.
—A ver, papito, duérmase tranquilo que mañana yo le preparo un desayuno bien rico.
No quería estar ahí. Se esforzó por ser cariñoso, por buscar sus piernas debajo de las sábanas, pero le fue imposible. Hubiera preferido irse a un hotel y esperar solo el día siguiente.
Al amanecer se levantó sin hacer ruido, se vistió muy despacio y salió a la calle. Antes de salir dejó una nota con un par de billetes: «Gracias por todo.»
Era muy temprano y apenas había buses. Un taxista se negó a llevarlo al norte y al final transaron hasta el centro.
—Voy a entregar, hermano, si no, lo llevaba…
Desayunó cerca del Centro Internacional pensando en la decepción de Quica al levantarse. ¿Y Mónica? ¿Estará ya despierta? Se mordió los dedos para no llamar.
A las diez, Estupiñán lo esperaba sentado en un murito frente al edificio de la oficina de Barragán.
—Le tengo una sorpresa, jefe.
—¿Cuál?
—Hablé con el chofer de Esquilache, el Vladimir ese, ¿se acuerda?
—Sí.
—Me dijo que tenía unas cositas que contarme —dijo orgulloso—. Perdóneme que haya tomado la iniciativa, pero no se le olvide que entre medias está mi hermano, que en paz descanse.
—No se me había olvidado, Estupiñán. ¿Y qué dijo?
—Tenemos que ir a hablar con él al mediodía. Yo le metí miedo diciéndole que si no nos decía la verdad lo acusábamos a la policía.
—Bien hecho, entonces vamos después.
En la oficina de Barragán había tres agentes conversando en la puerta. Silanpa se acreditó y ambos entraron.
—Buscamos cualquier papel que diga «Vargas Vicuña», ¿oyó?
—Sí, jefe.
Estupiñán se ocupó de los ficheros de las secretarias y Silanpa del despacho de Barragán. Miró en los cajones del escritorio, en las estanterías, pero no encontró nada. En esas estaba cuando un timbre llenó la habitación: era un teléfono celular guardado en el cajón superior. Silanpa tuvo un momento de duda, pero enseguida contestó.
—¿Sí?
—¿Doctor Barragán? —era una voz de mujer.
—Sí, soy yo —se escuchó decir.
—Llamo de parte de Élmer. Perdone que lo llame por el celular pero él me dijo que para usté era importante.
—¿Y por qué no me llama él mismo?
—Es que figúrese doctor que cuando andaba metido en ese trabajito que usted le encargó tuvo un problema y lo arrestaron.
—¿Y usted quién es?
—Soy la esposa de Élmer, doctor —hubo un silencio largo—. Él me dio un mensaje para usted, una cosa que es bien grave. Pero me dijo que no se lo dijera por teléfono, ¿podemos vernos?
—Sí, si es urgente sí.
—Lo espero en La Golondrina dentro de media hora.
Silanpa se quedó perplejo, ¿dónde quedaba eso?
—Espere, señora. Usted quiere decir La Golondrina de Suba o la de…
—No, aquí en Chapinero, en la 57 con 13.
Colgó y salió corriendo.
—Pasó una cosa extraña, Estupiñán, vaya a ver a Vladimir usté solo. Si me demoro espéreme en la cafetería circular de la Hacienda Santa Bárbara.
—Listo, jefe, cambio y fuera.
Voló hasta el lugar y ocupó una mesa. Intentó arreglarse lo mejor que pudo y esperó. Por fin, una mujer de aspecto humilde llegó a la puerta y miró hacia adentro. Le hizo seña de acercarse a la mesa.
—Joven Barragán, qué gusto verlo otra vez…
Silanpa sintió nervios.
—Usted no se acuerda de mí porque estaba chiquito, pero yo sí.
—Siéntese, por favor.
—Doctor, usté está en peligro… Élmer me dijo que le entregara este papel. Él está en la cárcel, lo agarraron ayer. Me dijo córrale, llévele esto al doctor.
Silanpa desdobló el papel. Con una letra a lápiz, vacilante, había escritas varias líneas:
«Tenga cuidado con Vargas Vicuña, niño. Él sabe que fue sumercé el que le disparó a don Esquilache y lo va a acusar. Además él se amistó con Tiflis y le devolvió al Runcho, que lo tenía secuestrado, a cambio de que negociaran con los terrenos. Tiflis le dijo que ayer por la tarde iba a recuperar los documentos y que se encontraran por la noche para negociar. Vuélese, niño, porque yo ya no lo puedo proteger.»
Silanpa levantó la mirada y vio a la mujer con los ojos llorosos.
—¿Qué le va a pasar a Élmer, doctor?
—Nada, señora. Esta misma tarde me ocupo. Vayase tranquila a su casa.
—Gracias, doctor —se secó los ojos con la manga.
—Una pregunta, señora, Élmer no me dice aquí por qué lo detuvieron.
—Fue por una bobada, pero luego le encontraron en el expediente una cosa que hizo el año pasado. Vaya a verlo y él le explica.
Silanpa se guardó el papel y salió, despidiéndose de la señora. Caminó por la 57 hasta la Séptima y esperó un taxi pensando que al menos la cita entre Tiflis y Vargas Vicuña no había podido darse.
Llegó a la Hacienda Santa Bárbara y de lejos vio a Estupiñán.
—¿Y entonces?
—Vladimir cantó, jefe. Me dijo que Esquilache y Tiflis habían decidido organizar el entierro de Pereira Antúnez para evitar jugarretas con el verdadero cadáver. Pero como no tenían cuerpo tuvieron que salir a buscar a alguien de contextura parecida. Según me confesó fueron los hombres de Tiflis los que dieron con mi hermano.
—¿Dio nombres?
—No.
—Bueno, camine a la comisaría a contarle todo al capitán Moya.
—Vamos.
El capitán Moya los escuchó con atención, abriendo los ojos y acomodándose la barriga sobre las piernas. Cuando terminaron de hablar le pidió a Silanpa hablar en privado y Estupiñán debió salir.
—Mire, hombre de letras —lo llevó a la ventana—. Hasta este punto llegó su investigación, el resto déjeselo a la policía. Y se lo digo porque la cosa está más enredada que la cabeza de un boxeador de Tuluá.
—¿Por qué enredada?
—Aquí vinieron a traernos pruebas contra Barragán. Apareció el revólver, testimonios en contra, de todo. Parece que el jovencito de verdad mató al concejal, como usted me dice.
—¿Y entonces en dónde está el enredo?
—En Tiflis, mi querido. Parece que no hay pruebas suficientes y sale mañana por la mañana bajo fianza mientras se le hace juicio.
—¿Y los pistoleros de Tiflis no son una prueba contra él?
—Todos declararon que trabajaban por su cuenta. Inclusive el de la cafetería dijo que estaba amenazando a Tiflis con la misma pistola con la que lo amenazaba a usté, ¿sí ve el lío?
—Ah…
El capitán lo miró a los ojos.
—Lo que está claro es que fue Esquilache el que clavó al gordito en el palo y Barragán el que empalideció a Esquilache. Los demás, para la casa. Y punto final.
—No, capitán, no fue Esquilache. Fue Vargas Vicuña…
—Ay, mi querido periodista, no me complique más las cosas, ¿yo le digo cómo tiene que hacer los artículos esos tan buenos que escribe? Vargas Vicuña está limpio, no hay ni una sola prueba.
—Pero en los documentos de Esquilache que le di se ve muy claro que fue Vargas Vicuña, eso es una prueba.
—Mire, mi querido Silanpa —dijo Moya desviando la mirada—, aquí vamos a revisar todo ese material con cuidado, y si hay que agarrar a Nuestro Señor Jesucristo y meterlo a la cárcel lo agarramos, ¿bueno? Pero déjenos eso a nosotros.
—Ya entiendo.
—Por eso le digo, periodista. Su trabajo ya terminó. Más bien vayase a su casa y empiece a ordenar, que allá hay trabajo para unos cuantos días. O tómese unas vacaciones.
—¿Y qué pasó con Susan Caviedes?
—La soltamos anoche, al final decidió no presentar cargos contra nadie.
Salió de la oficina y se reunió con Estupiñán. Caminaron en silencio hasta la Séptima y tomaron un taxi para ir a su apartamento.
Al abrir la puerta chocó de frente contra sí mismo: llegaba a su casa y se sentía vacío. Pensó que le había ganado una fiesta a Guzmán, pero habría preferido mil veces perderla. La muñeca estaba ahí, tirada en el suelo. Silanpa sonrió al verla. «¿Creíste que me había olvidado de ti?»
—¿Por dónde empezamos, jefe? —preguntó Estupiñán al ver el desorden—, ¿quiere que llame a la gorda para que nos eche una mano con el trapero?
—No, Estupiñán, gracias. Venga, empecemos por aquí —sacó una botella de ron que había sobrevivido en el estante—. Por fin llegó la hora de tomarse un trago.
—A usté le pasa algo, jefe, asincérese, ¿es por una vieja?
Silanpa miró el teléfono y supo que pasaría días vigilándolo a la espera de una improbable llamada. Que vendrían noches de alcohol y dolor sentado en la alfombra con el aparato en las rodillas, implorando una frase que desde ya imaginaba y que pensó escribir más tarde en su Underwood, para guardar en la muñeca: «Dios, nunca te he pedido nada. Pero haz que suene y que sea ella.» Fue al bolsillo de la figura y sacó un papel. Leyó: «El bueno tiempo pasado. Ahora montón de mierda. De un indio americano.»
—Sí, Estupiñán, mire, es esta…
Le mostró una foto. Mónica tomaba el sol en la playa.
—Madre mía, qué calor debía estar haciendo…
—Me dejó. Yo siempre le llegaba tarde a las citas.
—Ay, jefe, es que en asuntos de amor la puntualidad es indispensable.
—Fue por culpa mía.
—Qué culpa suya ni qué nada. Las viejas lindas son chéveres en la discoteca, pero en la casa sólo saben dar órdenes.
—A lo mejor tiene razón.
—Esas viejas son como las chaquetas de cuero: al principio son bonitas y caras. Luego se ponen feas y duran toda la vida. Qué culpa suya va a ser. Si yo lo conozco y usté es una persona noble.
—Gracias, Estupiñán.
Silanpa sirvió el segundo vaso y lo apuró de un sorbo.
—Alégrese, jefe, cuando se le pase la tristeza me va a entender. Fíjese, yo en cambio tengo a mi gordita y vivo de perlas. No es nada del otro mundo, para qué, pero eso sí, me aguanta todo y cuando se necesita, uno estira la mano y ahí está.
De pronto volvió a sonar el extraño timbre. Silanpa recordó que tenía en su chaqueta el celular de Barragán.
—¿Aló?
—¿Emilio? —era una voz de mujer.
No supo qué decir.
—Emilio, soy Catalina, ¿eres tú?
—No, señora, soy un empleado de la oficina, ¿qué se le ofrece?
—Me gustaría hablar con mi marido…
Había miedo en la voz. El temblor de alguien que teme lo que ya no es evitable.
—Su marido no está en este momento. Llámelo mañana —pensó que iría a la comisaría a entregarle el teléfono al capitán Moya—. Perdóneme pero es todo lo que le puedo decir.
Colgaron, le contó a Estupiñán quién era y sirvió otra ronda. De nuevo el sufrimiento de otros lo tocaba. Pensó que el destino no debería provocar más de dos tragedias al mismo tiempo. Y volvió a sentirse triste.
—Quite esa cara, jefe, piense que lo que hicimos salió bien y sirvió para algo. Esas cosas dan ánimo.
—Sí, tiene razón.
—¿Cómo es de rara la vida, no? De repente, sin andar uno buscando nada, algo se manifiesta. Fíjese lo de Ósler… Si no vamos esa noche al cementerio yo ni sabría que estaba muerto. ¿Usté vio Flashdance, jefe?
—Sí.
—Esa película me cambió la vida. Ahí aprendí que los destinos no se regalan. Que toca trabajarlo, peleárselo. Si uno no sale a buscarlo él no viene, pero cuando viene, llega y se queda.
—No sabía que le interesaba la filosofía, Estupiñán.
—Esto no es filosofía, es pura lógica. No se le olvide que está hablando con un contable. No hay nada en el universo que no pueda resolverse echando números.
—¿Y los sentimientos?
—Ay, jefe, cómo se le nota que está enamorado. Esos no pasan en el universo —soltó una risotada, se atragantó—. Esos pasan aquí, en la cabeza, ¿puedo servirme más?
Volvió a acomodarse entre los cojines destripados y encendió un cigarrillo mirando las paredes llenas de manchas, las estanterías tiradas por el suelo y los muebles rotos. Pensó que tal vez pediría el traslado a otra sección del periódico, que cambiaría de vida.
—Venga, Estupiñán, brindemos.
—¿Por qué brindamos?
—Por la Copa Libertadores, ¿ganó Nacional, verdad?
—Sí, jefe, ganamos.
—Pues entonces por la victoria.