EPÍLOGO

A diferencia de lo que sucede en los libros —pensó Silanpa—, en la vida las historias nunca se acaban. «Al día siguiente uno sigue siendo el mismo —había escrito para su muñeca—, la misma cara bostezando frente al espejo, los mismos ojos aburridos de mirar.» Había pasado la mañana en El Observador escribiendo una nota sobre evasión fiscal y ahora sentía hambre y ganas de que no pasara nada excepcional. Quería simplemente que el tiempo transcurriera con lentitud, que se deslizara sin tropiezos hasta el final de la tarde para salir con Angela, caminar hasta el Planetario y luego subir a las Torres del Parque a tomar algo en su casa, mirando por las ventanas la cajita roja del teleférico a Monserrate y escuchando algo de música mientras pasaba el tráfico de la tarde.

Miró la redacción desde su IBM y vio que todos comenzaban a levantarse de las sillas, a ponerse sacos y chaquetas para bajar a almorzar, y de modo instintivo se llevó la mano al pecho buscando un cigarrillo. Ángela seguía pegada al teléfono y él esperó, pues no quería tener que pararse al frente a manotear con el llavero. Por la ventana vio que el día seguía cargado de nubes grises, sucias de polución, empujadas por un viento frío y lluvioso.

No le importó saber que Mónica vivía con Óscar —se lo había contado un amigo—, pero sí le dolió verla un día de lejos, entrando al cine Ástor Plaza para ver Batman II. Él se escondió entre la gente, bajó la cara y caminó hasta la Trece sintiendo que la ciudad era como esos campos en los que de pronto, en medio de un paisaje bello, algo explota recordando que en otra época, en ese mismo lugar, se vivió una tragedia. En realidad, las cosas iban mejor desde que descubrió el momento justo en que la había perdido. Ella le dijo una vez: «Ya, embarázame», pero él no hizo caso y siguió sumergido en uno de esos silencios que ella tanto odiaba. Ahí la perdió, esa noche de hace varios meses. Le falló y lo demás fue sólo el lento desmonte, pieza por pieza, de una débil construcción. «Hay preguntas que deben responderse porque sólo nos vienen una vez», se dijo. A él le faltó valor y ahora estaba solo.

Al fin Ángela terminó de hablar y él se acercó sonriendo.

—Te estás engordando —le dijo al verlo—, a ver si tomas menos ron y comes más tomates y zanahorias.

—Al menos dejé las aspirinas. Vamos por partes.

Ángela se preocupaba por él. Le había contado lo de Mónica con el temor de hacer una confesión absurda, pero lo cierto es que le había ayudado e incluso lo convertía en alguien atractivo para ella. Pensó que nada unía tanto a dos personas como la supuesta maldad de un tercero, la amenaza de alguien que ya no está pero que sigue causando inquietud y cuya evocación produce dolor. Ángela le pedía detalles y él notaba una cierta admiración al verla calcular los sufrimientos, imaginar lo que ella hubiera hecho en el lugar de Mónica y en el suyo propio. Creía que le gustaba. No sabía aún por qué.

Bajaron la escalera de la redacción y salieron a la calle. Mientras caminaban por la Séptima, Silanpa pensó que tal vez Ángela podría acompañarlo el sábado a la casa de Estupiñán y Cora a probar el famoso ajiaco preparado en fogón de leña. Más tarde se lo propondría. Era una buena idea.