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Y aquí tengo que hacer un voluntario desvío en la historia. Un desvío recopilativo: de niño, en la lejana y brumosa Neiva de mi infancia y mis recuerdos, mis papas tenían un puesto de fritanga, almuerzos, cerveza y avena en la plaza de mercado. La fritanga es uno de los alimentos más nobles, castizos y colombianos, pero digamos, sin ánimo de ofender a la patria, que es un veneno para la circulación y el colesterol. Yo me crié así, comiendo sobrados a escondidas, metiéndome a la boca pedazos de chicharrón mojados en aguacate, longaniza y bofe fríos, cubitos de cerdo mordisqueados a la mitad, todo sin que me vieran mis sufridos progenitores que, dicho sea de paso, tenían un espartano concepto de la educación infantil y me daban de comer apenas un platico de arroz con ensalada y un triángulo de carne seca. Y ustedes que me oyen ya se estarán preguntando el porqué de una infancia tan dura. Pues bien, la razón es que Aristófanes Moya, sotoscripto, alguien que hoy cumple un papel definitivo en la sociedad desde uno de sus bastiones más honorables, que porta el uniforme de la guardia de la nación como uno de los hechos más severos e importantes de su vida… en fin, quien les habla, empezó siendo un pata al suelo.
Por educación primaria tuve, además de la vida, el libro abierto de la plaza de mercado. Aprendí a leer y a escribir gracias a la escuela de Neiva, escuela pública, se entiende, que de todos modos no me dejó pasar más allá del quinto elemental. Pero no importa, porque la madera era buena y sólo faltaba comenzar a tallarla, y dejo ya a un lado estos datos que doy no por vanidad sino porque son la minuta de mi historia, estimados y respetados compañeros. Mi infancia se movió entre dos polos: de un lado la soledad y el hambre, del otro la felicidad y la comida. Y eso se me metió aquí dentro con taladro, señores, ¿me van entendiendo? Y trajo sus obvias consecuencias: una vez, cuando tenía once años, oí a mi papá decir: «Aristófanes no sirve para nada. Sólo come y come. Me avergüenzo de él.» Esa frase tuvo en mí, en el joven que era, el efecto de un rayo: pasé tres semanas sin comer, literalmente sin probar bocado, y no por furia o humillación, sino porque mi cuerpo parecía haberse cerrado y remachado por dentro. Llegué a pesar 28 kilos, y en el hospital la gente me miraba como se mira al que ya no está, al que, como decimos en la Estación, está capando hueco.
¿Y cómo terminó la cosa? De la forma más humana y, si me permiten, hermosa posible: cuando ya no daba más, cuando los huesos se me salían por los lados del cuerpo, mi papá vino a quedarse una noche al hospital. Muy tarde, en la madrugada, me despertaron unos gemidos: era mi taita que lloraba. Ustedes deben saber lo que siente un ser humano cuando ve llorar al padre. Es algo tan profundo y lleno de misterio que el mundo se pone en duda y es como el inicio del orden, algo que bota lo anterior al olvido. Y ahí se borró todo. Al día siguiente el cuerpo se desatascó y pude volver a comer. Pero la consecuencia de esa enfermedad fue muy clara, y es que le cogí miedo a las palabras. Me di cuenta del daño que puede hacer una frase, y ustedes se dirán, ¿cómo es posible que Aristófanes Moya le tenga miedo a las palabras? Pues sí señores, mucho miedo. Más que al cuchillo de un hampón o a la bala de un caco, con perdón de las damas aquí presentes. Porque las heridas que hacen las palabras no se curan en la Hortúa con alcohol y suero sino a pura tristeza, y no sangran sino que se quedan agachadas, esperando para saltarnos encima como esas arañas, si se me permite el símil animal, que acechan en la oscuridad para atacar lo que cae en la red. Y entonces me dio miedo oír, escuchar las conversaciones de los grandes, y por eso me iba a la carretera a tirar piedra, o al río a ver pasar el agua, o a subirme a los árboles de mango y aguaitar, ocupaciones naturales de una sana infancia campesina. Porque el único sonido que no me asustaba era el de los pájaros, el de la cascada y el de la flota que pasaba recogiendo gente para ir a Bogotá. Y yo miraba de lejos ese bus de colores, y le tenía respeto porque sabía que algún día yo también iba a subirme para venir a la capital…