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Al llegar a la casa encontró un mensaje de Mónica en el contestador: «Otra vez te perdiste. Son las ocho y media y yo aquí esperándote como una imbécil en el Centro Granahorrar. Si no llegas en diez minutos voy a llamar a Óscar.» Miró el reloj: eran las diez.

Se sintió solo, con la idea de estar dejando escapar algo magnífico. Fue a la cocina y se sirvió medio vaso de Viejo de Caldas, puso un compact de Scott Joplin y empezó a releer las frases que guardaba en los bolsillos de la muñeca: citas de libros, promesas, palabras de Mónica, frases de Guzmán o suyas que iba anotando con su Underwood eléctrica o en papelitos sueltos y que leyó en desorden, tirando bocanadas de humo al ritmo de la música y bebiendo sorbos cortos de ron. «La única esperanza es el siguiente trago»: Malcolm Lowry. «No me torees si no quieres que te clave los cuernos»: Mónica. «Clavé me regaló una daga, y yo se la clavé»: Virgilio Piñera. «Perdí. Siempre perdí. No me irrita ni preocupa. Perder es una cuestión de método»: Luis Sepúlveda. «Vencido por mis desdichas, reducido a la miseria a pesar del enorme volumen de mi trabajo, con la mujer loca en el hospital, sin poder pagar su pensión, me suprimo»: Emilio Salgari. «Hay en tu vida una mística sombra»: Trío Matamoros.

La muñeca había sido idea de Guzmán. La vieron una tarde en la vitrina de un almacén de sombreros, cerca de la plaza de Bolívar. Tenía un vestido negro y un velo de encaje sobre la cara.

—Con una muñeca así nunca más volvería a estar solo —dijo él.

Silanpa no agregó nada, pero al otro día fue en su R6 y la compró por una cantidad razonable: un busto de madera sobre una base vertical, dos brazos y una cara de yeso con ojos de vidrio. Ojos coloreados de un negro intenso.

Sacó los expedientes del empalado y comenzó a revisarlos mientras comía rodajas de salchichón. Pensó en lo que había dicho Guzmán: la identidad del muerto no puede ser la única pista. ¿Qué hacer? La historia de Estupiñán era todo lo que tenía. Mañana tal vez llegarían los informes del resto del país y ahí sí empezaría lo bueno. Con pereza levantó la bocina del teléfono, marcó el número de Mónica y dejó sonar. No estaba y él lo sabía.

—No me mires así —le dijo a la muñeca—, ya sé que es culpa mía y que no la merezco.

Se acercó a la figura, metió la mano en el bolsillo de la túnica negra (un viejo bordado de sevillana) y sacó al azar otro de los papelitos. Leyó: «Los prohombres gozan de un empleo fijo, de buenos ingresos… Siempre tienen en algún lugar algo que les pertenece, como usted su hotel. Los vividores… bueno, nos buscamos la vida aquí y allá, en los bares… Andamos con los ojos bien abiertos y el oído atento.» Era una cita de Graham Greene. ¿Qué era él? Mónica quería que fuera un prohombre y él deseaba con fuerza ser un vividor. Fue a la cocina y se sirvió otro dedo vertical de Viejo de Caldas: no era ni uno ni otro. Le sobraba la plata para ser un vago y no le alcanzaba para ser respetable.

Le hubiera gustado tener algo que escribir. La historia del empalado le picaba en los dedos pero pensó que sería inútil. De todos modos se sentó delante de la Underwood eléctrica y puso una hoja: «No tengo nada que decir esta noche. Ojalá sueñe algo.» Copió la frase varias veces con alteraciones: «No puedo escribir nada porque no pasa nada.» Bebió un trago largo de ron mirando hacia la ventana, fumó con calma y volvió al teclado: «Me gustaría una buena pesadilla, pero no la de la maleta de serpientes. A esa le tengo pánico.» Y luego: «Algo anda mal en el reino de Dinamarca, pero aquí no pasa nada.»

De madrugada el teléfono chilló desde la mesa metálica y Silanpa dio un manotazo en la oscuridad.

—¿Aló?

—Es urgente, detective. Le habla Emir Estupiñán.

—¿Quién?

—Soy el hermano del desaparecido, ¿se acuerda? ¿En el anfiteatro?

—Dígame…

—Tengo una pista. ¿Puede venir ahorita adonde estoy?

—Son las tres de la mañana. ¿Es muy urgente?

—No puedo decirle por teléfono. Estoy en el bar Lolita, detrás del parque Santander. Venga rápido.

La llamada se cortó y Silanpa, preocupado, se levantó de un salto que lo hizo aullar de dolor. Exploró la zona con el dedo y notó horrorizado que la almorrana progresaba haciéndose más dura, multiplicándose en racimo hacia el interior.

Se vistió como pudo, salió tiritando de frío y corrió por la circunvalar hasta el parque Santander.

El lugar olía a orines de gato. En la puerta había un sordomudo que, con gestos, lo invitó a subir por una estrecha escalera. Cuando Silanpa entró, el hombre se apretó los testículos queriendo decirle que arriba había buenas mujeres. La escalera lo llevó a un segundo piso. Luego a una puerta negra con un timbre.

—¿Sí? —un hombre le abrió por una rejilla.

—Buenas noches… ¿Se puede?

El hombre lo miró de arriba a abajo con desconfianza.

—Me recomendaron el sitio, me escribieron la dirección en este papelito pero yo no alcanzo a leer —le pasó un billete de mil.

—Le indicaron bien, siga.

Estaba muy oscuro. Había que acostumbrar la vista y Silanpa comenzó a buscar a Estupiñán. Avanzó hacia la barra y chocó contra una mesa mal iluminada en la que un hombre de corbata cabeceaba frente a una copa de aguardiente. En las demás mesas había mujeres dormidas y hombres que las manoseaban. De una rocola salía música ranchera. Al fondo, pasando un corredor, vio la sala de billar.

—Un ron.

El mesero lo miró con desconfianza al principio, pero luego fue amable.

—Tenga, bien llenito. Vaya siéntese que ya le mando una niña.

—Gracias. Déjeme elegir a mí.

Caminó hacia la sala iluminada del billar y vio que a la derecha había varias mesas de juego. No veía a Estupiñán y comenzó a impacientarse, hasta que una voz le llegó desde atrás.

—Avance hasta la mesa de la ventana y coja un taco. Allá lo alcanzo.

Siguió la instrucción y, al pasar, miró por la ventana hacia la calle. No había un alma. Las hojas de los urapanes yacían sobre el asfalto mojado.

El salón en cambio estaba repleto: mesas de a cuatro llenas de cartas y billetes, dominó, dados, pirinola, parqués. Una verdadera timba. Las mujeres iban y venían levantándose la falda, dejándose tocar por los clientes a cambio de cerveza o billetes de mil.

—¿Me permite una partidita?

Estupiñán lo saludó con una venia.

—Claro.

Comenzaron a jugar sin más. Estupiñán no habló en las primeras veinticinco carambolas. De pronto dijo:

—Fíjese. Ese de allá.

Le señaló a un hombre sentado en una de las mesas.

Tenía dos mujeres en las piernas: una negra de 17 años y otra mayor, de pelo teñido, que le acariciaba el cuello.

—Lleva cuatro días sin salir de aquí. Paga música, toma aguardiente y manda traer comida de la chicharronería del frente. A las putas se las conquistó metiéndoles billetes entre los calzones. Apuesta con cualquiera y no le importa perder porque tiene un bolso lleno de plata.

—¿Y qué hay con eso?

—Hace un rato me paré a mirar y oí que hablaba de un trabajito que había hecho.

Silanpa se le acercó, dejando el taco.

—No deje de jugar, taque.

—¿Qué trabajito?

—Manejar una camioneta con una carga extraña.

—¿Dijo qué tipo de carga?

—No.

—¿Y entonces?

—Habló de un viaje de Tunja a Chocontá, y eso es cerca de la laguna donde encontraron el cuerpo, ¿no?

—Ay Dios…

—Por eso lo llamé.

—¿Podremos hablarle?

—Cuando acabe de jugar lo invitamos a un trago y apostamos con él —Estupiñán lo miró de reojo—. Es el tipo de hombre que habla fácil porque se siente orgulloso de lo que hizo y quiere contarlo. Se le ve en la cara, espérese y verá.

El hombre terminó la partida de dominó, abrió el bolso y sacó tres billetes de mil para dárselos a su contrincante. Con el mismo gesto sacó dos de quinientos y los metió entre las faldas de las señoritas.

—¡Música, carajo! —gritó.

—¿Una partidita? —Silanpa se dirigió a él con amabilidad.

—Siéntese. ¿Qué juega?

—Lo que quiera…

—A ver… ¿Parqués?

—Parqués.

—Lotario Abuchijá, transportista. Un servidor —les tendió la mano.

—Emir Estupiñán, contable, y mi amigo es don…

—Víctor Silanpa.

Comenzaron el juego hablando de cosas triviales. En el centro del tablero había tres billetes de mil.

—La vida es una fiesta, ¿no? —dijo de pronto Estupiñán.

—Sí —confirmó el hombre—. Trago, apuesta y fundillo. Mi amor, ¿le muestras el trasero a mis amigos?

La más joven se levantó la falda hasta la cintura dejando ver unas nalgas de ébano.

—Ay… Lástima que todo sea tan efímero —dijo mirando al techo.

—Pero el señor tiene fortuna —Silanpa habló sin mirarlo—. Ya quisiera yo.

—¿Usted es…?

—Agente de seguros.

—Será por eso que le gusta jugar.

—¿Y usted?

—Yo hago portes pagados.

Estupiñán le dio a Silanpa un pisotón por debajo de la mesa.

—Eso debe ser interesante, ¿no? ¿Qué transporta?

—De todo. Hasta caca, si me la pagan.

Se rieron. Silanpa tiró los dados, movió y avanzó hasta el seguro.

—¡Soplado! —gritó Estupiñán—. Podía comer con esta.

—¡Ah!

Silanpa llamó al mesero y pidieron una ronda de cervezas.

—Pero al señor le pagarán siempre bien, ¿si no cómo puede permitirse estos lujos? —miró a las señoritas.

—Es que a veces caen cosas grandes —le picó un ojo.

—De buenas. Yo en cambio siempre igual.

De una banca al fondo colgaban unas piernas de mujer con zapatos de tacón de aguja. Silanpa miró con curiosidad.

—Y como qué cosas, si puede saberse.

—Nada grave, tampoco piense… Cosas inocentes, que reportan más.

Estupiñán vio llegar el momento: el hombre quería hablar pero le hacía falta un empujoncito. Propuso un brindis, le picó el ojo, le agarró el brazo y le dijo sonriendo:

—Cuente el secreto, entre amigos.

—Yo ni sé —tomó un trago largo con los ojos encendidos de orgullo—. Cosas raras, a veces misteriosas y difíciles.

—Pago por ver —dijo de pronto Silanpa, dejando caer un billete de cinco mil pesos sobre el tablero.

—Se equivocó de juego —respondió el transportista—. No hay nada que ver.

—Una historia bien contada sí puede verse —dijo Silanpa.

—¿Le gustan las historias a un tipo como usté?

—Es que tuve una infancia sin fiestas de cumpleaños…

—Ah…

Abuchijá se acarició el mentón mirando el billete, luego lo agarró entre los dedos y se lo llevó a la nariz. Miró hacia los lados, acercó la cara al centro del tablero y habló con voz grave.

—Bueno, pero que no salga de esta mesa…

—Nooo —dijeron Estupiñán y Silanpa señalándose.

—Fue un golpe de suerte, para qué… —carraspeó y los miró con picardía—. El otro día me hicieron llevar un bulto desde Tunja hasta Chocontá por un puchito de plata bien sabroso. Me dijeron que hiciera el viaje por la noche y que no parara. No supe lo que era pero, eso sí, yo soy honrado. Mejor dicho: tengo una nariz honrada. Cuando me huelo algo malo, aun sin saberlo, no lo acepto. Pero nos estamos poniendo aburridos. ¿Quién mueve?

—Yo —dijo Estupiñán cogiendo los dados—. Chocontá es lindo. ¿Tomó chocolate con almojábana en la plaza? Es cosa de reyes.

—Qué va, si al pueblo apenas pude entrar. Yo no conocía.

—¿Y cómo hizo?

—Me dieron un mapa, la dirección y señas.

—Debe ser difícil orientarse de noche.

—Estaba todo anotado. Además era la única bodega que había en las afueras del pueblo. Pero bueno, juguemos. Y recoja sus billetes, la historia va por cuenta mía.

Silanpa anotó en su mente los datos y siguió mirando las piernas de la mujer hasta que se levantó.

—Permiso, voy al baño.

Le miró la cara al pasar y vio a una jovencita que dormía con la cabeza recostada en los brazos. Al volver a la mesa le dijo a Estupiñán:

—Tengo mareo, me sentó mal el trago.

—Vamos afuera a que le dé el sereno.

—Vamos.

Se disculparon, recogieron los billetes y caminaron hacia la entrada del bar. Al pasar frente al baño oyeron el ruido del agua bajando por el WC, luego unos pasos y una tos. La puerta se abrió y vieron salir a la muchacha de las piernas bonitas subiéndose la falda y acomodándose las medias.

—¿Cómo te llamas? —se atrevió Silanpa.

—Quica, pero ya terminé por esta noche.

—¿Otro día? —le gustó su cara adolescente, su boca fina y sus ojos de gato.

—Venga el viernes temprano, por ahí a las siete.

Salieron al frío y Silanpa miró el reloj: las cuatro y media de la mañana. Subieron al R6 y sin hablar ni ponerse de acuerdo tomaron la ruta de la autopista.