21

Barragán estaba recostado al lado de la piscina del club con una copa de planter’s punch en la mano, observando el cuerpo esbelto de una jovencita que iba y venía haciendo largos. Había estado ahí toda la mañana sorprendido de su calma, de su sangre fría. No había en su mente un sólo átomo de remordimiento. Al contrario: se sentía tranquilo, liberado de un pesado fardo. Tras el disparo había regresado a su casa y dormido al lado de Catalina con un sueño profundo y feliz.

—Llamada urgente, doctor —un mesero le acercó un aparato portátil.

—Doctor Barragán, pasó una cosa horrible —reconoció la voz de Nacha.

—¿Qué fue?

—Mataron al doctor Esquilache.

—¡No puede ser!

—Sí, doctor, anoche.

—Voy ya para la oficina.

Llamó a Catalina y le dio la noticia.

—¿Cómo pudo ser? —sintió la angustia en la voz.

—No sé, ahora estoy en el club. Me voy volando a la oficina a ver desde allá qué averiguo. Apenas sepa cosas te llamo.

Se vistió y corrió a su oficina. Al entrar al garaje casi atropella a un hombre bajito y barrigón que leía con placidez un ejemplar de El Espacio sentado en el muro. Era Emir Estupiñán. Hizo varias llamadas, revisó unos cuantos mensajes y luego volvió a salir para la morgue del Hospital San Ignacio. Al cruzar el andén el hombre bajito ya no estaba, pero a Barragán eso no le pareció extraño.

—¿Pariente? —le preguntó uno de los forenses.

—Sí. Era el tío de mi esposa.

—Siga.

Le mostraron el cadáver y él vio la cara verdosa de Esquilache como una costra de su pasado. El orificio de la bala se había ennegrecido formando un coágulo seco.

—¿Pariente? —otro hombre se le acercó.

—Sí, ya le dije al forense.

—Permítame unas preguntas… Policía.

—Con mucho gusto.

—¿Se enteró ya de las circunstancias de la muerte?

—Algo me dijo mi secretaria, que fue en la oficina anoche, ¿no?

—Sí.

—No puedo creer esta vaina…

—Usté sabe, hoy ya nadie está a salvo.

Fueron a sentarse a una de las mesas del anfiteatro. Barragán sentía frío y algo de nervios.

—¿Lo veía con frecuencia?

—Sí, trabajábamos juntos en algunas cosas, y además venía a almorzar a nuestra casa casi todos los domingos.

—¿Tiene idea de quién pudo haberlo matado?

—No, de momento no se me ocurre nadie. Pero perdóneme, estoy muy afectado.

—¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

—Hace dos días.

—¿Lo notó nervioso, dijo algo que pudiera hacer pensar en una amenaza?

—Marco Tulio era de granito. Cuando no hablaba de los problemas que tenía no se le notaban.

—¿En qué estaban trabajando últimamente?

—En sucesiones, como siempre.

—¿Alguna en particular?

—Sí, un edificio de apartamentos en Pablo VI. La propietaria murió sin dejar herederos y por eso le llegó el caso a él. Yo era su consejero.

—¿Nada más?

—Hay otras cosas. Si quiere pásese por mi oficina y le muestro todo con detalle.

Le dio una tarjeta, se levantó de la silla.

—Perdóneme, ahora tengo que ir a recoger a mi esposa.

—Siga, por favor.

El aire de la tarde le llenó las fosas nasales. Ahora había un obstáculo menos a sus proyectos pero debía ser prudente, pues al igual que en los demás negocios, en este la fase final era la más resbaladiza. Avanzó en su Peugeot por la Séptima silbando I Will Survive, que sonaba en Caracol Stereo, y dándole palmaditas al timón. Detrás, en un viejísimo taxi con aspecto de batimóvil, Estupiñán lo seguía.

—Si es que somos de malas, ¿qué tal ese tiro en el palo? —el taxista lo miraba por el espejo y movía los brazos—. Yo vi eso y dije, ¡hijueputa, gol! Ya estaba adentro, ¿sí? Y cuando rebota, hijueputa, pegué un grito…

—Ese es el problema siempre, ¿sí o no? —respondió Estupiñán, sin quitar la vista del Peugeot—. Este es el país del tiro en el palo. Y fíjese, yo lo que digo es que es más difícil darle al palo que meterla, ¿cierto?

—Pues sí, para qué.

—Jefe, dele que se nos escapa.

—Fresco, allí en el semáforo de la 57 lo alcanzamos. A esta hora ya debe estar tapado. ¿Me permite una pregunta?

—Claro, eso sí que sea fácil.

—¿Usté es de la policía?

—No, soy detective.

—No joda. ¿De verdad?

—Sí, estoy vigilando a un sospechoso.

—Magarret…

—¿Qué?

—Magarret, el de Hawai 5-0.

—Eso, igualito.

El chofer aceleró de pronto.

—Y qué, ¿es un asesino ese man? Agarrémoslo.

—No, no —Estupiñán se rió.

—¿Entonces qué es? ¿Narco? No me asuste.

—Si nos tocara perseguir en taxi a los narcos sí que estaríamos jodidos.

—Bueno, no le hago más preguntas para no comprometerme yo ni comprometer a los míos.

—Eso, mejor así. Y mire para adelante, que me pone nervioso.

Sobre su escritorio, en el Hotel Esmeralda, Tiflis tenía un ejemplar de El Bogotano en el que aparecía la cabeza perforada del concejal Esquilache. Un enorme titular decía: «No tuvo tiempo ni de cerrar los ojos, ¿a quién miraban?»

—Alguien nos declaró la guerra, la madre que sí —le dijo a Camaleón—. Primero nos desbaratan a dos de los muchachos en la casa del periodista, luego desaparece el Runcho y ahora esto.

—Sí. La cosa está jodida, jefe.

—Yo pienso que ahora nos va a tocar andar como pisando huevos, y averiguar de dónde salieron los disparos. ¿No?

—Sí. La cosa está jodida, jefe.

—De todos modos habrá que tener una charlita con el señorito Barragán, eso seguro, porque aquí alguien está tratando de meternos gol de túnel, y ni que fuéramos huevones…

—Sí. La cosa está jodida, je…

—¿¡Usté es que no sabe decir otra cosa, gran marica!?

—Bueno, sí… Es que la cosa está… Perdón…

—Fresco, Camaleoncito, fresco, que si usté supiera hablar no lo tendría yo de chofer. Ay, perdóneme mijo, es que estoy de un genio de perros con estas malas noticias.

—Sí…

—Váyase con otros dos y tráigame a Barragán antes de que se asuste más, ¿bueno?

—Como mande, jefe.

Silanpa los vio salir en un Renault 18 y pensó que debía seguirlos. ¿Sería Tiflis el asesino? El automóvil tomó la circunvalar en la Avenida Jiménez dispersando una multitud que se dirigía a pie al cerro de Monserrate, y al llegar a la altura de los teleféricos giró hacia el norte.

Él iba unos metros atrás, en un taxi Fiat Mirafiori, nervioso al sentir que las cosas tomaban un color inesperado. Entonces pensó en Mónica: ¿Cuál sería su decisión? Se dijo que si lo había rescatado era porque lo quería. Al fin y al cabo esas cosas no pueden hacerse sin amor.

El Renault 18 se parqueó frente a un edificio del norte y él bajó del taxi en la esquina. De lejos los vio entrar a una de las elegantes residencias y luego, con disimulo, se acercó a leer las placas y los nombres de la puerta. Para allá iba cuando, detrás de un arbusto, adivinó una figura bajita que le pareció familiar.

—¿Estupiñán?

—Jefe, ¿qué hace aquí?

Al ver a su socio entendió lo que pasaba.

—Vengo siguiendo a los hombres de Tiflis desde el hotel. ¿Esta es la oficina de Barragán?

—Sí, y aquí va a haber plomo porque hace un rato entraron otros tres señores con pinta de guardaespaldas.

Silanpa sacó los documentos que había extraído de la oficina del finado Esquilache y abrió la carpeta que decía «Caso Pereira Antúnez». Miró por encima y vio cartas, facturas, tablillas de horarios y copias de cheques. Un documento manuscrito en papel de fax le llamó la atención. No estaba firmado ni tenía fecha: «Se jodió lo de la costa, el doctor ya no viene. Va a estar dentro de tres días inaugurando un hotel en Pasto, ¿qué hacemos con el bebé?» Pensó que esa noche analizaría la información mientras esperaba la respuesta de Mónica.

De pronto se oyeron varios tiros en el edificio. Silanpa corrió hacia un teléfono público.

—¿Capitán Moya? Soy Silanpa, mande rápido una patrulla a esta dirección, copie —se la dictó—, aquí la cosa se está poniendo caliente.

—Qué bueno que me llama, mi hombre de letras favorito, porque imagínese que mis agentes encontraron esta tarde en su casa un par de cuerpitos llenos de perforaciones.

—¿En mi casa?

—Sí, los vecinos dieron la alarma hace un rato y llamaron de la portería. ¿Ha oído hablar del mar Rojo?

—Sí.

—Pues parece que el piso de su apartamento está como el mar Rojo, ¿me entiende?

—Luego hablamos de eso, capitán, mándese rápido a alguien que aquí la cosa se pone fea. Tiene que ver con el empalado y a lo mejor con el asesinato del concejal.

—Van para allá.

Mientras hablaba vieron la silueta de un hombre saltando al antejardín por una ventana trasera. Estupiñán lo reconoció de inmediato: era Barragán.

—Sígalo, Estupiñán, y no lo pierda. Nos vemos después en la Estación de Policía, y si no puede dejarlo, llame.

—Listo jefe, cambio y fuera.

Al instante Silanpa oyó el ruido de la sirena de la policía. Los vio pasar por la calle de atrás e intentó hacerles señas, pero siguieron hacia el cerro a toda velocidad. Volvieron a bajar y la sirena se escuchó detrás de los edificios del frente, luego dos manzanas más al sur y después por una calle que subía de la Séptima. «Están perdidos», pensó corriendo hacia la esquina. Allá los vio: uno de los policías le mostraba un papel a un celador y este les indicaba el lugar.

—Soy Silanpa, de prensa, la cosa es allá.

—Es que por aquí las direcciones si son mucho mierdero —dijo el agente—. ¿Cuántos son?

—Deben ser unos seis y se están dando plomo entre ellos. Vayan con cuidado.

Cuatro agentes entraron por el frente del edificio y otros cuatro dieron la vuelta por atrás. Silanpa se agazapó detrás de los carros parqueados. La gente salía a las ventanas a mirar y dos hombres fueron a la esquina a desviar el tráfico.

Se oyeron varias ráfagas, gritos y vidrios rompiéndose. Otras dos patrullas de policía llegaron y bloquearon la calle. Pero de pronto hubo un silencio, y al instante los agentes salieron llevando a cuatro hombres esposados hacia los carros. Los demás cuerpos los sacaron envueltos en cobijas grises. Silanpa se fue con los policías a la Estación. Eran las cinco de la tarde.

—Algunos de los hombres son escoltas de Heliodoro Tiflis, capitán, el mafioso del Hotel Esmeralda.

—No me diga… —Moya se sentó en su silla e intentó, aún en vano, doblar la pierna.

—Sí, yo los seguí desde allá hasta la oficina de Barragán.

—¿Y a dónde se fue nuestro querido abogado?

—Mi socio lo está siguiendo.

—¿Y qué hacían los matones de Tiflis en la oficina de Barragán?

—Iban a buscarlo por un asunto de unos terrenos.

—Ah… La cosa se pone interesante —dijo Moya—. Pero antes déjeme decirle lo de su casa.

—¿Los encontraron esta tarde?

—Sí, pero según los vecinos la vaina fue anoche.

—¿Y quiénes son los muertos?

—Todavía no se sabe. Encontramos un jeep Trooper al frente que era de ellos.

—¿Trooper? Seguro que también son de Tiflis.

—¿Y qué hacían en su casa, periodista?

—Buscaban los mismos documentos que fueron a buscar hoy donde Barragán.

Moya unió los dedos de las manos, se sacó las yucas y lo miró.

—A ver, qué documentos son esos.

Silanpa le contó paso por paso la historia: los terrenos, la sociedad Hijos del Sol, Esquilache, Susan…

—¿Y la mujer está en el hotel esperando que usted la llame? —dijo el capitán arrugando la frente.

—Sí, yo quedé de darle una respuesta al trato que me propuso.

—Entonces vamos a ver lo que anda escondiendo ese angelito —le alcanzó el teléfono—. Llámela y póngale una cita, dígale que acepta. Si las cosas son como usted dice ella va a llamar a Tiflis y le van a caer a usted, ¿no es cierto?

—Exactamente, capitán, ahora sí me está entendiendo.

—Pues hágale, y cuando le vayan a echar mano caigo yo con los míos y me los llevo.

—De todos modos haga vigilar a Tiflis en el hotel, por si se huele algo.

—Hecho… Usté es un tigre, periodista.

Silanpa llamó a Susan y le dijo que aceptaba. Que lo esperara en la cafetería San Fermín en una hora.

Anochecía. La calle se llenaba de pitos, frenazos y humo de exostos. Barragán llegó a su casa con los ojos desorbitados.

—¿Qué pasa, amor? —Catalina le abrió la puerta y, al verlo, se lanzó a sus brazos.

—Tenemos que irnos de aquí. Coge tu chaqueta, trae todos los pasaportes y prepara a los niños.

—Pero… ¿irnos para dónde? ¿Qué pasa? Los niños están en clase de inglés.

—Entonces vamos a recogerlos. Empaca las joyas y todo lo de valor, mi linda, estamos en peligro. Luego te explico.

Catalina empezó a llorar y lo miró con angustia.

—¿En qué lío te metiste? ¿Tiene que ver con la muerte de Marco Tulio?

—No hay tiempo ahora, Cata, por el amor de Dios…

Empacó algunas cosas. Antes de salir llamó a Avianca y reservó cuatro pasajes a Miami para esa misma noche.

—¿Y el Peugeot?

—Lo tuve que dejar en la oficina. Vamos en el tuyo.

Catalina sacó su Chevrolet Sprint y fueron a la casa del profesor de idiomas. Los niños se montaron al carro y salieron volados hacia el Puente Aéreo. Al llegar Emilio sintió un golpe en la sien: «¡Mis tarjetas!», pero revisó la billetera y las tenía: MasterCard Oro, Visa Preferred, American Express Gold. Por un momento creyó que las había dejado en la oficina.

Detrás de las salas de espera, en una cabina de teléfono, Estupiñán hablaba sin perderlo de vista.