16
Empezaba a oscurecer cuando el Mitsubishi bajó a los parqueaderos del Centro Granahorrar. Susan dio varias vueltas y recorrió despacio las hileras de carros hasta que escuchó una voz distorsionada por el eco: «¡Por aquí, jefe!» Era Estupiñán. Se detuvieron y él salió de su escondite. Llevaba una bolsa de Cafam en la mano y les hacía gestos para que se acercaran.
—¿Es de confianza? —preguntó Susan.
—Sí.
Estupiñán vino a la ventana y los miró sorprendido.
—Jefe, usté si es la cagada, ¿no? Le cuento que está bien buena.
—A ver, présteme la ropa.
Abrió la bolsa y sacó un bluyín, una camiseta y unos tenis. Las demás cosas eran para Susan.
Se vistieron con rapidez, dejaron el carro en el parqueadero y subieron por las escaleras eléctricas al centro comercial: el pantalón le quedaba corto y los tenis le apretaban. Susan tenía un horrendo vestido de colores.
Compraron ropa en los almacenes del último piso y volvieron a salir cuando ya oscurecía. Silanpa miró el reloj y pensó en Mónica. Eran las seis de la tarde. Debía llamarla, pero no tenía su nuevo número. ¿A dónde ir?
—Imposible ir a mi casa —dijo Susan—, seguro que los hombres de Tiflis la tienen vigilada.
—Entonces la única solución es ir a un hotel.
Fueron al Residencial Nueva York, cerca de la plaza de Lourdes, y se registraron con los datos de Estupiñán. Les dieron una habitación muy grande, con tres camas y un pequeño salón. Apenas llegaron Susan entró a la ducha.
—Y qué, jefe, ¿se la perjudicó? —Estupiñán habló mordiéndose el labio—. Con el vestidito de flores se le transparentaba todo. Le confieso que me emparolé. Como decimos en la oficina: tiene un culo urbanizable, con área de recreo y lote con agua…
—Es la mujer del baño turco. Ahora tengo que hablar con ella a ver si me cuenta lo que sabe. Es mejor que se vaya.
Estupiñán llegó a la puerta y se devolvió.
—¿Si necesita que se la vigile me avisa? No sea malo.
Un rato después Susan salió y se sentó en la cama.
—Ahora sí tenemos que hablar.
—Mire, Víctor, yo no quiero decepcionarlo, pero lo único que puedo decirle del empalado, lo único que yo sé, es lo que me contó el propio Tiflis. El empalado sí era Pereira Antúnez, eso lo sabemos todos; lo que nadie sabe es cómo llegó a la orilla del lago. Tiflis lo tenía escondido en un galpón en Bogotá. Pero alguien se lo robó, o se escapó, y luego no se supo nada más.
—¿Lo tenía secuestrado?
—Sí, por el asunto de los terrenos. Pereira Antúnez se los había cedido pero Tiflis tenía miedo de que cambiara de opinión y por eso decidió retenerlo. Tiflis es así, lo que quería era asustarlo un poco.
—¿Y quién pudo haberlo sacado?
—Pudo ser Vargas Vicuña, el constructor. O Marco Tulio Esquilache, un concejal corrupto que hace negocios con terrenos distritales y bienes mostrencos. Usted sabe, Víctor, aquí el negocio de la construcción es una mina de oro.
—¿Qué pensaba hacer Tiflis con los terrenos?
—Venderlos. No sé exactamente a quién.
—¿Y ustedes, los Hijos del Sol?
—Nosotros queríamos conservarlos. El director de Hijos del Sol intentó convencer a Pereira Antúnez, pero cuando estaban en esas él desapareció.
—Y usted, Susan, ¿de qué lado está?
—Ahora no sé… Tengo miedo.
—Usted estaba en tratos con Tiflis. La vi en el Hotel Esmeralda.
—Nos amenazó y yo quise arreglar las cosas. Pero él es una persona difícil. Impredecible.
—Me consta. ¿Por qué me destrozaron el carro?
—Al ver sus artículos en El Observador se asustó, quiso meterle miedo. No quería hacerle daño, sólo prevenirlo.
—Yo no quiero ser duro, Susan, pero esta vaina es bien grave. Si colabora yo puedo hacer que sean indulgentes con usted. Hay un muerto de por medio y un negocio bastante sucio. La policía está sobre la pista y en cualquier momento van a descubrirlo todo. Por eso es mejor estar con los buenos.
—¿Y quiénes son los buenos?
—Todavía no sé, pero seguro que no es Tiflis, ni el concejal del que usted me habla.
—¿Le puedo preguntar una cosa? —Susan se levantó para encender un cigarrillo.
—Claro.
—¿Fue usted el que se robó las escrituras?
—La palabra no es robar. Ahora es la policía quien las tiene —mintió y en ese instante recordó que las había dejado escondidas en la casa de Quica, que debía ir a buscarlas para llevarlas donde Mónica. A un sitio más seguro.
—Pues si las entregó a la policía cometió un error. Usted habría podido ganar mucho con ellas.
—Yo no hago esos negocios, Susan, soy periodista.
—Pendejo, eso es lo que es. Un pendejo. Nadie puede rechazar algo así, ¿usted sabe lo que mucha gente estaría dispuesta a pagar?
—Me imagino.
Silanpa fue hasta la ventana y miró a la calle. No había carros, sólo un árbol escuálido que parecía emerger de los escombros del andén. Al fondo, detrás de unos techos, se veían las puntas de la iglesia de Lourdes. Pensó en Mónica como se piensa en alguien propio. Ahora debía tener fe.
—Cuénteme lo que pasó con Tiflis —prosiguió—, por qué vinieron a buscarla al baño turco.
Susan se había recuperado. Estaba perfectamente serena.
—Él cree que yo le robé las escrituras. Me había encerrado en su hotel pero esta mañana pude escaparme.
—¿Por qué fue al baño turco?
—No sabía adónde ir. Tuve que decidir muy rápido y pensé que allá estaría segura. Me equivoqué.
—¿Puede repetirme los datos del concejal?
—Marco Tulio Esquilache.
Silanpa lo escribió en su libreta y pensó que al día siguiente le pediría a Estupiñán que lo siguiera. Luego se puso el suéter y caminó hasta la puerta.
—No le abra a nadie hasta que yo venga. La recojo mañana.
—¿Se va? Pensé que iba a vigilarme.
—No puedo.
—Habría preferido que se quedara.
Silanpa la miró y pensó que no debía. Mónica lo esperaba.
—Nos vemos mañana —dijo y salió.
Al llegar a la casa de Mónica se sintió fuerte; la ropa nueva le daba confianza y pensó que era bueno tener un lugar adonde ir al final del día. En ese momento se alegró de poseer lo que sin duda hacía tediosa e infeliz la vida de muchos.
Mónica sonrió al verlo.
—Pensé que vendrías más temprano.
—Es una investigación complicada, siento que cada día vuelvo a comenzar de cero.
—Ven, tenemos que hablar.
Lo miró a los ojos y vio su miedo.
—No podemos hacer como si nada hubiera pasado, Víctor.
—Me asusta lo que vas a decirme, ¿estás con Óscar?
—Eso no es lo primero.
—Quiero saberlo.
Mónica encendió un cigarrillo. Expulsó el humo con fuerza y lo miró.
—Sí.
El silencio no hizo más que acentuar la profunda sensación de náusea de Silanpa. Quiso comprender.
—¿Por qué me buscaste ayer, por qué saliste de la fiesta y me trajiste aquí?
—No es bueno dejar las cosas abiertas —fumaba y, al tiempo que hablaba, destruía un papel entre los dedos—. Yo creí que la relación debía tener otro final. ¿No te parece? Somos dos adultos, pasamos tiempo juntos…
El dolor es egoísta. El que sufre se siente único y piensa que el mundo le debe algo. Ahora quería estar solo y lejos, solo con lo que había inventado.
—Creí que volvíamos. Me equivoqué.
—No te equivocaste. Te quiero, pero ya vimos que no se puede…
—No hables más.
Silanpa se levantó, fue despacio hasta la puerta y pensó que esta vez sí era definitivo.
—No te vayas, Víctor. No te vayas así. Pienso estar contigo todo el tiempo que sea necesario para que las cosas se arreglen.
—Quieres decir, para que nos separemos como amigos.
—Sí.
—Eso es imposible.
Los ojos de Mónica se aguaron. Víctor encendió un cigarrillo y fue hacia la ventana en silencio. Por fin habló:
—¿Qué le dijiste a Óscar?
—Que tenía que hablar contigo.
—¿Sabe que dormimos juntos?
—No.
—Entonces es mejor que me vaya. No vas a empezar a decirle mentiras por mi culpa.
—Déjate de maricadas y siéntate. Ahora Óscar no importa, tú lo sabes muy bien.
—Importa. Me dejaste por él.
—Te dejé porque entre nosotros nada funcionaba. Él no tiene nada que ver.
—La última vez que los vi juntos me pareció que sí tenía que ver.
Mónica se sonrojó. Él prefirió no mirarla.
—No debiste verlo, yo después me sentí tan…
—Yo me sentí peor.
Mónica lo abrazó, en lágrimas, y él pensó que estaba muy lejos de ella y de lo que habían vivido.
—Perdóname. Fui una hijueputa.
—Cálmate —Silanpa se sintió fuerte—. Déjame entender: estamos aquí para hablar, para dejar todo en claro y que tú puedas irte con la conciencia tranquila, ¿verdad?
—No seas cínico. Si estoy contigo es por algo, ¿no?
—¿Qué es ese algo?
—No sé.
—Pues trata de saber.
—Estoy confundida…
—Anoche me dijiste que te había hecho falta.
—Tres años no se borran tan fácil.
—Para mí tampoco. Yo también estaba ahí.
La dejó y volvió a levantarse. Ahora debía tener valor.
—Por favor, no te vayas.
—Tú ya no eres la Mónica que yo quiero. Estamos jugando y a mí sí me duele.
—Ven, quédate conmigo.
Se miraron y Silanpa creyó que podía besarla. No lo hizo.
—Tengo la imagen de ese día metida aquí… Tú desnuda en la cama, Óscar saliendo del baño.
Los ojos de Mónica volvieron a llenarse de lágrimas.
—Cállate, olvídate de eso, no lo vuelvas a recordar.
—No puedo dejar de recordarlo cuando te veo.
—¿Y tú? ¿No has estado con otras mujeres en estos días?
Silanpa la miró a los ojos.
—Es distinto. Tú empezaste.
Las mejillas de Mónica se tiñeron de un profundo rojo escarlata. Se levantó y fue hasta la ventana. Él la siguió, le puso una mano en el hombro pero ella la retiró con gesto brusco.
—Lindo el suplicio de san Víctor apóstol, ¿ah? A ver, ¿a cuántas te comiste, si puede saberse?
Intentó calmarla pero fue imposible. Mónica fue al centro de la sala, levantó un zapato y se lo tiró a la cara.
—¿Cómo te atreviste? Yo preocupadísima y tú… ¡Sal de aquí ya, carajo!
Iba por el corredor cuando el otro zapato se estrelló contra el muro, a un centímetro de su cabeza. La escuchó gritar: «¡Esta me la pagas!», pero antes de llegar al ascensor corrió hacia él y lo abrazó con fuerza. Silanpa sintió que una mano lo sacaba del agua, que por un tiempo las cosas recuperaban su sentido.