15

Barragán la vio entrar y le indicó con un gesto que cerrara bien la puerta. Nancy se le acercó con las mejillas hirviendo de picardía, los ojos brillantes de deseo.

—Van a terminar por darse cuenta —le dijo besándolo.

—No importa, para eso les pago.

—Nacha y Trini se secretean cada vez más y el otro día me dijeron que para cuándo iba a ser jefa.

—No les pare bolas.

Le levantó la falda despacio hasta ver salir lo que tanto ansiaba: su bello y armonioso trasero, sus muslos duros metidos entre medias de nylon. La tendió en el sofá, le bajó las mallas y se recostó sobre ella.

—Me gusta más hacerlo en el hotel —dijo Nancy con la respiración agitada—, allá puedo gritar.

—Gríteme en el oído.

Nancy gritó, hizo ruidos, le llenó la oreja de babas y le mordió el cuello hasta tragarse los rastros de agua de colonia.

Cuando terminaron Barragán se acomodó los pantalones y volvió a su escritorio.

—Nancy, quiero pedirle un favor —sacó el papel con el nombre que le habían dado en la Oficina de Registros—. Búsqueme a esta persona, es un periodista que trabaja en El Observador. Necesito dirección, teléfono, todo. Y si es posible hablar con él. Si lo consigue pásemelo.

—Ya mismo.

Nancy salió tomando aire y mirando el reloj. Había estado dentro quince minutos.

Entonces Barragán recordó la charla con Esquilache y empezó a temblar otra vez. No era posible, no podía ser verdad. Tiflis no lo conocía, ¿de dónde le habría venido la idea de culparlo? Pensó que su trato con Vargas Vicuña estaba en peligro y no supo qué hacer. Finalmente se decidió a hablarle.

—Comuníqueme con el doctor Vargas Vicuña —le dijo a Nacha por el interno.

Un minuto después le llegó la voz pausada del doctor.

—Qué alegría oírte, Emilio, ¿buenas noticias?

—Todavía no definitivas, doctor, y le voy a ser muy sincero. En el asunto de los terrenos está metido Heliodoro Tiflis, que a lo mejor usted conoce. Una persona que trabajaba con Pereira Antúnez. Fíjese, se enteró de que yo andaba buscando las escrituras de los terrenos y ahora me anda amenazando.

—¿Amenazando? Pero qué tontería es esa…

—Como lo oye, doctor. Por eso lo llamo. Me gustaría estar seguro de que cuento con su protección.

—Eso es obvio, Emilio, tú eres mi abogado, trabajas conmigo. Pero dime, ¿has adelantado algo?

—Estoy siguiendo una buena pista, doctor, pero el problema es que entre más me meto la cosa se pone más peligrosa.

—Tienes mi apoyo, y no sólo físico sino también económico. Ya te di plata, ¿quieres protección?

—De momento no para mí, pero sí me gustaría que protegiera a mis hijos y a mi esposa. Una cosa discreta, que ellos no se den cuenta.

—Ya mismo mando a alguien, no te preocupes. Tú concéntrate en conseguir esas escrituras que yo me ocupo del resto, ¿entendido?

—Entendido, doctor, y muchas gracias.

Iban a despedirse cuando Emilio volvió a hablar.

—Y una última cosa…

—Te escucho.

—No le diga nada de esto a Esquilache. Yo lo he venido siguiendo de cerca y, no sé, desconfío un poco de él.

—Nunca le contaría nada a Esquilache, Emilio, quédate tranquilo que yo también lo conozco.

Barragán colgó, sacó el frasquito de Obsession y se perfumó las sienes. Un segundo después sonó de nuevo el teléfono.

—Ya tengo los datos que me pidió, doctor —era la voz de Nancy—, pero en el periódico me dijeron que estaba de licencia.

—¿Puede venir un momento a la oficina?

Nancy entró de nuevo y él la miró sonriendo.

—No es para eso… Quiero pedirle el favor de que vaya a hablar con ese periodista, pídale una cita, dígale que quiero hablar con él de algo importante. ¿Tiene la dirección de su casa?

—Sí.

Nancy cogió su saco y llamó un taxi.

—¿Otra vez para la calle? —le preguntó Nacha mirando de reojo a Trini.

—Sí, voy a hacer una diligencia. Si me llaman que vuelvo por ahí a las cinco.

—Con mucho gusto, ¿alguna otra cosita?

Le dio la dirección al taxista y se sintió feliz: Emilio le daba cada vez más confianza. La solicitaba cada vez más. A lo mejor ya estaba enamorado, a lo mejor lo que le decía su amiga Ángela era cierto: «Si quieres cazarlo dale primero y luego le cortas hasta que se vuelva loco por ti, entonces no le vuelves a dar ni un pellizco hasta que te proponga matrimonio.» Se rió, se puso colorada y decidió no pensar más en bobadas.

Bajó del taxi frente al edificio y, al entrar a la recepción, vio que el portero no estaba. Caminó hasta el ascensor y subió al cuarto piso: apartamento 405. Llegó a la puerta y timbró. Al principio no escuchó ningún ruido, pero al fin la puerta se abrió y vio la cara de un hombre menudo.

—¿Víctor Silanpa?

—Siga por favor.

Entró y vio a otros dos hombres sentados delante de un televisor. Los cojines estaban destripados. Todo estaba tirado por el piso.

—Debe ser una equivocación… —dijo un poco intimidada al sentir que cerraban la puerta.

—Ninguna equivocación, reinita —dijo uno de los hombres de Tiflis—. Esta es la casa de Silanpa y nosotros también lo estamos esperando.

—Si él no está yo mejor me voy —caminó hasta la puerta pero el hombre le cerró el paso.

—¿Y cuál es el afán? Esperémoslo juntos que así es más rico, ¿no es cierto?

Los demás se rieron cuando el hombre le tapó la boca. Ella forcejeó sin lograr nada.

—Ahorita cuando se calme, mami, nos cuenta quién es y qué vino a hacer aquí, ¿sí?

Por fin el hombre le sacó la mano de la boca y Nancy pudo hablar.

—¿Quiénes son ustedes?

—Somos amigos, no se inquiete.

De pronto la mente se le iluminó en medio del pánico.

—¿Ustedes son los rusos? Si son, debo decirles que no tengo nada que ver en esto, yo soy apenas una secretaria.

—A ver, reina. Siéntese aquí y nos cuenta bien esa historia.

En su oficina, el concejal Esquilache miraba por la ventana hacia los cerros. Monserrate, Guadalupe. La cajita roja del teleférico que subía y bajaba. Había hablado con uno de los abogados de GranCapital y estaba muy nervioso. Le habían preguntado lo mismo de siempre, que para cuándo iban a poder empezar a construir en los terrenos del Sisga. Y él tuvo que responder con evasivas, decir que la cosa estaba difícil.

—Más difícil va a estar si no empezamos rápido, señor Esquilache —dijo el abogado en tono serio—. A mis clientes no les gusta que les tomen el pelo, y más cuando han puesto tanto en usted.

Sabía que con esa gente era mejor no jugar y por eso, cuando la secretaria le anunció al señor Heliodoro Tiflis por el teléfono, respiró casi aliviado.

—Don Heliodoro, buenas tardes.

—Mi querido concejal, llamaba a saber de usted. ¿No se le habrá olvidado que tenemos cita el sábado?

—No, pero quiero decirle que si usted desconfía de mí está muy equivocado. Yo estoy haciendo hasta lo imposible por recuperar esos papeles que se le perdieron, pero sepa que no es fácil.

—Imagínese lo que son las casualidades. Yo estaba pensando en usted, intentando entender lo que había pasado, cuando de pronto me llama uno de mis hombres y me dice que se encontraron con la secretaria de su socio, ¿sabe de quién le hablo?

—¿Del abogado Barragán?

—Ese mismo, ¿no le parece una casualidad?

—¿Y dónde la encontraron?

—En la casa del periodista, imagínese. La jovencita está muerta de miedo y le preguntó a mis muchachos si ellos eran los rusos, ¿usté sabe algo de eso?

¿Los rusos? Esquilache volvió a sentirse traicionado: ¿Qué carajo andaba haciendo Emilio? Entonces se decidió.

—Ni idea, señor Tiflis, pero qué bueno que me habla de él porque mire, tal y como están las cosas voy a tener que contarle un secreto.

—¿Y como qué será? A mí me fascinan los secretos.

—Pues que Barragán y yo ya no somos socios, y esto se lo cuento porque resulta que de un tiempo a esta parte él anda haciendo sus propios arreglos. Y le digo más: creo, sin confirmación, que él tiene los papeles que usted anda buscando.

—¿Ah sí?

Esquilache pasó saliva amarga pero ya estaba hecho. Ahora debía seguir adelante.

—Pues sí, y por eso el lío.

—Entonces lo de la secretaria se explica, mi querido Esquilache. Ahora me va a tocar guardar a la hembrita hasta que todo se solucione. ¿Qué lío, no?

—Yo le pediría, eso sí, que maneje las cosas con discreción, don Heliodoro. Déjeme intervenir a mí en primera instancia a ver si logro arreglar esto por las buenas.

—Ojalá que sí, ya he tenido mucho dolor de cabeza por culpa de este asunto.

Esquilache colgó y llamó a su chofer.

—Saque el carro del garaje.

—¿A dónde vamos?

—Vamos a la oficina de Barragán —miró el reloj y vio que eran casi las cinco.

En el Hotel Esmeralda, Tiflis bebía copitas de aguardiente mientras el Runcho le daba explicaciones.

—Esa mujer es muy arisca, jefe, y perdone. Yo entré a ver qué se le ofrecía, como usted me ordenó, y cuando menos me di cuenta me dio un golpe con un frasco y salió corriendo. Mire como me dejó la ceja —le mostró una venda ensangrentada—. Un poco más y me tienen que coger puntos.

—Sí, esa mujer es un peligro. Pero así me gustan a mí. Y ahora cuénteme lo del baño turco.

—Fuimos a buscarla y se nos voló en un jeep —explicó Runcho—. La correteamos un rato por el monte pero nos hizo trampa y terminamos desbarrancados. Los muchachos están allá tratando de sacar los carros.

Tiflis se levantó sonriendo del escritorio, se le acercó al Runcho y le dijo:

—¿Quiere acompañarme con una copita?

—Bueno, jefe, con estos nervios.

Tiflis levantó la botella y le sirvió. Runcho, temblando, la tomó de un sorbo sin atreverse a mirarlo a los ojos. De pronto Tiflis se dio la vuelta, cerró el puño y lo estrelló con toda su fuerza contra la nariz del Runcho. El hombre cayó de espaldas y se golpeó la cabeza contra la estantería de los discos. Dos hilos de sangre le asomaron por las fosas nasales.

—Perdóneme, Runchito —le dijo Tiflis ayudándolo a levantarse—, perdóneme que haga esto, pero es que usted sabe que a mí estas vainas me dan mucha rabia.

—No se preocupe, jefe. Yo habría hecho lo mismo. Me lo merezco por huevón.

—Qué vaina, si hubiera sabido que iba a haber tanto lío con los terrenos le habría pedido otra cosa a Pereira Antúnez —se quejó Tiflis—. Y eso que usté no sabe la última… Parece que en esto andan metidos los comunistas.

—¿Comunistas?

—Imagínese, unos rusos. Yo siempre lo dije, ¿sí o no? Este país está infiltrado.