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Le quedaba bien la falda. Una tela baratica, eso sí, pero de buena calidad, lindo color, y con los retoques hechos en la casa con la Singer de la abuela se le moldeaba al cuerpo como un guante de raso. Le caía lisa atrás, le ajustaba a los lados y una orlita como de espuma le daba gracia en los bordes. Recordó una valla publicitaria que decía: «El mundo es tuyo. Atrévete.» Ella se atrevió.

Nancy llegó a la oficina de Barragán Abogados muy orgullosa, ya sin las timideces de la primera semana de trabajo.

—Ahí está la princesa —murmuró Trini, secretaria segunda, en la oreja de Nacha, telefonista—. Mírala. Esa viene a romper.

—No sea mal pensada —respondió Nacha—; si es lo más tímida.

—¿Tímida? Yo a estas tímidas les corro —se tomó un sorbo de tinto—. La timidez, mijita, es la antesala del puterío interesado. ¿Apostamos? Yo digo que antes de fin de mes esta ya se ha puesto al doctor en donde sabemos.

—Bueno, ni que el doctor fuera un sacerdote jesuita. Si me diera un peso por cada pellizco en las nalgas estaría tomando champán en Acapulco.

De pronto la puerta se abrió y el vacío se fue llenando con la figura de Emilio Barragán, cuarentón elegante, alopécico de bisoñé importado de Italia, abogado del Rosario, temible jugador de Risk y buen contador de chistes verdes en el Jockey Club. Venía precedido por una oleada de perfume Obsession, de Calvin Klein.

Trina y Nacha lo miraron con la boca entreabierta. Tomate, el tercer secretario, y Domitilo, el chino de los mandados, dejaron lo que estaban haciendo y se dieron vuelta hacia él:

—¡Buenos días, doctor! —gritaron los cuatro.

—Buenos días —respondió ocupadísimo.

Tomate vio la armonía entre la camisa de un blanco impoluto y el nudo de la corbata, un rectángulo perfecto con elevación de un centímetro que le daba un aire de casual elegancia. Sintió envidia y adivinó en su propio reflejo la figura de un ser menor, condenado a la descompostura.

—¿Dónde está la nueva? ¿Cómo se llama? —preguntó Barragán deteniéndose un instante antes de abrir la puerta de su despacho.

—¿Nancy? Ni idea doctor, llegó hace un rato pero se esfumó.

En ese momento Nancy abrió la puerta del baño y entró a la oficina. No se había equivocado al entrar en ese instante a repasar los labios y la pestañina y alisar las arrugas de la falda, recuerdo de los 48 minutos en la buseta 98A en la que, por cierto, un fresco le había dicho una vulgaridad que le había dado risa: «Regáleme esas pantimedias, mijita, pero cuando estén bien sucias.»

—Buenos días, doctor —dijo educada.

—Buenos días, Nancy —la miró a los ojos, se puso un dedo en la sien y dijo—: Búsqueme el fichero Pereira Antúnez. Hágame una fotocopia del glosario y tráigalo a mi despacho. Trini, comuníqueme con el doctor Marco Tulio, en el Concejo.

Trini miró a Nacha verde de envidia. Domitilo miró a Nancy con lascivia y cruzó afilados ojos con Tomate. Tomate fijó la pupila en la región pélvica de Nancy y la vio desnuda, con las piernas abiertas, y se vio a sí mismo poniéndose un condón y diciéndole «ya, bizcocho, ya va». Todos tragaron saliva y Tomate se metió la mano al bolsillo.

El concejal Marco Tulio Esquilache observaba los nubarrones por la ventana de su despacho, sorprendido de que a esa hora la contaminación dejara ver detrás un pedazo de cielo. «Hay golpes en la vida tan fuertes, qué sé yo», recitó en voz alta, de memoria, cuando el teléfono sonó.

—Barragán por la tres, doctor —oyó la voz de la secretaria.

—Espere un minutico y me lo pasa —respondió tranquilo.

Abrió el cajón de abajo, sacó un cigarro Montecristo y lo encendió con calma. Volvió a decirse: «Si toca decir hoy alguna mentirilla, que sea por lo menos de un millón de pesos.» Luego levantó el auricular.

—Emilio, qué gusto escucharte tan temprano.

—Lo mismo digo, Marco Tulio. ¿Ya leíste la prensa?

—Claro que sí. Puras pamplinas, como siempre…

—¿No te llamó la atención lo del empalado?

—Ah, bueno, eso es otra cosa. Tú sabes viejo, esas vainas aquí pasan todos los días.

—A mí sí me afectó, Marco Tulio. ¿Sabes algo?

—Tú siempre fuiste un sentimental, Emilio. ¿Cómo está Catalina?

—Marco Tulio, por favor. Te estoy haciendo una pregunta.

—Yo soy el que hace las preguntas, so badulaque. ¿Cómo está Catalina?

—Bien, bien. Siempre pregunta cuándo vas a venir a comer.

—¿Y Juanchito y Cata?

—En el colegio. Cata tuvo mención de honor en francés.

—Entonces todo está bien —Esquilache tomó aire, miró por la ventana el cerro de Guadalupe y eructó—. Lo primero es la familia, gran pendejo. Y ahora sí, dime, ¿qué pasa con la historia esa del empalado?

—Es que desde que leí los detalles en El Observador me pareció que había una serie de coincidencias.

—La vida está llena de coincidencias, Emilito, ¿no has leído las Afinidades electivas de Goethe?

—Por favor, Marco Tulio.

—Deberías leerla porque viene a decir más o menos eso. ¿Qué es lo que tanto te preocupa?

—Me preocupa que tenga algo que ver con Pereira Antúnez.

—Pereira era un imbécil. Un precoz a su manera: desde niño ya era un pendejo.

—Tengo miedo, Marco Tulio.

—No hay que tenerle miedo al miedo, mi querido. «Un hombre sin miedo es un estúpido»: Federico Fellini.

—Estoy hablando en serio.

—Yo también hablo en serio. Dile a Catalina que prepare algo bien rico para el domingo. Tú compras una botella de Casillero del Diablo y yo llevo el postre y los Montecristo para después. ¿Entendido? Ahí hablamos. Y mientras tanto, mi querido, deja los lloriqueos. Respira profundo y trata de honrar ese par de bolas de carne que tienes debajo del pene, ¿sí?

Esquilache tiró el teléfono con fuerza. «Mundo de mierda», pensó, «los jóvenes ya ni saben dónde están las pelotas.» Era un día distinto. Lo había notado al levantarse y oír que en el radio hablaban de las inundaciones al sur de Bogotá. No podía entender que en esa parte de la ciudad estuviera diluviando si al lado de su casa brillaba el sol. Exaltado por la charla telefónica se acercó a la estantería y sacó el viejo diccionario de Covarrubias. Lo abrió en la letra c y buscó una palabra: «Cobarde: hombre de poco ánimo y mucho miedo.» Luego tomó su directorio telefónico y pasó varias hojas: Valdés, Varela, Vargas Vicuña… Levantó la bocina y marcó el número.

—¿Aló?

—El doctor Vargas Vicuña, por favor.

—¿De parte de…?

—Marco Tulio Esquilache, del Concejo de Bogotá.

En el intervalo volvió a encender el habano, tiró el humo con fuerza y se dio vuelta hacia la ventana.

—¿Cómo me le va mi estimado doctor? —dijo con voz suave.

—Marco Tulio, yo creí que ya nunca me ibas a llamar. ¿Cómo están las cosas por el Concejo?

—Ahí, la misma vaina de siempre.

Una gota de sudor le asomó sobre el labio. Otra le bajó por la espalda dejándole un trazo oscuro en la camisa.

—Quería comentarle una cosita, doctor —se animó a decirle—. Usted que es todo un gerente de empresa, cabeza de una de las más grandes constructoras del país, ¿no está asesorado para la cuestión legal de la construcción?

—Claro que sí, Marco Tulio. Tengo tres abogados que me ablandan el hueso y me lo dan tiernito, ¿por qué la pregunta?

—Es que fíjese cómo es la vida, doctor. Tengo aquí, delante de mis ojos, un informe de nuestro agregado legal que dice, en resumidas cuentas, que los terrenos de Bosa en los que usted quiere construir la urbanización Vivir en Armonía tienen un problemita con la degradación de los suelos. Y señala que el proyecto de su empresa, es decir una unidad de nueve edificios de seis pisos cada uno, es totalmente inviable porque el fondo gredoso no aseguraría que la cosa se mantenga en pie más de cinco años. ¿Se imagina el lío?

—Qué cosas me dices, Marco Tulio —carraspeó. Un silencio incómodo se instaló entre los dos. Esquilache tragó saliva y botó el humo contra la ventana. Vargas Vicuña continuó—: Yo también mandé hacer un estudio de suelos, un legajo gigantesco que tiene los sellos de varias firmas gringas y hasta de un laboratorio de la Universidad Central. ¿Crees, mi querido Marco Tulio, que me iba a meter con un terrenito así sin tomar precauciones?

—Esa siempre fue su característica, doctor, para qué. Pero el otro problema es que tengo las copias notariales de la venta y se supone que usted pagó los terrenos a precio de superficie urbanizable en categoría B, es decir un máximo de tres pisos. ¿Me entiende? No es que el proyecto sea malo, lo que pasa es que hay que cogerle dobladillo.

—Tú siempre con tu humor, Marco Tulio —soltó varios respiros contra la bocina—. Mira, tú sabes muy bien que nadie quería esos terrenos y que el Distrito me los vendió porque en esas lejuras nadie se anima a invertir un cobre. ¿Ustedes quieren una política de recuperación de la ciudad? Ahí estoy yo, invirtiendo para construir en donde nadie va, en terrenos de invasión, en superficies muertas…

—Doctor, entiéndame…

—Yo te entiendo, Marco Tulio. Y si toca que sean de tres pisos, pues se harán de tres pisos. No vamos a saltarnos la ley y a poner en peligro a los futuros inquilinos, ¿sí o no?

—Eso quería oírle decir, doctor.

—No le demos más vueltas —concluyó Vargas Vicuña—. Mándame el dossier del proyecto y donde dice seis pisos ponemos tres. Y sanseacabó. Y a los gringos que me hicieron la monitoria de suelos, un taco de dinamita entre el culo a cada uno, ¿te parece bien?

—Ja, ja… Claro que sí, doctor —se rió Esquilache, ya más tranquilo—. Y dígame una cosita si no es indiscreción, ¿no tendrá más proyectos de urbanización por ahí, debajo de la manga?

—Vivo de eso, mi querido concejal. Ya te los iré mandando a medida que estén listos.

Se despidieron y Esquilache dio un respiro. Aún podía entenderse con un enemigo peligroso como Vargas Vicuña. Ambos habían representado bien su papel.

Un estruendo de pitos llegó de la calle. Un camión repartidor de leche intentaba dar la vuelta sobre el andén y una buseta avanzaba en sentido contrario.

Ajeno a todo aquello, mientras jugueteaba con el llavero de su Peugeot 605, el abogado Emilio Barragán dejaba escapar pensamientos. Y es que a pesar de la absurda charla con Esquilache la mañana había salido buena: lindo sol, viento fresco que bajaba del cerro y un cielo limpio, sin nubes. Abrió la ventana y miró la ciudad por detrás de los árboles. De pronto se tocó la cintura con un gesto rápido y, asqueado, comprobó que había subido algunos gramos. Chupó barriga y contuvo el aire, luego se pasó las manos por los pectorales, sacó músculo, levantó el mentón y se miró el perfil tenuemente reflejado en el vidrio. ¿Por qué Esquilache lo trataba de ese modo? Obvio: porque le conseguía trabajos, porque lo veía como un mocoso, porque era el tío de Catalina y desde la facultad le echaba cables para ayudarlo a progresar. Entonces se pasó un dedo por el cuello y lo llevó a la nariz. Con gesto nervioso abrió el tercer cajón del escritorio, sacó un frasco de perfume y se aplicó un par de gotas.

Le preocupaba la historia del empalado. Era horrible que esas cosas pasaran tan cerca de la gente civilizada. Por eso mordisqueaba con ansia la idea de irse a vivir a Londres. Soñaba con las camisas de Harrods y el mercadito de Camden Town. O París: las tiendas de la rue Saint-Honoré, las boutiques de los Campos Elíseos y las mil y una tiendas del barrio de la Ópera. Eso sí era vida, no esa cosa insulsa y desabrida que tenía que vivir a diario en Bogotá, con esas molestias y suciedades tan desagradables de ver por todos lados. Ayer, sin ir más lejos, le habían contado en el club que un tullido que lavaba vidrios en un semáforo le había metido la mano por la ventana del carro a la esposa de Cansino Prada. Le puso delante de la nariz un bollo de caca y le gritó: «Si no quiere comer mierda, señora, sáqueme por el lado un billetico de diez mil pesos.» Casi le da un infarto, le dijeron, y él lo entendía. Qué asco.