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—¿Dónde estoy? —murmuró Silanpa abriendo un ojo. Vio una ventana por la que entraban columnas de luz, un armario metálico con abolladuras, un espejo quebrado, un sillón verde, postales y fotos en blanco y negro pegadas con alfileres a la pared y, en toda la habitación, una fuerte densidad de aire encerrado, lleno de diminutas partículas de polvo. Trató de incorporarse pero sintió un peso helado en la cabeza. Sudaba. La luz lo enceguecía.

La puerta estaba cubierta por una tela de colores que, de pronto, se abrió. Era Quica, vestida con un bluyín y una camiseta blanca con la inscripción «I Love Girardot».

—¿Qué? ¿Ya se le pasó la perra? Estaba tupio, papito.

—¿Qué pasó?

—Se quedó dormido y Ulises lo sacó a la calle. Tuvo suerte de que le encontraran plata en la billetera para pagar, si no lo pelan vivo.

—¿Qué horas son? —intentó incorporarse pero la cabeza volvió a explotar.

—Tranquilo, churro. Está en mi casa. Es temprano.

—¿Usté me trajo anoche?

—Sí, me debe lo del taxi. Hubo que pagarle doble al chofer para que me ayudara a subirlo.

Finalmente pudo levantarse.

—¿Dónde queda el baño? —preguntó avergonzado.

—Allá. Si quiere agua caliente hay que calentarla en el fogón.

Se echó varias manotadas de agua en la cara, se pasó la mano húmeda por el cuello hasta detrás de las orejas y comenzó a sentirse mejor. Entonces le vino el recuerdo de Mónica y apretó los dientes. No podía ser verdad, había sido un horrible sueño.

El baño tenía una minúscula ventana que daba a un patio. Al fondo, como una mancha oscura detrás de las nubes, vio la efigie de los cerros y enfrente una hilera de edificios de cemento con diminutas ventanas de las que colgaban cuerdas de ropa, ruedas de bicicleta, tapetes raídos.

—¿Dónde mierda estoy?

—En Kennedy, churro. ¿No conocía?

—Alguna vez vine —buscó su reloj y miró la hora, eran las dos de la tarde—. ¿Puedo hacer una llamada?

—Sí, claro, siempre y cuando tenga una moneda de diez pesos. El teléfono está en la esquina.

Tomaron un café y Quica lo acompañó a llamar. Marcó el número de El Observador.

—¿Esquivel? Habla Silanpa.

—¡¿Dónde carajo se metió?! Llevo dos horas llamando a su casa. Esta mañana vino Solórzano a la reunión de redacción y nos tocó inventarle una disculpa.

—Estoy en lo del empalado. Pero necesito confianza y tiempo.

—Véngase para acá y les explica a los de dirección. Ya estoy cansado de hacerle de abogado.

Se despidió de Quica, le dejó un billete de cinco mil y fue hasta la Avenida de las Américas a coger taxi.

Por el camino volvió a recordar la horrible imagen: Mónica desnuda y Óscar saliendo del baño. Sintió náuseas y una fuerte opresión en el estómago lo hizo abrir la ventana para llenarse de aire. Le hubiera gustado contarle a Guzmán, buscar aliento en sus burlas y su cinismo. Pero las historias de desamor son banales. Idénticas todas, interesantes sólo para quien las sufre.

Al llegar al periódico fue a la cafetería y bebió tres cafés de un tirón. Ya se sentía mejor.

—El capitán Moya me pidió discreción hasta que los elementos estén claros. Tengo varias pistas.

El ruido de los teclados llegaba de la sala de redacción.

—¿Qué pistas? —Solórzano lo miraba mordisqueando un lápiz.

—De momento no puedo revelarlas.

—Soy el director de información, Silanpa. Tengo derecho a saber.

—Hice una promesa…

—Yo soy un profesional. ¿Y sabe qué? Me parece que aquí hay algo raro. Al empalado lo vimos, claro, pero no sé… —Solórzano se dio vuelta y miró por la ventana—. Usté hace menos horas por andar investigando en la calle, y es ahí en donde se me complica la historia y me digo: ¿No será que este conchudo anda aprovechándose mientras los demás trabajan?

Silanpa no contestó, cogió su maletín y fue a sentarse a su mesa. Encendió el PC y, enfurecido, constató que no tenía nada qué escribir. Le dolía la cabeza, quería estar lejos de ese lugar pero intentó sobreponerse.

MISTERIOSOS CADÁVERES

Redacción Bogotá.—El Crimen del Empalado del Sisga promete desde ya convertirse en uno de los más aterradores misterios consignados en estas crónicas. Llevado el cadáver a la morgue del Instituto Médico Legal y habiendo sido expuesto a la atenta mirada de un nutrido grupo de familiares de desaparecidos, ninguno de ellos reconoció en él a la persona buscada. En otras palabras: el cadáver sigue mudo. La muerte, que todo se lleva, pareció en este caso borrar el pasado y la identidad de este hombre de contextura gruesa, edad aproximada 55 años (ver gráfico) y aspecto amable. Pero si no podemos saber quién era y cuál fue la razón que lo llevó a tan trágico final, sí podemos en cambio imaginar el sufrimiento atroz a que fue expuesto, la crueldad innecesaria de la que fue víctima y el encono con el que sus verdugos castigaron su cuerpo.

A medida que se hacen las investigaciones sobre el empalado, de las que iremos dando cuenta en estas crónicas, invitamos al lector a recordar el caso de otro cadáver anónimo, el del llamado Joven de Plata, ocurrido cerca del poblado de Dollarton, en esa zona del este de Canadá conocida con el nombre de Columbia Británica. El Joven de Plata fue encontrado por unos esquiadores en el invierno de 1978. El cadáver, congelado, mostraba a un niño de unos 13 años, de enormes ojos azules y dientes afilados. Inmediatamente vino la pregunta: ¿Quién es, qué le sucedió? Pero nadie, en toda la Columbia Británica, había denunciado la desaparición de un joven con esas características. La noticia llegó a Ottawa, atravesó el país hasta Montreal y se convirtió en uno de los grandes mitos: ¿Quién es este hermoso joven? Las redacciones de radios y periódicos empezaron a recibir avalanchas de llamadas y cartas de mujeres que decían ser su madre, pero en ningún caso se pudo comprobar la verdad. Se escribieron historias con la supuesta vida del niño, investigadores agotaron todo tipo de hipótesis, pero el misterio persistió.

Persistió hasta que una joven periodista de Le Soir de Montreal, Valerie Neier, dio con la clave: el Joven de Plata —así lo bautizó la prensa durante los ocho meses que duró el misterio— era suizo y se llamaba Karl Aspern. Él y sus padres tuvieron un accidente en una avioneta siete años antes en la zona de los lagos del norte y todos fueron dados por muertos. Pero Karl, según la periodista, habría saltado a la nieve antes de que el aparato se estrellara y su cadáver, congelado, se pudo conservar. Lentamente, en esos siete años, el cuerpo del joven habría sido empujado por las tormentas de invierno hasta un pequeño riachuelo, el cual lo transportó a una corriente subterránea que, años después, lo depositó cerca de Dollarton. Las fotografías de Karl Aspern dadas por familiares de Zurich coincidían y la periodista encontró el registro del accidente. Así, el cadáver de Karl habría recorrido 978 kilómetros en siete años, antes de salir a la luz.

Al fondo oyó sonar un teléfono y la cabeza le volvió a estallar.

—Silanpa, para usté por la dos.

Fue temblando a la bocina: ¿Sería ella?

—¿Aló?

—Estupiñán al habla. ¿Dónde se metió? Anoche volví a contactar con el transportista Lotario Abuchijá. Tenemos cita con él a las seis de la tarde en los billares Caracas.

—¿Hay alguna novedad?

—Dijo que iba a contarme con detalles lo del viajecito a Chocontá.

—Allá nos vemos.

Le dolían las almorranas y no se atrevía a ir al baño. El mareo aumentaba cuando fijaba la vista.

Bajó a la cafetería.

—Pochi, ¿no tiene un alka-seltzercito para un enfermo?

—Claro don Víctor, ¿qué le pasa, guayabo?

—Guayabo moral, Pochi. Imagínese, me andan poniendo cachos.

—¿Sí?

—Menos mal que no es importante, pero de todas maneras duele.

—Espere un segundo —fue a la cocina y sirvió algo en un plato—. Tómese este caldito de carne antes del alka-seltzer y lo verá. Ahí se le va todo.

Escribió un par de notas policiales con despachos de Colprensa, pasó los tres folios a edición y fue a buscar un taxi a la séptima.

En la casa lo esperaban cuatro mensajes de Mónica. Oprimió el botón del contestador y se sentó en el sofá bebiendo una Clausen lata.

«Víctor. Lo de anoche tiene su explicación. ¿Me llamas al mediodía? Chao.» Más adelante: «Pasó el mediodía y no llamaste. ¿Estás muy bravo? Te llamé al periódico y me dicen que no estás. Voy a quedarme en el laboratorio hasta las dos. Llámame. Tenemos que hablar.» La cinta siguió avanzando. «Son las dos y cinco. Me voy a ver a Lorena al consultorio y luego, a las tres y media, llego a la casa. Espero que te comuniques. Chaíto.» Y luego: «Estoy en la casa, y a pesar de que tenía mensajes ninguno era tuyo. ¿Es que no me vas a llamar? Me voy a quedar aquí toda la tarde hasta que llames. Esta noche me gustaría que nos viéramos para hablar. Entiendo que estés bravo. Chao.»

Silanpa encendió un cigarrillo mientras terminaba la cerveza, con la voz de Mónica aún resonando en su cerebro. Los ojos se le aguaron al pensar que era su culpa: siempre llegando tarde, siempre dejándola sola. Pero no se atrevió a llamar por miedo a caer en una discusión de la que no saldría en muchas horas, seguro de que el silencio era ahora su mejor arma. Miró a la muñeca, que parecía más pálida, le levantó el velo para verle los ojos y le dijo: «Ya sé, tú me lo habías dicho. Soy un huevón.» Entonces miró el reloj y bajó al parqueadero del edificio.

La puerta de los billares Caracas, en la esquina de la calle 57, estaba flanqueada por un puesto de perros calientes y uno de cigarrillos. Silanpa entró apurado.

—Llega tarde, periodista —Estupiñán lo miró a través del cono de luz de la lámpara.

—El tráfico… —dijo estirándole la mano a Lotario Abuchijá—. Gusto de verlo otra vez.

—El gusto es mío. Emir, o mejor dicho, el detective Estupiñán, me explicó las verdaderas personalidades de ambos. Debe ser un trabajo muy impresionante el de ustedes, ¿no? Tener que usar nombres falsos, como Batman y Robin…

—Más o menos —dijo Estupiñán desde el otro lado de la mesa.

—El caballero Abuchijá —continuó— leyó las informaciones del caso del empalado y está al corriente, periodista. Por eso estamos aquí con él… Y hace bien, ¿verdad? Porque para estas cosas, yo ya le expliqué, es mejor estar del lado de la ley.

—Yo soy gente honrada, señor periodista.

—A ver, cuéntenos qué fue lo que pasó.

—Yo tengo mi carcachita, como ya les conté, y me gano la vida haciendo portes. Que se necesita un viaje a Neiva, a Villao, a Cúcuta, ahí está Lotario. Que si un viaje de fruta de Honda a Bogotá: Lotario. El resto del tiempo estoy parqueado en la 58 con Caracas esperando trasteos o encomiendas. Alguna gente ya me conoce y me llama: que si un mueble, que si un viaje a Paloquemao, que si un trasteo completo…

—Bueno, adelántele esa parte al periodista, amigo Lotario. Vamos a los hechos —pidió Estupiñán entizando el taco.

Abuchijá se sentó junto a la ventana, encendió un Nacional filtrado, dio una solemne bocanada y comenzó a hablar:

—La tarde del diez de octubre me encontraba en mi sitio de trabajo habitual, a diez metros de la esquina de la 58, sobre la Caracas, comiéndome una naranja ombligona y echando chistes con Puerco Espín, un pastuso que maneja un Chevrolet. Entonces vino una señora bien vestida y me llamó a un lado. ¿Usté hace trabajos fuera de Bogotá?, me preguntó. Y le dije sí, adonde sea y de donde sea, porque sepan, señor escritor de noticias y señor detective, que la situación del transportista no está como para andar poniendo condiciones. Si uno no acepta lo coge el siguiente, y fíjese si no tendré razón que mientras yo hablaba con la señora, que a todas estas estaba requetebuena, el Puerco Espín alargaba el cuello a ver si algo agarraba. Yo me dije: éste le anda mirando el culo a la dama, lo que es comprensible y hasta humano, pero en realidad lo que hacía era espiar la conversación a ver cuándo podía saltar diciendo ¡Yo, yo! No señor, me dije, y le acepté la propuesta sin siquiera haber hablado de plata. Entonces dije, ¿Y cuándo es? Y ella se dio vuelta diciendo: La cosa es esta misma noche, venga detrás de mí. Acto seguido se subió a un Mitsubishi particular y me hizo ir hasta el parqueadero de Unicentro. A ella no la volví a ver porque, cuando la seguía entre las filas de carros parqueados, otro señor apareció y me hizo seña de parar. Me dijo que fuera a Tunja, me dio un plano de la ciudad y la manera de llegar hasta un centro comercial. Allá, en la estación de gasolina, una persona me iba a contactar. Luego me dijo textualmente estas palabras: «Hágale y buena suerte. No se trata de nada ilegal ni peligroso, pero sí importante.» Y después me dio un talego de papel en el que había cien mil pesos. Yo pasé saliva y hasta se me paró al ver la cantidad de billetes, con perdón, y entonces fue que me dijo esto: «Al llegar a Tunja le van a dar un taleguito con otro pucho y la carga. Váyase tranquilo que allá le explican.» Hice el viaje sin parar, pensando en Lupe, una mujer del bar Lolita que me tiene tragado. Llegué a Tunja a las once de la noche y fui al parqueadero que me señalaban. No había nadie. Esperé un rato con el motor encendido, y nada, hasta que apagué y me dije: si ya me dieron este dineral será porque les interesa. Tarde o temprano vendrá alguien. Y así fue, porque a los cinco minutos sentí un golpecito en el vidrio que me hizo saltar. Era un señor mayor que me indicaba un garaje. Meta la camioneta allá, me dijo señalando una puerta que se abría. Yo la metí y me bajé. El hombre vino, me llevó a una tienda al frente del centro comercial diciéndome que estaría cansado, que tendría ganas de tomar una gaseosita o a lo mejor de comer algo, y yo le acepté porque hasta ese momento me di cuenta de que estaba con la naranja ombligona del principio de la historia, y nada más. Cuando volvimos al garaje cuál no sería mi sorpresa al ver mi camioneta con la carpa abajo y el señor diciéndome: «Tranquilo. Ya lo cargamos.» Y luego agregó: «Con la carga, en la parte de atrás, va un muchacho que la va a cuidar hasta la llegada a Chocontá.» Y yo dije ¿Chocontá? Y pensé: ¿Por qué no habrán contratado a un chofer de por aquí? Pero me acordé del talego y de las piernas de Lupe y se me volvió a parar y dije sí, sí a todo. Recibí otra paga, un puchito de 50.000, me explicaron cómo llegar a ese granero que ustedes ya conocen y arranqué viaje. La llegada fue igual: tuve que meter el camión al garaje, me hicieron bajar y, después de un café con mogolla chicharrona, me dieron el último taleguito y las gracias. Y chao, punto final, porque el resto es en el Lolita con Lupe y eso sí no se los cuento.

—¿Podría reconocer a las personas que vio? —Silanpa encendió un cigarrillo y sacó su libreta.

—Sí, sobre todo a la señora, al de Tunja y al de Chocontá.

—¿De qué color era el Mitsubishi?

—Azul.

—¿Claro u oscuro?

—Claro.

—¿Clarito o claro?

—Claro.

—¿Se fijó por casualidad en las placas?

—No.

—¿Tenía el Mitsubishi algún signo aparente tipo calcomanías, adornos, exploradoras, llantas anchas, etcétera?

—No me acuerdo.

—¿Cómo iba vestida la señora?

—Con falda y saco de sastre. Los detalles habría que preguntárselos al Puerco Espín, que la retrató de arriba a abajo y sobre todo en la zona de la cintura.

—¿Y las otras personas?

—Vestido de calle común y corriente.

—La señora era mona, pelinegra, castaña.

—Mona.

—¿Ojos azules, verdes, negros…?

—Ojos claros.

—¿Claros o claritos?

—Claros.

—¿Qué estatura?

—Más alta que yo, que mido uno sesenta y ocho.

—¿Edad?

—Unos cuarenta y pico bien escondidos.

—¿Tez?

—Blanca.

—¿Diría que era de Bogotá, Boyacá, Medellín, la costa, el Llano…?

—Bogotá.

—¿Y el de Tunja?

—Alto, bigotes, 50 años, vestido con pantalones bluyines y una chaqueta azul marino de paño. También parecía de Bogotá.

Abuchijá se levantó de la banca y los miró poniéndose las manos en la cintura.

—¿No serán de la CIA ustedes?

—Nooo… —contestaron los dos.

—Ah, bueno. Podemos seguir.

—¿Sabría ubicar el garaje en Tunja?

—Tal vez sí, aunque había cinco puertas iguales porque eran garajes de residencia.

—Por mi parte es todo —dijo Silanpa—. ¿Estupiñán?

—Dos detallitos no más… ¿No sintió usted algo anormal o diferente en su camioneta mientras hacía el viaje? ¿Algo así como olor a mortecino, a formol?

—No. Para ser sinceros olía más bien como a pan. Y me acuerdo que pensé: no me habrán hecho pasar la noche en la carretera para transportar doscientos kilos de mogollas.

—¿Por qué doscientos kilos?

—Yo conozco mi camioneta, detective. Cuando anda rezagadita por el peso yo le sé calcular.

—Y otro detalle: ¿nunca le vio la cara a la persona que iba detrás?

—No. Ni siquiera lo sentí, fíjese.

—Gracias, es todo.

Estupiñán dio la espalda y caminó solemne hasta la ventana, se contrajo, levantó el índice y habló en voz alta:

—¡Sobre la cabeza de esos malhechores pende la espada de Demóstenes!

—¿Demóstenes? —dijo Silanpa—. Querrá decir Damocles.

—Es lo mismo, jefe. En esa época todo el mundo andaba armado.