19
Cuando se despertó Mónica ya no estaba. Le había dejado el desayuno listo y una nota recostada contra la taza del café: «Te espero esta noche. Hay que hablar, te guste o no.» Y más abajo: «Ps… Anoche me hiciste venir delicioso.»
Se vistió rápido, bajó a la calle y tomó un taxi.
El edificio de Quica le pareció mucho más viejo y desconchado a esa hora de la mañana, apenas una estructura de cemento gris llena de manchas y moho. La fachada del primer piso estaba cubierta de rayones de tiza y los vidrios rotos habían sido reemplazados con plástico. Subió por la escalera seguido de un intenso olor a gas y golpeó varias veces en la puerta. Al cabo de un rato escuchó una voz débil.
—Soy yo, Quica, ábrame.
Tenía puesta una camiseta corta y los ojos cargados de sueño. Le dijo «siga» y volvió a meterse a la cama.
—¿Qué horas son? —preguntó entre bostezos.
—Casi las ocho.
—Déjeme dormir.
—¿Cómo están las cosas por el Lolita?
—Igual.
Silanpa abrió una de las cortinas. Un rayo de luz llenó la habitación y Quica metió la cabeza entre las cobijas.
—¡Cierre eso!
—Es sólo un momento.
Buscó en el cajón de la cocina la bolsa con los documentos pero no la encontró.
—Quica, yo había dejado un paquete aquí…
—¿Es suyo? No sabía qué era y lo puse en el cajón del armario. Agradezca que no lo boté.
Encontró su bolsa entre la ropa sucia y dio un respiro.
—Qué susto me dio. Ahora tengo que irme.
Quica se levantó de la cama y corrió hacia él.
—No se me desaparezca tanto tiempo —le dijo—. Estoy ensayando otras canciones, ¿de verdad me va a ayudar?
—Sí, hoy mismo hablo con los de espectáculos.
La cara de Quica se iluminó. Los ojos le brillaron y le dio un beso en la mejilla. Luego abrió la puerta del ropero.
—El problema es que no tengo nada bonito para salir en público. Me gustaría usar algo así, mire.
Le mostró un recorte de revista: un vestido naranja con tirantas en los hombros.
—Sería mejor blanco —dijo Silanpa—. El blanco le queda bien.
La joven empezó a bailar frente al espejo, pero de pronto acercó la cara al cristal, se vio las ojeras y pegó un grito.
—¡Huy! No me mire ahorita que estoy horrible.
Cerró los ojos, se tapó la cara con las manos y empezó a llorar. Silanpa pensó que aún seguía siendo una niña.
—Eso es por haber dormido mal, Quica, ahora que se despierte se le quitan.
Trató de abrazarla pero ella le pidió que la dejara.
—No es eso… Es que me soñé una cosa horrible. Una cosa que me sueño a cada rato.
Las palabras brotaron de sus labios de forma espontánea. Lo miró a los ojos como si lamentara haberlas dicho, pero siguió hablando.
—Es horrible… Estoy en el Lolita y alguien viene a contratarme para que vaya a dormir con un hombre. Me llevan a una casa muy oscura lejos de Bogotá y antes de hacerme pasar al dormitorio me dicen que me quite la ropa y que me bañe, que tengo que estar bien perfumada y maquillada. Cuando salgo de la ducha y me estoy arreglando en el espejo la misma voz me dice al oído: «Hágalo sentir feliz, niña, porque mañana lo vamos a matar.» Entonces me hacen entrar por un corredor oscuro y veo al fondo a un hombre de espaldas. Cuando se da vuelta resulta que es mi hermano…
Quica se le colgó del cuello y volvió a llorar con fuerza.
—Pero… ¿por qué se sueña esas cosas tan feas?
—A él lo mataron. Ya le conté.
—¿Quién lo mató?
—Los mafiosos. Una banda enemiga. No sé.
Trató de calmarla, preparó café y se lo sirvió en la cama. Luego le acarició el pelo y la arropó hasta que volvió a dormirse.
—No me deje —dijo ella, con los ojos ya cerrados.
Salió y fue a la cabina pensando en las palabras de Quica. Era bueno sentir piedad por alguien, saber que en su espíritu aún había lugar para el dolor de los otros. Levantó la bocina y marcó el número de Estupiñán.
—Buenos días, jefe, cambio y fuera, ¿cómo amaneció?
—Bien, Estupiñán. Quería pedirle un favorcito.
—Primero dígame cómo le fue anoche con la mona. Le debió dejar el falus como un queso gruyer, ¿sí o no?
—No dormí con ella.
—¡Ja, ja! Usté si es la cagada.
—De verdad. Lo llamaba más bien para pedirle un servicio especial. ¿Tiene con qué escribir?
Le dio los datos del concejal Marco Tulio Esquilache y le pidió que fuera a vigilarlo.
—A sus órdenes, jefe, ¿algo más?
—Nada más. A las tres de la tarde lo llamo a la cafetería La Pasarela, que es ahí cerquita.
—Listo.
Miró el reloj y vio que tenía tiempo. Hacía días que quería ver a Guzmán. Había cosas nuevas y quería saber su opinión.
La habitación estaba vacía y una monja le dijo que lo buscara en las áreas comunales. Atravesó el salón principal y vio a un grupo de ancianos leyendo revistas, jugando ajedrez y a las damas chinas. Otros miraban sin emoción las imágenes que escupía un viejo televisor Telefunken. Una monja intentaba hacerle tragar a uno un plato de naco que parecía frío. En un rincón un hombre gemía con la cara pegada al muro y otros dos enfermos le gritaban que se callara. Silanpa se sintió extrañamente normal.
—¡Viejo Víctor! Pensé que me había olvidado.
Guzmán estaba sentado en una de las mesas del jardín. Llevaba puesta una bata de toalla y unas pantuflas horribles. Hacía mucho que Guzmán había dejado de ser un hombre común, una de esas personas que van al cine por las noches y ven los partidos de fútbol, que sienten penas y alegrías y de vez en cuando necesitan consuelo.
—Qué bueno que vino. Creo que tengo las cosas claras.
—A ver…
—¿Quiénes quieren los terrenos? Muchos. Pero hay un grupo para el cual no se trata de un negocio sino de una opción de vida, y esos son los del baño turco. Sólo ellos pudieron haber hecho algo así, con crueldad gratuita, con sevicia. En ese crimen hay algo ritual. Piénselo: dejar un cuerpo clavado en unos maderos tiene en el fondo algo piadoso. Estuve leyendo en la biblioteca de las monjitas y encontré el suplicio de Asdrúbal, que luego se convirtió en árbol. Muy parecido al de Cristo. ¿Y qué es eso en el fondo? Un grito. La muerte de un inocente para que la creación, que al fin y al cabo es la Naturaleza, siga procreando. Recuerde que los que tienen fe se mueven entre símbolos.
—Pero los del baño turco ya tienen los terrenos.
—Hay que meterse en la cabeza del criminal. Hay que pensar como él, robarle sus ideas, sus motivaciones y creencias. La lógica nuestra sirve para preparar lentejas, pero no para encontrar criminales. Sólo se destruye a un enemigo de ese modo cuando está en juego la salvación.
—Pero Pereira Antúnez no era su enemigo.
—Estaba en manos de otros que sí lo eran. Él se convirtió en símbolo, y de todos modos era él quien decidía qué iba a pasar con los terrenos.
—¿Está seguro?
—Segurísimo. Esa muerte es un escudo. Son los dedos en cruz: la vieja defensa contra las plagas y la peste. Es la única explicación posible… ¿Quiere apostar?
—Apostemos.
—Una fiesta completa cuando salga de aquí.
—Perfecto.
La voz de Silanpa tenía un color opaco y Guzmán lo sintió.
—Noto algo raro. Me parece que la historia ya no le hace hervir la sangre.
—Tengo demasiados cabos sueltos —Silanpa carraspeó—. Siento que doy vueltas, que giro en torno a algo que no veo.
—Los consejos no sirven si no hay una pasión por la verdad, y ese es el verdadero centro —dijo Guzmán—. Ahora que lo veo me parece que ya no le interesa tanto saber quién clavó al empalado. Usted está como esos pájaros que vuelan todo el día hacia un árbol y apenas lo tocan se devuelven.
Silanpa no dijo nada. Guzmán lo miró con interés y malicia.
—Lo que usted busca está más allá del propio crimen y creo que tiene que ver con su vida. ¿Qué hay de lo otro?
—Mejor —contestó Silanpa—. Creo que hay una posibilidad. Mónica está llena de dudas, pero sé que todavía me quiere.
Le contó el encuentro. La noche juntos, sus palabras y su actitud protectora. Se sintió tonto.
—Tenga cuidado con las ilusiones, hermano —sentenció Guzmán—. Si uno se va es porque ya se ha ido… No me acuerdo quién lo dijo.
—Al menos ahora tengo un poco de tranquilidad. Cuando uno piensa todo el día en una mujer no debería soñar con ella por las noches. Eso me estaba pasando.
—¿Qué pasa si se le vuelve a ir?
—Me opero las hemorroides, me retiro del periódico y me voy a vivir al Ecuador.
—Eso suena bien, pero acuérdese de su amigo —dijo Guzmán—. Mi familia todavía no se repone de la vergüenza. Usted es el único que viene a verme.
—No se preocupe. Yo no lo voy a dejar solo.
—Tenga cuidado con Mónica. La cosa huele mal y no quiero verlo peor de lo que está.
—La moneda todavía está en el aire. ¿Y usted? ¿Cómo va la lectura de los periódicos?
—Dejé de leerlos —dijo con tono resignado—. Me fui aburriendo de saber cosas que ya no apasionan a nadie. Eso sí, sigo con las tiras cómicas y sobre todo con Educando a papá.
Silanpa se despidió y salió a la autopista convencido de que Guzmán se equivocaba con respecto al empalado. Eso le dolía más que su propio fracaso.
En la flota que lo llevaba a Bogotá cerró los ojos y trató de no pensar. Se dejó invadir por la música del radio pero fue inútil. Tenía en la sangre la noche con Mónica. Le llegaban ráfagas con su olor y de pronto, casi dormido, pensó que debía reponer fuerzas, buscar consuelo en algún lugar en el que pudiera abandonarse. Al llegar al centro caminó por la Séptima hasta el Centro Internacional y se dirigió, por primera vez en su vida, a la iglesia de San Diego. Eran las seis de la tarde y de pronto las campanas empezaron a sonar espantando a las palomas hacia un cielo denso, cargado de humedad y de smog. Una multitud de pordioseros y vendedores de lotería se disputaban los escalones de la entrada, y al pasar la verja un grupo de mujeres lo asaltó con una cajita de cartón.
—Somos devotas del padre Almansa, joven —dijo una mujer con el cuerpo cubierto de estampas religiosas—. Estamos haciendo una colecta para hacerle un nuevo nicho en la capilla, ¿nos colabora?
Silanpa sacó un billete y lo metió en la caja. Luego otra mujer le entregó una planilla.
—El nombre y una firmita, por favor. Estamos pidiendo por tercera vez la canonización. ¿Sabía que la semana pasada el retrato volvió a echar lágrimas? Esta vez van a tener que oírnos.
Entró a la capilla, observó el nicho con la imagen de la Virgen del Campo y fue a sentarse a una de las bancas, en medio de la gente. No escuchó la oración, pero se dijo que al menos en ese lugar su interior ya no le pertenecía.
En el Nueva York Susan lo esperaba fumando un cigarrillo tras otro mientras le daba vueltas a una idea en la cabeza. Miró varias veces por la ventana, se acercó a la puerta cada vez que sintió ruidos en las escaleras y al fin se decidió. Levantó el auricular y marcó un número.
—Con Heliodoro Tiflis, por favor.
—¿Reinita? Usté si es la embarrada, ¿no? Mire que venir a escapárseme así.
—No me diste otra posibilidad, Heliodoro.
—¿Dónde está?
—En un sitio seguro. Tus matones no son tan de confiar como tú dices. El Runcho me quiso violar. Por eso me fui.
—Pobre Runchito, hay que entenderlo. Figúrese que lo dejó la novia y anda haciendo locura tras locura. Es como un niño.
—¿No te importa que haya intentado violarme?
—No se preocupe, mami, si ya le di su castigo.
—Quería hablar contigo… Sé quién tiene tus famosos documentos.
—Yo también sé, reina. Dígame algo que no sepa.
—Quiero que volvamos a ser socios.
—Reina, pero si eso es lo que yo quiero también. A ver, cuénteme qué es lo que sabe.
—El periodista Silanpa. Él los tiene. Pero hay un problema: dice que se los dio a la policía.
—No me diga. ¿Y dónde puedo conseguir al periodista?
—Yo tengo cita con él más tarde, cuando sepa lo que va hacer te llamo, ¿okey?
—Listo, mamita. Y si quiere le voy preparando un chequecito.
—De eso hablamos luego.
Susan escuchó pasos en el corredor.
—Ahora tengo que colgar, chao.
Sonaron dos golpes en la puerta y fue a abrir.
—Buenos días —le dijo Silanpa.
—Víctor, menos mal que llegaste —lo tomó del brazo y lo empujó hacia adentro—. Qué miedo tengo, caray. Cada vez que oigo pasos en el corredor pienso que son los hombres de Tiflis.
—Aquí está segura, Susan. No se asuste.
—¿Cuánto tiempo voy a tener que quedarme en este hotel?
—Todavía no sé, pero lo mejor es que se quede hasta que resolvamos todo. Por la tarde voy a ir a hablar con la policía.
—Eso puede ser peor.
—Tal como están las cosas les toca a ellos resolver esto, yo sólo soy un periodista.
—Pero al fin y al cabo los terrenos son de Tiflis, ¿por qué quitárselos? El problema comienza ahí.
—No se le olvide que hay dos muertos en el camino.
—En todas partes hay muertos, Víctor. Para donde uno mire se encuentra con cadáveres.
—Pero uno puede elegir de qué lado está.
—Yo estoy del lado de los vivos. Por eso no me gusta enfrentarme con alguien como Tiflis.
—Su pelea y la mía son distintas —dijo Silanpa encendiendo un cigarrillo.
—Ya sé, pero en la mía se puede ganar.
—No siempre ganar es lo correcto.
—Cuando se trata de seguir vivo, sí lo es.
—Todos estamos vivos, no se preocupe por eso.
—¿Y por cuánto tiempo?
—Eso nadie lo sabe.
Susan se le acercó.
—Le propongo un trato, Víctor. Usted tiene los documentos y yo tengo información que puede serle útil. A usted lo de los terrenos no le interesa, usted lo que quiere es saber quién mató a Pereira Antúnez, quién lo clavó en la orilla del lago y por qué. ¿Me equivoco?
—Siga, ¿cuál es el trato?
—Déme los papeles y yo le ayudo a resolver el caso. Si le llevo a Tiflis los documentos él va a confiar en mí, y entonces yo podré obtener información para usted sobre el asesinato. Usted publica su investigación en su periódico, se queda con la fama y yo recupero mi libertad, ¿qué le parece?
—No estoy buscando fama.
—No me venga con pendejadas, Víctor. Todo el mundo busca algo en una historia así.
Silanpa encendió un cigarrillo.
—Me interesa la información que todavía no me ha dado. Hábleme de Pereira Antúnez.
—Le propuse un trato.
—No lo acepto.
—¿Y quiere que le diga lo que sé?
—Sí, porque si no voy a tener que llamar a la policía y sus interrogatorios son menos cómodos que los míos.
Susan encendió un Pall Mall y se sentó frente a él con gesto cansado.
—Pereira Antúnez era un hombre bueno, un alma noble que desafortunadamente tenía la facultad de rodearse de basura. Tenía mucha plata, infinidad de negocios, pero en el fondo era uno de los nuestros, una persona que se acerca a la naturaleza sin armas, sin tapujos. Por eso se aprovechaban de él.
—¿Tiflis lo secuestró para matarlo y quedarse con los terrenos?
—Ya le dije que él no lo secuestró para matarlo. Por lo que sé lo tenía narcotizado. Alguien se lo robó y lo mató.
—¿Quién?
—Tal vez Esquilache, o Vargas Vicuña. Siempre volvemos a los mismos nombres. Es todo lo que puedo decirle por ahora.
Silanpa cogió la chaqueta y se dirigió a la puerta. Antes de salir le mostró el sobre que llevaba en uno de los bolsillos.
—Aquí tengo los documentos que tanto andan buscando. Piense en más detalles y tal vez por la tarde hagamos un trato.
Cerró la puerta y salió.
Al llegar a la plaza de Lourdes entró a la cafetería San Fermín, pidió una empanada de carne y fue al teléfono.
—Buenas tardes, quisiera hablar con un cliente de apellido Estupiñán —dijo por el auricular—. Es un señor gordito, de estatura media…
—Un momentico pregunto…
—Jefe, qué cumplimiento.
—Cuénteme qué averiguó.
—¿Está sentado?
—No, pero estoy junto a la pared.
—Entonces agárrese.
—¿Qué pasó?
—A Marco Tulio Esquilache lo mataron anoche, le pegaron un balazo en la frente, en su propia oficina.
—¡Nooo…!
—Como le digo, la vaina se pone peligrosa.
—¿Y se sabe quién lo mató?
—Nada. Cuando llegué, bien tempranito, había una patrulla de la policía en la puerta. Ya se habían llevado el cadáver pero todavía andaban recogiendo testimonios.
—Encontrémonos en la Estación de Policía. En diez minutos.
—Señor sí.
Tomó una buseta en la Caracas. Un lisiado le metió un muñón en la cara pidiéndole una moneda y Silanpa, horrorizado, le alargó un billete de quinientos pesos. «Cómo me haces de falta», se dijo, «qué cantidad de cosas podrías haberme dicho hoy que tanto necesito.» Pensaba en su muñeca.
En la puerta de la comisaría, debajo del escudo y la bandera de la nación, Estupiñán lo esperaba ansioso.
—Al concejal lo dejaron con los pies fríos —le dijo—. Qué cosa tan efímera la vida, ¿no cree?
—Vamos a ver qué nos dicen aquí.
El capitán Moya seguía tragando chicles Juice Fruit. Al verlos entrar se levantó del escritorio y los acogió con una sonrisa. Al lado del escritorio, Silanpa vio con asombro una imagen del Divino Niño y dos espermas encendidas.
—No es el Divino Niño, Silanpita, es el Niño Jesús de Praga. Y este de aquí es el padre Almansa, ¿se enteró? El retrato volvió a llorar, en todo el centro no se habla de otra cosa —Moya caminó hasta la ventana y le habló de espaldas—. Pero… ¿qué dice mi hombre de letras favorito?
—Sorprendido, capitán —contestó Silanpa.
—Es que el tratamiento para adelgazar da sus resultados, ¿no? Si sigo así voy a terminar de acróbata en el circo ruso.
—Bueno, si le digo la verdad yo hablaba más bien del asesinato del concejal.
—Ah, claro…
—Pero ahora que lo dice estaba por comentarle, qué flacuras.
—Todo el mundo me dice lo mismo… —sacó una colombina Bon Bon Bum y se la metió a la boca—. Oiga, qué cosa tan jodida lo del tipo ese Esquilache.
—No me va a creer, capitán, pero creo que tiene relación con lo del empalado.
—¿Lo del empalado?
—Sí.
—Esa investigación está trancada todavía, mi querido periodista. ¿Estamos grabando?
Silanpa negó con la cabeza.
—Bueno, le decía que está trancada porque no hemos podido saber nada, ni siquiera quién diablos era ese pobre hombre.
—No me diga.
—Imagínese.
—¿Y del concejal qué se sabe?
—Nada especial todavía. Que era un tipo sano, sin antecedentes. Una persona más bien honorable.
—¿Tienen a algún sospechoso?
—No, pero interrogamos a su chofer.
—¿Y qué dijo?
—Nada muy interesante: que su jefe era un hombre muy ocupado.
—¿Me puede dar los datos, a ver yo qué le saco?
—Se llama Vladimir Osasuna Rivas, mire, copie, esta es la dirección.
Silanpa agradeció y, ya en la puerta, escuchó la voz del capitán.
—Una cosa más, si no es molestia, ¿averiguó algo de La Última Cena?
—Para serle sincero, no —respondió Silanpa—. No he ido mucho al periódico por estos días.
Moya lo miró con gesto cómplice y Silanpa entendió que iba a escuchar una confidencia.
—Creo que me decidí. Ahora que estoy adelgazando siento como un vientico, algo en la nuca que me anuncia grandes cambios.
—Entonces es verdad lo que dicen por ahí. Se va de la policía.
—No tan rápido, yo hablo de cambios interiores… Me gusta el aspecto moral y religioso de la asociación, para qué. Usté no puede entender porque es joven, pero a mi edad las cosas terrenas dejan de ser importantes.
—De cualquier modo usted se merece un descanso —dijo Silanpa despidiéndose.
Estupiñán lo esperaba en la sala de abajo contándole chistes a uno de los agentes. El agente se retorcía de risa y Estupiñán, orgulloso de su historia, se agarraba la barriga con las manos. Al ver a Silanpa le dio la mano al uniformado y salieron a la calle. «Ahorita se lo cuento, jefe.» Silanpa le mostró el papel con la dirección del chofer de Esquilache. Era una casa en Usaquén, cerca del cerro.
—¿Sí? —se escuchó una voz de mujer detrás de la puerta.
—Queremos hablar con el señor Osasuna.
—¿De parte de quién?
—Policía.
—Él ya prestó interrogatorio.
—No es nada grave, señora, es que quedaron unas pregunticas y no quisimos volverlo a citar en la comisaría, ¿quiere abrir la puerta por favor?
—Primero identifíquense.
Silanpa le mostró uno de los carnés.
—Bueno, sigan —la mujer abrió.
Al fondo apareció el chofer, con cara de asustado.
—Perdone que vengamos a molestarlo, señor Osasuna, pero hay unas cosas que no quedaron claras.
Osasuna los invitó a sentarse en la mesa de la cocina y le hizo un gesto a la mujer para que se fuera.
—¿A qué personas frecuentó el concejal la semana anterior a su muerte?
—Pues… a muchas, señor detective. Él era una persona muy requerida.
—Nombres, direcciones —dijo Estupiñán.
—Pues… El señor Emilio Barragán, por ejemplo, que además es pariente del doctor Esquilache.
—¿Quién más?
Vladimir se acarició la barbilla.
—Le recuerdo que en este país ocultar información es un delito —dijo Silanpa—. Mi compañero y yo no tenemos afán y estamos aquí para facilitarle las cosas, así que tómese su tiempo.
—Bueno, él vio a varios doctores del Concejo de Bogotá… A gente del club social…
—¿Vio por casualidad al señor Heliodoro Tiflis?
Vladimir empalideció. Le entró un acceso de tos que lo obligó a levantarse, ir a la llave y servirse un vaso de agua.
—Sí.
—¿En qué circunstancias?
—La semana pasada se reunió con él. El doctor estaba con el abogado Barragán. Se encontraron en la cafetería del Hotel Bacatá.
—¿Y fue el único contacto que tuvieron con Tiflis?
—Bueno… —los miró y luego bajó la vista—. ¿Me asegura discreción con lo que le voy a decir?
—Total y absoluta.
—El señor Tiflis le mandó unos matones el martes pasado. Nos cerraron en la circunvalar y nos golpearon el carro.
—¿Y eso por qué?
—El jefe de los sicarios dijo que a Tiflis se le habían perdido unos papeles. Yo no sabía de qué papeles hablaban, pero el doctor estaba muy nervioso.
Silanpa asintió con la cabeza y miró a Estupiñán.
—¿Y a partir de ese día el concejal cambió sus hábitos, sus horarios, buscó protección?
—Más o menos. Esa noche me hizo llevarlo a la oficina del doctor Barragán. Era bien tarde.
—¿Cuándo fue eso?
—El martes, me acuerdo porque jugaba Nacional en la Copa Libertadores.
—Ah…
—Y además iba todas las noches al club. Incluso ayer por la tarde. Antes de que lo mataran me pidió que lo dejara allá.
—¿Usted lo vio ahí por última vez?
—Sí.
—Es todo… ¿Estupiñán?
—Sí —se levantó del sillón y caminó alrededor del chofer—. Usted dijo que fueron a la oficina del abogado el día del partido de fútbol. Ese partido se fue a los penaltis, ¿fueron antes o después?
—Ya se había acabado el tiempo reglamentario. Yo oí los penaltis por radio, mientras lo esperaba.
—O sea que fue como a las diez de la noche.
—Eso.
—¿Y alguien lo estaba esperando al llegar a la oficina?
—No. A mí me pareció que no había nadie en el edificio.
—Un detalle sólo… ¿Quién pateó el último penalty de Nacional?
—Leonel Álvarez.
—Es todo, gracias.
Silanpa y Estupiñán salieron. Bajaron a la Séptima y tomaron un taxi hasta la oficina de Esquilache. Un policía de aspecto joven hacía guardia en la entrada. Las puertas estaban acordonadas.
—Silanpa, prensa.
—Señor periodista, ¿cómo me le va? Usté siempre llegando a tiempo a todas partes, ¿no?
Silanpa lo miró con curiosidad: era un tipo bajito, el uniforme le quedaba ajustado y a la chaqueta le hacían falta dos botones.
—Seguro ya ni se acuerda, pero yo fui el que le mostró al gordito allá en la laguna, ¿ya se le olvidó?
—Claro que me acuerdo, agente.
—¿Va a escribir sobre lo de aquí también?
—De pronto, todo esto está muy raro, ¿no le parece?
—Sí, rarísimo. Pero bien pueda siga. Vaya a ver qué encuentra.
—Gracias agente, con permiso.
Vio una botella de whisky y dos vasos. Un cenicero con colillas. Se acercó a la ventana y miró hacia abajo. Ya se habían llevado el Toyota pero se podía ver el croquis en tiza sobre el asfalto del parqueadero.
Buscó en los archivos. Encontró la copia de la escritura idéntica a la suya, hecha en la Oficina de Registros. Encontró otros fólderes marcados: «Archivos Vargas Vicuña», «Archivos Sociedad Hijos del Sol», «Archivos GranCapital» que guardó en su maletín junto con una foto enmarcada en la que Esquilache, vestido de smoking, hacía un brindis.
—Por mí es todo, agente. Gracias.
—Hasta el próximo muerto, periodista. ¿Encontró algo?
—Con ver el lugar ya es suficiente.
Se despidieron. Abajo lo esperaba Estupiñán.
—¿Qué tal cacería, jefe?
—Buena. Vaya a ver qué anda haciendo el abogado Emilio Barragán, que tanto nos lo andan nombrando, y yo me voy a guardar todo esto y a vigilar los movimientos de Tiflis.
—Listo. ¿Dónde y a qué horas es la cita?
—En la cafetería frente al Hotel Esmeralda. A las ocho de la noche.
—Cambio y fuera, jefe —Estupiñán levantó el puño izquierdo—. ¿Sincronización de relojes?
—Al pelo.
Silanpa fue a la casa de Mónica y al acercarse al edificio sintió que entraba en zona neutra. Aún no sentía afecto por esas paredes y ventanas, por las materas colocadas cerca de la luz, pero en ese lugar y en apenas una noche ella lo había reconstruido.
Subió al ascensor mirando por encima los papeles y, al entrar al apartamento, la vio en la sala.
—Víctor… —lo besó largo en la boca—. Me moría por verte.
—Y yo —se escuchó decir—. Vine a dejar unos documentos.
—Espero que no sea nada peligroso.
—No puedo perderlos.
—Quiero que hablemos…
—Te oigo.
—Lo de anoche no debe volver a pasar.
Estaba hermosa: el pelo suelto, un bluyín ceñido y un suéter de rombos.
—Ya sé.
—No es así como vamos a lograr separarnos.
—¿Te arrepientes?
—Claro que no.
—¿Entonces?
—Estoy con Óscar, no puedo acostarme contigo.
—Te acostabas con él cuando estabas conmigo.
—Era distinto, tú y yo íbamos mal.
Puso un compact de Supertramp. Decía que era rico pensar con esa música.
—No debe volver a pasar, ¿me prometes?
—Fuiste tú la que empezó.
—Ya sé. La próxima vez no me dejes.
—Con no querer es suficiente.
—Ese es el problema.
—¿Cuál?
—Que sí quiero —encendió un cigarrillo y de inmediato lo apagó—. No me hagas hablar, tengo la cabeza hecha un lío.
—¿Quieres que volvamos?
—No me preguntes.
—¿Estas enamorada de Óscar?
—Creo que sí.
Silanpa sintió otra vez la náusea, un tapón en la boca del estómago. Abrió los ojos y las palabras seguían estando ahí.
—Ya entiendo. Recojo mis cosas y me voy.
—No, quédate. Sabes que yo te quiero.
—No puedes estar con los dos al tiempo. ¿Sabe él esto? ¿Le has hablado?
—No.
—Tengo que irme.
Trató de salir pero ella se interpuso. «Tócame. Mira cómo me pones.» Lo empujó hasta el sofá y él se dejó llevar por piedad con esa otra imagen de sí mismo que ahora le parecía lejana: la del hombre solo que la perdía para siempre.
El sol de la tarde entraba a chorros. El viento movía las cortinas y muy lejos se oía un golpe de taladro confundido con el tráfico.
—Monstruo, ¿por qué dejaste que pasara?
Mónica caminó desnuda hasta el baño y él la miró: la quería y además le gustaba.
—Es la última vez, ¿entendido?
—Sí.
Al regresar Mónica buscó su reloj. Ya debía irse.
—Esta noche llego tarde —le dijo poniéndose los calzones—. Pero tú quedas en tu casa.
Se despidieron en la puerta.
—Esta maricada va a tener que resolverse de una vez por todas —Mónica volvió a besarlo.
—Piensa qué quieres hacer y esta noche me dices —dijo Silanpa.
—Me haces dar nervios… Pero quédate tranquilo, esta noche te doy una respuesta.