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La imagen de ese joven desechable convertido en clara de huevo me dejó en la cuneta. Ya se habrán dado cuenta por mi narración que soy un hombre sensible, uno de esos que se acerca a la realidad primero con el corazón, aunque suene un poco débil, y es que sépanlo: no por estar en contacto con el hampa ni por portar un arma uno se olvida de esa otra parte de la vida, tan importante según los filósofos, y perdonen si me explayo. Pero me salgo del tema. Estábamos en que yo, persona sensible y, sin faltarle a la modestia, alma culta, volví a sentir que el estómago se me tapiaba por dentro. Vez que levantaba un tenedor de papita criolla o lechona, vez que le mandaba el dedo al arequipe, se me aparecía la expresión de terror del humilde antisocial. Al principio escondí el modesto drama, que no soy hombre de lloriquear al primer contratiempo, pero pasados cuatro días la cosa me alarmó. Y no fui el único pues Montezuma, que tampoco era de palo, se convirtió de pronto en un gran conversador y por esos días no lo oí tartamudear ni una sola vez. Entonces hablé con el sargento Chumpitaz en privado y le conté lo que pasaba, y él me dijo que fuera a hacerme ver del médico de la estación. Resumiendo: una semana más tarde la cosa no cambiaba, y por eso me tuve que recluir en el hospital, con cables de suero pinchándome el antebrazo y citas diarias con una señora llamada Carmencita que era psicóloga, sí señores, como oyen: psicóloga. Carmencita, que al sotoscripto, para ser sinceros, le pareció como muy niña para poder tratar con un hombre de envergadura y experiencia, me dijo que le contara lo que había pasado. Y le conté, a mi modesto entender, lo que había originado el tapón, y ella me dijo que sí, que había sufrido un choc. Yo, para qué, sentía como vergüenza y le escondía a los compañeros que venían a visitarme, en fraterna camaradería, lo que pasaba. Les decía que estaba intoxicado, pero la verdad es que fue pasando el tiempo y yo nada. Los platicos de naco y los caldos de verdura que me daban en el hospital se me enfriaban delante, y un día le oí al médico decir una frase que me impresionó: «¿Cómo amaneció mi querido anoréxico?» Y yo, ¿quién? Pero me explicó que así se llamaban los que no podían comer, y yo pensé en ese momento que la vida si es una cosa hasta rara. Pero saber la verdad no cambió las cosas porque ahí seguí, solo en mi cuarto, con más cables que los computadores de la estación y sin fuerza para pararme al baño, y perdonen el detalle.
Tres semanas duró esta vez el nudito, ¿qué tal? Yo me acordaba de la vez anterior y trataba de imaginar cómo podía quitármelo sin tener que tragarme las tabletas que me daba Carmencita, que a todas éstas se había convertido en muy amiga, y lo mismo que la vez anterior la resolución fue, señoras y señores, de lo más humana. Gracias al suero y las pastillas podía de vez en cuando levantarme, y en una de las salidas, paseando por el corredor del hospital, me tocó encontrarme con uno de esos espectáculos tan severos y definitivos y que, para desgracia de la nación, se van repitiendo cada vez con más frecuencia: una señora joven, de unos treinta y pico, lloraba desconsolada en un sillón de la sala de espera. Eran como las ocho de la noche y a mí me extrañó porque a esa hora ya no había visitas. Me le acerqué imaginando lo que pasaba y claro, resultó ser la esposa de un mecánico al que le habían pegado un balazo en una pelea de bar. Cosa fea, pensé, porque a la joven le tocó ir a sacarlo cuando todavía estaba vivo, llevarlo boqueando hasta el hospital y luego quedarse ahí hasta que el médico le anunció que habían parado la operación porque el mecánico había devuelto cédula. Ella no se había querido ir hasta que no se lo mostraran, y cuando la encontré estaba esperando que lo sacaran del quirófano para verlo. El sotoscripto, que por la disciplina de las armas y el orden público está enseñado a este tipo de dramas, se vio de pronto junto a la mujer. Entonces me senté con ella y le dije quién era, y le conté muchas historias de peligro y le traté de explicar algo que a veces charlamos con Montezuma, que a él también le gusta la reflexión, y es que en esta vida tan rara a veces toca que pasen cosas feas para que existan las otras, las buenas, y le dije a la jovencita, que llorando parecía todavía más joven, si me permiten el detalle, en fin, traté de explicarle que no hay golpe sin réplica, y que si ese día le había caído una desgracia otro día la cosa se iba a voltear y ahí iba entender el porqué, pues el que está allá arriba aprieta pero no ahoga y todo quiere decir algo, y si una cosa de esas tan trágicas pasa es porque después vendrá otra buena, palabra que sí. Y ella, oyéndome, y lo digo sin faltarle a la modestia, como que se fue calmando, como que se le fue pasando el dolor y dejó de llorar, y me preguntó el nombre, y yo seguí explicándole que las vainas de la vida estaban todas ordenadas y que era como en un restaurante, que si uno paga la comida se la traen, y si paga más pues le dan más, y aquí igual, y que por haber sufrido esa noche el de arriba estaba en deuda y él siempre paga, hasta que la señora se tranquilizó y cuando vino el médico a decirle ya puede seguir, la acompaño en su dolor, la mujer se levantó y se fue muy serena, con una dignidad que a mí, sotoscripto, me llenó el espíritu. Y yo también me fui, y al llegar al cuarto vi la bandejita y en un suspiro me puse adentro el naquito y la sopa, y en par patadas estaba colgado del timbre de la cama pidiendo más.