15
—¿Baños Turcos El Paraíso Terrenal? —el hombre escribió con un lápiz mordisqueado y acto seguido se perdió entre los ficheros.
—Gracias, Baquetica. Usté se imagina que es bien urgente.
El empleado de la Agencia de Registros tenía dos cosas muy feas de ver: una mano engarrotada que escondía por debajo de la manga y un labio leporino cubierto a medias por un ralo bigote. Baquetica iba el sábado a la Agencia para respirar el aire de los legajos, hacer crucigramas, sentirse libre y ocioso en el mismo lugar en el que trabajaba durante la semana. Le espantaba la idea, según le confesó una vez a Silanpa, de las horas miserables que lo esperaban en su pieza de alquiler en Fontibón, a donde sólo iba para dormir, preferiblemente borracho. Por eso se quedaba hasta las seis entre los libros y luego, si estaba de ánimo, se bajaba al Copelia a ver una de sexo. Silanpa lo conocía, le daba propinas y le oía los problemas.
—Aquí tengo la hoja de registro. La del propietario no está, pero sí la del administrador: Alberto Cossío, cédula tal y tal. ¿Le sirve?
—Sí, a ver que copio.
Silanpa leyó el papel de registro y vio que la fecha en el encabezado decía 10 de agosto.
—¿Tiene apenas dos meses este registro, Baquetica?
—Sí, por la fecha sí.
—Pero ese club existe desde hace más de veinte años. ¿Qué pudo haber pasado?
—No sé, al cambiar la propiedad se hace un nuevo registro, pero aquí el historial no está. Espere, voy a buscar la transacción en el fichero de donaciones. A lo mejor es por eso.
La luz de la tarde entraba por los inmensos ventanales formando hileras de polvo. La figura de Baquetica iba y venía entre los montones de legajos, algunos amarrados con piola y marcados con números escritos a lápiz.
—Aquí lo tengo. Es una donación, mire. El historial está aquí.
—¿Y una donación de quién?
—Casiodoro Pereira Antúnez a Heliodoro Tiflis. Es reciente, mire, no hace ni dos meses.
Silanpa copió todos los datos y salió volando a la calle. Ya oscurecía. Quica hacía mala cara en el R6.
—Se demoró un montón, maleducado. Lléveme rápido al Lolita que se me hace tarde.
Al llegar se despidieron con un beso rápido. Sintió algo en las tripas al verla subir por la estrecha escalera, y luego rabia y celos cuando el sordomudo la saludó de un manotazo en las nalgas.
En el contestador de su casa lo esperaban varias llamadas. Vio la luz roja titilando sobre el botón y se dio vuelta hacia la muñeca: «¿Llamó? Te apuesto un sombrero nuevo a que sí.» Le dio al play, escuchó su voz dando la entrada, lo que Guzmán llamaba «la carreta de inducción», y luego: «Silanpa. Soy Mónica. Te comunico que ya me estoy cansando de esta huevonada. Si no quieres hablar conmigo al menos ten el valor de dar la cara y decirlo. Son las cinco y estoy en la casa. No voy a salir. Llámame apenas llegues.»
Tres pitidos interminentes y luego: «Aquí Emir Estupiñán, cambio. Para reportar que durante una segunda charla con Lotario Abuchijá no se encontraron nuevos elementos de interés para la investigación. Mañana sigue firme la cita para visitar los garajes de Tunja, pero Abuchijá prefiere no ir en su camioneta por dos razones. Primera: para no ser reconocido. Segunda: porque le está fallando el relay. Y esto es todo. Cambio y fuera.»
Pip, pip, pip…
«Son las siete, Silanpa. ¿Sabes lo que se me ocurrió? Si no quieres hablar por estar bravo o cosa por el estilo te hago una propuesta. Vienes a la casa, pedimos una pizza por teléfono y vemos Sábados felices. Si después quieres charlar, charlamos, si no, te vas. ¿Okey?»
Sintió pánico y miró el reloj. Ya sabía él sobre qué quería hablar. Eran las ocho y diez. Fue a la ventana, vio las luces de la ciudad y encendió un cigarrillo pensando si debía llamarla. «¿La llamo o no la llamo?» Dos veces levantó el auricular del teléfono pero lo dejó. Luego fue a la cocina y puso a hervir agua para hacerse unos espaguetis con aceite y atún. Al sentarse en el taburete sintió la molestia de la almorrana, pero cayó en cuenta de que en todo el día no le había dolido. ¿Sería el baño de vapor? El teléfono sonó en la sala, pero él cogió su cigarrillo y se quedó mirándolo sin contestar.
«Cucú. ¿Me reconoce? Anoté su teléfono a escondidas. Chao.»
Era Quica. Al minuto volvió a sonar el timbre y en el contestador reconoció la voz de Esquivel: «Llamo para recordarle que esta noche le toca turno de guardia en la redacción. ¿Se le había olvidado? Acuérdese, a partir de las once.»
Comió en la cocina, decidió ver Sábados felices y llevó el televisor al baño. Llenó la tina, se desnudó y entró al agua frotándose los antebrazos. De repente escuchó el timbre de la puerta. Se envolvió en una toalla y caminó tiritando de frío hasta el recibidor. ¿Será ella? Pero el ojo de la puerta le mostró a una mujer que no conocía, deformada por el lente.
—¿A la orden?
—¿El señor Víctor Silanpa?
—Sí…
—Es para una consulta profesional, urgente…
—Un momento por favor.
Abrió la puerta y sintió un golpe en el pecho: era la mujer del baño turco, la misma que el transportista Abuchijá le había descrito. La invitó a seguir.
—Estoy medio desnudo porque me estaba duchando… Siéntese un segundo que ya la atiendo.
—No se preocupe, supongo que será el mismo cuerpo que tenía en la sala de vapor.
Silanpa la miró con sorna, fue al baño a ponerse una bata y volvió a la sala en sandalias.
—¿En qué le puedo servir?
—He estado leyendo sus crónicas en el periódico sobre ese caso, Víctor. ¿Cómo lo llama usted…? Ah, sí, el Crimen del Empalado.
Se sorprendió de la súbita intimidad y, avergonzado, cubrió sus piernas flacas y blancuzcas con el faldón de la bata. La mujer llevaba un vestido sastre color vino tinto y fumaba un largo Pall Mall.
—¿Y sabe lo que le digo? Para mí que fue la investigación sobre ese caso lo que lo trajo a nuestro club. ¿Me equivoco?
—Permítame ofrecerle algo… ¿Una cerveza, un traguito?
—Si tiene whisky sí, si no prefiero un café.
—Tengo whisky.
La mujer lo miró al levantarse y lo siguió con los ojos hasta la cocina. Silanpa sintió frío en la espalda.
—No me ha contestado —le dio un trago largo y ella movió los hielos con la lengua dentro del vaso.
—Yo soy periodista, señora. Tengo obligaciones en el periódico que van más allá de la pura investigación policial. ¿Sabe que también hago artículos de sociedad? ¿Que su club es una cosa poco conocida y que podría interesarle a muchos de nuestros lectores?
—Yo no vine aquí a hablar pendejadas, Víctor —lo miró a los ojos, cruzó la pierna y dio una larga bocanada al cigarrillo.
—¿Cómo consiguió mi dirección?
—Está en el impreso de candidatura al club, ¿no se acuerda?
—Sí.
—Hablemos claro. Usted cree que nosotros tenemos algo que ver con el empalado. ¿Sí o no?
—Estoy haciendo una investigación, señora. Si quiere más whisky le puedo dar, pero no estoy obligado a contestar sus preguntas.
—Yo vengo aquí en son de paz.
La mujer se acomodó en el sillón y Silanpa, bajando la vista, vio que estaba desnuda debajo del vestido.
—En mi trabajo encuentro a muchas mujeres como usted. Mujeres elegantes, acostumbradas a doblegar a los hombres.
—No vengo a seducirlo, Víctor. Tal vez a comprarlo, para hablar claro, porque conozco sus tarifas y sé que usted tiene precio.
—¿Y qué es lo que quiere comprar?
—El Paraíso Terrenal no tiene nada que ver con su historia del empalado, pero por el camino que va nos puede perjudicar. Vengo a ofrecerle un millón de pesos para que nos deje tranquilos, siga viniendo al baño turco y no se meta en lo que no le importa.
—Hubiera preferido la seducción, señora. Un millón de pesos para mí es casi una ofensa.
—Ponga usted el precio.
Sacó una chequera del bolso y lo miró a los ojos.
—Pero antes… ¿puede servirme otro trago?
Silanpa se levantó y volvió a la cocina. Desde allá le habló.
—Guarde su chequera, señora. No hay precio.
—Entonces voy a tener que seducirlo —le dijo.
—Eso me gusta más, para qué.
Al volver al salón la mujer observaba la muñeca con curiosidad.
—Es curiosa, tiene una expresión triste.
—Cambia con la luz.
—Veo que le gustan las figuras inertes, tal vez por eso se interesa tanto en el empalado… Es bonita, lo felicito.
Tomó un trago con elegancia y se sentó a su lado en el sofá.
—Venga, hágase aquí, a mi lado, a ver cuánto aguanta. Le advierto que voy a seducirlo y que voy a ser muy directa.
Le cogió la mano, le acarició las yemas de los dedos y luego, separando los muslos, la metió debajo de su falda.
—Fíjese, a los hombres se les acaban los argumentos apenas tocan mujer. Como le dije, yo sé que todos tenemos un precio.
—Un precio y un horario. Yo, por ejemplo, tengo que irme ya mismo a trabajar.
—Si se va y me deja sola voy a poner en duda su virilidad.
—Aquí lo que menos importa es mi virilidad. ¿Cómo me dijo que se llamaba?
—Susan.
—Permítame que la acompañe a la puerta.
—Ningún hombre que me ha tocado se va así no más.
—Usted me obligó.
—Es lo mismo. —fue al bolso y sacó una pistola. Le apuntó al pecho. Silanpa se puso pálido.
—Tenga cuidado… —la voz le tembló—. Eso se le puede disparar.
—Usted no sabe lo peligrosa que es una mujer a la que se le hace un desplante. ¿Quiere probarlo?
—No, guarde esa pistola.
La mujer le apuntó el arma a la cabeza, se sentó del otro lado del sofá y volvió a subirse la falda.
—Venga, quítese la bata y acérquese.
Silanpa la obedeció temblando de miedo. El vértigo que le producía el cañón del arma le hizo perder la erección.
—A ver, superpipí, ¿de qué es capaz ahora?
Hizo varios intentos pero el arma le impidió concentrarse.
La mujer lo empujó con el pie.
—Ya, superpipí. Ya vi que usted no necesita exámenes.
Se levantó, recogió el bolso y fue a la puerta.
—Cuando se sienta más hombrecito venga a verme al baño turco. Mientras tanto siga jugando con su muñeca y déjenos tranquilos.
Salió dando un portazo, dejando en su lugar una inmóvil bocanada de humo.