19

—A mí nada de whiskies ni ginebras, doctor —le dijo Tiflis a Vargas Vicuña—. Eso es cosa de hermafroditas ingleses y maricones gringos… A mí me sirve mi patrio guarilaco, a ser posible doblecito y con limón.

—Lo que usted prefiera, don Heliodoro. En estas épocas tan difíciles para el país reconforta ver a alguien tan aferrado a la tradición.

—Le voy a contar un secreto, doctor Vargas… Todas las mañanas, antes de desayunar, salgo al jardín y agarro un puñado de tierra. La beso y luego la dejo escurrir entre los dedos. Esa es mi terapia para aguantar.

—Tanta bomba, tanta corrupción, tanto maleante… La gente de bien es cada día más escasa.

—¿Culpa de quién? Yo tengo para mí, y esta es otra confidencia, que el gobierno está infiltrado. Esos liberales no son sino copetones disfrazados.

—Son las reglas del juego, aquí mandan las urnas.

—Pero usted sabe, mi querido doctor, que el destino de las urnas es romperse.

Cuando el mayordomo llegó con la botella de Cristal y los vasitos, Tiflis le hizo señas para que los dejara en la mesa.

—Pero vamos al grano, don Heliodoro. Usted se imaginará que no lo cité en mi casa para que oyera mis lamentos.

—Usté dirá, mi querido doctor… ¿Le sirvo?

—Despacio, don Heliodoro… Una cosa es el amor al país y otra el hígado. Yo ya no puedo darme esos lujos.

—Qué vida esta, ¿no? Todo lo bueno mata.

—Lo malo también mata y entonces, ¿quién decide?

—Soy puro oídos, doctor.

—Es sobre un asunto confidencial, se trata de unos terrenos cerca del Sisga. Unas parcelas muy buenas, cerca del lago, que eran del finado Pereira Antúnez.

—Conozco el caso, doctor.

—Yo no le puedo esconder nada a una persona como usted —se levantó, fue a la ventana y abrió el visillo. Al fondo se veía la mancha oscura de la ciudad tapizada de diminutas luces—. Me interesan esas tierras para construir un complejo de recreo. Usted sabe, un conjunto de casas de campo para fines de semana, un lugar para gente de recursos, que pueda venir a jugar golf, esquiar y respirar el aire limpio de las montañas. Es una idea buena, un negocio gordo.

—Claro, por ahí el clima es rico, y si llueve, con prender la chimenea y tomarse un traguito la vida se vuelve un bolero.

—¿Verdad que sí?

—Sí, doctor, es un negociazo. Pero permítame que le pregunte… ¿qué tengo yo que ver con esos planes tan buenos?

—Ahí vamos al fondo de la cuestión. Usted era una persona muy cercana a Pereira Antúnez y yo pensé que de pronto usted sabría qué pasó con las escrituras de esos terrenos, porque andan perdidas, como que nadie sabe a dónde fueron a parar.

—¿Ah sí? Qué viejo tan jodido don Casiodoro… Permítame que le cuente un secreto. El señor Pereira Antúnez era un tigre para los negocios. Tenía algo que en este país es un milagro: visión de futuro. Cuando él compró esos terrenos, déjeme decirle, valían una bicoca. ¿Quién iba a imaginarse que quince años después fueran a costar tanto? Pero usted debe saber que él, que tenía sus locuras, era de esa secta de los que les gusta andar empelotos… ¿Cómo es que se llaman?

—Naturistas.

—Eso, naturistas. Por eso le dio por cederle el uso a esos enfermos. ¿Usted puede entender esa vaina? Un señor tan serio, tan importante, gustarle andar como una gallina desplumada… Vainas raras que hay que ver.

—Pero, ¿los naturistas esos siguen utilizando el terreno?

—Sí, al menos hasta que alguien llegue con un papel de propiedad a sacarlos.

—¿Y usted sabe algo de esas escrituras?

—Yo sé que hay un buen negocio a la vista, doctor, lo que falta saber es cuánto están dispuestos a pagar los interesados.

—¿Interesados? ¿Hay muchos?

—Por lo que he podido oír últimamente, doctor, usted no es el único.

El doctor Vargas Vicuña llenó hasta el borde su copa de Cristal, la levantó y la bebió de un trago que lo hizo empalidecer. Carraspeó duro, abrió mucho los ojos y volvió a mirar a Tiflis.

—Tenga cuidado, doctor. Cuando no se tiene costumbre es mejor darle despacio. El trago es como la mujer: si se le baja la guardia golpea.

—Yo estoy dispuesto a hacer rodar un chequecito de varios ceros a la mano amiga que me traiga esos papeles, don Heliodoro. ¿Estoy siendo claro?

—¿Me deja que le haga una pregunta, doctor?

—Claro que sí, don Heliodoro.

—Usted tiene estudios superiores, ¿verdad?

—Sí, un doctorado en Stanford y algunos cursitos de posgrado en Londres y París.

—Entonces dígame una cosa, y perdone: ¿No le enseñaron en esos lugares tan sabios que ofrecer plata en un asunto así es faltar al respeto?

Vargas Vicuña volvió a empalidecer.

—No creí que…

Tiflis, orgulloso de sí mismo, salió a su encuentro.

—Yo sé que usted, que es una persona culta, tiene algo más que ofrecer. Con un piquete así… ¿no le dan ganas de invitar a los amigos?

—Yo tengo una sociedad, gente que está conmigo, don Heliodoro… Yo no estoy solo.

—Es lo bueno de la soledad, doctor. A veces por no estar uno solo no puede hacer lo que quiere.

—Podría hablar…

—Hablar siempre es bueno —Tiflis se tomó el séptimo aguardiente de golpe y se levantó mirando el reloj—. Huy, es tardísimo.

—Yo voy a ver qué puedo ofrecerle, don Heliodoro. Hablo con mis socios y lo llamo, ¿le parece bien?

—Claro que sí, para mí siempre será un honor tratar con gente decente.

Vargas Vicuña lo acompañó hasta la puerta y allí le dio la mano. Los guardaespaldas de Tiflis escondieron una baraja española al verlos salir.

Tiflis subió al Trooper y miró el jardín con las luces encendidas. Se dijo que él también podía tener una de estas casas del norte, pero su vida estaba por otro lado. Estaba contento: le había dado una lección al viejo.

Su propia oficina, en el penthouse del Hotel Esmeralda, era una habitación rectangular con ventanas que daban a Monserrate, las Torres del Parque y la Plaza de Toros. Desde el sillón, con sólo darse la vuelta, alcanzaba a ver el edificio de Avianca y las puntas fantasmales del frustrado Hotel Hilton. Las paredes de la habitación estaban cubiertas de afiches taurinos y de fotos de cantantes, y frente al escritorio, debajo del bar, un tocadiscos en marcha hacía sonar los violines de Pedro Infante.

Sentado en el excusado y mirándose la hebilla de los pantalones, Tiflis reflexionaba sobre sus conversaciones del día. «Hay buena lana», se dijo, «Vargas Vicuña está ansioso y Esquilache está que se baila una polka…» Bajó el agua, se apuntó el pantalón por debajo de la barriga y fue a sentarse al escritorio. Abrió uno de los cajones y sacó un fólder gris marcado «Escritura terrenos Sisga» que lo hizo sonreír; mordió un gajo de limón y llamó por el interno.

—Venga, Runchito, tengo que pedirle un favor.

—Ya mismo, jefe.

El empleado entró a la oficina haciendo una venia.

—Ahora sí explíqueme bien lo del periodista ese. ¿Cómo me dijo que se llamaba? ¿Silamba?

—Silanpa, doctor.

—Eso, cuénteme pues, mijo.

—Está siguiendo lo del gordo, jefe, y a mí no me gusta porque usted sabe lo que pasa cuando la prensa mete la nariz en estos asuntos.

—Sí, me leí el articulo que sacó en El Observador. Nada del otro mundo.

—Pero esas vainas alertan, jefe, acuérdese de mí.

—¿Qué me aconseja, Runchito?

—Darle una advertencia.

—¿Pegarle un susto o mandarlo al trapero?

—No, jefe, sólo asustarlo. Para qué meterse en más bollos. Ya tenemos suficiente con averiguar quién diablos nos robó al gordito y lo dejó clavado.

—Usté disponga, Runchito. Pero mire, vea. Usted sabe que a mí me gusta siempre matar dos pájaros de un tiro. Hay que hacer algo que le meta miedo a Esquilache, a Vargas Vicuña, a todos.

—¿Qué se le ocurre, jefe?

—Yo doy las ideas no más, Runchito, usté es el hombre de la acción. Eso sí, no me haga mucho ruido, es lo único. Y revísenle la casa al periodista, no vaya a ser que tenga cosas interesantes que no sepamos.

—Listo, ya le entendí.

Runcho salió pero antes de cerrar volvió a meter la cabeza.

—Tiene visita, jefe.

—Que siga, Runchito, y dígales a todos que ya pueden irse.

Susan Caviedes entró a la oficina encendiendo un Pall Mall. Se acercó a Tiflis y le dio un beso en la frente. Tiflis le dio con el control a distancia al tocadiscos y los violines de Pedro Infante volvieron a sonar. Sin levantarse le acarició las rodillas a la mujer y luego, con el índice, empezó a subirle la falda.

—Ay mamita, esa manía suya de andar sin calzones.

Sin mucha ternura Susan le abrió la bragueta, le bajó el pantalón hasta las rodillas y se sentó sobre él. Mientras se balanceaban en el sillón y Tiflis resoplaba ella intentaba mirarse en el reflejo del vidrio, pero sólo veía las luces de los edificios vecinos.

Al terminar Susan se levantó y le pidió un whisky.

—Su botella está ahí, detrás de los discos. A mí sírvame un guarito, mami, el limón está en esa coquita de allá.

—Cada día eres mejor hombre, Heliodoro —mintió—. Cuando estabas dentro pensaba que esos ruidos no eran de Bogotá sino de Manhattan, y que las luces de las Torres del Parque eran el Plaza, y esa mancha oscura el Central Park.

—¿La hago ver estrellas, mamita?

—No tanto, pero sí me hace ver lo que no es.

—Le prometo que el mes próximo, cuando toda esta mierda se resuelva, nos vamos a Nueva York. Yo no conozco, reinita, pero usté me ha hecho dar ganas… Usté me conoce, yo no cambio Boyacá por nada del mundo, pero si hay tanto mundo por ver que al menos sea bien acompañado.

—Te voy a mostrar Nueva York, Heliodoro, te voy a llevar a la casa en donde mataron a John Lennon y a los baños de vapor rusos de Brighton Bridge.

—Con usté, mamita, hasta la Conchinchina.

—¿Por qué no vienes un día a El Paraíso Terrenal?

—Usté sabe, si yo saco lo que tengo entre los calzoncillos es para dárselo a alguien como usté. Lo demás no me interesa.

—Te haría bien.

—Me hace mejor lo otro, gordita… Y venga para acá, ¿me deja mirar otra vez esa cosa linda que tiene entre las piernas?